Kitabı oku: «El corazón a contraluz», sayfa 5

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VII
El capataz tautológico

¿Jadearía la vulpeja con el hocico cazado entre dos barrotes de la jaula, la espuma sobre los colmillos, los ojuelos brillantes, mientras el rústico asno se ocupaba sin ningún complejo de su tafanario? ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! “Échate un poco más atrás”, dicen que pedía la vulpeja con un estrangulado hilo de voz. Ambrosio Comarcano, máster ès Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile, asesino de su mujer, capataz de El Páramo, y futuro abuelo de Olegaria Comarcano, la intelectual regente de un insólito prostíbulo de Puerto Natales, estaba de servicio esa mañana dominical, inspeccionando la totalidad de las instalaciones, como lo estipulaba el Manual administrativo del capitán Julio Popper. Mientras sus botas agujereaban el barro, imaginó un silencio muy largo, atravesado por jadeos, quejumbres, boqueadas de placer, por ese tipo de placer que, obtenido sobre un cuerpo sin su consentimiento, se va desenvolviendo poco a poco, venciendo sus propias reticencias, hasta que se le obliga a participar en él. El silencio sería solo una propiedad del asno, pues la vulpeja retorcería su carcasa sin poder ejecutar ningún otro movimiento que fuera más allá de sus rítmicas convulsiones. ¿Habría entrado a robar cándidamente el agua del asno, al cual, por la fuerza de sus cascos traseros y sus intempestivos furores debieron relegar en una jaula? Nadie lo había aclarado la noche anterior pero el cuento era bueno. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano, oculto de la justicia en El Paramo desde un tiempo ya, puesto que llegó cuando acababa de cumplir los veintisiete años, reía bajito dirigiendo sus pasos hacia el galpón que abrigaba las habitaciones destinadas al personal técnico. La tienda y el almacén estaban cerrados.

“—Échate un poco más atrás, querido”, habría repetido la vulpeja con voz apenas audible. El capataz se detuvo ante las casas silenciosas del domingo, donde todos al parecer dormían, salvo los guardias.

“—Un asno dañaría horriblemente el tafanario de una vulpeja”, pensaba, no sin cierto placer. Naturalmente si aquello ocurriera alguna vez. Estaba a punto de decirse que allí no había nadie cuando divisó al cazador de orejas y brazo derecho de Julio Popper, Sam Hyslop, caminando hacia las cuadras. Parecía sobrio. ¿Cómo terminaría la escena? “—Échate un poco más atrás, por los cuatro demonios que me hicieron sedienta, y la irresponsable proliferación de tus centímetros —¡Qué digo! ¡De tu hectómetro!—” contaron que quiso gritar todavía la vulpeja. Aunque parecía maldecir y suplicar con un muslo entero de pollo atravesado en la garganta. “—Eso, eso— murmuró Ambrosio —una disputa en plena maniobra”. El asno, sordo como una tapia, continuaría empujando hasta que la zorra acabaría por sentir que una substancia espesa y caliente le caía sobre las corvas, y tan bien podía tratarse del esperma asnal, como de la sangre de las entrañas vulpejales. En la posición en que la tenían, no podía ver lo que acontecía alrededor, y menos atrás. Tenía la impresión de que la estaban confundiendo con un asado turco a causa del asunto del burro, cuya longitud sobrepasaba el cuerpo de la vulpeja, y cuya dureza, y cuyo sentido de la porfía facilitaba su penetración en no importa qué agujero. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano saboreaba su chascarro intelectual mientras marchaba a lo largo del espacioso galpón situado al extremo norte de la fortaleza, más arriba de la casa de Popper, dotado con ochenta colchonetas y mantas, y destinado al sueño de los guardias. En el galpón del sur dormían los peones. Acto seguido cruzó la habitación de los segundos capataces a sus órdenes mirando distraído. En un altillo, defendido de las pupilas intrusas por una delgada pared, y al cual se ascendía empleando una escala móvil, se hallaba su propio lecho, sus fotografías clavadas en los tabiques, su lavatorio, su jarra de agua, floreada y de ancha boca, y detrás de la pata superior derecha del catre, la botella de grapa a medio vaciar con que entibiaba la soledad de los inviernos.

“—Queridito, sácalo una tercera parte te lo ruego, déjame participar, me estás convirtiendo en un trozo de carne que gira sobre el fuego, ¡en un miserable asado al viento que ni siquiera tiene el derecho de besar la llama que lo quema!” ¡Hi! ¡Hi! Besar la llama que lo quema. Los jadeos del asno propulsados contra su pequeña nuca le impregnarían de un maloliente agua sexual los pelos del cogote, pues estaba, según ellos, atracalada encima de un tronco, a cierta altura del suelo, y el entrante arremetía con todo su caudal. Ambrosio podía imaginar la situación de la vulpeja, mientras revisaba las instalaciones personalmente, tocando con sus guantes el hornillo donde se calentaba el café, y más allá, los motores a vapor, la fragua, el torno, el banco carpintero y los otros accesorios de trabajo. “—Domingo es día de guardar, y es lo que hizo el asno, guardando el mástil dentro de la vulpeja hasta hacerle sangrar las partes”. ¿Pero la escuchó por fin? “—Amorcito, no te salgas de ahí, solo échate un poquito para atrás”.

“—¿Qué mierda quieres? —gritaría el asno, súbitamente colérico— ¿No te basta que te acaricie el corazón por dentro y desde abajo?” “—Justamente”. “—¿Y para qué quieres entonces que lo saque?” “—No te pido que lo saques, te ruego que lo retires un poco, justo para doblar el cogote, pues ¡me matan las ganas de besarte!” ¡Hi! ¡Hi! Besarte.

Cuando se encierre leerá cosas como esa, pues ha trabajado en una recopilación de todas las historias más o menos escatológicas que ruedan por la noche de La Pulpería, en boca de los hombres solos. Se pasaría los día recogiendo y escribiendo literatura de pantano, o tal vez, clásicos de letrina. A propósito, ¿cuál es su vulpeja? ¿Quién? ¿Dónde? Nunca vista. ¿Lo pone de vez en cuando al abrigo metiéndolo en el salado asunto? A uno que se pavonea como macho, con su barba roja y su quepis, podrían lloverle las zorras, pero la pequeña mula blanca que se trajo duerme arrollada fuera de su puerta. No puedo dejar de pensar, viéndolo tan recio, con su dura cara de zapallo, que se comporta en buchipluma. ¡Oh! El capitán Buchipluma Popper. Las putillas que lo visitan siempre duermen solas. Él duerme solo. En alguna trifulca habrá perdido las cerezas. Una vez un italiano que ahora está completamente muerto me dijo: “—A este le dan por el botaguiso”. ¡Hi! ¡Hi! Tremendo cuerpo para que alguien le humedezca la retaguardia con algunas gotas de cuáquer. Aunque los europeos no se andan con miramientos cuando se trata de empaparle el agujero a un cristiano. Comarcano Ambrosio se encontró frente al pozo. Allí, el ingeniero Popper había hecho colocar una bomba centrífuga y un pulsómetro que comunicaba con las mareas bajas por un túnel, perforado a siete metros bajo el nivel de las crecientes. “— Por este conducto alquímico llega el oro. El rumano es un capo. ¿De dónde sacó este dorado invento? A ver: por si las moscas, busquemos alguna lenteja rezagada. I need money: tengo que ver a la Rosa Cruz. Últimamente no le he llevado el mástil. Aunque no me necesita con urgencia, claro está: se traga los arpones marineros como si fueran hostias. ¿Quién le puso El Capón a ese lupanar? Parece referencia a Buchipluma. Cuando tengo frío –¡brrrrrr!– me pongo melancólico pensando en la cama de Rosa Cruz. Apenas llego: “—Déjame ser tu «puta»—”, cuchichea en mi oreja. Como si no lo fuera. Pero no puedo quedarme a vivir allá. Se busca. Mi cara en las Comisarías. Seguirán heladas tus noches, Ambrosio Comarcano.

Parándose con las piernas entreabiertas miró allá abajo de las barrancas que protegían El Páramo por el oeste, y divisó al capitán general Buchipluma Popper galopando sobre Moloch a lo largo de la línea de la playa. Un caballo rápido como rayo negro. Por un súbito reflejo asociativo, levantó los ojos hasta la ventana del cuarto del rumano y percibió el rostro y los hombros desnudos de Drimys Winteri. Ella también controlaba el galope matinal del jefe. “-No lo deja ni a sol ni a sombra. Duerme arrollada delante de su puerta, se comporta como si lo amara, y sabe que él es el principal exterminador de su raza. Dicen que Popper le mató a su propio hermano. ¿Cómo se llama el amor de la víctima por su verdugo?” Un sol lleno de ceniza ceniceaba sobre la calma superficie del mar. Pájaros veloces almorzaban chillando. Sobre las torretas, los de imaginaria vigilaban perezosamente. Popper era ya un punto negro al fondo de la extensa superficie arenosa. “—¿Cómo que no está encerrado hoy con su cachimba? A veces pasa días invisible. Y cuando baja al patio su palidez nos pone los pelos de punta. Más de alguien sugiere que le da al opio, soñolienta costumbre que le pegaron los chinos cuando hizo una excursión comercial al Yang-Tsé-Kiang. Es curiosa la cantidad de contradicciones que puede caber en un cuerpo humano. Fanfarrón misterioso.” Se dio cuenta ahora, cuando bajaba a los galpones del sur, que Drimys Winteri estaba mirando a Sam Hyslop, pero que este parecía ignorar que ella lo observaba con la nariz pegada a los vidrios. “—Fue Hyslop el que la agarró y se la entregó a Stübenrauch. ¿Se lo introdujo? Difícil asegurarlo tratándose de un inglés. Él estaba más interesado en la caza. Se hace llamar “el mejor cazador de orejas de Tierra del Fuego”. ¿Por qué la dejó vivir? ¿Y por qué se la entregó a Stübenrauch cuando no trabajaba para él? En esta región la gente se comporta con cortés asimetría. Seguro que Stübenrauch la encargó para deshollinarla. Se la llevó a Europa. Es evidente que los Selk’nam ven muy lejos, pero no tenía por qué trasladarla al otro lado del mundo para ponerle el racimo en la canasta—.” Ambrosio Comarcano, sentimental asesino de su mujer, decano de la Facultad de Escatología Consuetudinaria, miró hacia el corral de los caballos, y más lejos, los bueyes del establecimiento, y más lejos aún, las mulas, los asnos, y a la derecha, debajo de redes de alambre, las aves de corral. “—Hay días en que el mundo está completamente en orden. El gallo se despacha en diez segundos. No tiene dónde perderse, porque por el de la gallina cabe un huevo. El suyo tiene el tamaño de un huevo, pero de picaflor. ¿Dónde habrá perdido Buchipluma las cerezas? Moriré con el misterio no resuelto. Hay hombres que vienen al mundo con muy pocos dedos de frente, otros con muy escasos pies de altura, y otros con solo algunos tacaños centímetros en la antropometría viril. Yo creo que Buchipluma Popper está muy desheredado en este punto capital. La naturaleza es injusta. ¿Fue feliz la vulpeja con tamaña masa adentro?”. Pateó una piedra y sintió ganas de beber un sorbo de grapa. Pronto llegaba el mediodía. Marchando hacia su buhardilla, Ambrosio Comarcano, futuro abuelo de la intelectual regente del futuro lenocinio La Heimskringla, de Puerto Natales –Olegaria Comarcano–, Doctor ès Letras de la U., asesino de su mujer, oculto en El Páramo de la policía chilena, recordó la noche en que Buchipluma llegó con la india arropada contra su pecho. Tal como el imaginaria de guardia que custodiaba el portalón central, en cuyo frontis podía leerse en grandes caracteres: “LASCIATE OGNI SPERANZA VOI CH’ENTRATE”, él también preguntó, con alguna jovialidad no exenta de respeto, si la caza había sido buena esa tarde. Y recordaba la respuesta de Popper, aunque no sabía que esa misma respuesta había sido ya asestada al imaginaria en la puerta principal:

“—Que nadie la toque nunca, Ambrosio. Que ni siquiera la sueñe. Si descubro que alguno la está soñando secretamente a mis espaldas, o lejos de mí, incluso dormido, incluso muerto, yo dispararé.”

—El perro del hortelano: no come ni deja comer. ¡Hi!

VIII
El banquete de los perros de presa

Los onas –que se llamaron en realidad selk’nam– fueron una raza parecida a la raza humana, sostuvieron los descubridores. Parecida pero no igual. Durante el invierno, el Onasín puede alcanzar ciertos días con sus noches, diez o quince grados bajo cero en las inmediaciones de las costas. Probablemente más. Un orinador al aire libre verá su orina convertirse en estalagmita. Las razas fueguinas no usaron botas. Quien las usa, bajo temperaturas semejantes, al quitárselas se arranca con ellas los dedos de los pies. No pocos descubridores hicieron la experiencia en carne propia y terminaron sin poder contar, esto es, realizar una operación aritmética muy simple para la cual necesitaban ayudarse de todos los dedos. Otros descubridores perecieron por defecar a tundra traviesa. El rectum no soporta fríos semejantes, y su repentina congelación atrae sin miramientos a la Parca, que sí mora a sus anchas en el hielo. Sonarse la nariz era un peligro.

Pero al interior de la Tierra del Fuego hay bosques perennes, en particular, sobre anchas oquedades llanas al pie de la cordillera Carmen Sylva –seudónimo literario de una reina rumana–. Estos bosques constituyen espacios cerrados, dotados de microclimas, tibios refugios para los flamencos, las avutardas, los caiquenes, y especies animales como la vulpeja, el guanaco y el ñandú, ave-animal, el avestruz americano. Sin embargo, hay todavía más: desde l584, los descubridores vieron papagayos verdes junto a hombres tan gigantescos, que los pillastres recién llegados tocaban un poco más arriba de la cintura con sus cabezas, y de pie, parecían arrodillados bajo los grandes senos grávidos de las mujeres Selk’nam. Aquellos gigantes desnudos conocían la sonrisa y la usaban.

Nadie ha comprendido nunca la razón por la cual el hielo que merodea sobre la tundra, se detiene al borde de los microclimas, no penetra jamás en el interior. ¿Reconoce el cerebro del hielo una marca, una señal, una frontera ante la cual termina invariablemente su avance? Apenas los selk’nam veían con la mirada de la piel que el hielo marchaba tundra adentro, corrían a la región de los microclimas y saltaban la barrera invisible. Año tras año contemplaban cómo los flamencos rosados y los cisnes de cuello negro, que no tenían tiempo de emprender el vuelo desde sus lagunas veraniegas y otoñales, quedaban con las patas aprisionadas, engrillados por una mano gélida que los amarraba al agua endurecida y los conservaba, enhiestos y gallardos, sobre el entumido pecho del invierno. Eran liberados ya bien entrada la primavera, y se dormían en las aguas de nuevo blandas, despeinados por la brisa con las muertas cabezas sumergidas. Drimys Winteri reveló a Popper que su raza llamaba Invernada la región de los microclimas, desde la cual los selk’nam medían el desarrollo del invierno sin ninguna necesidad de buscar alimento, pues su alimento venía también a refugiarse allí.

Pero fue la expedición de Magallanes la primera que abrió el fantástico camino de las revelaciones de un mundo globalmente inédito. El Capitán General Fernão de Magalhães –que siglo a siglo fue transformándose paulatinamente en Fernando de Magaglianes, Fernando de Magalhaes, Ferdinand de Magellan, Hernando de Magallanes–, decidió navegar hacia el sudeste el año 1519. Tenía el propósito de descubrir una vez más el Estrecho de Todos los Santos, que figuraba también con el nombre de Madre de Dios, y otros apelativos en antiguas cartas marítimas. Recibió la autorización expresa del monarca don Carlos, rey de España. Mantuvo a sus cuatro tripulaciones en la ignorancia más absoluta con respecto al verdadero objetivo y duración del viaje –que fue en realidad un periplo–. El navegante portugués era un tipo retaco, de trato difícil, presa de frecuentes estados depresivos, y cuidadosamente odiado por la oficialidad española que lo secundaba, probablemente a causa de su nacionalidad. Un médico de la época adelantó la hipótesis de que su estómago ulcerado estaba al origen de ese carácter agrio. Otro, que su irritabilidad procedía de la imposibilidad de fornicar, pues la sífilis le estaba carcomiendo el pene. Sin embargo el navegante resultó muy ducho en cosas de mar. A fin de que las cuatro naves que componían la expedición no se separaran bajo ninguna circunstancia, ideó una estratagema que puede describirse como sigue: dispuso que la nave capitana marchara de noche precediendo a las otras. En la popa conservaría encendida en permanencia una antorcha de leña que llamó farol. El Diario de a bordo lo llevó durante todo el viaje un escritor italiano, muy curioso, muy deslenguado y muy católico, llamado Antonio Pigafetta. Él es un auténtico precursor del realismo mágico. Anotó que obtenían otro tipo de fuego con una linterna o con un cabo de cuerda de junco, método que denominó strengue. Este consistía en sumergir durante muchas horas la cuerda de junco en el agua. Después la secaban al sol o al humo. Las otras naves respondían a esta señal con un fuego del mismo tipo. El brillar de dos fuegos simultáneos significaba cambio de azimut, y se viraba, según los fuegos marcaran babor o estribor, a derecha o izquierda. Tres fuegos indicaban que debía arriarse la boneta para acelerar la recogida de la mayor. El disparo de una bombarda prevenía la proximidad de tierra, de rocas sumergidas o de bajíos. Cada noche el capitán controlaba personalmente la organización de tres guardias sucesivas. La primera, denominada Lúcida, se instalaba al decidirse la obscuridad. La segunda, llamada Modorra, funcionaba durante la noche. La tercera, cuyo nombre era Modorrilla, duraba hasta el amanecer, hora en que tomaban su turno los vigías apostados en el palo mayor.

La expedición zarpó el l0 de agosto de l5l9, desde Sevilla. Al llegar al océano, ancló para terminar los últimos preparativos. En septiembre dejó atrás las islas Canarias rumbo al sur. Tres días después (el 26 de septiembre) constató la presencia de dos islas, una de las cuales tenía agua potable en abundancia y la otra no. En esta segunda isla existía un árbol, variedad mejorada de la palma. A su pie habían abierto un foso algunos siglos antes. Si se sangraba aquella palma –según el método con que se obtiene el látex del árbol del caucho–, escurría abundante un líquido que servía a la vez de agua potable, de vino, de medicina y de alimento. Moliendo sus hojas podía obtenerse harina de gusto salobre. Se la amasaba con el líquido hasta conseguir una masa espesa que, colocada sobre piedras planas al sol del mediodía, se transformaba en un pan que recordaba las modernas tortillas de rescoldo.

A la altura de Sierra Leona, en la costa occidental del África, la expedición puso rumbo al oeste. Un ejército de tiburones cubría la retaguardia retozando en la estela de los barcos. En noches oscuras brillaban sobre los mástiles las luces de San Telmo. Un día cayó sobre cubierta un pájaro que no tenía culo. Otro día se arrinconaron en una lancha de salvataje dos aves de alta mar. La hembra puso los huevos sobre la espalda del macho y los incubó allí. Cuando las naves cruzaban la línea ecuatorial –que en aquel tiempo se llamaba línea equinoccial–, un enorme pez espada, volando sobre el puente, se llevó al contramaestre de la nave capitana clavado por la barriga. Cuatro días más tarde avistaron la costa de la Tierra del Verzin, bajo dominio portugués, y que un día se llamaría Brasil. Allí comerciaron al trueque con los nativos. Por un Rey de Oro –carta de la baraja española– Pigafetta obtuvo seis gallinas. Esa noche cenaron una variedad de cerdo que tenía el ombligo en la espalda.

El piloto Ioanne Carvagio, de la Capitana, había vivido en el Verzin durante cuatro años Previno a sus compañeros de las costumbres caníbales de los lugareños, pero advirtió que no comían la carne humana porque les gustara, sino por una costumbre guerrera. Contó así esta historia: “—Una anciana, que tenía un solo hijo, se enteró que este había sido muerto en combate por una tribu rival. Pasados algunos días, su tribu apresó a uno de los que le habían matado al hijo, y lo llevaron donde se hallaba la vieja. Viéndolo, ella se acordó de su muerto, corrió hasta el muchacho como perra rabiosa, y lo mordió en la espalda. Aquél huyó despavorido y mostró a los suyos la mordedura dando a entender que habían querido devorarlo. Cuando su tribu, más tarde, capturó a un enemigo, los guerreros se lo comieron aplicando la ley del Talión. Y los parientes del comido se comieron a los que se lo comieron, de lo cual nació la costumbre”. Según Ioanne Carvagio, no se comían al contrincante de una vez: uno cortaba una rebanada y la llevaba a su vivienda para ahumarla. Volvía a los ocho días para comer asado otro pedazo, y esto, a fin de guardar en la memoria –y en la lengua– el recuerdo del enemigo.

El cronista se detiene en algunas costumbres locales, alaba la multiplicidad y el sabor de las frutas, y describe episodios que su religiosidad siempre ponderada no le impedía transcribir con singular desparpajo. “—Una hermosa joven subió un día a la nao capitana, donde me encontraba yo, no con otro propósito que de aprovechar alguna nadería de deshecho. Andando en lo cual, le echó el ojo, en la cámara del suboficial, abierta, a un clavo más largo que un dedo, y apoderándose de él, con gran gentileza y galantería, hundiólo entero, de punta a cabo, entre los labios de su natura. Tras ello, marchóse pasito a pasito, viéndolo todo perfectamente el Capitán General y yo—.” Las costumbres sexuales de los aborígenes que frecuentó durante el viaje, proporcionaron al relator un extraño y variado material que comentaba con evidente delectación. En algún punto de su peregrinaje encontró gente sexualmente muy avanzada:

“—Grandes y pequeños se han hecho traspasar el pene, cerca de la cabeza y de lado a lado, con una barrita de oro o bien de estaño, del espesor de las plumas de oca, y en cada remate de esa barra tienen unos como una estrella, con pinchos en la parte de arriba. Otros, como una cabeza de clavo de carro. Diversas veces quise que me lo enseñaran muchos, así viejos como jóvenes, pues no lo podía creer. En mitad del artefacto hay un agujero por el cual orinan, pues aquél y sus estrellas no tienen el menor movimiento. Afirman ellos que sus mujeres los desean así y que de lo contrario, nada les permitirían. Cuando desean usar de tales mujeres, ellos mismos pinzan su pene retorciéndolo, de forma que, muy cuidadosamente, puedan meter antes la estrella, ahora encima, y después la otra. Cuando está todo dentro, recupera su posición normal y así no se sale hasta que se reblandece, porque de inflamado, no hay quien lo extraiga. Estos pueblos recurren a tales cosas por ser de potencia muy escasa. Sus mujeres nos preferían ampliamente sobre ellos”. Algunos cautivos le contaron una vez que los mozos de cierta isla –esto no pudo examinarlo de cerca– cuando se enamoran, se amarran varias pequeñísimas campanillas al miembro, justamente entre glande y prepucio, hasta que la joven solicitada escucha el tenue tintineo, algo así como una serenata de grillos minúsculos y próximos. Porque los jóvenes campanilleros se acercan a la choza de la elegida, y fingiendo orinar, sacuden el pene desatando el sonido de la llamada. Inmediatamente ellas acceden a la incitación y se entregan sin rodeos al armonioso esperante, no permitiéndole que retire su campanilla porque a estas hembras mágicas les produce un gran placer el escuchar el campanilleo dentro de sí.

Magallanes permaneció trece días en las costas de la Tierra de Verzin. Entre sus constataciones y cuatro mediciones, cargaban agua y alimento para continuar el viaje hasta el Polo Antártico, como ellos mismos afirmaban. Después toparon con la boca de un gran río de agua dulce. (¿Habrán encontrado más de una vez un río de agua salada?) Esa llanura de agua –cuyo nombre actual es Río de la Plata– albergaba una raza de hombres que llamaron caníbales, pues sostenían que su alimento principal era la carne del prójimo. Para afirmar su aserto, describían cómo aquellos caníbales habían devorado a Juan Díaz de Solís y nueve de sus hombres a comienzos de l516. Invernaron dos meses en una ensenada que descubrieron muy al sur. No le dieron nombre. Tampoco supieron que ya se encontraban navegando a la altura de la Patagonia. Estos dos meses fueron marcados por la ausencia de vida en las colinas que rodeaban la ensenada.

Sin embargo, un día, al final de su estancia, y como tipos expertos en encontrar lo que no buscaban, descubrieron al primer pámpida. Era de estatura gigantesca, dirían, se hallaba desnudo en la ribera de la ensenada, bailaba, cantaba y vertía una suerte de polvo blanco sobre su cabeza. Uno de los marineros descendió a tierra y parándose frente al pámpida, imitó sus gestos en signo de paz y de amistad. Tan alto era que ningún español le pasaba de la cintura, e incluso, los portugueses que integraban la expedición, apenas asomaban la nariz por encima de su sexo. Tenía el rostro teñido de rojo, y sus ojos, circundados con un ungüento amarillo. En el centro de cada mejilla llevaba pintado un corazón, colorida corazonada de esa raza pedestre, andariega por excelencia. Pronto llegaron otros pámpidas. A la vista de los extraños, comenzaron a bailar y a cantar con un dedo en alto, ofreciéndose polvos blancos los unos a los otros. Un hombre puso frente al rostro del primer pámpida un espejo de acero bruñido. El acero se fabricaba en España desde la época romana. El pámpida saltó hacia atrás al contemplar sus trashumantes facciones, derribando a cuatro marineros y sus cuatro arcabuces, más sus cuatro sorpresas. El relator creyó ver que las mujeres pámpidas de más edad tenían tetas que les colgaban hasta la mitad del antebrazo, lo que podría sugerir la magnitud del poder de succión de un pámpida macho. Quince días después, hallaron cuatro gigantes sin armas, cada uno pintado de modo distinto. Les llenaron las manos de objetos sin valor, en especial, cuentas de vidrio, y luego, Magallanes hizo traer un par de grilletes de hierro. A causa de las cuentas de vidrio, los pámpidas no pudieron cogerlos y se mostraron desconsolados. El capitán hizo señas a un hombre para que se ofreciera a colocárselos en los pies. Al comienzo estaban inmóviles y parecían felices. Solo cuando quisieron partir se dieron cuenta que no podían separar los tobillos. Bufaron como toros. Se revolcaron. Pidieron a grandes voces a Setebos, un espíritu maligno, que les ayudara a liberarse. Uno comenzó a llorar por su mujer, pues había una extraña relación de amor profundo entre un pámpida y su pámpida. Otro dio de repente un puntapié al viento que pasaba y reventó los hierros. Corrió de modo tan vertiginoso que en pocos segundos desapareció de la vista de los navegantes. Estos “hirieron de manera leve a los otros tres en la cabeza para tenerlos quietos y obligarlos a que nos condujeran hasta sus mujeres”. Las divisaron un poco más lejos. Ellas, apenas vieron a los caníbales blancos que traían engrillados y sangrando a sus maridos, se perdieron a la carrera. Ningún español pudo darles alcance. Varios pámpidas que estaban con ellas dispararon algunas flechas contra los invasores. La cuarta atravesó un muslo hispano, y el infeliz murió en seguida, pues el dardo estaba untado con veneno. El religioso relator cierra el capítulo con estas palabras de beatitud prodigiosa: “—Los nuestros, aunque disponían de escopetas y ballestas, jamás pudieron herirlos, pues ellos, cuando pelean, no se están nunca quietos, antes saltan de acá para allá. Enterró a su muerto nuestra cuadrilla, e incendió cuanto abandonaron los fugitivos. Ciertamente, tales gigantes corren más que un caballo, y son celosísimos de sus esposas”.

Cuando a un pámpida le duele el estómago, no se purga: se mete por la boca dos palmos de flecha y vomita una masa verde mezclada con sangre. Ante un dolor de cabeza recurre a la sangría. Los españoles dijeron que uno de los dos cautivos que finalmente lograron retener, manifestó que aquella sangre no quería estarse allí, y por eso dolía. Llevaban el pelo largo y rodeaban su cabeza con una bincha de algodón, en el cual ajustaban los dardos cuando partían de caza. Amarraban el miembro viril a la rodilla derecha para preservarlo del grandísimo frío. Cuando aquel entraba inopinadamente en erección, no podían correr sino inclinados, a pesar de lo cual, su velocidad era todavía considerable. El segundo cautivo explicó que si muere un pámpida, surgen doce demonios pintarrajeados que bailan sobre su cadáver. A estos doce se une pronto un decimotercero, mucho más alto, más pintado, con aros en el labio inferior, quien aumenta la algazara multiplicando el volumen de sus gritos. Por este motivo los pámpidas pintarrajeaban su piel. El relator sostuvo que uno de los prisioneros le aseguró haber visto al demonio con dos cuernos en la cabeza y largos pelos que le cubrían las piernas, “lanzando fuego por la boca y por el culo”. Este mismo habría añadido que últimamente no estaban muriendo tanto como en el pasado a causa del frío, porque este parecía decrecer de invierno en invierno. En una época apenas pretérita, los pámpidas comían raíces blancas congeladas, bebían agua de hielo y cagaban nieve.

Magallanes abandonó su estrecho el 20 de noviembre de l520, hundiéndose en los fragores del Pacífico. Pasó junto a los islotes que siglos más tarde sustentarían la mole del Faro de los Evangelistas. En una isla encontró una raza de enanos que tenía las orejas más grandes que sus cuerpos. Para dormir, utilizaban la oreja izquierda como estera y se tapaban con la derecha. La carencia de vitamina C produjo grandes estragos entre los tripulantes. A los hombres les crecían las encías por sobre los dientes, así los superiores como los inferiores, razón por la cual no podían comer y morían. Dejaron atrás el Japón, que llamaban Cipango, y luego una isla conocida como Sundit-Pradit. En otra isla, todavía, Magallanes intentó un desembarco, pero los dueños del lugar robaron su esquife con insólita rapidez. Furioso, el capitán general descendió a tierra con cuarenta ballesteros. Los enfermos de a bordo rogaron a estos que si mataban a un hombre o a una mujer, les trajeran los intestinos, pues comiéndolos sanarían. Los atacantes incendiaron una cincuentena de chozas, mataron a siete insulares y recuperaron el esquife. “—Cuando a ballestazos traspasábamos alguno de aquellos indios por los ijares, tiraban de la flecha en un sentido o en otro, mirándola. Conseguían extraerla maravillándose mucho, y morían así”. (Maravillados). Aquellos que recibían la misma herida en el pecho, se consagraban con exquisito placer a maniobras similares.

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