Kitabı oku: «En esta vida o en la eternidad», sayfa 3

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—María, ven, tienes que bañarte. Tienes la bañera preparada en mi habitación —dijo su madre al entrar.

María se giró y comenzó a caminar. Su madre la cogió de la mano y la llevó a su habitación. Allí se quitó el camisón y se sumergió en el agua caliente. Le reconfortaba, le hacía sentirse mejor. Su nana comenzó a enjabonarle, y a lavarle el pelo, luego cogió una jarra de agua limpia y la derramó sobre su cabeza, quitó toda la espuma y, cuando terminaron, se puso de pie y le envolvió en una toalla suave y blanca. Todo parecía perfecto, si no fuese porque el final era muy desdichado.

María volvió a su habitación y allí se sentó frente al espejo. Carmen comenzó a peinarle con un cepillo, se puso un vestido cómodo y se quedó sentada junto a la ventana, leyendo un libro.

Comió en su habitación y volvió junto a la ventana.

Su deseo de escapar era tan inmenso que mirar por su ventana le hacía imaginar que podía salir de allí y volar muy lejos. Muchas veces había imaginado salir por la ventana en un unicornio con grandes alas al encuentro de su amado, que la cogería por la cintura, la acomodaría en la grupa de su corcel y cabalgarían por los campos mientras él le daba besos en el pelo, su amado...

¿Dónde estaría ahora? ¿Pensaría en ella alguna vez? ¿Sabría lo desdichada que era porque él no la amaba?

De repente, escuchó voces. Eran su madre y su nana, que abrían la puerta para comenzar a vestirla y peinarla para la gran fiesta, su compromiso. María se dejó vestir y peinar sin oponer resistencia alguna. Cuando se miró en el espejo, su imagen le recordó a la de aquella muñeca que le había regalado su padre y que aún conservaba.

El carruaje de los Jordán Teruel llegó a la casa de la marquesa al caer la tarde. María iba con sus hermanos y sus padres. Entraron en la casa y la majestuosidad de aquel sitio les deslumbró. Por supuesto, no era la primera vez que asistían a una fiesta allí, pero esta vez todo era más espectacular, todo destilaba lujo y buen gusto.

Doña Matilde se acercó a María, la cogió de la mano y comenzó a hablarle en tono muy cariñoso:

—Querida, quiero que comiences a sentir esta como tu casa desde hoy mismo. En muy poco tiempo será la boda y quiero que sepas que para mí serás la hija que nunca tuve.

María sonrió y musitó:

—Gracias.

Esas palabras le hacían sentir un poco mejor. Sabía que su destino era inevitable y era mejor adaptarse a él, no tenía ya ningún motivo por el cual luchar.

Diego bajó las escaleras rápidamente, besó la mano de su futura suegra y dio a María un beso en la frente.

—Estás hermosa, serás la muchacha más bella de la fiesta —dijo Diego.

—Gracias —respondió tímidamente María.

El padre de Diego se acercó al grupo.

—Padre le presento a mi prometida, María.

—Encantado de conocerte, María.

—Yo también estoy encantada, señor.

A María le temblaba la voz, ambos hombres le daban miedo.

—Hijo tu madre pide que la disculpéis, no se sentía con ánimo de viajar.

—Que suerte, es una aguafiestas, no la necesito, tengo a mi tía.

Matilde escuchaba la conversación y sonreía victoriosa.

Los invitados comenzaron a llegar y todo el parque se pobló de carruajes de muchos tamaños diferentes. Los cocheros y las criadas se acomodaron en el patio que llevaba a la cocina. Todos comentaban lo fastuoso del banquete.

El jardín del frente de la casa comenzó a colapsarse de invitados. Fue entonces cuando Eusebio, el mayordomo, pasó a anunciar a los invitados. Los anfitriones, la marquesa, el padre de Diego, Rosa y Andrés, los saludaron uno a uno y los condujeron hasta el salón. Una vez todos allí, la orquesta comenzó a tocar.

El salón de baile del palacete tenía el suelo de mármol blanco, una gran lámpara en el centro del salón y cuatro columnas en las esquinas; sillones y sillas de madera con acabados en oro y tapizados en terciopelo rosa palo estaban ubicados alrededor del salón para que los invitados mayores, madres y tías, sobre todo, pudieran descansar mientras vigilaban a los más jóvenes al tiempo que estos bailaban. Las jóvenes casaderas acudían a estas fiestas con la esperanza de encontrar a sus futuros maridos, pero siempre contando con el visto bueno de sus familias.

Alrededor de las columnas también había sillones tapizados en rosa palo.

Toda la cristalería se había puesto a disposición de los invitados. Las copas regadas de champán no dejaban de chocar en brindis privados en los corrillos que formaban los más amigos.

Las criadas salían con bandejas repletas de manjares y bebidas exquisitas. Así, la velada transcurría sin sobresaltos. Los protagonistas no dejaban de recibir la enhorabuena y deseos de felicidad, a lo que respondían agradeciendo y sonriendo, pero de repente aquella farsa se truncó. Diego se acercó a María, hizo tintinear la copa que tenía en la mano con una cucharilla, logrando que todos los invitados le prestaran atención, y muy sonriente comenzó a decir.

—Amada María, te entrego esta sortija como prueba de mi amor. Por medio de ella, queda sellado nuestro compromiso, que se cristalizará en boda el próximo 20 de mayo —Le puso un diamante en el dedo, le cogió ambas manos y las besó. En voz muy baja, le agregó—: Ahora tenemos que abrir el baile. Tengo una sorpresa para ti.

Cogida de la mano, la llevó al centro del salón. Todos los invitados estaban formando un círculo alrededor viendo la escena, que parecía de cuento de hadas. Entonces la música comenzó a sonar, pero no era la orquesta la que la interpretaba, era un piano. De sus teclas se desprendían los acordes más maravillosos que se pudieran oír, y eso solamente lo lograba una persona. Comenzó a buscarlo con la mirada mientras Diego la hacía girar por el salón. De repente, le encontró, su mirada se cruzó con la de Jorge y la frágil mentira que había intentado construir se desvaneció por completo. Comenzó a sentir un dolor en el pecho que la ahogaba, estaba mareada y a tiempo logró advertirle a su prometido:

—No me siento bien. Por favor, dejemos de bailar —Entonces Diego hizo un gesto, invitando a los demás a bailar, pero continuó bailando.

Las rodillas de María se doblaban, su piel cada vez palidecía más, y fue cuando logró soltarse y caminar rápidamente hasta la terraza a la que se accedía desde el salón. Cuando el aire fresco le acarició la cara, comenzó a sentirse mejor. Como su nana le había dicho, podía controlar sus desvanecimientos, y a partir de ahora tendría que ser fuerte y conseguirlo.

Cuando los invitados comenzaron a bailar, la orquesta tomó el testigo y continúo interpretando valses para deleite de todos. Jorge, disimuladamente, se alejó del salón y comenzó a buscar a María. Desde su piano había observado toda la escena y se sentía responsable de lo ocurrido.

Por fin, cuando salió a la terraza, la vio. Era una aparición, su figura apoyada en la columna de mármol rosado emulaba un ángel, tan hermosa, tan inocente, pero triste, muy triste. El día que para cualquier joven era el más feliz de su vida, para su pequeña María era el más triste.

—María, ¿estás mejor? ¿Quieres beber algo? Qué guapa estás.

Jorge dejó de hablar, porque no le contestaba, ni siquiera le miraba. Fue cuando la cogió por la barbilla y le levanto la cabeza. Mirando sus ojos verdes llenos de lágrimas, le dijo:

—Quiero que sepas que te quiero, que voy a cuidar de ti siempre. Cuando me necesites, estaré. Puedes confiar en mí.

—No es verdad, no quieres ayudarme...

—Siempre seré tu amigo.

—No necesito un amigo, necesito que me rescates...

Antes de que Jorge le contestara, oyó que Diego le decía:

—Una excelente interpretación. Quiero pedirte que toques el órgano en nuestra boda.

Jorge sonrió y asintió con la cabeza. Sabía que si quería permanecer cerca de María, no podía negarse al pedido de Diego. Contestó rápidamente.

—Allí estaré. Os interpretaré las mejores músicas que conozco para vuestra ceremonia.

—Perfecto —contestó Diego, mientras cogía la mano de María y la arrastraba a la oscuridad del Jardín.

—¿Dónde vamos? —preguntó María asustada.

—Solo quiero estar a solas con mi prometida.

Se detuvo de repente y comenzó a recorrer la cara de María con sus labios húmedos, luego el cuello, hasta llegar a sus pechos. Le bajó los tirantes del vestido y comenzó a succionar sus pezones cada vez con más fuerza, hasta que llegó a morderle. María quería apartarlo, pero no podía, lloraba en silencio.

—No exageres, que no te estoy haciendo nada que no te haga cada noche cuando seas mi esposa.

—Pero aún no somos esposos y es pecado. Dios no lo permite.

—¡Ah, Dios! Ese es el problema, ya entiendo. Te mueres por estar conmigo, pero no puedes por culpa de Dios.

Soltó una carcajada y continúo un rato más besándole los labios con fuerza y tocándola por debajo de la falda, mientras le decía:

—Tranquila, ya he hablado con él y nos perdonará.

Continuaba riéndose, hasta que de repente escuchó pasos, le tapó la boca con fuerza.

—Volvamos a la fiesta, nos echaran de menos.

Jorge trataba de encontrarlos en la oscuridad del jardín, pero no lo logró, estaba claro que Diego conocía el lugar mucho mejor que él y sabía dónde esconderse.

Cuando María volvió a la fiesta, estaba con el pelo desordenado, los labios rojos y doloridos, al igual que sus pechos, pero lo que más le dolía era el alma.

Rosa se acercó y le dijo con tono enfadado.

—¿Dónde estabas?

—Con mi prometido.

Rosa respiró hondo, sabía que las cosas estaban tomando un camino que no le gustaba, pero no podía hacer nada, estaban en manos de la marquesa y esta había insistido en que la boda era la condición para negociar. Luego le cogió la pequeña mano a María y se la besó, la miró dulcemente y le dijo:

—Te quiero, no lo dudes ni por un segundo. Sé que no me entiendes, pero estoy haciendo lo mejor para ti.

En realidad, la obsesión de Rosa por un bienestar económico y por ver a sus dos hijos bien casados no le dejaba ver que sacrificaba a María a cambio.

María la miró y contestó:

—Ya lo sé, madre. Sé que usted y padre me quieren, pero no es lo mejor. Siento mucho miedo, no quiero dejaros, quiero vivir en nuestra casa, por favor...

Antes de terminar de hablar, se acercó Matilde, que estaba exultante. Nadie nunca la había visto tan feliz.

—María, estoy encantada de que seas la futura esposa de mi sobrino. Diego para mí es como un hijo. Seremos muy felices los tres en esta casa, yo cuidaré de ti como de una hija.

María respiró hondo y se jugó a una única carta. Dijo con voz temblorosa.

—Había pensado que podríamos vivir en casa de mis padres.

—Eso no está en discusión querida. Quiero a Diego conmigo. Esperé mucho este momento y no voy a renunciar a él. Viviréis aquí conmigo.

María no entendía porque doña Matilde estaba tan empeñada en tener a Diego a su lado. Rosa reaccionó con rapidez, intentando cambiar el clima de tensión que se había creado entre doña Matilde y María.

—María, es verdad. Tu padre y yo tenemos a tus hermanos; en cambio, doña Matilde solo tiene a Diego y además te tendrá a ti.

María otra vez sentía como su madre la abandonaba. Pensaba que era una pena que su adorada abuela ya no estuviera con ella. Nuevamente, respiró hondo y se atrevió a decir:

—Carmen vendrá conmigo, en eso no pienso transigir, la quiero a mi lado. Y además, quiero continuar con mis clases de piano.

Las últimas palabras las dijo casi llorando, se dio la vuelta y se perdió entre los invitados.

Estaba sentada en el jardín cuando su hermano mayor se acercó a ella y le dijo:

—María, pequeña, estos días casi no nos hemos visto. ¿Eres feliz?

—No.

—¿Y por qué lo haces? Di que no quieres. Miguel y yo estamos dispuestos a hacer lo que sea para que no hagas algo que no quieres. Te queremos, eres nuestra hermanita, y aunque a veces parezca que no te hacemos caso, nos preocupas.

María se abrazó a su hermano y comenzó a llorar. Cuando pudo comenzó a decirle.

—Lo tengo que hacer por padre y madre. Nuestro cortijo es lo único que nos queda, si se pierde, ¿ellos qué harán? Vosotros sois jóvenes, podríais salir al mundo a luchar, pero ellos qué pueden hacer.

Andrés sacó un pañuelo y le seco las lágrimas.

—Si vas a seguir adelante, interpreta tu papel con dignidad, que no te vean llorar.

La cogió de la mano, la llevo al salón y juntos comenzaron a bailar. María, en brazos de su hermano mayor, comenzó a relajarse nuevamente. Luego bailó con su padre, con su hermano Miguel y, finalmente, se acercó Jorge.

—¿Me concedes este baile?

Miguel ofreció a la dama y sonrió. Jorge le caía bien, habían compartido muchas horas de juegos cuando eran pequeños.

Jorge cogió a María por la cintura y comenzó a bailar. Sin dejar de sonreír, le preguntó:

—¿Qué pasó, ¿adónde fuisteis cuando os separasteis de mí?

—No creo que deba contarte lo que hablo con mi prometido.

—Sigues enfadada, pero continuaremos con tus clases, ¿verdad?

—Sí, pero me has defraudado. Creía que yo te importaba y no es así.

—Me importas, pero sigo pensando que eres muy pequeña para casarte. Finalmente, ha fijado la fecha de la boda antes de que cumplas los catorce años. Yo no raptaré a una niña de trece años y tendré relaciones íntimas con ella, sea cual sea el motivo. Yo haré todo lo posible por protegerte, estaré cerca y actuaré según sea necesario.

María no respondió, siguió bailando. No le entendía. Ella estaba enamorada de él desde toda su vida, estaba esperando ser mayor para correr a sus brazos y ya no era posible.

Diego se acercó a la pareja y dijo.

—Ya la he compartido suficiente, desde ahora es solo mía.

Jorge sonrió y dejó de bailar. En el fondo sentía que María tenía razón, era posible que no estuviera haciendo lo suficiente por ayudarla.

Él siempre la había visto como una niña, y no estaba seguro de sus sentimientos. La quería muchísimo, pero solo eso, se repetía una y otra vez. El amor todavía no había llegado a su vida.

Vélez Rubio, marzo de 2015.

Alejandro volvió de jugar al tenis y subió a ducharse. En el pasillo se cruzó con la camarera, que le siguió con la mirada hasta que él entró en la habitación.

—¿Qué haces todo el día frente al espejo?

—Nada, acabo de despertarme y estaba peinándome.

María mintió. Mientras hablaba, se puso de pie y abrazó a Alejandro. Le gustaba sentirlo cerca, oler su piel, su sudor la excitaba.

—Me daré una ducha y luego bajamos a comer. Si quieres ducharte conmigo…

La oferta era tentadora, le encantaba ducharse con él, sentir el agua mientras se besaban y acariciaban, llegaba al éxtasis.

—Claro que quiero, vamos.

Respondió María mientras él la subía a horcajadas y la llevaba a la ducha. Una vez allí, se desnudaron y, sin palabras, comenzaron a besarse y amarse. Una vez más, ella ya casi no sentía placer, el coito le provocaba dolor, pero era incapaz de negarse. Se dejó penetrar una y otra vez con esa violencia que él ejercía sobre ella y mientras le sonreía, feliz de tenerle entre sus piernas, a él le provocaba un extraño placer verla sufrir en silencio. Sabía que le hacía daño, pero seguía, y eso le excitaba.

—Eres mi puta, ¿lo sabes?

—Qué malo eres —María le respondió en tono de broma, aunque el dolor que sentía la hacía llorar.

—Sí, con mi mujer no puedo hacer estas cosas, ella no deja que le haga esto.

—Yo no puedo negarme, tengo miedo de perderte. Además verte gozar me hace feliz.

—Sí, en la cama eres una puta.

—No lo digas así, puedes decir que soy apasionada.

—Podrías ser apasionada y no dejar que te haga daño. Lo haces a cambio de mi amor. Las putas lo hacen por dinero y tú por amor, no deja de ser una transacción. Tener a un hombre joven como yo en tu cama no te puede salir gratis.

—Ya está bien, para.

—Verte enojada me pone. A ver esa cara.

—No sigas, no me hagas esto. Por favor, no sigas hablando. Ámame, solo eso.

—¡Anda! Ya me has cortado el rollo —Se apoyó con fuerza sobre su espalda y, mientras la penetraba profundamente, eyaculó. Se separó de ella, terminó de ducharse, le mordió el hombro y continuó.

—Vamos, tengo hambre, ¿o te vas a quedar a remojo todo el día?

—Ya voy.

María se puso bajo la ducha y lloró. No podía comprender por qué se dejaba hacer esto. Además de dejarse maltratar sin reparos, cuando no le tenía cerca le extrañaba terriblemente y la sola idea de perderle la volvía loca.

Se vistieron y bajaron al restaurante a comer. Se sentaron en una mesa junto a la ventana como en la cena. Durante la comida, María estaba inquieta. Deseaba volver frente al espejo del tocador, quería saber cómo continuaba la historia, aunque tenía miedo de que ya no se le revelara. Alejandro le notaba algo extraño y le preguntó:

—Estás enfadada.

—No.

—¿Por qué no me hablas?

—Estaba pensando en mis cosas, no me hagas caso. Las fulanas también tenemos vida propia.

María quería pensar que las palabras de Alejandro en la ducha eran una broma, trataba de engañarse, prefería pensar eso, aunque en el fondo de su alma sabía que había mucho de cierto. Él no le respetaba y eso le preocupaba y le daba miedo.

—Estoy algo cansado, ¿quieres que subamos a la habitación y descansemos un rato? Una siesta me vendría muy bien.

—Sí, yo también quiero dormir, aunque sea poco tiempo.

En realidad, María quería sentarse frente al espejo. Esperaría a que Alejandro se durmiera y continuaría observando la historia de la pequeña María en su papel de espectadora privilegiada.

En cuanto Alejandro se durmió, se sentó frente al tocador y la visión a través del espejo comenzó nuevamente.

Capítulo 4. La boda

El Campillo, 20 de mayo de 1868.

El día tan temido por María llegó, era la mañana de su boda. Al contrario del compromiso, esta sería una ceremonia íntima con una pequeña celebración posterior, una comida en casa de los padres de la novia.

En la ermita de la finca de doña Matilde se ofició la misa de esponsales. Cuando todos los invitados estuvieron acomodados —algunos de pie, porque el sitio era pequeño—, se abrió la puerta y comenzaron los acordes del órgano. La música inundó el recinto y la marcha nupcial acompañó los pasos de la triste novia y los de su padre hasta el altar. Avanzaban lentamente, María no quería terminar nunca ese pasillo. Su cara demostraba la tristeza que sentía, pero no alcanzaba a empañar su belleza: su peinado, un semirrecogido adornado por flores naturales, azahares, que también llevaba en el ramo; el vestido era de seda con mangas al codo, con un pequeño escote, la falda amplia drapeada; completando el traje, una mantilla de encaje que alcanzaba el borde de la falda. Todas las invitadas que aún no habían pasado por el altar soñaban con un vestido aunque fuera la mitad de bonito.

Cuando llegaron al altar su padre le soltó el brazo con miedo porque creía que la pequeña no podría sostenerse en pie Diego sonrió satisfecho, su macabro plan se estaba gestando a la perfección. Otra vez tendría entre sus manos a una niña para hacer con ella su voluntad y esperaba que esta vez sí su esposa le diese hijos. Le gustaban mucho los niños, podríamos decir que demasiado.

María no dejó de llorar todo el tiempo que duró la ceremonia.

Cuando los acordes del órgano comenzaron a surgir con la más bella interpretación del Ave María que hubiesen podido oír, parecía que la pequeña novia iba a perder el sentido. Las lágrimas no dejaban de correr por sus mejillas, suspiraba sin parar. Los invitados creían que era la emoción del momento aunque no todos; el padre de Jorge sabía que la pequeña no quería esa boda, de hecho, toda su vida había creído que cuando tuviese la edad suficiente sería su propio hijo quien la desposaría, pero el camino se había torcido, el destino era que no pudieran ser felices juntos, y realmente lo lamentaba.

El oficiante preguntó si había alguien que se opusiera a la boda. María se ilusionó por última vez. Por algunos segundos, creyó que Jorge iba a levantarse y decir que sí, que él se oponía, porque la amaba y no dejaría que nadie se la arrebatara, pero no sucedió. Un silencio cómplice recorrió el lugar. El sacerdote preguntó a Diego si quería a María por esposa, a lo que él respondió rápidamente.

—Sí, quiero.

Cuando le llegó el turno a María, no podía hablar, un nudo le apretaba la garganta y no le salía la voz. Luego de varios segundos de incertidumbre, logró articular:

—Sí, quiero.

Casi nadie lo escuchó, pero a Diego le valía.

Al finalizar la ceremonia, los novios salieron a la puerta de la ermita y los invitados les saludaron, dándoles la enhorabuena y deseándoles mucha felicidad y muchos hijos.

Jorge aprovechó el tumulto y se acercó a María y una vez más le insistió.

—Cuando me necesites, recurre a mí. Yo siempre estaré para ayudarte.

—Ya te he pedido ayuda y no me la has dado, me has dejado sola.

—Te expliqué que no podía hacer lo que me pedías. Hubiese sido un patán como Diego, me estaría aprovechando de tu desesperación y eso no estaba bien.

—Estoy enamorada de ti, te amo...

En ese momento, Diego se acercó a ellos.

—Muchas gracias por la interpretación, ha sido maravillosa. María se ha emocionado mucho.

Al oír las palabras de Diego, Jorge comprendió que había cometido un grave error, un error que determinó su futuro y el de muchas personas que le rodeaban, incluida María.

Pedro se acercó a los novios y les saludó. Mientras estrechaba la mano de Diego, dijo:

—Mi más sincera enhorabuena. Espero que tengáis una vida muy feliz juntos. Que sepáis que tenéis en mí a un amigo —y mientras decía esta frase, miró fijamente a María. La pequeña le producía una gran pena, y si bien nunca había tenido mucho trato con ella, conocía a sus hermanos. Quería que supiera que podría recurrir a él cuando lo necesitara.

—Muchas gracias, es un honor. Su familia es muy respetada en el pueblo —contestó Diego.

María se limitó a suspirar y hacer una sonrisa en agradecimiento. Luego Pedro se alejó con Jorge. Mientras caminaban hacia sus coches de caballos le espetó:

—Te lo advertí y no me has hecho caso, has dejado que se case con ese tipejo, que me da muy mala espina. Amigo, te has equivocado, tengo que decírtelo. Esta vez, el atolondrado de tu amigo Pedro, o sea yo, tenía razón.

—Es posible, pero ya es tarde. No sé, no he podido. Seguramente soy un cobarde, eso cree María, pero no pude hacer lo que me pedía. Mi educación, mis principios… No podía, pero le he fallado y me siento muy mal, mucho peor de lo que esperaba. Siento un dolor aquí en el pecho, como si me ahogara, y pienso que es la culpa.

—Sí, la culpa... ¡Eso es amor!

—No digas tonterías.

La comida transcurrió sin sobresaltos, los platos estaban exquisitos, los invitados brindaron por los novios y, luego de los postres, Diego se levantó, alzó su copa y dijo.

—Brindo por mi encantadora esposa. Agradezco a todos haber atendido la invitación a nuestra boda, pero lamento informaros de que nos retiramos. Vosotros podéis continuar con la celebración, pero estamos deseosos de estar a solas, ¿no es verdad, amada mía?

Finalizó mirando a María a los ojos. La pobre no pudo contestar, estaba tan asustada que no sabía que decir.

Matilde no entendía cómo Diego podía hacer semejante grosería, abandonar la celebración sin cortar la tarta nupcial, sin bailar el vals, pero le dejaba hacer, no se atrevía a contradecirle.

Jorge, por primera vez, sintió que se le clavaba un puñal en el corazón. Nunca hasta ahora había sentido algo así, no lo podía creer, pero la realidad se le echaba encima: estaba enamorado de una niña y, para colmo de males, había dejado que la entregaran como una mercancía. ¡Dios! ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?

María comenzó a temblar, casi no podía darle la mano a Diego de la agitación que tenía. Nunca había creído que su corazón podía latir tan fuerte y rápido. El momento había llegado, era inevitable, tenía que entregarse a su esposo y sentía miedo. Como pudo, despidió a sus padres y se montó en el coche de caballos de los novios.

Apenas comenzaron a alejarse de la casa, Diego se echó encima de ella y comenzó a besarla con fuerza, haciéndole daño. Comenzó a recorrer su cuerpo con sus manos, rompió su vestido. María lloraba. Entonces, sin mediar palabra le atravesó su cara con una bofetada. Del labio de María comenzó a brotar sangre, los ojos se le abrieron mucho y de repente se puso muy rígida y se arqueó hacia atrás.

Diego exclamó:

—¡Otra vez!

Mientras la miraba pensaba: «¿Se va a desmayar todo el tiempo? Tendrá que aprender quién manda aquí a partir de ahora».

Cuando llegaron a la casona, el cuerpo de María ya estaba más fláccido, pero no recobraba el sentido. Diego la bajó del coche en brazos, los sirvientes le abrieron la puerta y Paca le acompañó hasta su habitación. Abrió la cama para que la acostara y enseguida le preguntó:

—Don Diego, ¿quiere que le quite el vestido?

—Tranquila, quitando vestidos me apaño solito —Y sonrió con esa sonrisa que helaba la sangre.

Paca sabía que pasaba algo que ella no lograba descubrir, pero no sabía qué. Diego cerró la puerta con llave para que nadie le molestara y entonces se quitó la camisa, que dejaba a la vista un torso perfectamente musculado. Se acercó a la cama y comenzó a darle más bofetadas a María, esta vez más suaves, intentando despertarla. María suspiró profundamente y despertó. Entonces, Diego la cogió de la muñeca y le dijo:

—Levanta y desnúdate, ¡ya!

María se puso en pie como pudo y comenzó a quitarse el vestido y se quedó en ropa interior.

—¡He dicho que te desnudes! —gritó Diego.

Como María no se movía, la empujó contra la pared y, mientras le apretaba el cuello, la fue desnudando con la mano que le quedaba libre. Cuando la tuvo desnuda, la obligó a arrodillarse y le introdujo el pene dentro de la boca y le dijo:

—¡Con cuidado! ¡Como se te ocurra hacerme daño estás muerta!

En realidad, María no tenía ni idea de lo que tenía que hacer, a sus casi 14 años y en 1868, los temas relacionados con el sexo eran un gran misterio.

Comenzó a tener náuseas y finalmente vomitó, lo cual provocó aún más la ira de su flamante esposo. La rabia aumentó aún más cuando comprobó que su erección había desaparecido. Comenzó a golpearla sin piedad. María creía que iba a morir, sentía tanto dolor por todo su pequeño cuerpo que casi había perdido el conocimiento. Diego podía ver la cara de dolor de María, los ojos de la niña estaban muy abiertos. Ya no lloraba, no le quedaban lágrimas. De repente, dejó de sentir dolor, logró concentrarse y pensar que debía luchar por su vida y que tenía que soportar como le fuera posible, tenía que encontrar una solución.

Cuando se cansó de golpearla y comprobó que no podría fecundarla por lo menos esa tarde, la dejó tirada en el suelo seminconsciente y se acostó en su cama a dormir.

Despertó alrededor de las ocho de la tarde. Ya había descansado lo suficiente, podía salir de caza sin ningún problema. Después de todo, debía celebrar su boda.

Se lavó la sangre, se puso ropa limpia y salió por la puerta principal con la impunidad que tienen los que están acostumbrados a dar miedo a todo aquel que lo rodea.

Matilde regreso de casa de los padres de María luego de despedir al último invitado y de disculpar a su sobrino, sobre todo con los padres de María, que estaban preocupados por el proceder de Diego.

—Paca, ¿siguen en la habitación?

—Sí, señora. Quería comentarle algo sobre la nueva señora.

—Paca, estoy muy cansada, me voy a mi dormitorio. Sube la cena y déjame tranquila, no tengo ganas de escuchar tu opinión sobre María.

—No es eso, es que...

Matilde la miró con desprecio y comenzó a subir la escalera, y Paca se dio cuenta de que, como siempre, con su señora lo mejor era callar.

Alrededor de las tres de la madrugada, Diego regresó. Nadie lo vio entrar, se fue directo a su habitación y se acostó a dormir. Vio que María continuaba en el suelo y verle dormir acurrucada contra la pared le hizo gracia. Cuando el sol comenzó a colarse por las cortinas, se despertó, no necesitaba dormir muchas horas. Se levantó y se fue de la casa, no quería estar allí cuando encontrasen a María.

Mas tarde, Matilde bajó la escalera y salió al jardín. El día era soleado y la temperatura suave invitaba a desayunar al aire libre.

—Paca, ¿los recién casados no han pedido el desayuno? Que no pidieran la cena no me extraña, pero supongo que ya tendrán hambre.

Matilde soltó una risita cómplice, realmente estaba feliz, pero esa felicidad le duraría poco tiempo.

Paca pasó por delante de la puerta de la habitación de la pareja y vio que estaba entreabierta. Pensó que seguramente Diego ya se había levantado, así que golpeó la puerta. Como nadie le respondía, llamó.

—Don Diego, ¿les traigo el desayuno?

Como nadie le respondió, intento lo mismo, pero con María.

—Señora María, ¿quiere desayunar?

Oyó que alguien decía algo, pero no entendía qué. María tenía la cara tan hinchada que apenas podía hablar. Decidió entrar y la cama estaba vacía. Entonces la vio, estaba al lado de la cama, en el suelo.

—¡Dios! ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? Pequeña, ¿qué te ha sucedido?

María apenas podía abrir los ojos, veía borroso, casi no se podía mover.

Matilde oyó el alboroto porque las criadas habían entrado a la habitación y comenzaron a hacer alharacas. Cuando entró allí, sintió que su frágil mundo se desmoronaba. Recuerdos que creía enterrados volvieron a su mente. Comenzó a llorar y no paraba de repetir: «¡Otra vez! No puede ser, ha vuelto, está en él». Se tiró al suelo desconsolada y de repente suspiró, se secó las lágrimas y comenzó a dar órdenes:

—¡Cambiad las sabanas! ¡Que estén limpias! ¡Limpiadle la sangre, desinfectad las heridas! Que alguien busque a don Antonio, yo hablaré con él. Los padres de María no pueden enterarse de esto, si alguien de aquí dice algo, yo misma me encargaré de arruinarle su miserable vida, y también a toda su familia.

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9788413868547
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