Kitabı oku: «El mediterráneo medieval y Valencia», sayfa 8
Son muchos los ejemplos y el camino tortuoso de cómo la mercatura fue progresivamente asimilada, apreciada, protegida y justificada (y también condenada con viejas y nuevas reservas mentales, religiosas, jurídicas y sociales) hasta alcanzar la plena legitimidad y autonomía con la mercantilización de la primera edad moderna. Cuando afrontamos el problema de la utilidad social de los mercaderes y su contribución a la creación de identidades urbanas, nos vienen in mente tanto los argumentos favorables como los negativos sobre sus actividades. La desconfianza cívica es particularmente crítica respecto a los mercaderes extranjeros y explica los frecuentes intentos de expulsarlos de la ciudad, es decir, de la identidad comunitaria, justificados por los desórdenes que provoca el préstamo del dinero con usura, la manipulación de la moneda y la incompatibilidad del comercio especulativo con la honorabilidad del ciudadano honrado y del «bien común».16 De hecho, las tradiciones del pensamiento político europeo eran dispares. El papel asignado por Tomás de Aquino a los mercaderes en la comunidad política era difícil de encajar con la construcción identitaria urbana de los franciscanos. El dominico veía en los negotiatores –sobre todo si eran extranjeros– un peligro objetivo para la ciudad perfecta, una subversión de las costumbres comunitarias y una perturbación del vivir cívico. Aunque admitía que eran necesarios para la supervivencia de los cives, consideraba que el arte de la mercadería suponía una actividad proclive a los vicios de la avaricia, del acaparamiento y de la ganancia especulativa cuando no a los intercambios fraudulentos. Muy distintas son las apreciaciones de Eiximenis, que asigna a los mercaderes la función capaz de mejorar la convivencia civil y, en virtud de su pericia contractual y de las técnicas de negociación que requieren la fiducia entre partes, les suponía las personas más idóneas para ocupar los cargos públicos y asegurar la estabilidad de la comunidad concebida como red de relaciones fiduciarias.
El punto más importante de diferenciación con Tomás de Aquino aparece cuando Eiximenis se presenta como el principal valedor del ars mercandi y defensor a ultranza de los privilegios y gracias que la comunidad debe conceder a los mercaderes extranjeros por su contribución al bien común de la cosa pública. En este sentido, la gestación de la sociedad mercantil europea –la llamada «república internacional del dinero»– y de su sistema de valores sería el rasgo más profundamente definitorio de una nueva identidad supralocal de Europa, aunque todavía no es la identidad unificadora del estado-nación posterior.17 Pero sí representa la aparición de un sistema de relaciones nuevo caracterizado por la movilidad de los hombres de negocios y de cultura y por la circulación de ideas y mercancías a gran escala, que crea una estructura englobante por encima de los estados pero que continúa asentándose en la ciudad y en los principios de la ética comunitaria. Lo que define la identidad honorable del mercader es la pertenencia, no la diferencia o el éxito empresarial individual, y en parte la integración en un grupo cívico dotado de significado (social, profesional, institucional y simbólico) y de legitimidad jurídica. Que esto se manifieste a través de la dignidad pública, de la condición interna de ciudadanía (la identidad que confiere el estatuto de civis), de la pertenencia a un grupo de probada fiducia y riqueza o de la participación reconocible al «bien común» no es más que el resultado o puesta en práctica de la honorabilidad. Pero la pertenencia funciona también eficazmente como miedo a la exclusión. Lo que teme el mercader diariamente es que las malas –o erróneas– prácticas económicas lo proscriban al grupo de gente sospechosa, los irredimibles, los fuera-comunitarios, que son todos aquellos que –como Judas, dirá Giacomo Todeschini–18 no utilizan correctamente sus propias riquezas, que no siguen honestamente las reglas del mercado y que no buscan en sus acciones el «bien común» de la ciudad.
UNA PERSPECTIVA DE LARGA DURACIÓN
En el enfoque actual de las ciencias sociales –y por tanto en el estudio de la cultura cívica y de las identidades–, el concepto longue durée, aunque sea en una orientación muy distinta a la originaria de Fernand Braudel y practicada por la escuela francesa de Annales, está adquiriendo una relevancia excepcional.19 En la «materia» que nos ocupa, la larga duración constituye un elemento extremadamente eficaz para comprender no la identidad en sí, sino algunas manifestaciones de la historia intelectual o de las expresiones doctrinales de la identidad. En sustancia, el análisis diacrónico en un tiempo largo permite visualizar algunas tendencias de la reflexión teórica y observar remodelaciones en contextos políticos y sociales diferenciados. Lo que interesa plantear ahora es cómo ese ius mercatorum, esa imagen contradictoria y ambivalente de la mercadería que se transmite y concilia con la política, con la función civil del mercado y con la dimensión «republicana» de la comunidad durante la baja Edad Media y principios de la moderna.20 Dicho de otro modo, cómo se compagina la génesis de la racionalidad económica y la comunidad cívica con las identidades sociales, las percepciones y los comportamientos colectivos.
En esta perspectiva, Eiximenis aparece como el principal impulsor de una idea de identidad que se construye sobre la base de relaciones contractuales y de intercambio, un modelo que no solo funciona en los territorios de la corona catalano-aragonesa sino que recoge matrices del pensamiento político europeo, sobre todo del mundo mediterráneo, respecto a la civilitas y la res publica, y especialmente en lo que concierne a la exaltación del papel de la riqueza, de la moneda y del mercado urbano como elementos identificadores del desarrollo de la comunidad. El paradigma es suficientemente fuerte como para construir una medieval urban identity.21 Quien maneja debidamente estas realidades puede constituirse en civis, formar parte de la civitas y compartir una serie de rasgos constituyentes de la identidad urbana: una específica moralidad en los negocios, el enriquecimiento personal que favorece el desarrollo económico de la comunidad, la participación al buen gobierno y al bonum commune, la competencia virtuosa, el crédito honesto y la circulación de la moneda como medio de certificación de la auctoritas de la comunidad.
El paradigma político-identitario se acopla a una extensa área de Europa y a un período concreto de la baja Edad Media e inicios de la modernidad, un momento histórico en el que los contornos de las identidades cívicas estaban bien definidos y que desaparecerán con el desarrollo de las identidades uniformes del Estado-nación de los siglos posteriores, cuando la nueva opción absolutista del poder y las soberanías monocráticas se impongan sobre la comunidad eliminando las identidades, necesariamente múltiples y cívicas, de la primera edad moderna.22 Es el momento también en el que comienza a gestarse una concepción de la política como materia de gobierno, pero no de un gobierno civil de ciudadanos sino «Político Catholico Christiano», más católico incluso que cristiano tras la escisión confesional de la Reforma.23 Antes católicos que ciudadanos es una ruptura con los experimentos cívicos y republicanos de la baja Edad Media –pero también con el cristianismo cívico y virtuoso franciscano y con la conciliación entre los principios evangélicos y la filosofía práctico-cívica de Eiximenis- y una reivindicación profunda de una ancestral identidad hispana. La ciudadanía deja de formar parte de la vida activa política y, con ello, desaparece el vínculo indisoluble entre ejercicio activo de la vida en comunidad y los comportamientos éticos del buen civis que constituían el fundamento de la identidad civil urbana. Hasta el «bien común» acabará por ser marginado en la consideración de las virtudes ciudadanas para situarse exclusivamente en el terreno de competencias de los gobernantes y en la definición de la calidad de los modernos regímenes políticos.
Sin embargo, algunos rasgos y matrices del pensamiento político se mantendrán durante largo tiempo, incluso hasta el siglo XIX, en lo que Pablo Fernández Albadalejo ha denominado «cristianismo cívico» (a propósito de la obra de Martínez Marina) o de las diversas manifestaciones de un modelo contrapuesto al diseño absolutista y construido «desde abajo», desde la comunidad como sujeto político corporativo (a propósito del lenguaje constitucional de La lex regia aragonensium o de la comunidad regnícola de Pere Antoni Beuter).24 Pero es sobre todo la obra de Martínez Marina la que recupera planteamientos identitarios tradicionales, alternativas al despotismo y críticas a la noción vigente de soberanía. Con el miedo a los republicanos franceses de por medio, no era poco reivindicar la condición de «ciudadano» como sujeto con derecho a la honorabilidad cívica y a la participación en el Gobierno. Más relevante era con seguridad la defensa del «bien público», del municipalismo (en este caso, las municipalidades castellanas) y cierta idea de monarquía –o del poder político– contractual y res-publicana. Remontándose a idearios del pensamiento político medieval, en los inicios del siglo XIX, Martínez Marina recordaba que la ciudadanía representaba las señas tradicionales de identidad y que el poderío de la monarquía era resultado de pactos y convenciones y del consentimiento tácito o expreso de la comunidad, un convenio que daba paso al siguiente estadio, el de la «sociedad civil». Con todo, son muchos más los textos que, como el propio Fernández Albadalejo analiza, reafirman un pasado (más o menos forzado, mítico, ideológico o teológico) continuamente revisado en clave de autodefinición y exclusivismo nacional, propio de una entidad que está por encima de los grupos que se autoperciben como distintos en torno a prácticas de pertenencia y de participación comunitaria.
La perspectiva de larga duración sirve para entender lo que de nuestro pasado ha sido eliminado o se reaviva en el presente y las enseñanzas que el período histórico que estudiamos puede mostrarnos para el futuro. Un período en el que las formas de identidades cívicas acabarán por paralizarse, bloqueadas ante los instrumentos de los estados nacionales donde serán marginadas durante siglos. No será ya la circulación de hombres y culturas, la comunicación, el mercado cívico y con «honorabilidad» y la pluriidentidad los vectores que guíen a la sociedad civil, sino el predominio de lo político, la centralidad del Estado-nación, las identidades uniformes y la confrontación de los estados nacionales territoriales, terreno resistente hasta la crisis actual y en el que parecen naufragar tanto las corrientes federalistas como los principios culturales y espirituales de la tolerancia.
Por eso resulta tan difícil hablar de multiculturalismo y de globalización en los tiempos que corren, excepto por la dictadura de los mercados globales (con poco «honor» y menos civilitas) y por la debilidad del control estatal sobre estos, cuando las identidades múltiples permanecen amenazadas y confundidas sobre la base de la realidad estatal y son interpretadas especialmente, aparte de su construcción funcionalista, como principal elemento de diferenciación y de oposición de género, clase y nación.25 Y con la confrontación hemos perdido la confianza (la fides) convertida en algo limitado y revocable, y hasta el «bien común», otro valor liquidado por la crisis y el estado-nación.26 No es extraño que Manuel Cruz abogue por más responsabilidad y menos identidad o que Zygmun Bauman, cuando analiza la actual crisis del estado nacional, lo que quiere decir es que no existen ya territorios homogéneos, que las identidades nacionales no pueden dar soluciones a las necesidades de la sociedad y que toda sociedad es una sucesión de diásporas aunque los individuos no quieran prescindir de sus raíces.27 La gran cuestión actual es el colapso de la confianza porque la conexión entre identidad y política se ha roto y aparece la contradicción entre identidad tribal y el concepto de ciudadanía como pertenencia o como integración.
1 P. Fernández Albadalejo, Materia de España. Cultura política e identidad en la España moderna, Madrid, 2007. Prólogo.
2 Y entiendo «periferia» –o periférico– como medievalista e historiador del área mediterránea.
3 De una bibliografía que podría ser interminable, destaco solo algunas obras de ámbito urbano, como F. Sabaté (ed.), Identitats, Lleida, 2012; F. R. Fernandes (ed.), Identidades e fronteiras no medioevo iberico, Curitiba, 2013; J. Acebrón, I. Grifoll y F. Sabaté (eds.), La construcció d’identitats imaginades. Literatura medieval i ideologia, Lleida, 2015; F. Sabaté y Ch. Guilleré (eds.), Morphologie et identité sociale dans la ville médiévale hispanique, Chambéry, 2012; J. A. Jara Fuente, G. Martín e I. Alfonso (eds.), Construir la identidad en la Edad Media. Poder y memoria en la Castilla de los siglos VII a XV, Cuenca, 2010; J. A. Jara Fuente (ed.), Ante su identidad. La ciudad hispánica en la baja Edad Media, Cuenca, 2013; O. Rey Castelao y T. Mantecón Movellán (eds.), Identidades urbanas en la monarquía hispánica (siglos XVI-XVIII), Santiago de Compostela, 2015.
4 F. Remotti, Contro l’identità, Roma-Bari, 1996; íd., L’ossesione identitaria, Roma-Bari, 2010; M. Aime, Eccessi di culture, Turín, 2004.
5 P. Evangelisti, «Misura la città, chi è la comunità, chi è il suggetto, chi è nella citta...», en P. Prodi, M. G. Muzzarelli y S. Simonetta (eds.), Identità cittadina e comportamenti socio-economici tra medioevo ed età moderna, Bolonia, 2007, pp. 19-52, y la bibliografía citada en nota 2.
6 P. Prodi, «Introduzione: evoluzione e metamorfosi delle identità collettive», en P. Prodi y W. Reinhard (eds.), Identità collettive tra medioevo ed età moderna, Bolonia, 2002, p. 11.
7 A. Sen, Identitat i conflicte: qui té interés a convertir la identitat en un conflicte?, Barcelona, 2009.
8 Estas y otras referencias siguientes al fraile de Girona, muy abundantes, en F. Eiximenis, Dotzè Llibre del Crestià, Xavier Renedo (ed.), Girona, 2005; F. Eiximenis, Regiment de la cosa pública, Daniel de Molins (ed.), Barcelona, 1927 (reed. 1980).
9 P. Evangelisti, «Construir una identidad: Francesc Eiximenis y una idea europea de civilitas», en La construcció d’identitats, cit., pp. 125-165; íd., «Ad invicem participancium. Un modello di cittadinanza proposto da Francesc Eiximenis, frate franciscano», en Cittadinanza e disuguaglianze economiche: le origini storiche di un problema europeo (XIII-XVI secolo), Mélanges de l’École française de Rome. Moyen Âge, 125/2, 2013, disponible en línea: <http://mefrm.revues.org/1466>, y, más ampliamente, íd., I francescani e la costruzione di uno Stato. Linguaggi politici, valori identitari, progetti di governo in area catalano-aragonese, Padova, 2006.
10 G. Todeschini, «Fiducia e potere. La cittadinanza difficile», en P. Prodi (ed.), La fiducia secondo i linguaggi del potere, Bolonia, 2007, pp. 15-26.
11 G. Todeschini, La banca e il ghetto. Una storia italiana (secoli XIV-XVI), Roma-Bari, 2016.
12 Concepto equívoco. Véase U. Fabietti, L’identità etnica. Storia e critica di un concetto equivoco, Roma, 1995; A. P. Smyth (ed.), Medieval europeans: studies in ethnic identity and national perspectives in medieval Europe, Londres, 1998.
13 G. Todeschini, «Mercato medievale e razionalità economica moderna», en Reti Medievali Rivista, VII, 2006/2, disponible en línea <http://www.dssg.unifi.it/_RM/rivista/saggi/Todeschini.htm>; P. Evangelisti, «Mercato e moneta nella costruzione francescana dell’identità politica. Il caso catalano-aragonese», en Reti Medievali Rivista, VII, 2006/1, disponible en línea <http://www.dssg.unifi.it/_RM/rivista/saggi/Evangelisti.htm>; G. Todeschini, «Participer au Bien Commune», en E. Lecuppre-Desjardin y A. L. van Bruaene (eds.), De bono communi: the discourse and practice of the common good in the european city (13th-16th c.), Turnhout, 2010; S. Zamagni, Por una economía del bien común, Madrid, 2012.
14 Cittadinanza e disuguaglianze economiche: le origini storiche di un problema europeo (XIII-XVI secolo), cit.
15 M. Boone, A la recherche d’une modernité civique. La société urbaine des anciens Pays-Bas au bas Moyen Âge, Bruselas, 2010; F. Migliorino, «Immagini della mercatura. Costruzione di una identità sociale», en P. Prodi (ed.), La fiducia secondo i linguaggi del potere, cit., pp. 359-378.
16 G. Albertani e I. Checcoli, «Il denaro, il nome e l’onore. Sulle tracce dei prestatori bolognesi (secc. XIII-XIV)», en P. Prodi, M. G. Muzzarelli y S. Simonetta, Identità cittadina, cit., pp. 113-132.
17 P. Iradiel, «La idea de Europa y la cultura de las élites mercantiles», en Sociedad, culturas e ideologías en la España bajomedieval, Zaragoza, 2000, pp. 115-132 (en este volumen, pp. 165-184); R. Greci (ed.), Itinerari medievali e identità europea, Bolonia, 1999. Naturalmente la referencia es A. de Maddalena y H. Kellenbenz (eds.), La Repubblica internazionale del denaro tra XV e XVII secolo, Bolonia, 1986.
18 G. Todeschini, Come Giuda. La gente comune e i giochi dell’economia all’inizio dell’epoca moderna, Bolonia, 2011. Véase también íd., «Theological Roots of the Medieval/Modern Merchants’ Self-Representation», en M. C. Jacob y C. Secretan (eds.), The Self-Perception of early modern ‘Capitalist’, New York, 2008, pp. 17-46.
19 Imposible referenciar, en un texto breve como este, la tradición y debates sobre «la larga duración» braudeliana, pero véase el reciente dosier La longue durée en débat, en Annales HSS, 70/2, 2015, que contiene el artículo-manifiesto de D. Armitage y J. Guldi «Le retour de la longue durée: une perspective anglo-américaine», pp. 289-318. Véase también, de estos autores, The History Manifesto, Cambridge, 2014, disponible en línea: <http://historymanifesto.cambridge.org/>, y de D. Armitage, «What’s the Big Idea? Intellectual History and the Longue durée», en History of European Ideas, 38, 2012, pp. 493-507.
20 P. Prodi, «Il mercato come sede di giudizio sul valore delle cose e degli uomini», en P. Prodi, La fiducia, cit., pp. 157-178; C. Petit, «“Mercatura” y “ius mercatorum”. Materiales para una antropología del comerciante premoderno», en íd., Del ‘ius mercatorum’ al derecho mercantil, Madrid, 1997.
21 F. Sabaté (ed.), Medieval Urban Identity: Health, Economy and Regulation, Cambridge Scholars Publishing, 2015.
22 B. B. Diefendorf y C. Hesse (eds.), Culture and identity in early modern Europe. Essays in honor of Natalie Zemon Davis, Ann Arbor, 1993.
23 P. Fernández Albadalejo, «Católicos antes que ciudadanos: gestación de una “política española” en los comienzos de la Edad Moderna», en J. I. Fortea (ed), Imágenes de la diversidad. El mundo urbano en la Corona de Castilla (s. XVI-XVIII), Santander, 1997, pp. 103-127.
24 P. Fernández Albadalejo, «El cristianismo cívico de Francisco Martínez Marina», y «Lex Regia Aragonensium. Monarquía compuesta e identidad de reinos en el reinado de Felipe III», en íd., Materia de España, cit., pp. 323-350 y 65-91, respectivamente.
25 J. Fontana, «Histories and Identities», en F. Sabaté (ed.), Hybrid Identities, vol. 2, Berna, 2014, pp. 15-28; íd., La construcció de la identitat. Reflexions sobre el passat i sobre el present, Barcelona, 2005.
26 L. Bruni, Le nuove virtù del mercato: nell’era dei beni comuni, Roma, 2012.
27 M. Cruz, Hacerse cargo. Por una responsabilidad fuerte y unas identidades débiles, Barcelona, 2015; Z. Bauman y C. Bordoni, Estado de crisis, Barcelona, 2016.
4. ECONOMÍA Y SOCIEDAD FEUDO-SEÑORIAL: CUESTIONES DE MÉTODO Y DE HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL
Si los ritmos de las economías feudales fueran como los de las convocatorias a reflexionar sobre el feudalismo, deberíamos admitir que el «ciclo decenal» tiene una tipicidad e importancia decisiva y que las crisis de identidad de la cultura histórica, como ciertas formas de las crisis del Antiguo Régimen, comienzan a manifestarse en otoño. Y es que los debates de Zaragoza sobre «señorío y feudalismo» que abrimos hoy, en otoño de 1989, inevitablemente nos recuerdan los coloquios de Toulouse de 1968 y el de Roma de 1978. Y quizá fuera bueno comenzar también con las advertencias del Coloquio de Roma: evitar las ociosas discusiones terminológicas y, admitiendo como necesario e inevitable el usadísimo y ambiguo término de feudalismo, centrar la reflexión en los elementos y mecanismos de un sistema social que, en el más amplio sentido del término, caracterizó la Península Ibérica durante la época medieval y moderna. Observaciones no intrascendentes que si, por una parte, denotaban, y continúan denotando, cierta incapacidad para lograr un lenguaje historiográfico uniformado y de validez universal, por otra, constituían una seria llamada de atención al señalar que determinadas cuestiones no pueden ser circunscritas al ámbito de la terminología histórica.1
Con estas advertencias, desiderata también de los organizadores de este congreso como quedaba reflejado en el esbozo inicial del programa, he de admitir cierta incomodidad personal por volver a plantear cuestiones ya tratadas en otras ocasiones y por volver a cuestionar −con no demasiada eficacia, por lo visto− lugares comunes y esquematizaciones abusivas que son moneda corriente de la actual coyuntura historiográfica peninsular sobre el feudalismo: una fase milenaria, asentada en la permanencia de relaciones feudales y señoriales, que parece no modificarse nunca si hasta la esfera de los intercambios y del mercado es considerada elemento «externo»; un fenómeno urbano que resulta, más que integrado en el «feudalismo», asimilado al régimen señorial y unos poderes urbanos sometidos a las reglas del juego aristocrático-feudales; una voluntad de remarcar la inconsistencia de los grupos urbanos y rurales medios que, junto al tema del «bloque histórico hegemónico», lleva a allanar los fenómenos de ruptura (descom-posición-recomposición del sistema, acumulación-desacumulación) en procesos de aristocratización-señorialización (también llamados con frecuencia «re-feudalización», como si un sistema se pudiera «re-sistematizar») y de un continuum feudal explicado por el solo juego de las contradicciones del modo de producción (es decir, de las relaciones de explotación) y de la lucha de clases; un predominio de la visión estructural cerrada de la economía agrícola, también en este caso aplicada a un «bloque de quince siglos», donde la dependencia del campesinado y los impedimentos a la libre propiedad y circulación de la tierra, con un paralelismo casi total en la economía artesanal y en la sociedad corporativa, no deja percibir la acción subjetiva específica de los agentes económicos y su real autonomía en la esfera de la producción y de los intercambios.2
Inevitablemente, toda esta serie de consideraciones me ha llevado a proponer el tema de mi intervención en términos de «economía y sociedad feu-do-señorial», donde los nombres indican la concreción y los elementos del sistema sobre los que pretendo reflexionar y el adjetivo, aparentemente polémico, sobreentiende el distanciamiento tanto de cualquier interpretación ideológica del modo de producción precapitalista como del reduccionismo a la estructura señorial dominante que le caracterizó. «Feudo-señorial» hace referencia al sistema social que utilizó fidelidades, feudos, señoríos, jurisdicciones vinculadas al dominio de la tierra, jerarquías feudales y costumbres vasalláticas con un significado específico.3 Expresa, por ello, un «conjunto de estructuras», en el que todas esas realidades estaban presentes, según tiempos e intensidades diferentes, tanto a nivel terminológico como a nivel conceptual, tanto en el ejercicio del poder público como del poder privado de los castillos, tanto en la actividad económica y en la estratificación social como en el ordenamiento político. El objetivo que me propongo, por tanto, es reflexionar sobre la dimensión económica, y algunas derivaciones sociales, del sistema que, por comodidad, hemos denominado «feudo-se-ñorial», con una presuposición clara a modo de conclusión anticipada: que mientras no se profundice y se aclare más la dinámica del feudalismo en su dimensión de sistema económico, no se avanzará sustancialmente en la comprensión de las sociedades preindustriales ni se superarán las estériles polémicas terminológicas y conceptuales.
Una última advertencia preliminar: el peligro de examinar los problemas desde una perspectiva teórica que rehúyo por ineficacia, o cansancio heurístico, y porque considero más importantes las cuestiones de historia del sistema que de teoría del sistema. Desideratum probablemente vano. Las implicaciones conceptuales de los problemas están ahí y afloran a cada momento. ¿Cómo intentar una reflexión de método y de historiografía que no sea abiertamente una reflexión teórica sobre el tema? Y, colocados en el otro extremo de la cuestión, ¿cómo acercarnos a la historia del sistema si no es a través de una larguísima reseña de publicaciones y encuentros congresuales de agitada y contradictoria renovación que la cultura histórica contemporánea nos ofrece? Con el fin de atenerme al título y asumiendo el riesgo de simplificaciones inevitables o de pasar por alto cuestiones clave, me limitaré a los dos apartados siguientes: 1) algunas consideraciones sobre la panorámica historiográfica más reciente, resaltando especialmente los puntos de bloqueo o de impasse que ofrece una base común y generalizada de conocimientos consensuados; 2) las actualizaciones obligadas sobre algunos puntos de método, de concepción y de explicación de procesos históricos reales −reflexiones de historiografía comparada, por ello−, evitando tanto la pretensión de nuevas construcciones teóricas como la propuesta indiscriminada de modelos.
CUESTIONES DE HISTORIOGRAFÍA
Para quien pretenda reconstruir los cambios de paradigmas y las tendencias evolutivas de la historiografía medieval peninsular, el tema de las relaciones entre economía señorial y sistema social feudal ofrece perspectivas de reflexión privilegiada. A grandes rasgos, y aceptando el riesgo que conlleva toda exposición esquemática, creo que es posible distinguir tres interpretaciones principales del orden feudal o tres formas de abordar los contenidos socioeconómicos de las sociedades preindustriales («feu-do-señoriales» si nos atenemos al título de la ponencia). Aduciremos que mientras que cada una contiene elementos fundamentales y aborda aspectos significativos de este período histórico, todas ellas evidencian límites específicos en el tipo de explicación necesaria que bloquean las virtualidades de un planteamiento global del problema. Inútil resulta advertir, me parece, que no se trata de escuelas historiográficas precisas4 y, mucho menos, de un ejercicio académico gratuito por encuadrar a determinados autores en una u otra visión, sino de actitudes −en algunos casos coyunturales− o de formas de acercamiento al tema de las relaciones entre economía y desarrollo de un modelo de sociedad y, particularmente, de las relaciones entre grupos dirigentes y estructuras económico-sociales. Tampoco se trata de una reseña de historiografía de los señoríos o del feudalismo peninsular: por una parte, cierta crisis de los historicismos ha dejado a las teorías de la historia, y a los cuadros nacionales comúnmente utilizados para describir y analizar las sociedades peninsulares, con fronteras poco precisas;5 por otra parte, los diversos congresos y encuentros celebrados recientemente para hacer balance de la producción historiográfica de los últimos diez, veinte o cincuenta años, convertidos a veces en celebración-conmemoración de resultados regionales o locales más que en ocasión para elaborar una propuesta o conjunto de nociones articuladas, hace innecesario −y probablemente imposible− cualquier nuevo intento individual.6
1. Los límites de las interpretaciones clásicas
Entiendo por clásicas las interpretaciones más al uso, herederas en cierta forma de un sentido común historiográfico y de una intelección global de las sociedades europeas que, desde principios del siglo XIX al menos y presentadas siempre de manera antagónica, han caracterizado la reflexión histórica hasta épocas bien recientes. Aunque formal e intrínsecamente sean muy dispares entre ellas, englobo tanto la concepción jurídico-institucional del feudalismo como la más amplia concepción socioeconómica, caracterizadas ambas, en lo esencial, por una perspectiva de análisis que hunde sus raíces en el siglo XVIII y por una buena dosis de empirismo en los planteamientos y en los resultados obtenidos.7
La primera, la concepción jurídico-institucional personalizada en la obra de Sánchez Albornoz, centró durante las largas décadas de posguerra la polémica sobre el feudalismo peninsular, arrinconando la trayectoria alternativa de investigación de las «supervivencias feudales» que se planteó en la península durante el siglo XIX y principios del XX. Se caracterizaba por el sumo cuidado que se ponía en diferenciar el «régimen feudal» del «régimen señorial», radicalizando la distinción de Marc Bloch pero sin recoger el carácter de subsistemas (señorío y «feudalidad») que presentaba la propuesta del autor francés. Cada parte del sistema era válido para la comprensión de una parte de la sociedad, pero no de la economía o de la sociedad en su conjunto y menos de las correlaciones entre los fenómenos más diversos que van de lo económico a lo político-institucional. Si el régimen señorial recogía las relaciones de dependencia de los campesinos respecto a la aristocracia propietaria de la tierra, la sociedad feudal solamente podía ser definida como una sociedad organizada en torno al feudo, lo que derivaba en conclusiones radicales como «la inmadurez del feudalismo español», la fragmentación interpretativa de los elementos y de la geografía del feudalismo y la marginalidad castellana, «islote de hombres libres en la Europa feudal», en el contexto de las feudalizadas sociedades europeas.