Kitabı oku: «En esta vida o en la eternidad», sayfa 4

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Por supuesto, solo un loco se atrevería a no obedecer a la marquesa, nadie quería perder su trabajo y tener que huir lejos con toda su familia.

—Paca, tú ve a casa del médico. Que ten lleven en el coche y que venga contigo. Cuando este aquí, hablaré con él.

Paca cogió su chal, se subió al coche y salieron rápidamente en busca de ayuda. Cuando llegaron a casa del doctor Sánchez, estaba ocupado con una paciente, Clara Guirado. Sus padres estaban en la salita que tenía preparada para que los pacientes y sus familiares esperasen. Paca se acercó a ellos y les preguntó:

—¿Alguno de los niños está enfermo?

—Es Clara. Tiene vómitos, no se encuentra bien —respondió su madre.

—Lo siento, espero que se mejore —continuó Paca.

Jorge, que regresaba de dar una clase de piano, al ver a Paca se sorprendió.

—¿Pasa algo en la casona?

—Doña Matilde quiere que su padre la visite.

Jorge sabía que entre su padre y la marquesa había algo más que una simple amistad y que su madre se ponía muy nerviosa cada vez que ella le llamaba para que la examinara. Según su padre, no había pasado nunca de un amor platónico de juventud, pero esos eran los peores enemigos según su madre, porque eran todo lo perfectos que nos los quisiéramos imaginar.

Don Antonio salió de la consulta y se dirigió con gesto serio a los padres de Clara.

—Por favor, acompañadme, tenemos que hablar.

Cuando entraron en la consulta, Clara lloraba desesperada, no quería mirar a sus padres a la cara.

—No daré rodeos, Clara está encinta. Es consecuencia del ataque que sufrió, por supuesto.

—No tenemos ninguna duda, nuestra hija es decente y nunca ha estado con hombre alguno, eso fue obra de un monstruo.

—Podéis llevarla a casa, yo me ocuparé de atender el parto y ya me diréis que vais a querer hacer con el niño. Puedo ocuparme personalmente de llevarlo al hospicio.

Que una muchacha soltera tuviera un hijo era condenarla al desprecio y a la soledad, Clara no se merecía ese destino. La familia Guirado abandonó la casa, ninguno se atrevía a levantar la cabeza. Mirando sus pies, se dirigieron al camino. Clara se subió al burro y se alejaron.

Antes de atender a Paca, don Antonio se acercó a su hijo, que estaba al lado de la puerta, y le pidió que pasara.

—Jorge, soy consciente de que tu pasión es la música, pero tienes que comenzar tus estudios de medicina. No te pido que sea ahora mismo, pero tienes que hacerte a la idea.

—Padre, sabe muy bien que no quiero ser médico. Yo quiero tocar el piano.

—Quiero que me sucedas, como yo hice con mi padre y él con el suyo. Te gustará ayudar a la gente. ¿Recuerdas que Clara fue atacada por un desconocido? Pues está encinta. Es un verdadero desastre. Necesitan alguien que les ayude y ahí estaré yo para lo que les haga falta. Jorge se disponía a salir cuando su padre le detuvo.

—Hijo, he sido realmente blando contigo y he dejado que disfrutaras de la música todo este tiempo, pero creo que ya es hora de que comiences a comportarte como un hombre. Sabes que quiero que sigas mis pasos y los de tu abuelo. Tienes que estudiar, debes ser médico. Deberías viajar a Granada y apuntarte en la universidad.

Jorge se quedó asombrado por las palabras de su padre. Siempre le había apoyado en su gusto por la música y no entendía ese repentino cambio de actitud.

Antonio salió de la consulta y con un gesto le pidió a Paca que se acercara. La mujer le habló en voz baja.

—La señora quiere que venga conmigo, es una emergencia.

La idea de ir a casa de la marquesa le había gustado. Solía llamarlo por cosas banales: dolores de cabeza, nervios, aburrimiento... Paca no habló en todo el camino, cosa que le extrañó un poco, porque era muy parlanchina, pero estaba seria y callada. Cuando llegaron a la casa, Matilde estaba esperando al lado de la puerta.

—Buenos días, Matilde, ¡qué honor que me recibas en la puerta!

—Tengo que explicarte algo. Tienes que saber que Diego está muy enamorado de María, pero ella ha tenido que hacer algo, algo que le enfadara mucho.

—¿Diego dónde está?

—No lo sé, ha salido.

—¿Y María?

—En su habitación, acompáñame.

Cuando entró en la habitación y vio a María, se acercó rápidamente a la cama y comenzó a examinarla, tenía golpes por todo el cuerpo, heridas en los labios, los ojos hinchados, sus pechos estaban amoratados y mordidos. Como no había traído material para curas, envió a uno de los sirvientes con una nota para que su esposa enviara todo lo necesario y un caballo para poder regresar luego. Quería ir a hablar con los padres de María y si volvía en el coche de Matilde, no podría. Se sentó en la cama y le dijo a María.

—Tranquila, que te curaré. Tienes que hablar con tus padres.

—No, mis padres no.

—Tienes que volver a casa.

—No puedo volver, pero conseguiré sobrevivir, esta noche ha sido muy larga y la pequeña María ha muerto, nunca seré la misma, sabré defenderme.

Cuando el criado llegó con el material, curó las heridas de su cuerpo, pero al igual que pasó con Clara, no podía curarle el alma.

Al salir de la habitación, cogió a Matilde del brazo y le dijo.

—¡Eso no es enfado, le ha pegado, la ha destrozado! Tienes que llevarla con sus padres. Ahora mismo hablaré con ellos.

—Tú no vas a hablar con nadie. Tú no vas a contar nada de lo que acabas de ver.

—Matilde, es mi obligación proteger a María.

—Tu obligación es proteger a tu familia, proteger a tus hijos, no a los hijos de los demás.

—Matilde, ¿qué estás diciendo? ¿Es una amenaza? Creía que éramos amigos.

—Mi obligación es proteger a Diego, y nunca hemos sido amigos. Me quieres y no te casaste conmigo cuando enviudé porque yo no quise y te conformaste con el premio de consolación, Teresa, una mojigata.

Era una verdad a medias, él se había enamorado de ella en su juventud y trató de convencerla de que le aceptara, sin conseguirlo, pero cansado de que le rechazara se casó con Teresa, una mujer maravillosa y de la que estaba profundamente enamorado, solo que siempre habían mantenido un coqueteo que les divertía.

—Estás equivocada, amo a Teresa. Es verdad que te quise, pero hace mucho que ya no, siento desilusionarte.

—Bueno ya está claro, gracias, doctor Sánchez, por su atención. Dígame cuánto le debo.

—No me debe nada, doña Matilde.

—Supongo que tendrá que volver a ver a María, ya me dirá cuánto es todo.

Salió de la casa dando un portazo, sin despedirse. El doctor Sánchez iba camino a su casa, absorto en sus pensamientos. Sabía qué era lo correcto, pero conocía a Matilde, no mentía, ella estaba convencida de defender a su sobrino a costa de lo que fuese necesario. No lo entendía, no sabía por qué actuaba así. Siempre había sido un poco despiadada y tenía que reconocer que ese aspecto a veces le divertía y otras le daba miedo, pero siempre se trataba de temas menos importantes. Según él, si alguien se lo hubiese preguntado a sus trabajadores, estos, seguramente, estarían convencidos de que la señora no tenía ningún tipo de piedad con ellos. Sabía que su obligación era informar a los padres de la pequeña de lo que había sucedido, pero a la vez tenía miedo. Él debía proteger a sus hijos, los Jordán no debieron vender a su hija a ese desalmado. De repente, sin pensarlo, cambió el rumbo y comenzó a cabalgar hacia El Refugio, el cortijo de los padres de María.

Matilde se quedó inmóvil frente a la puerta mientras las lágrimas le bañaban la cara.

Cuando Diego llegó, le dijo sonriente.

—Tía, ¿qué haces ahí de pie?

—¿Qué le has hecho a María?

—Nada, solo le he explicado quién manda aquí

—¡Diego! Casi la has matado. No vuelvas a hacerle eso. Ha tenido que venir el médico.

—Tía, te quiero mucho, pero no vuelvas a meterte en mis asuntos nunca más. No tenías que llamar al médico, ya se habría recuperado sola.

Le cogió la barbilla y le dio un beso en la mejilla.

—¿Cuánto hace que se fue don Antonio?

—Más o menos cinco minutos, ¿por qué?

—Qué pena. Me gustaría explicarle que fue un arrebato, que yo no hago esto salvo que me crispen los nervios y eso fue lo que hizo María. Pero ya podré hacerlo en otra oportunidad, seguro lo entenderá. ¿Ya está la comida?

—No, aún no, es pronto.

—Estoy hambriento.

Se fue caminando hacia la cocina, canturreando, sin el menor remordimiento de lo que había hecho. Matilde, que estaba de pie junto a las escaleras, cayó de rodillas y comenzó a llorar. Era un monstruo. Elena, su cuñada, se lo había advertido, pero ella nunca lo había creído, hasta ahora.

Paca se acercó a Matilde y la ayudó a levantarse del suelo, la acompañó hasta su habitación y le dijo:

—No tiene que ponerse así, doña Matilde. El muchacho está algo equivocado, no es por ofender, pero su hermano y su cuñada debieron educarlo mejor, eso se aprende desde la cuna.

Matilde le miró y le contestó.

—Sí, es verdad, eso viene desde la cuna, pero no es culpa de su educación, lo lleva dentro... Paca... es muy, muy importante que nadie más se entere de esto. Yo ayudaré a María a recuperarse, asegúrate de que coma algo. Caldo, dadle caldo, con mucho alimento, matad una gallina. Tiene que recuperarse.

Jorge escuchó que el caballo de su padre había vuelto, pero su padre no entraba en casa

—¿Padre, que ha pasado?

Comenzó a preguntar mientras abría la puerta. Al salir, vio a su padre tumbado sobre el lomo del caballo, con la cabeza golpeada y sangrando. La casa del médico era una de las primeras del pueblo, nadie vio pasar el caballo antes de llegar a su casa.

—Padre, ¿quién le ha hecho esto? —preguntó Jorge mientras trataba de bajarlo del caballo. Enseguida acudió en su ayuda Juan, que hacía muchos años que trabajaba para la familia. Cuando lograron entrarle en la casa, le subieron a su habitación y acostaron en su cama.

—¡Dios!, ¿qué ha sucedido? ¿Qué le ha pasado a tu padre?

Gritó Teresa al ver a su marido herido. Enseguida llegaron Candelaria y Maite. Las jóvenes lloraban y le preguntaban a su padre qué había sucedido, pero seguía inconsciente. Jorge se dirigió a Juan y le dijo:

—Coge el carricoche, ve lo más rápido que puedas a El Taberno y trae al médico de allí. Necesitamos que venga urgente.

—Si estudiaras medicina como quiere tu padre, sabrías qué hacer en este momento —dijo Teresa con un reproche en la mirada.

Jorge miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas y le dijo.

—Madre, lo siento, pero ahora tenemos que ayudar a padre, no podemos discutir. ¿A dónde fue padre esta mañana?

—Fue a casa de doña Matilde. Supongo que habría algún trabajador herido, porque mando a buscar material de curas y el caballo. Es posible que algunos bandoleros le hayan atacado, sinvergüenzas.

—Por favor, traiga agua caliente y paños de la consulta de padre para intentar limpiar la sangre.

Su madre salió de la habitación rápidamente, acompañada por sus hijas y Concha, la criada, para buscar algo que sirviera para curarlo. Mientras tanto Jorge continuaba intentando que su padre le dijera qué había sucedido. De repente, don Antonio entreabrió los ojos y dijo.

—Ha sido él, ese monstruo. Tienes que salvarla, no la dejes sola, ayúdala.

—Por supuesto, haré lo que digas, padre. Además, estudiaré para ser médico como tú. ¡Padre! ¡Padre! ¡No!

Las mujeres de la casa subieron las escaleras corriendo al oír a Jorge y al llegar a la habitación vieron que abrazaba a su padre y lloraba como un niño.

—Hay que llamar al párroco. Ha sido un gran hombre, se merece la extremaunción —dijo Teresa mientras se secaba las lágrimas que no paraban de caer.

—Madre, está muerto.

—No importa, que venga igual. No puedo creer que ella haya hablado con él por última vez, después que yo. Sé que no debería odiarla, pero la odio. Es su culpa, si no le hubiese llamado, estaría vivo.

—Madre, no es culpa de doña Matilde, le han atacado.

El médico de El Taberno llegó cuando su colega ya estaba muerto, solo pudo agregar que seguramente le habían golpeado con una piedra.

En poco tiempo, la casa de los Sánchez estaba llena de gente: vecinos, sacerdote, guardia civil que no sabía qué hacer porque nadie le daba señas precisas del atacante… Antonio había muerto y Clara era incapaz de describir con claridad quién le había atacado.

Mientras tanto en el palacete, luego de comer, Diego se dirigió a su dormitorio, miró a María, la cogió de la muñeca y, mirándola a los ojos, le dijo.

—Mucho cuidado con hablar con alguien de tu familia sobre esto, o con tu príncipe azul. Te juro que si lo haces los mataré.

—No diré nada a nadie y seré la esposa que tú quieres. No lloraré nunca, haré lo que tú digas. Siento mucho haberte enfadado.

—Mañana parto a Cádiz, al Puerto de Santa María. Allí cogeré el vapor a Marsella y desde allí iré a París, tengo pendiente una luna de miel. Tú no saldrás de la casa hasta que yo vuelva, porque te llevaré conmigo, por supuesto, en el corazón —Salió de la habitación haciendo un gran estruendo al cerrar la puerta.

María sintió un gran alivio de saber que estaría bastante tiempo separada de él. Durmió toda la tarde y de repente, ya por la noche, sintió que alguien le estaba tocando el cuello. Al abrir los ojos, ahí estaba él, sonriendo.

—¿Tienes miedo? Solo quiero besarte, sé el asco que te produce y me divierte. Este sitio me aburre soberanamente.

Comenzó a besarla con rabia. María ya había aprendido a controlar sus sentimientos, no derramó ni una sola lágrima, solo pensaba en qué momento de su vida podría liberarse de él. Ante la perplejidad de Diego, ella le respondió el beso de la manera más apasionada que supo para sus 13 años y le pasó la mano por la cabeza en un intento de que por lo menos sintiera piedad por ella.

—Bueno, pequeña, creo que vas aprendiendo quién manda aquí. Si sigues portándote así, las cosas pueden ir bien entre nosotros. Quiero que sepas que lo único que quiero de ti es que me des hijos. No es tan difícil, ¿verdad?

María dibujó una mueca que imitaba una sonrisa, pero a Diego no le importaba si ella era feliz o no, solo quería que le obedeciera. Se bajó los pantalones, le separó las piernas y, sin el más mínimo cuidado, la penetró de forma salvaje, haciéndole un desgarro en el himen que le provocó un sangrado. El calor de la sangre excitó a Diego, que por fin sentía placer a pesar de la frigidez que tenía su nueva esposa según él. María soportó el dolor y su único pensamiento era no quedar encinta, no tener un hijo de ese hombre malvado que disfrutaba torturándola. Continuó con el coito de forma salvaje hasta que de repente la erección desapareció. Se separó de María y le dijo:

—Eres fría como la nieve. Si sigues así, te calentaré yo mismo con el atizador de la chimenea.

—Lo siento, es que yo no sé qué tengo que hacer.

—Ya aprenderás, yo me encargaré.

Matilde había estado toda la tarde pensando cómo lograr que Antonio no hablara con los padres de María, pero de repente esa preocupación dejó de tener sentido. Paca fue a su habitación y con voz temblorosa le dijo.

—Doña Matilde, perdone que la moleste, pero tengo que decirle lo que ha pasado.

—Habla, mujer, no te quedes ahí como un pasmarote.

—Don Antonio fue atacado, le han golpeado con una piedra y... y…

—¡Y qué!

—Ha muerto.

Matilde palideció de repente y comenzó a gritar.

—¡Déjame sola! ¡Sal de aquí!

Cayó en el suelo y ni siquiera pudo llorar, solo pensaba que la única persona que realmente la apreciaba en aquel lugar había muerto.

Antonio, el único hombre que había amado y amaba, el amor de su vida, había muerto y las últimas palabras que se habían dicho estaban cargadas de reproches. Matilde sabía que él también conservaba en el fondo de su ser el amor que sentía por ella, aunque se había casado con Teresa. Sabía que él no la había olvidado y que la quería, y ya no volverían a estar juntos, ya no volverían a hablar.

—¡Paca! ¡Ayúdame a vestirme!

Matilde se vistió de riguroso luto, tocó la puerta de la habitación de Diego y cuando le abrió, le dijo.

—No lo puedo creer, pero has tenido suerte. Alguien ha atacado a Antonio volviendo a casa y ha muerto, es increíble. Me voy a su velatorio a presentar mis respetos a la familia, ¿María cómo está?

—Tía, ya te he dicho que no te metas en mis asuntos.

—Diego, veré a los padres de María en casa de los Sánchez. Les diré que os habéis ido esta mañana, porque no entenderían por qué no va María conmigo, sabes que las dos familias están muy unidas. No quiero que la vean así, tendrías que dar explicaciones.

—Entiendo, tienes razón. Mañana temprano me marcharé y tú serás la encargada de que mi dulce esposa no salga de casa hasta que yo vuelva.

—Tranquilo, no saldrá.

—Diego cerró la puerta y fue hasta la cama.

—Quiero que sepas que ya nadie te va a defender. Tu médico ha tenido mala suerte, alguien le ha matado.

Matilde llegó a casa de los Sánchez, consoló a los hijos de Antonio y cuando llego frente a la viuda, a la cual no le tenía simpatía alguna, realmente se dio cuenta de que era la esposa que Antonio se merecía. Estaba destrozada, ella lo adoraba, no podía dejar de llorar. La sostenían cada vez que intentaba ponerse en pie porque sola no podía.

—Lo siento, no sabes cuánto. Yo le tenía un gran aprecio, realmente en mi vida quedará un vacío imposible de llenar. Sé que nunca te ha gustado que tenga estos sentimientos de amistad hacia tu esposo, pero quiero que sepas que ha sido el mejor marido del mundo. Nunca, nunca, jamás ha intentado traicionarte. Es justo para él que lo sepas. Ha sido un gran médico y un gran hombre.

Matilde lloraba y se le ahogaban las palabras mientras hablaba. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo.

Jorge se acercó a Matilde y le preguntó:

—¿María y Diego ya han salido de viaje?

—Sí, se han ido por la mañana. Cuando se enteren de lo sucedido, lo lamentaran muchísimo.

—¿Estaban bien?

Adivinando el objetivo de la pregunta, Matilde le respondió.

—María estaba radiante, se la veía feliz, el matrimonio le ha sentado muy bien.

—Me alegro —dijo Jorge con un nudo en la garganta, casi no le salía la voz. No podía entender cómo su María había cambiado tanto en tan poco tiempo, pero en realidad era lo mejor que podía pasar, él se había negado a ayudarle y lo más normal era que ella se acomodara a su destino.

Las horas pasaban lentas, la noche cargada de rezos y llantos fue eterna, los rosarios se sucedían uno tras otro sin parar. La mañana siguiente comenzó con la casa con apenas algunas personas, ya que se habían ido a sus casas a prepararse para el entierro. La marquesa ofreció su ermita para el oficio religioso y desde allí por fin Antonio descansaría en paz en el cementerio del pueblo.

Temprano por la mañana la familia Guirado llegó a la casa para presentar sus respetos, don Antonio les había ayudado mucho desde el ataque de Clara y había llegado a sus oídos que le había atacado el mismo monstruo.

El cortejo fúnebre se encaminó rumbo a la ermita. Allí el sacerdote ofició un funeral muy emotivo, todos apreciaban a Antonio y su mujer y sus hijos le adoraban. Matilde no soportaba la culpa, ella llevaba sobre sus hombros un peso infinito, pero no podía delatar a Diego, ella le amaba y no le abandonaría nunca.

La tierra cubrió finalmente a la única persona que habría sido capaz de descubrir a Diego. Por el momento, no corría peligro.

Capítulo 5. Una Nueva Vida.

María estaba atónita siguiendo la historia en el espejo cuando de repente sintió la mano de Alejandro, que le tocaba el pecho a través del escote de la camisa. La cogió desprevenida, pero le respondió como siempre, con una sonrisa. Apoyó su cabeza en el torso de él y se dejó acariciar, quitar la camisa. La colocó sentada en el tocador, la cogió a horcajadas y la llevó a la cama, y allí volvieron a amarse una y otra vez hasta quedar extenuados.

Siguieron en la habitación hasta la hora de la cena. Volvieron al restaurante del hotel y luego dieron un paseo por los jardines.

—Me han comentado que a unos cientos de metros de aquí hay una ermita muy antigua. Mañana me gustaría ir a visitarla —comentó Alejandro.

—Sí, a mí también. Este sitio es precioso y además tiene una atmósfera muy especial.

—Pues deberíamos dormir temprano, así aprovechamos el día mañana.

—Sí, es verdad. Llamaré a casa y luego subimos a la habitación.

—Si vas a hablar con el imbécil de tu marido, subo ya mismo a la habitación.

—No le llames imbécil, sabes que tengo un sentimiento de culpa enorme por lo que estamos haciendo.

—Por lo que estás haciendo tú, no es mi marido.

María se quedó sola en el jardín, habló por teléfono con su familia y luego se sintió muy mal por las mentiras que se vio obligada a decir para encubrir la situación.

Cuando subió, Alejandro estaba dormido, lo que le dio una oportunidad maravillosa para continuar mirando a través del espejo. Una vez más, la historia se abría a ella sin saber por qué.

El Campillo, 23 de mayo de 1868.

Jorge se despertó de repente en mitad de la noche sobresaltado. Estaba soñando con su padre, que una y otra vez le pedía que la ayudara a ella, pero ¿a quién? Entonces lo vio claro: debía honrar a su padre. Se casaría con Clara y se marcharían de allí; sería médico como quería su padre y luego volvería para ocupar su lugar. Temprano por la mañana, se levantó y fue a casa de la familia Guirado. Una vez estuvo allí, pidió al matrimonio que le escucharan un momento.

—Con todo mi respeto, señor Guirado, quiero pedirle la mano de su hija Clara para desposarla.

—¿Está seguro de lo que está diciendo? ¿Conoce el estado de mi hija?

—Su hija es una muchacha honrada, yo intentaré que sea feliz. Por supuesto, si ella está de acuerdo. Mi padre quería que fuese médico y luego de lo que ha sucedido, creo que mi mejor homenaje es hacer con mi vida lo que él quería: seré médico y ayudaré a Clara. Me lo pidió especialmente antes de morir.

—Gracias, no sé cómo agradecerle esto. Mi pobre hija estaba condenada al repudio y la vergüenza, y ahora usted se hará cargo de ella.

—Quiero saber qué opinión tiene Clara de todo esto, por nada del mundo quiero que se sienta obligada a una boda.

Clara estaba sentada en un rincón, oía ausente cómo decidían sobre su vida cuando Jorge le cogió la mano y comenzó a hablarle:

—¿Quieres ser mi esposa?

Casi sin mirarle a los ojos, contestó con un hilo de voz:

—Sí, gracias. No sé por qué quiere hacer esto.

—Porque te lo mereces. Has tenido muy mala suerte y no te mereces sufrir toda la vida por ello.

»Me encargaré de disponer todo lo necesario para que la boda se celebre lo antes posible y poder marcharnos para matricularme en la universidad y comenzar los estudios el próximo curso. Esto es para que Clara se compre un bonito vestido para la boda, y si os hace falta para el resto de la familia también.

Mientras hablaba, le dio un sobre a José con dinero dentro.

—No, señorito, no hace falta.

—Me da igual.

—No podemos aceptarlo.

—Claro que sí. Por favor, déjeme colaborar.

Al salir de casa de los Guirado, Jorge se acercó al pueblo y fue a casa de su amigo Pedro. Tenía que contarle lo que había decidido hacer para honrar la memoria de su padre.

—Pasa, siéntate, pero no sé qué puede ser tan importante para que tengas que decírmelo hoy, el día siguiente del entierro de tu padre.

—Me casaré y me iré del pueblo para estudiar. Seré médico, como quería mi padre. Algún día descubriré quién le mató. Sabes no ha sido un accidente, le han matado, y no han sido bandoleros ni ladrones. Él me lo dijo, fue el monstruo que atacó a Clara, pero no fue un monstruo, fue un hombre y descubriré quién fue. Además, mi padre me pidió que protegiera a Clara. Está embarazada. La desposaré, no se me ocurre mejor manera de ayudarla. La convertiré en mi esposa y seré el padre de su hijo.

—No puedo creerte, estás loco. Lo de ser médico, aún; tu pasión es la música, pero lo entiendo, era lo que quería tu padre. Pero ¿casarte? ¡¿Qué dices?! Tu padre no te ha pedido semejante cosa, si a Clara apenas la conoces. No has querido ayudar a María que sí te importa y ¡ahora te quieres casar con Clara! Descansa, duerme, con la mente despejada te lo piensas otra vez.

—Ya le he pedido la mano a su padre, y doña Matilde me ha dicho que María se fue de viaje, feliz. Me dijo que estaba radiante, no tenía que salvarla de nada.

—Es eso, tienes celos y crees que casándote con Clara te olvidarás de María. No lo conseguirás, porque no quieres a Clara.

—Quiero hacer una buena obra, ¿es tan difícil de entender?

—Uno no se casa para hacer una buena obra, se casa porque ama a una mujer y quiere ser feliz junto a ella.

—Está decidido. Solo quería que lo supieras, porque quiero que vengas a mi boda. Será una ceremonia sencilla, con la familia; estamos de luto y Clara tampoco querrá ninguna celebración, la pobre se casa como quien toma un brebaje de la botica. Está agradecida, pero nada más.

—Eres un hombre increíble. Dame un abrazo, estaré allí y te apoyaré en todo lo que quieras. Cuando no estés aquí, yo personalmente cuidaré de tu madre y tus hermanas.

Luego de despedirse de su amigo, Jorge regresó a su casa para hablar con su madre. Teresa estaba en su habitación, se había levantado de la cama, pero desde que se había despertado no paraba de llorar.

—Madre, tengo que hablar con usted. Tengo que decirle las últimas palabras que me dijo padre antes de morir. Me dijo que le había atacado el mismo monstruo que a Clara y que debía ayudarla.

—Por favor, Jorge, ahora no quiero oírte. No puedo hacerme a la idea aún que tu padre a muerto.

—Madre, es muy importante. He decidido que estudiaré medicina como él y usted queríais y que me casaré con Clara.

—¿Con quién?

—Con Clara Guirado.

—Pero si no la conoces. Ellos no son de nuestra clase, nunca has tenido trato con esa joven, al menos que yo sepa.

—Antes de ir a casa de doña Matilde, padre atendió en la consulta a Clara y me contó que está encinta, consecuencia del ataque que sufrió hace unos pocos meses. Antes de morir, me pidió que la ayudara y es la única forma que encuentro de cumplir su última voluntad.

—Ahora no puedo pensar con claridad y creo que tú tampoco. Ya encontrarás otra forma de ayudarla, descansa y en unos días volveremos a hablar.

Se acercó a su hijo y le dio un beso mientras le abrazaba con amor y ternura. Era su primogénito, y ahora que su marido había muerto, su apoyo para seguir adelante.

—Madre, le he pedido la mano de Clara a su padre. Es una decisión tomada, no voy a cambiar de idea.

—¿Por qué me haces esto, Jorge? Deja que llore a tu padre en paz, no me traigas más dolor. ¿Por qué no piensas en mí?

—Lo siento, madre. La boda será pronto para irnos del pueblo antes de que se note que está encinta. El origen de este embarazo será un secreto, lo sabemos muy pocas personas, el niño será mío ante todo el mundo. Será una boda sencilla, solo acudiremos los contrayentes, las familias y mi amigo Pedro.

—Tendrías que tomar ejemplo de Pedro, él sigue las normas de la sociedad, enorgullece a sus padres, estudia leyes, será un gran abogado.

—Lo siento, madre, pero padre nos enseñó que antes de las normas sociales estaba el bien del prójimo y usted también piensa así, solo que ahora, como ha dicho, no puede pensar con claridad.

Teresa se encerró en su dormitorio y lloró todo el día, por su marido, por la boda de su hijo, porque sus jóvenes hijas ya no tendrían un padre que velase por ellas y, sobre todo, porque se sentía muy sola. Su otra mitad había muerto y ya nunca las cosas volverían a ser como antes.

Los días posteriores a la muerte de Antonio transcurrieron tristes. Ninguno lograba hacerse a la idea de que ya no volvería, que la casa no se llenaría de gente cada mañana pidiendo su ayuda.

Jorge era el único que entraba y salía, haciendo gestiones, comunicándose con amigos de su padre para que le recomendaran dónde era más conveniente hacer su carrera.

Mientras decidía dónde se trasladarían, ultimó los detalles de su boda con Clara. Por supuesto, no fue una boda como la de María y Diego, solo la familia y unos pocos invitados.

Acudieron a la vicaría y allí, en una ceremonia corta, el cura párroco, que por supuesto conocía los detalles que los llevaba a unir sus vidas en matrimonio, los casó. Al finalizar la ceremonia, los padres de Clara sentían que un enorme peso se iba de sus hombros; no lograban entender cómo podían existir hombres que se comportaran peor que bestias y otros que fuesen ángeles, entre ellos Jorge, que estaba actuando como uno.

José Guirado abrazó a Jorge como se abraza a un hijo y le dio las gracias una y otra vez. Su hija que había sido deshonrada, ahora era la esposa del hijo del difunto médico. Vicenta, su mujer, también estaba feliz de que se marcharan de allí, por lo menos algún tiempo, así todo el pueblo creería que el hijo que esperaba era de su marido.

Pedro se acercó a su amigo en la puerta de la iglesia y con voz socarrona le preguntó:

—¿Dónde sigue la pantomima?

—Si te apetece compartir nuestra felicidad, comeremos todos juntos.

—Lo que decía, claro que iré a vuestra casa.

El silencio reinó durante toda la comida, los únicos felices eran los padres de Clara, su padre incluso propuso un brindis por los novios, a lo que el resto respondió con desgano.

Cuando estaban en los postres, alguien tocó a la puerta. Concha abrió y ante sus ojos encontró a la marquesa. La pobre palideció, nadie había invitado a doña Matilde y estaba claro que no le había sentado bien. Ahora su ira se descargaría sobre aquella casa.

—¿Puedo pasar? ¿O sin invitación no puedo?

—Claro que puede pasar.

Teresa ya estaba junto a la puerta y le dijo:

—Entenderás que no estamos de fiesta, es solo una formalidad.

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9788413868547
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