Kitabı oku: «El mediterráneo medieval y Valencia», sayfa 7
2. LA TRANSICIÓN Y LOS ASPECTOS DEL DESARROLLO COMERCIAL Y MANUFACTURERO EN LA EUROPA BAJOMEDIEVAL Y MODERNA
Volver a plantear, y hacerlo en área peninsular, el clásico tema de la transición produce cierta seducción por las viejas batallas historiográficas nunca concluidas y cierto grado también de incomodidad. Volver al tema significa preguntarse si todavía mantiene, y en qué medida, su operatividad heurística, es decir, su capacidad de integrar unos hechos en y para la investigación histórica y un valor de estímulo a la concepción crítica de la historia. Pero replantear el debate teórico desarrollado en los años cincuenta y sesenta sobre la transición al capitalismo, incluso en la visión más actualizada de Robert Brenner y sus críticos, no deja de producir cierta frustración tanto por los «olvidos» o marginaciones teóricas y explicaciones unicausales como por el reduccionismo geográfico que privilegia la comparación entre el desarrollo de Francia e Inglaterra y margina el área mediterránea. Y es claro que en ambos procesos de selección ni se ha enriquecido el debate teórico ni ha ganado mucho la historia como tal.
Como ocurre a menudo en debates similares, se trata en primer lugar de definir los términos, proceso que no resulta fácil ni siquiera desde la perspectiva del marxismo. Se ponga el acento en la servidumbre y en la organización de la producción sobre la base de la propiedad señorial (Maurice Dobb), en el desarrollo del comercio y de la producción para el mercado, en la aparición de nuevas necesidades de consumo y en el reforzamiento de las economías urbanas (Paul Sweezy), o en la original articulación entre productores directos y propietarios agrarios que controlan a su vez los señoríos rurales (Takahashi y más recientemente, a propósito del caso de Normandía, Guy Bois), la particular evolución de la economía peninsular no entra, o entra solo en parte, en los límites del modelo.
Por regla general, lo que los historiadores proponen es dirigir la atención, más que a las causas externas, a las razones internas que provocaron la inversión de tendencia. Sería inútil, sin embargo, especular con las diversas interpretaciones, las cuales se muestran tanto más contradictorias cuanto más tratan de conciliar la diversidad y multiplicidad de los aspectos del real histórico con modelos y teorías generales de explicación. ¿Se trata, por tanto, de un problema verdadero o falso? Todos los análisis acaban, en definitiva, con la aceptación de una correspondencia (presupuesta más que verdaderamente establecida) entre el cambio del modo de producción y el paso de la sociedad rural a la sociedad industrial. La primera es descrita como destinada al estancamiento o al crecimiento sin futuro; la segunda, nacida bajo el signo de una doble revolución de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Sin embargo, las dificultades aumentan cuando se trata de encontrar a toda costa una lógica universal en el funcionamiento del sistema precedente (feudal o precapitalista) y de las condiciones que han precedido la transición, y por el deseo de integrar las diferencias en una explicación lineal centro y norteuropea.
Con planteamientos de este género, los historiadores de hoy día continúan dividiéndose en varios posicionamientos que podemos reagrupar en tres tipos fundamentales y hasta en tres maneras o formas distintas de leer a Marx:
a) Los que, basándose en un criterio de «permanencias feudales» o de un «sistema esencialmente feudal», minimizan las transformaciones habidas entre los siglos XIII y XVI. Estas transformaciones, en vez de poner en crisis las estructuras esenciales de una sociedad básicamente rural, habrían provocado en cierta medida su consolidación. De ahí la rigidez aplastante de ese «bloque feudal» de larga duración y los paralelos procesos de feu-dalización-refeudalización, descomercialización, desindustrialización, etc., que duran hasta el siglo XIX, cuando no hasta nuestros días. Esta lógica «feudal» se basa en la estaticidad de los rendimientos agrícolas y de las técnicas de cultivo, de las relaciones sociales de producción y en los cuadros generales de la vida material que confirmarían la permanencia de las estructuras económicas y sociales.
b) Los que, en una posición más matizada, pero bastante cercana a la anterior, ponen el acento en la desigual distribución geográfica de las transformaciones en la economía y en la sociedad. La expansión bajomedieval es considerada como un período de profundos cambios en las estructuras económicas y sociales en el que, sin embargo, no se superan los límites impuestos por los elementos de carácter feudal todavía dominantes. La baja Edad Media y los primeros siglos de la Moderna son considerados como «época de transición». La expansión medieval sería, por tanto, solo un crecimiento producido por la coyuntura. Las estructuras profundas de la economía permanecerían todavía feudales e incluso los ciclos sucesivos de decadencia o recesión aparecerían explicados como procesos de refeudalización.
c) La tercera posición, recientemente definida por Wallerstein, coloca la transición en un cuadro cronológico y espacial diferente. En vez de confundirse con el paso de la sociedad rural a la sociedad industrial, la transición se efectúa en dos etapas sucesivas. La primera corresponde a la génesis, en torno a 1450, de una nueva economía que es una economía mundial y de dirección capitalista. La segunda corresponde a la Revolución Industrial propiamente dicha, que comienza tardíamente a partir de 1780. Los tres siglos anteriores aparecen dominados no tanto por la mayor o menor rapidez del proceso de transición en los países de la Europa Occidental cuanto por las transformaciones o modificaciones que tienen lugar en la estructura interna de esta economía-mundo, dominada por la oposición entre centro, periferia y semiperiferia.
De los posicionamientos anteriores, y de las críticas dirigidas a la obra de Wallerstein, se deduce que para superar la crisis abierta para el final de la «leyenda de la burguesía y del comercio» se descubre el feudalismo como carácter sustantivo de la historia europea del siglo XIII al XVIII. Para suplir el concepto de capitalismo bajomedieval y moderno, que carecía de toda especificidad histórica, se corre el riesgo de proponer una nueva «leyenda del feudalismo» no menos carente de cualquier especificidad histórica. Y si el intento de encontrar una causalidad económica unilineal que fundamente el concepto de transición parecía poco consistente, también parece problemática una interpretación satisfactoria de larga duración válida para la Europa de los siglos XIII al XVIII y capaz de integrar los trends económicos con los mecanismos del modo de producción precapitalista.
El cuestionamiento de una propuesta de continuidad, de permanencias feudales y de procesos anárquicos de feudalización-aristocratización, donde el concepto de feudalismo acabe por perder toda especificidad y por transformarse en una especie de categoría residual, me lleva también a rebajar el contenido del concepto de «transición del Feudalismo al Capitalismo». Este puede ser entendido si se trata de la identificación, en sectores económicos históricamente definidos, de una dinámica real de transición. Pero si se trata de un proceso plurisecular, el problema de la transición me parece más un problema de historiografía que de historia. Es decir, creo que las discusiones en torno a este concepto están destinadas a permanecer esencialmente como testimonio de un intento de actualización o puesta al día crítico, de un esfuerzo llevado a cabo por los historiadores para superar las dificultades que inevitablemente se presentan cuando se considera el feudalismo como un modo de producción definido una vez por todas y que habría caracterizado un bloque de diez o quince siglos de la historia económica y social europea.
Uno de los rasgos característicos de la Europa bajomedieval y moderna es la coexistencia de dos principales formas de organización productiva y social, feudalismo y capitalismo, uno y otro con caracteres diversos de sus respectivos modelos, medieval y contemporáneo. Hay que reconocer, sin embargo, que los análisis corrientes de los diversos modos de producción no agotan de ninguna manera las exigencias de la investigación histórica de los fenómenos concretos. Existen formaciones económico-sociales que resulta problemático definir con exactitud. Esto que probablemente es verdad para numerosas regiones europeas, lo es más aún para las sociedades meridionales de la baja Edad Media y principios de la Moderna en que el planteamiento quizá más satisfactorio sea la individualización de formas de transición cuyos elementos característicos, tanto a nivel económico como social, resultan compuestos de diversos modos de producción.
Naturalmente, en este contexto, se trata de indagar los mecanismos internos, las reglas de funcionamiento de estas formaciones. Los trabajos más recientes, algunos de ellos ya señalados, proporcionan ciertos elementos válidos y estimulantes para la discusión y la investigación de los que conviene destacar dos propuestas a mi modo de ver importantes:
La propuesta del «modelo mercantil» y de la expansión comercial de la economía europea a partir de mitad del siglo XIII-XV, que ha sido considerada, quizá apresuradamente, como elemento externo y puramente accidental al sistema productivo y de relaciones dominantes. En la formulación más reciente de Wallerstein, las formaciones sociales periféricas son vistas como distintos modos de producción precapitalistas. Esto contradice la visión, ampliamente constatada por los historiadores de la Edad Moderna, según la cual la formación de fuertes desequilibrios regionales era inevitable y consecuencia estructural del intercambio no equivalente y del desarrollo desigual del capitalismo. Pero también es verdad que esta constatación, por sí misma, no proporciona la solución al problema que debe buscarse tanto en los condicionamientos internacionales y en las relaciones económicas entre los diversos países, como en las estructuras internas y en los modos de su evolución. La explicación del porqué unas zonas avanzaron y otras, en cambio, entraron en una fase de regresión o decadencia debe tener en cuenta uno y otro tipo de factores.
Este es uno de los temas más complejos y discutidos de la historia europea del siglo XVII. Los términos periferia o semiperiferia usados por Wallerstein para indicar las zonas de atraso económico no son aceptables porque soslayan la constatación de que las áreas que permanecieron marginadas fueron aquellas en las que en el siglo XVII se mantuvieron más rígidamente las estructuras de tipo feudal y donde la acción del Estado o la iniciativa de las fuerzas sociales no logró limitar sustancialmente las formas tradicionales de dominio de los grupos privilegiados. Sin embargo, la fórmula de Brenner, esto es, la causalidad de las relaciones internas de clase y de «extracción de excedente», también ofrece una imagen parcial de la realidad, puesto que no tiene en cuenta el proceso de acumulación capitalista que tiene como terreno de desarrollo el «mercado mundial», proceso metodológica y marxianamente distinto de la acumulación originaria, ni los cambios cualitativos que el inicio de la acumulación capitalista introduce en las relaciones entre formaciones sociales diferentes. Historiadores de diverso signo han insistido abundantemente sobre estas cuestiones: su necesaria complementariedad y la arbitrariedad de separar y relegar cualquiera de estos procesos básicos en la génesis y desarrollo del capitalismo.
Aparentemente, una de las pruebas más convincentes para mostrar la escasa incidencia de elementos «burgueses» y mercantiles, y para testimoniar el mantenimiento de formas feudales en una situación todavía tradicional, consiste en documentar el limitado impacto cuantitativo de los aspectos innovadores y, en nuestro caso, de las ciudades y sobre todo de las actividades comerciales e industriales. En buena medida, en el debate sobre la transición, y el reciente intento de Brenner es una clara muestra, falta la ciudad en sus articulaciones internas, como mercado de productos agrarios, como lugar en que los propietarios realizan la renta, como área de inmigración de la población campesina y como estructura industrial y de transformación de los productos de la agricultura. La reacción contra una óptica neoclásica, que ve en la división del trabajo entre ciudad y campo un elemento decisivo para incrementar el grado de productividad del sistema y las ventajas comparativas tanto de la ciudad como del campo, no ayuda a comprender por qué en el modelo de Brenner las variables ciudad y acumulación mercantil son marginadas. Sobre todo cuando en otros modelos, especialmente en el modelo de la protoindustria rural, adquieren una importancia decisiva en la explicación de las estructuras económicas y sociales.
El modelo protoindustrial rural elaborado por Hans Medick y otros es suficientemente concreto y coherente al relacionar prácticas agrícolas, actividades industriales, estructuras familiares y trends demográficos como para constituir ya una contribución de excepcional valor a la teoría de la transición del feudalismo al capitalismo. El modelo supone la combinación estructural de una industria rural, modelada sobre el viejo concepto de industria a domicilio (verlagssystem) rural y doméstica, y una organización capitalista del mercado. Este sistema productivo supone la existencia, por una parte, de una sobrepoblación campesina pobre y subocupada, con poca tierra y obligada a una oferta de trabajo en el sector industrial que compense la insuficiencia del crédito agrícola y, por otra, la existencia de mercaderes capitalistas, distribuidores de materias primas, que aseguran la distribución de productos en mercados lejanos e incluso de características internacionales.
El modelo, que evita la simplificación analítica o seudoexplicativa de los planteamientos demográficos y el formalismo de las exposiciones empíricas, tiene el gran mérito de abordar directamente el proceso de reproducción del sistema económico en la última fase del feudalismo y del primer capitalismo, integrando los temas clave de la transición que, en la exposición de Brenner, por ejemplo, habían quedado obviados o marginados: las investigaciones cuantitativas, tanto demográficas como económicas, que ponen en relación las estructuras agrarias con las innovaciones del sector secundario y terciario; la existencia en el campo de estructuras y de relaciones de producción favorables al desarrollo de actividades industriales; la descomposición de las sociedades campesinas tradicionales y de las propias estructuras productivas urbanas, y la aparición de una demanda externa, incluso colonial, vinculada a la formación de un sistema económico mundial. Ello, unido al papel fundamental que juegan las relaciones de producción y de propiedad y la ventaja de incorporar aspectos microanalíticos de la antropología, de las estructuras de poder y de las relaciones familiares, si bien no constituye aún una modelística completa para elaborar una teoría de la transición al capitalismo industrial, no cabe duda de que ofrece una de las líneas más atractivas que presenta la historiografía marxista de los últimos años.
En esta perspectiva es posible ir proponiendo líneas de investigación e ir definiendo un modelo original de desarrollo, o diversos modelos, fundado no solo en el contraste entre población y subsistencias, entre producción campesina y exacciones señoriales, sino también sobre una doble relación de organización y aprovechamiento del espacio, relación reforzada por la depresión demográfica de los siglos XIV y XV: por una parte, a nivel local y regional, la que concierne a la relación campo-ciudad, y, por otra, a nivel internacional, la relación que une las zonas exportadoras de materias primas agrícolas a las metrópolis comerciales e industriales o manufactureras.
De esta manera, el papel decisivo de la coyuntura, de las pulsaciones lentas de las economías locales, y las oscilaciones seculares de la demanda internacional de materias primas ritman el funcionamiento histórico de un sistema original –que al final podremos denominar feudal– pero distinto del modelo polaco de Witold Kula y del modelo noroccidental clásico recientemente formalizado por Guy Bois.
También es evidente que estas propuestas de estudio insisten no tanto en las supervivencias feudales –no utiliza el concepto «feudalismo» como categoría residual ni recurre a conceptos como refeudalización, descomercialización o desindustrialización– cuanto en las estructuras nuevas puestas en vigor entre los siglos XIII y XVI durante el primer impulso de desarrollo económico europeo. Si estas pautas de interpretación parecen aceptables en líneas generales, otra cuestión más discutible es discernir si la razón última de la decadencia o «transición abortada» reside en la paralización de los elementos nuevos puestos en vigor en la fase inicial de la expansión económica bajomedieval o, más bien, en la continuidad de su funcionamiento en fases sucesivas sin que se produjeran variaciones cualitativas importantes.
3. ANTES DE LA IDENTIDAD, LAS IDENTIDADES. REFLEXIONES DESDE LA PERIFERIA
Decía el autor al que va dedicado este homenaje que «la identidad se ha convertido en una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo» y dejaba entrever que la construcción de la primera identidad política española, iniciada en la década de 1540, debía rastrearse mediante una reflexión historiográfica profunda de las relaciones recíprocas entre cultura política, memoria y realidad comunitaria.1 Siempre he pensado que la historia, o mejor la práctica histórica, es en buena parte historiografía del pasado. Pero no es menos cierto que, previamente a su formación como materia nacional –española o cualquier otra–, la construcción de identidades múltiples anteriores y de ámbito más restringido requiere la explicación de las grandes modificaciones estructurales bajomedievales y de la temprana edad moderna, que son resultado de la adecuación constante de los desarrollos institucionales, políticos y culturales de una época con la dinámica de los grupos sociales y de sus prácticas económicas, lo que coloca el estudio de las identidades premodernas en una situación más indefinida conceptualmente, pero también más abierta para una reflexión «desde la periferia».2
No es extraño que, apoyado en esta indefinición de origen, el estudio de las identidades se haya convertido en un «fantasma» («correcalles» y «auténtico laberinto» dice Pablo Fernández Albadalejo) que recorre el medievalismo español –y la edad moderna– en multitud de congresos, seminarios, proyectos o másteres sin que nadie se sustraiga a decir la suya. Sin una distinción precisa entre colectivas o individuales, políticas o sociales, alteridad o sujeto, integración o rechazo, el concepto se ha convertido en una fórmula inofensiva y ambigua, de escasa capacidad explicativa –pero sí de mucha descripción– y válida para casi todo.3 Por influencia de sociólogos, antropólogos e intereses académicos o mediáticos varios, estamos aplicando la cuestión identitaria a cualquier realidad del pasado con la esperanza de hacer frente a la crisis de las identidades actuales –olvidando el poso de las tradicionales– o de encontrar la mística de una historia más humana y global como alternativa a la vieja historia. Por ello, la categoría histórica de identidad puede resultar peligrosa y hay que manejarla con cuidado, dándonos cuenta de que requiere una fuerte reflexión crítica, una adecuada lectura de las fuentes y de las aportaciones historiográficas y una serena discusión y contraste de los resultados. Sobre todo si abordamos las cuestiones ligadas a los complejos problemas de los orígenes, de la memoria del pasado o de la naturaleza civil y política de la comunidad. Porque ¿de qué raíces se trata y cuáles son los elementos o la época que mejor define la formación de la identidad colectiva de una comunidad? No es extraño que los antropólogos Francesco Remotti y Marco Aime sugieran que es mejor abandonar completamente la noción de identidad en sentido marcadamente personal o individual y asumirla con carácter relacional, es decir, como «identidades variables» que muestren las relaciones internas de sociedades determinadas,4 lo que significa preguntarnos cuáles son los motivos por los que identificamos las «raíces» (los orígenes) históricas de una sociedad en una época más que en otra.
CIVITAS, IDENTIDAD, CIUDADANÍA
La perspectiva «variable» nos puede llevar a una casuística extrema y a la proliferación de modelos que sirvan para remarcar la incidencia de las realidades locales o particulares sin tener en cuenta los marcos más amplios e importantes. Sin embargo, existen una serie de componentes básicos que definen las identidades colectivas y sobre los cuales se ha logrado cierto consenso. El primero de ellos es la conexión entre identidad y comunidad. En este sentido, la civitas concebida como estructura maestra del vivir civil representa el sistema de valores y los parámetros de identidad capaces de dar solidez a la comunidad política.5 Formar parte de un grupo implica necesariamente compartir algunos rasgos constituyentes de la acción política y civil de sus miembros que justifican la existencia del grupo. Frente al papel unificador del estado, lo que caracteriza a las identidades colectivas, tal como las define Paolo Prodi, es «el vínculo de pertenencia, dinámico aunque dotado de cierta estabilidad, que se transmite de una generación a otra, de un individuo a un determinado grupo social, mediante la coparticipación de valores, normas y representaciones y, por tanto, de ideologías y de símbolos»,6 es decir, la percepción de semejanzas y diferencias entre un grupo social y otro. Porque, como nos ha advertido más de una vez Amartya Sen, con esto de las identidades se pueden cometer dos errores graves: no reconocer que son fuertemente plurales, en un contexto donde la importancia de una identidad no disminuye la importancia de las demás, y atribuir un valor desmesurado a una de ellas hasta provocar un conflicto con las restantes.7
El segundo componente se refiere a las conexiones entre la construcción de la identidad y la pertenencia a una colectividad. El discurso político franciscano en la Corona de Aragón, especialmente los tratados de Francesc Eiximenis, recalcan que el único lugar donde podía construirse la identidad era la ciudad y que el vehículo activo era la ciudadanía, la pertenencia ciudadana.8 Hacerse civis no es simplemente formar parte de una comunidad familiar o genéricamente social, es una pertenencia civil y política que confiere un estatuto de honorabilidad y de civilidad virtuosa. Por esta primacía civil, afirma Eiximenis, incluso los nobles quieren hacerse ciudadanos adquiriendo un nivel de prestigio que no les venía por su estado de nobleza de sangre.
El primado de la civitas y del vivir virtuoso de los hombres que viven en ella lleva consigo el fortalecimiento de la identidad política y de la capacidad civil de cada ciudadano. El resultado más evidente es la dimensión humanista y «republicana» que la reflexión franciscana atribuye a quien vive virtuosamente en la ciudad. Emerge entonces la identidad política de la ciudadanía y el vínculo que la configura es un contrato jurídico y de gobierno, casi constitucional y de acuerdo pactado entre quienes forman la comunidad, quieren vivir bajo unas mismas leyes y ser gobernados por los mismos regidores.9 Las identidades colectivas «variables», que se moldean continuamente en la dialéctica entre poder y consenso, presentan una forma contractual, resultado de pactos y convenciones, de consentimientos tácitos o expresos entre todos los miembros de la civitas. Así se construye una comunidad civil y política de leyes y de normas consuetudinarias –que son al mismo tiempo memoria y narración de la identidad comunitaria– y de ahí nace la ciudadanía como sujeto colectivo y las «regalías» concedidas al príncipe, los oficios instituidos en beneficio público, los flujos móviles de la cultura y las estructuras más permanentes de la representación y de la pertenencia que constituyen el esqueleto de toda formación política.
Al mismo tiempo, sin embargo, la pertenencia no puede manifestarse si no es a través de la diferencia, la alteridad y la exclusión. Una identidad construida como representación de una comunidad introduce inevitablemente un proceso de coherencia del tejido social, de continuidad en el tiempo y, al mismo tiempo, de reducción de la multiplicidad y de exclusión. Para aumentar la particularidad, condición de la identidad, es necesario tener en cuenta a «los otros». Cierto que la incorporación de la alteridad es siempre problemática para la reconstrucción de la propia particularidad identitaria porque «el otro» puede ser totalmente excluido, marginalizado o definido como anticomunitario, pero tales problemas son siempre consecuencia de la necesidad de identificar mejor la propia identidad. El civis honorable y virtuoso implica necesariamente que hay otros que no lo son y que ni siquiera son cives.10 A este respecto y frente a la fidelidad a la res publica y a sus valores, que caracterizan la bondad y la función positiva de la civitas, los judíos representan un papel típicamente incívico y antiidentitario. Eiximenis insiste frecuentemente en su extraña condición mediante el ejemplo de la rusticitas de los judíos, una categoría propia de los pageses que viven en los espacios exteriores de la civitas, y en su incapacidad de amar la cosa pública. Esta exclusión que los asimila a los rústicos no es una condición estrictamente económica o «técnica» sino que es de raíz cultural y civil: como los pageses, son inadecuados porque resultan incompatibles con la fides y ajenos a los negocios de tipo contractual y monetario de los cives.
Expertos en el manejo del crédito y del dinero, los judíos, al igual que los prestamistas cristianos que practican la usura, nos colocan en la difícil tesitura de discernir si ciertas actividades económicas eran compatibles o no con el estatuto de honorabilidad cívica y, por tanto, con la identidad ciudadana.11 Su exclusión de la comunidad urbana no responde explícitamente a sus diferencias étnicas ni vale una definición de raza o de «identidad étnica» diversa,12 aunque su incompatibilidad con los valores de la fe cristiana y con el cristianismo cívico del pensamiento escolástico sea determinante. En el fondo, su exclusión deriva de su incapacidad para entender las formas de organización política y económica de la civitas, es decir, la condición de ciudadano que permite a los particulares interesarse por el bien público, el bonum commune, que es uno de los elementos fundadores de la ciudad y de la credibilidad de la res publica que obliga a realizar las actividades económicas en beneficio de la comunidad.
Es sorprendente que para desarrollar estos planteamientos –y una práctica más sólida de la historia económica–, los historiadores de la economía estén tomando como punto de partida las investigaciones de los medievalistas Giacomo Todeschini y sus discípulos sobre la concepción franciscana de la riqueza y de la ciudadanía como fundamento de la identidad política y cívica. Y con ello salta a primer plano el análisis del mercado entendido como estructura comunitaria fundada en la confianza (la fides) recíproca entre los ciudadanos, obligados a la pertenencia y llamados a la participación para la consecución del «bien común».13 En la intelección del bonum commune lo importante no es el bien, que es el resultado, sino el «común», que es el fundamento de la identidad de los cives. Este derecho-deber no excluye la jerarquía interna ni las desigualdades económicas14 –difícil concebir un orden político-social en la Edad Media que no se funde en la jerarquía y en la desigualdad–, pero tampoco admite el despotismo del poder ni la negación del principio contractual de la comunidad como sujeto colectivo. La identidad política y social se construye mediante la credibilidad y la reciprocidad fiduciaria, es decir, en una relación de equilibrio –y también de tensiones continuas– entre la fides a la ciudad y la fides al mercado.
SÍMBOLOS DE IDENTIDAD DE LA COMUNIDAD
En torno a estos argumentos se concretan una serie de valores y contravalores que caracterizan la calidad ética de la ciudadanía y su pertenencia a la sociedad civil: favorecer y acrecentar el «bien común», el deber de conservar la ley y la justicia, practicar el uso honesto y la circulación fructífera del dinero, o combatir toda forma de especulación y de inmovilización de las riquezas para que no puedan ser sustraídas a las inversiones productivas o al crecimiento económico y bienestar de la res publica. Particularmente nocivos y anticívicos son los comportamientos definidos como avaros, usurarios, no caritativos o antisolidarios. Para la identidad cívica, el deber de solidaridad no equivale al ejercicio de la filantropía que se realiza en el terreno de las relaciones naturales o familiares que constituyen los elementos primarios de la cadena de sostenibilidad material de las personas. La solidaridad es política porque atañe exclusivamente a quienes forman parte de la civitas, y es económica por la obligación que tienen los ciudadanos de acrecentar los bienes materiales para que retornen al «bien común» con el fin de saldar las deudas y cubrir las necesidades y las carencias que cada civis encuentra al entrar en la comunidad.
Así concebida, la identidad contractual urbana, fundada en la sólida relación de reciprocidad tal como se va construyendo a finales de la Edad Media y principios de la Moderna, estableció también las bases de un escenario de equilibrio –y también de relaciones ambiguas– entre la ciudad, la mercatura y el mercado.15 Haciendo suya la interpretación aristotélica que convierte la comunidad política en comunidad de intercambio, una larga tradición textual de área franciscana y catalana desde Ramón Llull y Arnau de Vilanova en adelante comenzó a otorgar un papel relevante a los mercatores, considerados el mejor ejemplo de civilitas y de ciudadanía. En territorio valenciano, la tradición franciscana culmina en Eiximenis, que realiza una verdadera apología civilizadora del comercio y de los mercaderes considerados el fundamento de la organización civil y los principales artífices de la consecución del «bien común» al servicio de la cosa pública. En ningún caso, sin embargo, se elimina una valoración negativa sobre los vicios o la ambivalencia del comercio y del préstamo monetario que eran los dos componentes menos dóciles para un diseño de estabilidad y de armonía social y, en definitiva, el principal peligro potencial del cual podía temerse un asalto a la jerarquía y a las identidades establecidas.