Kitabı oku: «El milagro del yoga», sayfa 3

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Libre de duda. Grande, imperturbable, donde cambio e inmutabilidad se funden en el Ser Supremo, eterno, alegría que no se disipa, inmaculado: este es el Eterno. Tú eres eso.

Entiéndase que las palabras pierden parte de su significado al tratar de acercarnos a un estado tan elevado de consciencia como es el samadhi. Los budistas hablarían de lo Incondicionado o Vacuo. El propio Nirvana no es definible y de ahí que el Buda, el Mahayogui, dijera:

Hay, monjes, algo no nacido, no originado, no creado, no constituido. Si no hubiese, monjes, ese algo no nacido, no originado, no creado, no constituido, no cabría liberarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido. Pero puesto que hay algo no nacido, no originado, no creado, no constituido, cabe liberarse de todo lo nacido, originado, creado y constituido.

Y también:

Hay, monjes, algo sin tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, sin espacio, ilimitado, sin nada, sin estado de percepción ni ausencia de percepción; algo sin este mundo ni otro mundo, sin luna ni sol; esto, monjes, yo no lo llamo ni ir ni venir, ni estar, ni nacer ni morir; no tiene fundamento, duración, ni condición. Esto es el fin del sufrimiento.

En todas las tradiciones orientales, ese elevado estado de consciencia (satori, nirvana, samadhi, iluminación) es tenido por una experiencia supramundana. Así, volviendo al Buda, este nos dice:

Eso es paz, eso es sublimidad, es decir, el fin de todo lo constituido, el abandono de los fundamentos de la existencia, el aniquilamiento del deseo, el desvanecimiento, la cesación, el Nirvana.

El samadhi o experiencia del despertar, origina que la persona trascienda toda polaridad, toda contradicción, toda discordancia; ella comprende y se comprende, ve las cosas como tales, se ha establecido en su propio eje (que es universal) y ha sido capaz de despertar a una intuición la clarividente y penetrante, inmaculada e imperturbable. Tal como uno se despoja de las prendas de vestir, él se libera de las categorías mentales. Ha finalizado el proceso encaminado a la conquista de uno mismo. Una nueva persona brota y reabsorbe a la anterior; eclosiona una psicología por completo diferente.

El samadhi es una inyección de energía universal, un despertar a una realidad inimaginable, un existir a través de la poderosa vitalidad del Cosmos. La persona se emancipa de su rutina interna condicionante, de su estrechez de miras, de sus sentimientos banales, de su consciencia de separatividad, de su sentimiento de soledad. La voz del Yo, atronadora y fantástica, se hace oír. Se supera lo que podríamos denominar una esclerosis neumática o pránica, las energías fluyen sin cortocircuitos. El liberado se hace uno con el instante prolongado, con el presente eterno y se convierte en la revelación misma en el cuerpo iniciático del yoga, alimentado por todos los grandes autorrealizados. Todas las impresiones subliminales (vasanas y samskaras) quedan incineradas, se abandona la mente antigua y condicionante y hay una explosión de entendimiento. De acuerdo con el enfoque hindú y con sus creencias, el acceso al samadhi permite la eliminación de muchos residuos kármicos, y en la medida en que las semillas kármicas se «queman» sobreviene un estado real de libertad interior. Esto es la unión del Atman con el Gran Espíritu.

El samadhi definitivo representa la imposibilidad de cualquier metamorfosis, porque no se puede ir más allá. Se ha llegado al límite de la evolución de la consciencia, a la meta. Representa la imposibilidad de toda regeneración, de toda enfermedad interior. Hay una reabsorción de los límites que permite que la fuerza de expansión del yogui no pueda ser contrariada, pues esta penetra definitivamente en la Totalidad. La persona corriente permanece en constante movimiento interior. Su contenido emocional y mental se modifica sin cesar. Por el contrario, la persona realizada ha encontrado un estado de quietud, de alejamiento de todo conflicto. El ego ha sido trascendido.

Como hemos dicho, por mucho que el yoga haya derivado en un método de mejoramiento psicofísico, su meta primaria siempre ha sido el samadhi, puesto que es esta experiencia la que disipa la ignorancia básica de la mente y permite un tipo muy especial de percepción que reporta un inmenso sentimiento de quietud y ecuanimidad. Durante la experiencia samádhica quedan en suspenso la memoria, la imaginación y el pensamiento y, por tanto, la noción de ego. Según el enfoque del samkhya-yoga, a esto se le conoce como el establecimiento en el Sí-mismo, debido a la total inhibición del pensamiento; según el vedanta, se denomina la inmersión en el Todo o Brahmán; para un budista, se trata de la captación supraconsciente de la Vacuidad; y para un jaina, es la Emancipación.

La mente se absorbe en el Vacío (o en el Todo, o ni lo uno ni lo otro) de tal manera que, durante unos minutos u horas se desdibujan los límites de la consciencia y ocurre una mutación profunda y gloriosa en lo más hondo de la psique. Allí, se desencadena una experiencia que permite aprehender dimensiones que escapan al pensamiento común. Esta tiene el poder de eliminar samskaras y vasanas, o sea, impregnaciones subconscientes, y sentar las bases para una libertad interior verdadera y perdurable. Llegados a este punto, cualquier palabra resulta aproximativa, pues la experiencia samádhica es inexpresable. Lo más oportuno es guardar silencio, porque definiciones tales como «un sentimiento de unidad», «un sublime arrobamiento», «una percepción cósmica» o «un destello de infinita plenitud» se quedan cortas para tan inefable suceso. Es intransmisible y, por tanto, como dijo un maestro: «No me hagáis hablar de eso que está por encima de todo». Cualquier cosa que se diga sobre el samadhi es una mera aproximación limitada por palabras y conceptos. Por eso, a veces se recurre a símiles, como en el Hatha-Yoga Pradipika, donde se lee:

Como el alcanfor desaparece en el fuego y la sal en el agua, la mente unida al Atman pierde su identidad.

También en el mismo texto:

Al igual que la sal que se disuelve en el agua se vuelve una con ella, así cuando el Atman y la mente se vuelven uno, se llama samadhi. Esta identificación del Sí-mismo y el Ser Absoluto, cuando todos los procesos mentales dejan de existir, se llama samadhi.

Nunca se ha dicho que fuera fácil la obtención de un estado tan elevado de consciencia. Alcanzar la experiencia samádhica requiere de intensa disciplina. Sin embargo, los distintos ejercicios yóguicos inducen a la paz interior y a una ecuanimidad consistente, y provocan modificaciones notables en la psique, la percepción y la forma de ser. Así, aunque solo se obtengan «golpes de luz», intuiciones transformativas o lo que podríamos llamar pre-samadhis, ya es sumamente importante, porque son vivencias que cambian el sentido de la vida y de la muerte.

3. La persona liberada

Según las distintas tradiciones, la persona liberada recibe uno u otro nombre, sea jnani, jivanmukta, arahat, kevalin o cualquier otro. Al igual que con respecto al samadhi, todo lo que se puede decir sobre un liberado-viviente son meras aproximaciones, pues las experiencias supramundanas que lo convierten en un ser realizado están, por su propia naturaleza, más allá de las palabras y de los conceptos. Cada tradición puede definir esa liberación de una u otra manera, pero, a fin de cuentas, al liberado-viviente poco le importa si esa liberación se comprende como haber logrado la identidad del Atman con el Brahman o haberse establecido en su Sí-mismo o purusha (desligándose de la sustancia primordial o prakriti) o haber conquistado el nirvana o la iluminación.

Un jivanmukta no se autoproclama. No es fácil conocer a una persona completamente liberada, pues esta nunca hará ostentación de su evolución espiritual ni se jactará de su condición. Ni siquiera se presentará como un autorrealizado. Es una persona que ha traspasado lo ilusorio y ha accedido a otra realidad más allá de las muselinas de lo aparente, conectando con un tipo de conocimiento o sabiduría que está muy lejos de la persona ordinaria. El jivanmukta ha escalado a niveles de consciencia donde no rigen los conceptos, ni las categorías como el tiempo, el espacio, la memoria o la imaginación. Las leyes ordinarias de pensamiento no son aplicables a su mente pura, inafectada e incorruptiblemente ecuánime. En él han implosionado energías que permanecían ocultas y larvadas, y que reportan un conocimiento realmente transformativo y liberador. El jivanmukta no percibe las cosas o sucesos como la persona ordinaria, pues para alcanzar su condición ha tenido que despojarse de muchas trabas internas. Es un proceso de destrucción que hace posible una reconstrucción en otro nivel de consciencia, una alquimia interna que cambia la psique de raíz y que le dota de una comprensión intuitiva, poniendo fin a tendencias insanas, sometiendo la personalidad para que pueda hacerse paso la esencia.

No podemos hablar alegremente de la destrucción del ego, pues una traza de este persiste. Sin embargo, la yoidad ha dado un cambio total y el ego –por tanto, la función egoica– ha quedado supeditado a la identificación con el Todo (o el Vacío), sin sentimiento de separatividad ni de férrea individualidad. A partir de su liberación, el jivanmukta está en el mundo sin estar en él, y es de todos y de nadie a la vez; prosigue con sus necesidades orgánicas, siente dolor y placer físicos, pero su calidad de consciencia es totalmente distinta. Hay una desidentificación de los fenómenos, incluso de sus propias envolturas psicosomáticas. El jivanmukta reside en lo no-personal, el momento presente y lo funcional, conectado con otra realidad, aunque se desenvuelva con normalidad en su vida diaria.

En realidad, solo un jivanmukta comprende a un jivanmukta. Aquí estamos tratando de acercarnos un poco, con palabras y conceptos, a la dimensión del iluminado. Dado que la experiencia samádhica y el objetivo de convertirse en un jivanmukta de alguna manera han inspirado toda la historia del yoga, es de suma importancia hacer un esfuerzo –aunque sea dialéctico e inevitablemente asistido por las palabras– para tratar de entender esa condición suprahumana a la que muchos yoguis han aspirado en su anhelo por encontrar el núcleo del núcleo.

El yogui auténtico se resiste a ser engullido por el proceso cósmico al que se ha visto abocado, sea por accidente, fatum, ley de causa o efecto, karma, etc. No se resigna a vivir en la ceguera causada por maya, lo aparente, lo ilusorio. Esta debe ser vencida mediante la luz del recto discernimiento, que procura esa sabiduría (viveka) para distinguir entre lo real y lo aparente, lo esencial y lo superfluo, lo que verdaderamente importa y lo que es banal. Y desde el enfoque del yoga auténtico, lo que verdaderamente importa es la paz interior, la liberación de las tendencias insanas de la mente, la consecución del Sentido y lo que finalmente se podría resumir como una evolución consciente que conduce a cultivar una mente clara y un corazón compasivo.

La piscología del hombre liberado es, pues, totalmente diferente a la del hombre común. Este último sigue tan restringido que es como una máquina sin libertad propia, supeditado a toda suerte de códigos, patrones, tendencias o hábitos, férreos condicionamientos que le roban la independencia mental y le obligan a seguir impulsos ciegos y mecánicos, sometiéndole a la esclavitud, la insatisfacción profunda y el sufrimiento inútil.

De acuerdo a las grandes tradiciones espirituales, el jivanmukta ha hecho lo que tenía que hacer, ha cumplido su destino, ha despertado su maestro interior y ha cruzado de la orilla de la servidumbre a la de la libertad. Su vida ha adquirido así el mayor sentido, y con ello ha hecho una aportación valiosísima a la humanidad.

El liberado-viviente ha conquistado una estabilidad anímica completa, aunque a veces su comportamiento pueda resultar sumamente desconcertante, pues no sigue la lógica ordinaria y resulta imprevisible. Su armonía interna deviene al asentarse en una ecuanimidad total, pues su propio gozo interior (ananda) le permite desapegarse por completo del disfrute y dependencia sensoriales. Se sitúa más allá del conflicto e incluso supera el miedo a la muerte, habiendo adquirido total aceptación de la inevitabilidad. Su serenidad resulta contagiosa y vive la vida sin confrontaciones o conflictos inútiles, fluidamente, con naturalidad, firme, pero sin engendrar oposición, aceptando los hechos incontrovertibles y cabalgando sobre ellos sin resistencias innecesarias. Ve las cosas como son, sin autoengaños y es dueño de un conocimiento directo e inmediato, que no se deja empañar por proyecciones o viejas asociaciones. Se ha liberado de fórmulas, dogmatismos, etiquetas y convencionalismos. Vive conectado con el instante, desde su ser central hacia la periferia, habitando en los planos más tranquilos y límpidos de su interioridad, como un espejo que refleja el Universo. Ha ampliado su comprensión hasta los límites y se mantiene imperturbablemente lúcido, atento y ecuánime en este mundo de apariencias y claroscuros, viendo las cosas como son y sin dejarse envolver por la imaginación incontrolada, memorias distorsionantes o viejos patrones. Está sin estar (que es la manera más íntima de hacerlo), evitando arrastrar el momento pasado al momento presente, sabiendo asir y soltar, siempre renovado, en apertura amorosa.

El jivanmukta o arahat, el liberado-viviente o despierto, ha experimentado la transformación completa que exige la autorrealización y se ha convertido en consciencia-testigo que, con su capacidad de inhibir los procesos mentales, no se modifica; se ha convertido en el soberano de sí mismo, libre de oscurecimientos mentales, sin dejarse atrapar por acumulaciones psíquicas, liberado de la sujeción de sus envolturas psicosomáticas (aunque son su vehículo mientras habita en este mundo), sanamente autodominado, pero espontáneo, libre de temores inútiles. Con el samadhi, ha hallado la recompensa a todos sus desvelos, a sus esfuerzos por establecerse en su naturaleza real.

Una persona como el jivanmukta ha dado el salto del homoanimal al verdadero ser humano, completando su evolución consciente y despertando a una nueva manera de ser y reaccionar. Ha roto la tiranía de su naturaleza mecánica y ha dejado de ser cautivo de las apariencias y de las tendencias insanas de la mente. Ahora es realmente libre.

Desde muy antaño, el yogui se proponía esta meta e incluso si no llegaba a ella, la conservaba como su referencia, estímulo e inspiración. Para poder aproximarse a este estado, se ha servido de enseñanzas, métodos y técnicas: el legado impagable de los maestros que han ido enriqueciendo el gran río del yoga con sus experiencias y lúcidas aportaciones, nacidas siempre de la verificación personal y donde nada se ha dejado al azar. Así, el caudal de este fabuloso río no solo no ha decrecido, sino que, por el contrario, se ha ensanchado, a pesar del gran número de embaucadores, impostores y mercenarios del espíritu que han surgido en los últimos tiempos.

Para lograr la transformación interior, la elevación de la mente, la evolución de la consciencia, el yoga pone a disposición del aspirante instrucciones solventes para que pueda conocerse, aprender a interiorizarse, desarrollar la percepción introspectiva y descubrirse, liberándose de las apariencias y conectándose con su realidad más íntima. Todo ello representa el denominado trabajo interior o trabajo sobre el Sí-mismo, a fin de activar los potenciales ocultos, estimular las funciones de la mente, resolver los conflictos internos y contar con más energía para aproximarse a los estadios más elevados de consciencia. Todo ello es lo que, insisto, configura el trabajo interior, que iremos examinando en sucesivas páginas.

En todo ser humano –y así se ha considerado desde tiempos remotos, no solo en el yoga, sino en muchas técnicas de autorrealización orientales y occidentales– existe una persona aparente o externa y una persona real o interna. La gran mayoría de los seres humanos habitan en la persona externa, resultando mecánicos, inconscientes, dependientes de sus impulsos y sujetos a su yo-físico, su yo-mental y su yo-emocional. Así, el ser humano se deja pensar por sus pensamientos, sentir por sus sentimientos y ser vivido por la vida, como una infinitud de tendencias o fuerzas contrapuestas que crean caos y conflicto. Esto hace que en la mente aniden tendencias insanas y muy aflictivas como la ofuscación, la avaricia, el odio y tantas otras, generando mucho sufrimiento. La persona no es en absoluto dueña de sí misma y está sometida a toda suerte de ambivalencias, tensiones, profunda insatisfacción y falta de autodominio.

El hombre-aparente se apoya en la máscara burda de la personalidad, la imagen y la autoimagen. En suma, en todo aquello que es adquirido y que se ha ido acumulando en él a lo largo de los años. Se convierte en un resultado o producto psicológico y cultural, sin libertad real, sometido a la servidumbre de sus costumbres, conocidas en el yoga como samskaras, que le roban la libertad en pensamiento, palabra y obra. Por eso, el yogui aspira a la libertad interior, a recuperar al hombre-real y despojarse del hombre-aparente, a convertirse en soberano de sí mismo. Es la larga marcha hacia la autorrealización, sin duda el aporte más valioso que uno puede ofrecer a sí mismo y a los demás. Distintos obstáculos habrán de superarse, empezando por la ignorancia básica de la mente (causa de tanto engaño y sufrimiento) y otros, señalados por Patanjali como: el apego, la aversión, el egotismo y el anhelo de existencia personal. También habrá que superar la dispersión mental, las emociones negativas, el desequilibrio psicosomático, los sentimientos destructivos, la indolencia y la falta de confianza en las propias posibilidades.

Para sortear las dificultades, el yogui requiere del esfuerzo bien dirigido, la disciplina, la autovigilancia (de mente, palabra y cuerpo), la indagación interna (vichara), el desapego y la purificación del discernimiento. Mediante el trabajo interior, el intelecto va dando paso de manera gradual a la intuición. Asimismo, se va desarrollando la consciencia para disipar la ignorancia y finalmente conseguir cruzar de la orilla de la servidumbre a la de la libertad.

El hombre-real o centro ontológico que reside en la persona se hace más evidente en la medida en que el practicante se libera de la sujeción al cuerpo, la mente y las emociones, y se establece como un observador inafectado, por encima de los procesos de identificación que lo limitan. Esto le permite actuar con mayor libertad y consciencia, sabiendo compaginar la lucidez y la compasión. Ahora no solo quiere conocerse, sino también conocer al conocedor. Mediante el trabajo interior, el hombre-real despierta paulatinamente de un sueño profundo y prolongado. Entonces, aun siendo todo igual, todo comienza a ser distinto. El hombre-real penetra en la esencia de las cosas y no vive de acuerdo con los espejos distorsionantes de la mente. Ha surgido una nueva persona, que no solo conoce, sino que realmente comprende. El hombre-aparente es víctima de la dualidad, que engreda multiplicidad y visión caótica. El hombre-real se establece en la unidad y su visión es de unificación y plenitud, pues solo en esa visión de unidad hay una percepción de totalidad.

4. En busca de la liberación

El proceso no es corto ni fácil, pero es que nadie dijo nunca que haya atajos para llegar al cielo. De nada sirve regatear esfuerzos en este viaje de la consciencia hacia el despertar, y menos aún las chucherías espirituales, los placebos, las falsas expectativas, la impaciencia o la superstición.

Autodominio y autoconocimiento

El yoga es un camino del medio que evita tanto la autocomplacencia como la automortificación, tanto la autoindulgencia excesiva como el autorrigor. Se valora el esfuerzo consciente, la voluntad intrépida, el poder interior y la tenacidad, pero todo en su justa medida, con actitud equilibrada. Sin motivación y esfuerzo, sin firme resolución y asidua práctica, no hay mejoramiento humano ni evolución. La desidia, la pereza, la inercia y la indolencia son obstáculos. En este sentido, los yoguis se identifican con las palabras del Buda, que dice:

No conozco nada tan poderoso como el esfuerzo para vencer la pereza y la indolencia.

El practicante evita el extremo de la ascesis y el del encadenamiento a los placeres fenoménicos. En uno y otro sentido, apela a la visión clara y la ecuanimidad. Ambos extremos son trampas, emboscadas, cepos. Para estar en el camino del medio se requiere autodominio. No es fácil. Los órganos sensoriales buscan y se aferran a las sensaciones gratas y huyen de las ingratas. El sabio, en cambio, trata de ser él mismo ante lo grato e ingrato, el halago y el insulto. Habitando en esa gran fuerza y consejera que es la ecuanimidad, uno logra sustraerse a las trampas del apego y la aversión, consiguiendo una visión más amplia e incondicionada.

Para el yogui, el autodominio representa una prioridad, pero basándose en el juicio lúcido y ecuánime. Este aprende a poner bajo el yugo (yoga) de la voluntad las tendencias de su organización psicosomática, convirtiéndose, hasta donde es posible, en dueño de sí mismo, desrobotizando las pulsiones mecánicas, lo que indudablemente requiere una aplicación continuada de la práctica correcta. Pero este dominio no es un fin, sino solamente un medio, una simple técnica. El control es autovigilancia, es la toma de consciencia de sí mismo y de las propias manifestaciones. Cuando son necesarias, las correcciones precisas del carácter y de los hábitos resultan ineludibles, así como también la sublimación de las energías y la reeducación de las tendencias. Cuanto más inteligente sea el autodominio, más favorable resultará el proceso. Un autocontrol irracional, mecánico o inconsciente, sin directrices lúcidas, no es autocontrol, sino la más fea represión, que mutila las propias energías. El autocontrol yóguico encuentra su razón de ser como procedimiento para perfeccionar todos los elementos constitutivos de la persona, impedir el encadenamiento a fenómenos externos o internos y evitar desviaciones innecesarias en el sendero hacia la autorrealización. El verdadero autodominio procura fuerza y no la roba, causa poder interior, pero no lo sustrae, aumentando la capacidad de resistencia interna y enseñando a la persona a situarse por encima de su cuerpo y su mente.

El autodominio debe ser asociado con el afán y la óptima disponibilidad para conocerse, o sea, para facilitar el autoconocimiento y, por tanto, el descubrimiento interior. El ser humano ha aprendido muchas cosas, pero no ha aprendido en realidad sobre sí mismo. Su sed de conocimiento no se ha visto correspondida por la de autoconocimiento. Está dispuesto a invertir decenas de años en conocer algo, pero ni diez minutos en conocerse a sí mismo. Hay personas que al morir saben menos de sí mismas que de aquellas con las que se cruzaron ocasionalmente. Han vivido con un gran desconocido, creyendo lo contrario por haberse percatado de un par de rasgos de carácter; ni siquiera se han planteado la posibilidad de conocerse, considerando que se trata de una simple actitud de místicos y contemplativos.

Conocerse es saber de sí mismo, de qué o quién se oculta detrás de las envolturas psicosomáticas, de si algo o alguien rige esta organización psicofísica. Pero no se trata de hacerlo solo en un nivel analítico o intelectual. Es muchísimo más. Conocerse es entrar en comunión con la persona-real que todos llevamos dentro, sin dejarnos confundir o absorber por la persona-aparente; es saborear la esencia que hay en uno, establecerse en el observador. Conocerse es percibir la auténtica naturaleza interior y dejarse guiar por ella; es descubrir nuestros mecanismos internos, las causas de los mismos y las causas de esas causas; es remontar la corriente de los pensamientos y encontrar su fuente y la fuente de esa fuente; es percibir el yo superior que hay detrás de las envolturas que son el cuerpo (vital o energético), la mente y las emociones. Conocerse es tomar consciencia de esa unidad interna y de su conexión con la unidad cósmica; es experimentar la potencia macrocósmica en el propio microcosmos y comprender el rol que uno interpreta en la representación universal, asumir con consciencia el propio dharma y tratar de ganar lucidez y compasión.

El autoconocimiento, en el más alto sentido, es autorrealización, y la autorrealización es sabiduría. Realizarse es hacer real lo que en uno nunca dejó de serlo. Para los yoguis, la experiencia de ser (o no-ser) representa el más elevado autoconocimiento, pero, para llegar a la expresión más alta del mismo, se debe pasar por otras inferiores, recorriéndolas estación tras estación en el viaje hacia los adentros, atravesando, como especifica el maestro Eckhart, capa tras capa hacia lo más hondo del ser. Se trata de un autoconocimiento que no solo es debido al análisis intelectual, sino que se apoya también en una visión intuitiva y conectada con la vida interior. En ese sentido, la expresión más elevada y trascendente se conoce como autoconocimiento yóguico. El autoconocimiento meramente analítico o intelectual es muy parcial e incompleto, y está lleno de fisuras, pues conocer a través de un ego condicionado reporta un conocimiento condicionado. No se trata solo de percibir los propios complejos, traumas, agujeros psicológicos y frustraciones, sino de conocer lo que está detrás de todo ello. Tampoco se trata de obviarlos, desde luego, sino de desenmascararlos intrépidamente para transformarlos, yendo más allá del sustratum psíquico. Para esto hay que observarse sin juicios ni prejuicios, indagar, meditar, sentir al que siente, conocer al que conoce, y en último término, ir a la fuente de uno mismo.

A veces, la autobservación es dolorosa, porque uno ve lo que tanto tiempo se ha empeñado en ocultar para seguir jugando al escondite consigo mismo. Es un camino de sangre, dijo Jung, pero solo mediante ese mirar atento y desprejuiciado, superando los «puntos ciegos» y las resistencias, podemos comprender qué es adquirido y qué es real. Hay que estar atento y receptivo, sin incurrir en la autorrecriminación ni la autoindulgencia. No es un proceso fácil, porque el ego se levanta con todo su arsenal de defensas, se afianza aún más para boicotear una búsqueda que le debilitará en grado sumo. Pese a esto, el yogui no se amedranta y prefiere, en palabras del Buda, «morir en el campo de batalla que vivir una vida de derrota».

Mediante el autodominio sano, la observación de sí y el autoconocimiento, nos iremos desplazando de lo aparente y adquirido a lo real, de las «envolturas» al ser. Así, el yogui se adentra en cuatro sendas:

1 La observación de sí. Todos los descubrimientos se hacen a través de la observación. Mediante la observación y el examen de uno mismo, uno se va descifrando y conociendo. Esta observación de sí, que incluye la vigilancia de mente, palabra y obra, tiene que ser lo más aséptica posible, evitando la autorrecriminación y la autocomplacencia. A través de la senda de la observación de sí, uno penetra en la del autoconocimiento.

2 El autoconocimiento. Durante este proceso, uno va comprendiéndose para superar autoengaños y justificaciones falaces. Se aprende a conocer las reacciones egocéntricas, los agujeros psicológicos, las carencias emocionales, el influjo implacable de las pulsiones e impregnaciones inconscientes, y todo aquello nocivo e insano presente en uno mismo. Con la comprensión de ese lado oscuro, esos lastres o impedimentos, uno puede comenzar a transformarse. Ahora bien, se trata de conocer al conocedor. El propósito elevado del yogui es descifrar y descubrir su propia identidad, como sea que queramos denominarla.

3 La transformación. Para poder sustraer una espina, hay que saber dónde se encuentra ubicada. Solo en la media en que uno va descubriendo lo que hay que transformar, puede ponerse manos a la obra para llevarlo a cabo. El cambio interior, la mutación psíquica, sin duda es difícil, pero resulta imposible si no sabemos qué hay que cambiar. Por eso, la transformación interior tiene por objeto poder abrir una brecha de luz en la espesa niebla de la mente para poder ver la Realidad y sacar lo mejor de nosotros mismos.

4 La autorrealización. Una cosa es egorrealización y otra autorrealización. Para poder obtener la percepción de la Realidad, los grandes maestros nos han dejado sus enseñanzas, que han sido transmitidas oralmente (aunque existen numerosos textos que encierran un hondo conocimiento espiritual). La verdadera autorrealización sucede cuando uno puede ir más allá de su asfixiante ego. Aunque el yoga proporcione bienestar psicofísico y procure un estado de sosiego y plenitud –eso es indiscutible–, es sobre todo una senda hacia la transformación y la libertad interior. No cabe duda de que es un método de mejoramiento humano, el primero del Orbe, pero es principalmente una técnica para el desarrollo del entendimiento correcto y la realización del Sí-mismo.

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Hacim:
278 s. 14 illüstrasyon
ISBN:
9788499887784
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