Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 177

Yazı tipi:

Por otra parte me exponía a hacer traición a la hospitalidad y amistad de Dión que corría a la sazón grandes peligros. Si este experimentaba algún revés, si era desterrado por Dionisio, y si venía a encontrarme y me decía: «¡Oh Platón!, aquí me tienes cerca de ti fugitivo y desterrado; lo que me ha faltado para triunfar de mis enemigos no han sido soldados, ni caballos, sino esos discursos persuasivos en que, yo lo sé, tú sobresales y que sirven para dirigir a los jóvenes hacia la virtud y la justicia y para unirlos sólidamente entre sí por los lazos de una mutua afección. Tú me has negado este auxilio, y me ha sido preciso abandonar Siracusa y refugiarme aquí. No sólo eres culpable para conmigo, sino también para con la filosofía, que tú ensalzas hasta las nubes, y que tanto lamentas que sea tan poco honrada por los demás hombres. ¿No has hecho traición, en cuanto de ti ha dependido, a la vez a su causa y a la mia? Si hubiéramos estado en Megara y hubiera apelado a ti, me habrías sin duda prestado auxilio, so pena de considerarte tú mismo como el más villano de los hombres; ¿y ahora crees que alegando lo largo del camino, las dificultades de la travesía, las fatigas, podrás librarte del cargo de haber obrado mal? No, no lo esperes». ¿Cómo se rechazan tales quejas?, ¿qué se responde? Nada, sin duda. Obedecí a los más justos y dignos motivos que me decidieron a partir, renunciando al más estimable género de vida, para ir a vivir bajo un gobierno tiránico, que no parecía convenir ni a mis principios ni a mi persona. Pero partiendo, dejaba satisfecho a Júpiter Hospitalario y a la filosofía, en cuyas maldiciones hubiera incurrido, si yo me hubiera deshonrado cediendo cobardemente al temor.

A mi llegada, para decirlo todo en pocas palabras, no encontré más que turbaciones y agitaciones en derredor de Dionisio; y se calumniaba a Dión, diciendo que había aspirado a la tiranía. Le defendí con todas mis fuerzas, pero no tenía gran crédito, y a los cuatro meses Dionisio le hizo embarcar en una pequeña nave y le desterró ignominiosamente. Después de esta violencia, todos los amigos de Dión temimos que el tirano ejerciese su venganza sobre nosotros, pretextando nuestra complicidad; y respecto a mí corrió en Siracusa la voz de que Dionisio me había hecho morir como primer autor de la trama. Pero no; Dionisio sabía que nosotros estábamos muy en guardia; temió que el cuidado de nuestra salvación nos llevase a alguna empresa atrevida, y nos trató con benevolencia; a mí me exhortó, me animó y me suplicó que permaneciera cerca de él. Si yo huía, le injuriaba; y si permanecía, le honraba; y en esto se fundó la fingida súplica que me hizo con las mayores instancias. Ya sabemos que las súplicas de los tiranos equivalen a ordenes. Supo hacer mi huida imposible, haciéndome conducir a la ciudadela, donde me dio una habitación sin temor de que ningún patrón de nave pudiera sacarme de allí, no digo contra la voluntad de Dionisio, sino sin que precediera una orden formal suya. Más aún, no había un mercader ni un oficial encargado de vigilar los embarques, que si me hubiera visto escapar, no se apresurara a echarme mano y volverme a la presencia de Dionisio, tanto más, cuanto que, efecto de una repentina reacción, había corrido la noticia de que Platón gozaba del mayor favor cerca del tirano. ¿Qué tenía esto de cierto? Voy a decirlo. Dionisio se dejaba seducir más y más por el encanto de nuestras conversaciones y por la dignidad de mi conducta; quería que hiciese yo más caso de él que de Dión, dispensándole mayor grado de amistad; y para conseguir este objeto hacia extraordinarios esfuerzos. Sin embargo, despreció el medio más seguro, si de alguno podía valerse, para atraerme, que era estudiar y aprender la filosofía, apropiándose las enseñanzas que procura, y uniéndose así más estrechamente a mi persona; pero temía, como se lo decían los villanos calumniadores que le rodeaban, dejarse comprometer y ver realizados los proyectos de Dión. Yo me armé de paciencia, y proseguí la ejecución del plan que me había llevado a Siracusa, haciendo los mayores esfuerzos para inspirar a Dionisio el amor a la vida filosófica. Pero él lo resistió, hasta el punto de frustrarse todos mis deseos y todos mis intentos.

Tal es la verdadera historia de mi primera ida a Sicilia y del tiempo que allí permanecí. En seguida partí, para volver bien pronto, solicitado vivamente por Dionisio. En cuanto a los motivos que me obligaron a emprender este segundo viaje y a mi conducta durante esta época, haré ver bien pronto cuán justa y conveniente fue; pero antes debo dároslos consejos que reclaman las circunstancias, para no sacrificar lo principal a lo accesorio. He aquí lo que tengo que decir.

Si un hombre está enfermo y observa un régimen funesto para su salud, el médico, que sea consultado, debe comenzar por prescribirle un nuevo género de vida; si el enfermo obedece, debe continuar asistiéndole; pero si lo resiste, el deber de un verdadero médico, digno de su profesión, es retirarse, pues el que continúe será tenido con razón por un hombre sin pudor y por un ignorante. Lo mismo sucede en un Estado, tenga muchos o pocos dominadores; si marcha por el camino recto de un buen gobierno, el que se siente capaz de dar consejos tiene razón en darlos; pero si el gobernante se sale de este camino recto, si rehúsa seguir estos rastros, si prohíbe a sus consejeros mezclarse en los negocios y proponer mudanzas, amenazándoles con la muerte, si sólo da oídos a los que halagan sus deseos y sus pasiones, digo, que el que persistiese en dar consejos sería un hombre sin pudor; y el que se retirase sería un hombre de bien. Imbuido en estas ideas, cuando alguno viene a pedirme dictamen sobre lo que más importa a la vida, la adquisición de las riquezas, los cuidados que reclaman el cuerpo y el alma, si observo en él una conducta generalmente buena y le veo dispuesto a dejarse guiar, le doy con gusto consejos y no ceso de auxiliarle en todo lo que sea necesario. Pero al que no me pida consejos, o no está manifiestamente dispuesto a dejarse convencer, nada tengo que ofrecerle y en este punto ni a mi propio hijo haria violencia. Podría imponer mis consejos a un esclavo, pero a un padre, a una madre no se les puede cohibir sin impiedad, a menos que no estuviesen dementes. Si pasan una vida que sea de su gusto y me desagrade a mí, no quiero enajenarme su afección con reprensiones inútiles, ni hacerme un adulador complaciente, facilitándoles la satisfacción de pasiones a que no querría yo consagrar mi vida. He aquí cómo debe conducirse el sabio frente a frente del Estado. Cuando le ve mal gobernado, debe hablar, si sus consejos pueden ser útiles y si no recibe la muerte por premio; pero no tiene derecho a hacer violencia a la patria para realizar una revolución política, cuando esta revolución sólo es posible a costa de matanzas y destierros. Su deber entonces es el de permanecer quieto, y hacer votos a los dioses por su felicidad y por la de su patria. Conforme a estos principios os aconsejaré lo que aconsejé en otro tiempo a Dionisio de acuerdo con Dión; le dije que trabajase constantemente en adquirir el dominio sobre sí mismo y en proporcionarse amigos y partidarios decididos, para evitar lo que había sucedido a su padre, que después de haber reconquistado y reconstruido las numerosas y poderosas ciudades de Sicilia arruinadas por los bárbaros, no pudo encontrar para gobernarlas hombres de su confianza, ni entre sus amigos ni entre los extranjeros que había llamado, y lo que es más, ni entre sus hermanos más jóvenes, y a quienes de simples particulares que eran había elevado a la condición de príncipes. Ni la persuasión, ni la educación, ni los beneficios, ni las alianzas fueron bastantes a que se hiciera con un solo servidor leal, y fue siete veces más desgraciado que Darío, quien desconfiando de sus hermanos y de los que habían sido sus hechuras y confiando sólo en los compañeros que le habían auxiliado para la conquista de la Media y derrota del eunuco, dividió su imperio en siete partes, cada una de las que era más grande que toda Sicilia, y dio una a cada uno de los compañeros, encontrando en ellos súbditos fieles, que jamás le fueron traidores, ni lo fueron entre sí. Además, modelo de buen legislador y gran rey, estableció leyes, que se han conservado hasta ahora y sostienen aún el imperio de los persas. Lo mismo sucede con los atenienses, que habiéndose hecho dueños de muchas ciudades griegas pobladas por los bárbaros y que no eran colonias de Atenas, supieron sostener en ellas su autoridad durante siete años, conservando allí muy fieles amigos.

Dionisio, por el contrario, después de haber reunido, por decirlo así, toda la Sicilia en una sola ciudad, gracias a su talento, no encontró nadie de quien fiarse, y con gran dificultad conservó su poder. Le faltaban casi por completo amigos resueltos, y no hay una prueba más evidente de vicio o de virtud, que el tener o no tener a su alrededor amigos dignos de confianza. Así que nosotros; Dión y yo, ya que su padre no le había dado la instrucción conveniente, ni hecho que mantuviera relaciones sociales con los demás, le aconsejamos, en primer lugar, que se procurase entre sus parientes y compañeros de edad amigos que tendiesen como él a la virtud, y sobre todo que se esforzara en adquirir el imperio de sí mismo, que le faltaba absolutamente. No nos explicábamos tan abiertamente, porque hubiera sido muy peligroso, sino que procedíamos por medio de insinuaciones, demostrando que así es como se consigue su bienestar y el de las personas sometidas a su gobierno, y que obrar de otra manera es exponerse a un resultado contrario. Le decíamos que si se dirigía por estos principios, si se hacia sabio y prudente, si reponía las ciudades arruinadas de la Sicilia, si les daba leyes e instituciones políticas, si los afirmaba y unía entre sí contra los bárbaros, no sólo doblaría el poder de su padre, sino que le aumentaría considerablemente. Entonces sí que sería capaz de imponer el yugo a los cartagineses más que lo fue nunca Gelón mismo, en vez de que, por el contrario, su padre se había visto forzado a pagar un tributo a los bárbaros.

He aquí nuestros consejos, he aquí los lazos que tendimos a Dionisio, y de qué modo hemos sido acusados por los viles calumniadores, que, concluyendo por apoderarse del espíritu del tirano, hicieron que se desterrara a Dión, infundiendo el terror entre nosotros.

Para referir muchas cosas en pocas palabras, Dión, abandonando el Peloponeso y a Atenas, dio a Dionisio la lección de la desgracia. Dos veces libró a su patria y la volvio el imperio de sí misma, pero los siracusanos se portaron entonces con Dión, como se había portado Dionisio con él cuando quiso instruirle, hacerle digno del gobierno real y consagrarle su vida entera. Dión había ya sido acusado de aspirar a la tiranía y de encaminar todas sus acciones a este objeto. Se dijo, que exhortando a Dionisio al estudio, esperaba conseguir que miraría con desden los negocios y gobernar él en su lugar hasta el momento en que pudiese arrojarle y apoderarse del mando. Estas calumnias, derramadas de nuevo por Siracusa, triunfaron entonces; victoria absurda, que cubre de infamia a los que la consiguieron.

Es preciso deciros cómo tuvieron lugar estos sucesos, puesto que me consultáis hoy sobre vuestros negocios. Ateniense yo y amigo de Dión, fui para prestarle auxilio contra el tirano, poner fin a sus disensiones y reconciliarlos. Pero luché en vano; la calumnia lo arrolló todo. Dionisio quiso ganarme, valiéndose de honores y riquezas, para que me quedara cerca de él; testigo y amigo suyo, yo hubiera servido para justificar el destierro de Dión; pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Posteriormente, cuando Dión volvió a Sicilia, llevó consigo dos atenienses que eran hermanos. No fue la filosofía la que dio origen a esta nueva amistad, sino que fue más bien una de estas relaciones que crea la casualidad, que nacen de un obsequio recibido o de un encuentro en los teatros o en los sacrificios. Estos dos hombres habían ganado la afección de Dión, como acabo de decir, y ayudándole a hacer los preparativos de la travesía, se asociaron a él. A su llegada a Sicilia se apercibieron de que Dión era sospechoso a los siracusanos, y eso que le debían su libertad, y que se le acusaba de aspirar a la tiranía; y entonces, no contentos con hacer traición a su amigo y huésped, le mataron en cierta manera con sus propias manos, presentándose con las armas en la mano para excitar y animar a los asesinos.

Esta infame acción, este crimen impío no quiero callarlo ni referirlo. Bastantes han tomado y tomarán más adelante a su cargo la tarea de describirlo. Pero toda vez que se quiere que recaiga sobre los atenienses la responsabilidad de este asesinato abominable, yo debo defenderlos. También era un ateniense, lo digo muy alto, el que se negó a hacer traición a Dión a pesar de los honores y riquezas que se le ofrecieron. Y esto fue porque la amistad que les unía, no era una amistad mercenaria, sino fundada en la mancomunidad de estudios liberales, que es la única que merece la confianza del sabio, porque campea muy por encima dé los lazos del cariño y de la sangre. Los asesinos de Dión no pueden imprimir semejante baldón sobre Atenas, porque son demasiado viles y despreciables.

Debía de decir todas estas cosas para que lo tengan entendido los parientes y amigos de Dión. Repito por tercera vez este consejo, puesto que sois los terceros a consultarme; que ni Sicilia ni ningún otro Estado, cualquiera que él sea, se someta jamás a los déspotas, y sí sólo a las leyes. La tiranía no es un bien ni para los que la ejercen, ni para los que la sufren, ni para sus hijos, ni para los hijos de sus hijos; es una empresa funesta; sólo almas bajas y viles pueden aspirar a tales ventajas; y es preciso para obrar así, desconocer en lo presente y en lo porvenir lo que es justo y bueno para con los dioses y para con los hombres. Estas doctrinas son las que procuré inspirar, primero a Dión, después a Dionisio, y lo que en este momento querría inspirar por tercera vez a vosotros. Dejaos convencer, en nombre de Júpiter, tres veces salvador, y volved en seguida vuestras miradas hacia Dionisio y Dión; el uno, que ha rechazado mis consejos, vive actualmente en el oprobio; el otro, que los ha seguido, ha muerto con honra; porque el que sólo desea para sí y para su patria lo mejor, nada puede sucederle que no sea justo y bueno.

Ninguno entre nosotros es naturalmente inmortal, y el que lo fuese, no sería por eso más dichoso, contra lo que dice la opinión del vulgo. No hay bien ni mal para los seres inanimados, pero el alma experimenta en verdad el uno y el otro, ya cuando está unida al cuerpo, ya cuando está separada. Tengamos fe en estas antiguas y santas creencias, según las que el alma es inmortal y encuentra jueces y terribles castigos después que se desprende del cuerpo. Por lo mismo es preciso estar persuadido de que es un mal menor sufrir que cometer las mayores injusticias. El hombre ávido de riquezas, pobre en cuanto a las cosas del alma, no escucha estos discursos, y si los escucha, es para burlarse de ellos; busca sin pudor y por todas partes, como una bestia feroz, todo lo que cree a propósito para satisfacer su pasión de beber, de comer y de disfrutar placeres groseros e indignos del nombre de amor, que persigue sin conseguir saciarse; tan ciego, que no ve que sus violencias son impiedades, que la desgracia es por todas partes y siempre compañera de la injusticia, y que una ley fatal condena al alma injusta a llevar a todas partes consigo esta impiedad, ya fije su morada en este mundo, ya en las cavernas subterráneas, sin que pueda escapar nunca ni a la vergüenza, ni a la miseria.

He aquí las verdades que yo exponía a Dión, y que él creía; lo cual me da motivo para aborrecer lo mismo a sus asesinos que a Dionisio. Han causado a mí, y puede decirse a la humanidad entera, un daño inmenso; los primeros, haciendo perecer a un hombre que quería practicar la justicia, y el último, negándose en absoluto a practicarla durante todo su reinado, siendo así que disponiendo de tan gran poder, le era fácil, reuniendo la filosofía y la autoridad, probar de una manera brillante a todos los griegos y a los bárbaros esta verdad: que ni los individuos ni los pueblos pueden ser dichosos, si para gobernar o gobernarse no tienen por guias la sabiduría y la justicia, ya les sean estas virtudes naturales, o ya las hayan recibido de jefes piadosos merced a asiduos cuidados y a una buena educación. He aquí el crimen de Dionisio; los demás no son nada cotejados con éste. El asesino de Dión no sabía que nos causaba el mismo daño que el tirano. Porque Dión, lo puedo asegurar en cuanto un hombre puede responder de los sentimientos de otro hombre, Dión, si hubiera conservado el poder, no habría mudado nada en la forma de gobierno que había establecido al principio en Siracusa, cuando, después de haberla librado de la servidumbre, la dio todas las condiciones brillantes de la libertad. Hubiera agotado todos los medios para dar a sus conciudadanos las mejores leyes, las más apropiadas a sus hábitos y a su carácter; hubiera hecho un esfuerzo para poblar de nuevo a Sicilia, librarla del yugo de los bárbaros, expulsando a los unos, sometiendo a los otros con más facilidad que lo había hecho Hierón. Si estos proyectos hubieran podido ser ejecutados por un hombre justo, valiente, moderado, filósofo, la virtud habría obtenido de los siracusanos la misma consideración que Dionisio hubiera podido obtener de la humanidad entera, dejándose guiar por nuestros consejos. Pero un dios enemigo o un hombre perverso lo han impedido todo por su injusticia, por su impiedad, por su audacia y por su ignorancia. La ignorancia, raíz y tronco de todos los males, produce los frutos más amargos; ella es la que por segunda vez ha trastornado y arruinado nuestras reformas. Pero ahora valgámonos sólo de buenas palabras, para que los augurios nos sean favorables esta tercera vez.

Yo os aconsejo también a vosotros, sus amigos, que imitéis a Dión, que imitéis su constante amor a la patria, su severidad de costumbres, su templanza habitual; ejecutad sus deseos, como si hubieran sido dictados por el oráculo.

¿Qué deseos eran estos? Ya os les he expuesto claramente. Si alguno entre vosotros es incapaz de vivir a la manera dórica de los antepasados; si alguno está apegado a las costumbres de los asesinos de Dión y de la Sicilia, guardaos de llamarle a tomar parte en el gobierno; no esperéis que haga nada bueno; no contéis con su fidelidad. Los demás llamad gente de Sicilia y del Peloponeso para poblar la Sicilia, estableciendo leyes iguales para todos. No temáis nada de Atenas; allí también hay hombres que sobresalen por su virtud y que detestan a los criminales que asesinaron a su favorecedor. Pero si es demasiado tarde, si sois presa de las sediciones sin cesar renacientes, de las discordias de todos los días, todo hombre, a quien una divinidad favorable ha concedido una chispa de buen sentido, debe comprender que una ciudad fraccionada de esta manera no verá el fin de sus desgracias hasta el día en que el partido, que triunfe mediante la lucha, el destierro y el asesinato, renuncie a tomar venganza de sus amigos, y así se hará dueño de sus pasiones y se mandará a sí mismo, establecerá leyes comunes que no sean más favorables a los vencedores que a los vencidos, asegurará la obediencia de todos a las leyes por dos recursos muy poderosos: el respeto y el temor; por el temor, dando a conocer su superioridad y la fuerza de que está armado; y por el respeto, haciendo ver que sabe dominar sus deseos y que tiene la voluntad y el poder de ejecutar las leyes. De lo contrario, un Estado dividido no ve término a sus males, y en condiciones semejantes sólo habrá sediciones, enemistades, odios y traiciones. Es preciso que el partido vencedor, si quiere sostenerse, escoja en su propio seno los que le parezcan mejores, que sean de edad provecta, y que tengan domicilio, mujer e hijos, una larga serie de ilustres antepasados y una fortuna conveniente. En una ciudad de diez mil habitantes basta con que cincuenta ciudadanos reúnan estas cualidades. Es preciso hacerles venir a fuerza de súplicas y de honores, y precisarles hasta conjuramento a dictar leyes que establezcan una igualdad perfecta entre los ciudadanos sin favorecer más a los vencedores que a los vencidos. Establecidas estas leyes, ved de lo que depende todo. Si los vencedores se someten con más gusto al yugo de las leyes que los vencidos, el bienestar y la felicidad reinarán por todas partes y desaparecerán todos los males; de no ser así, no hay que llamarme a mí ni a nadie, para tomar parte en un gobierno que cierra los oídos a estos consejos. Este proyecto difiere poco del que Dión y yo, movidos por nuestro celo, intentamos establecer en Siracusa, y que no era sino el segundo. El primero consistía en obtener del mismo Dionisio que llamara a todos los ciudadanos a gozar de la felicidad y de la libertad. Pero la suerte, más poderosa que los hombres, se opuso a ello. Ahora procurad llevar las reformas a mejor término, con el permiso de la fortuna y con el auxilio de los dioses.

He aquí los consejos que yo tenía que daros, y lo que tenía que deciros de mi primera estancia en la corte de Dionisio. En cuanto a mi segundo viaje, voy a probar a quien quiera escucharme que fue dictado por la razón y aconsejado por la prudencia.

Los primeros tiempos de mi estancia en Sicilia se pasaron, como ya os he dicho. Entonces hice cuanto pude cerca de Dionisio para que me dejara partir, y convinimos en que cuando se hiciera la paz, porque en aquel momento la guerra devastaba la Sicilia, y cuando hubiere afianzado su poder, nos llamaría cerca de él a Dión y a mí. Quería que Dión misase su alejamiento, no como un destierro, sino como un simple viaje. Yo le prometí volver bajo estas condiciones. Hecha la paz, Dionisio me llamó, pero suplicándome, que Dión dilatara su vuelta por un año más; y con respecto a mí me instaba cuanto podía para que volviera a su lado. Dión me conjuraba y me mandaba que apresurara mi viaje. Corrían voces procedentes de Sicilia, de que Dionisio estaba ciegamente enamorado de la filosofía, y por esta razón Dión me suplicaba que no titubeara en embarcarme. No ignoraba yo que los jóvenes algunas veces se sienten así atraídos por el amor a la filosofía; sin embargo, creí más seguro no acceder ni a las instancias de Dión ni a las de Dionisio, y descontenté a ambos cuando les respondí que era muy viejo, y que por otra parte se faltaba a lo convenido. Mientras esto pasaba, Arquitas fue a Siracusa cerca de Dionisio, porque antes de mi partida había facilitado yo a Arquitas y a otros filósofos tarentinos la amistad y hospitalidad de Dionisio. También estaban en Siracusa algunos que habían asistido a las conversaciones de Dión, y otros más o menos versados en materias filosóficas. Creo, que todas estas personas tuvieron con Dionisio discusiones filosóficas, como si Dionisio hubiera poseído todos los secretos de mi doctrina. Dionisio no era incapaz de entender estas materias, y tenía un extraordinario amor propio; se complacía en estas discusiones, pero temía descubrir demasiado que no había penetrado bastante lo que yo le había enseñado en su corte, lo cual le inspiró el deseo de conocer más claramente mi filosofía e inflamó su ambición. El por qué no se enteró mejor de mi filosofía durante mi primera permanencia, ya lo he expuesto precedentemente. Y así, cuando después de haber vuelto a mi patria sano y salvo, rehusé la segunda vez ir cerca de su persona, como ya sabéis, su amor propio le hizo temer, que a juicio de la multitud mi negativa pareciese un desprecio, después de la, experiencia que yo tenía de sus condiciones naturales y de sus hábitos. La justicia exige que diga la verdad, sin temer el juicio de aquel que, después de haber tenido conocimiento de los sucesos pueda despreciar mi filosofía y alabar la sabiduría del tirano. Volviendo por tercera vez a la carga, Dionisio me envió una galera para facilitar el viaje, y me envió a Arquidemo, un siciliano a quien sabía Dionisio que yo estimaba mucho, y con él a otros muchos sicilianos de importancia. Todos me hablaron del mismo modo, diciéndome que el interés que Dionisio se tomaba por la filosofía era una cosa admirable. Me envió por fin una carta muy larga, porque sabía cuán ligado estaba yo con Dión y cuánto deseaba éste que me trasladase a Siracusa.

Sacó partido de estos hechos en el principio de su carta cuyas primeras palabras eran estas: «Dionisio a Platón». Después de los cumplimientos de costumbre se apresuraba a decir: «Si te dejas convencer y vienes a Sicilia, los negocios de Dión se arreglarán a tu gusto. Ya sé que lo que habrás de pedirme será razonable y te lo concederé. Pero si resistes, no esperes nada favorable para Dión, ni en razón de su persona ni de sus bienes». Así me hablaba y me decía otras mil cosas, que sería largo e inoportuno referir. Otras cartas me llegaron de Arquitas y de muchos tarentinos, que elogiaban la filosofía de Dionisio, y declaraban que si me negaba a ir a Sicilia, expondría a los tiros de la calumnia la amistad que existía entre ellos y Dionisio por mi causa, amistad, que bajo el punto de vista político no era de escaso interés. He aquí los móviles que se pusieron en juego cuando fui llamado en esta época. De Italia y de Sicilia se me atraía, y de Atenas se me empujaba en cierta manera, suplicándome e instándome a partir; sin contar que, como la otra vez, era un deber para mí no faltar a Dión ni a mis huéspedes y mis amigos de Tarento. Yo mismo encontraba muy sencillo, que un joven dotado de bellas disposiciones, después de haber rechazado al principio la filosofía, acábase por amarla. Debía poner en evidencia sus verdaderas disposiciones, no perder aquellas circunstancias, ni exponerme a las más graves censuras, si Dionisio era lo que se decía. Por todos estos motivos partí y me embarqué, pero no sin mil temores y funestos presentimientos.

Llegué, pues, a Sicilia por tercera vez, protegido por Júpiter salvador. Porque si yo he salvado la vida, es sin duda a este dios a quien se lo debo, así como también a Dionisio mismo. Cuando muchos querían perderme, se opuso a ello, y me trató siempre con cierto respeto. Una vez instalado en la corte del tirano, mi primer cuidado fue ver claramente si estaba en efecto inflamado por un amor ardiente por la filosofía, o si no era más que un vano rumor el que había corrido por Atenas.

Para hacer esta prueba hay un método excelente, y que conviene sobre todo cuando se trata de tiranos, particularmente de tiranos llenos de falsas ideas, como lo estaba Dionisio, y como luego lo noté. Consiste en hacerles ver qué gran cosa es la filosofía, qué trabajos exige y qué disgustos proporciona. Desde luego se advierte que el que ama verdaderamente la filosofía y es digno de dedicarse a ella, es decir, que tiene un alma divina, encuentra admirable el camino que se le señala, juzga que es preciso marchar por él, y que cualquiera otro género de vida es despreciable. Después, precipitándose por él con ardor, arrastra tras sí a su mismo guía, y no se detiene hasta no haber llegado al término, o por lo menos, a un punto bastante avanzado, para conseguir el objeto, sin otra guía que sí mismo. Un hombre de esta condición, animado por este espíritu, cualesquiera que sean las circunstancias, vive y se gobierna en todas las cosas según los principios de la filosofía, y se entrega habitualmente al régimen más propio para ejercitar sus facultades, desarrollar su memoria y hacerse hábil en el razonamiento. Toda otra manera de obrar le repugna y se abstiene constantemente de ella. Pero los que no son verdaderamente filósofos, que sólo tienen la tintura de las opiniones, semejantes a los que tienen el cuerpo quemado por el sol, al ver la multitud de conocimientos que la filosofía encierra, el trabajo que exige, el orden, el régimen, la discreción que prescribe, creen que semejante estudio es muy difícil, que es imposible, y no tienen valor para hacer el primer esfuerzo. Algunos están persuadidos de que saben cuanto hay que saber, y que no necesitan saber más. He aquí la prueba más clara y más segura para juzgar a los hombres entregados a la molicie e incapaces de resistir el trabajo; hombres de este jaez no deben acusar al maestro sino a sí mismos, si son impotentes para hacer lo que exige la empresa que intentan.

Me valí con Dionisio del procedimiento que acabo de describir; pero era tal Dionisio, que no tuve necesidad de gastar mucho tiempo. Se imaginaba saber mil cosas y las más graves; y se imaginaba tener de todas un pleno conocimiento por haberlas oído exponer a otros. Oigo decir ahora que había escrito todo lo que había recogido de este modo, preparándolo como producción suya y sin atribuirlo a ningún otro; pero este pormenor yo lo ignoro. Sin embargo, sé que algunos han escrito sobre estas materias, y que ni ellos mismos se entienden.

En cuanto a los que han escrito o hayan de escribir sobre estas cosas, y que pretenden conocer mis principios, por haberlos aprendido de mi boca, o haberlos recibido por personas intermedias, o haberlo descubierto ellos mismos, declaro que en mi opinión no pueden saber nada absolutamente. No hay ni habrá jamás tratado alguno mío sobre semejante materia. No sucede con esta ciencia lo que con las demás, porque no se trasmite por la palabra. Después de repetidas conversaciones, después de muchos días pasados en la mutua meditación de estos problemas, es cuando esta ciencia surge de repente, como la chispa que sale de un foco ardiente, y presentándose en el alma la sirve de alimento. No ignoro que lo que yo escribiese o dijese podría parecer muy bueno, y si no fuese así, no sería para mí un pequeño tormento. Si hubiera creído conveniente y posible entregar estas cosas a la multitud, escribiéndolas o exponiéndolas a viva voz, ¿qué más preciosa empresa, qué ocupación más noble de mi vida que hacer este servicio a los hombres y descubrirles los secretos de la naturaleza? Pero estoy convencido de que no es conveniente mostrar estas cosas a los hombres, y sólo debe hacerse a los pocos que son capaces de descubrirlas por sí mismos después de ligeras indicaciones. En cuanto a la multitud, no se haría más que inspirar a unos, que de nada se cuidan, de un injusto desprecio por estas cosas; y a otros, que se creerían en posesión de los más sublimes conocimientos, de soberbia y vana presunción.[6]

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
3355 s. 10 illüstrasyon
ISBN:
9782380374100
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre