Kitabı oku: «El milagro del yoga», sayfa 4

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La introspección: el descubrimiento interior, la quietud y la presencia

Descubrirse interiormente es una de las más hermosas motivaciones que el ser humano puede tener. Al descubrirnos a nosotros mismos, no solo descubrimos a los demás, sino también las leyes del universo; somos capaces de discernir entre el yo esencial y el no-yo. Buscando en lo profundo, ahondando en el origen del pensamiento, llegamos al testigo que observa sin implicarse. Esta búsqueda introspectiva nos conducirá al lado más genuino y tranquilo de nosotros mismos. La autoindagación nos permitirá ver el rostro original. ¿Quién soy yo? ¿Quién se esconde en este cuerpo que día a día envejece, tras esta mente voluble y cambiante, tras este sistema emocional en continua efervescencia? El yogui desea liberarse de sus envolturas psicosomáticas para poder establecerse en su energía de Ser y poder vivir a través de ella con independencia y sosiego.

Vichara es la intensa autoinvestigación impulsada por el anhelo de encontrar respuesta al ¿quién soy yo? ¿Quién es este que se arropa tras un nombre convencional y está dominado por un manojo de hábitos y tendencias? ¿Quién es asaltado por emociones y pensamientos? ¿Quién reacciona?

Mediante esta indagación, retrotrayéndose a estas preguntas con el deseo ardiente de llegar a lo profundo, el yogui empieza a trasladarse de la periferia al centro, de lo aparente a la presencia real. Esta implacable autoindagación que impone la técnica del vichara nos ayuda a separarnos de los procesos psíquicos y a permanecer en la energía del observar inafectado. Se rompe la identificación ciega y mecánica.

Indagación ardiente sí, pero con paciencia y ecuanimidad. La respuesta puede tardar años, pero en su momento aparecerá como un «golpe de luz», un insight profundo y transformador. Se obtendrá de manera intuitiva e implosiva, a través de una percepción muy profunda de la naturaleza real. No aparecerá formulada en palabras ni conceptos. A todo este respecto, la Kena Upanishad nos dice:

¿Qué induce a la mente a vagar en pos de su designio? ¿Quién impele a la vida a impulsar su viaje? ¿Quién nos mueve a expresar estas palabras? ¿Qué espíritu se oculta tras el ojo y el oído?

Es el oído del oído, el ojo del ojo y el habla del habla; la mente de la mente y la vida de la vida. Los que siguen el camino de la sabiduría pasan más allá y, al dejar este mundo, alcanzan la inmortalidad.

Se trata de una búsqueda, una llamada, una súplica insistente para que la persona real se manifieste: ¿quién soy yo? El yogui lanza la pregunta a los abismos del ser y espera una respuesta. La pregunta puede permanecer presente en cualquier momento, lugar o circunstancia. Hay un estado de espera a la vez paciente y vigoroso; un anhelo de encuentro con el que se esconde tras el nombre y la forma que hacen posible toda actividad psíquica. Río, sufro, deseo, padezco, pero ¿quién soy yo? ¿A quién se le ocurren los pensamientos? Se activa el discernimiento que conecta con la presencia más allá de lo que se experimenta. Este se va agudizando y purificando, y empieza a actuar en niveles muy profundos e inteligentes, discriminando entre lo esencial y lo accesorio, lo transitorio y lo real, y actualizando poco a poco la energía de la intuición reveladora. Fue Swami Chidananda de Rishikesh quien me dijo en una de nuestras largas conversaciones:

Hay que apoyarse en la inteligencia para avanzar más y más, gradualmente. Con ayuda de la inteligencia se puede alcanzar la intuición, que es un estado supramental. La meditación es el único medio, es la llave que nos permite abrir la puerta de acceso a la supramente y, mediante ella, trascender la inteligencia común para establecernos en este estado supramental.

El conocimiento interior es en parte racional y en parte intuitivo. Hay un proceso de actividad y uno de pasividad. Actividad en tanto que hay que buscar; pasividad en tanto que hay que esperar la autorrevelación del yo superior. Cuando actividad y pasividad están perfectamente combinadas, aceleran el descubrimiento interior.

La quietud interna es altamente deseable. Ella nos sitúa en contacto con los planos profundos del ser y renueva toda nuestra existencia. Cuando le pregunté a Swami Krishnananda qué era lo más recomendable para obtener la quietud interna, respondió:

Entender la naturaleza del Universo como un ser real. En el mismo momento en que el practicante comprenda eso de veras, en toda su profundidad, la mente se concentra de forma automática, la agitación mental cede, la quietud es un hecho.

La quietud interior no sobreviene gratuitamente. Hay que buscarla. Aunque hay personas más predispuestas hacia la quietud, para desarrollarla en máximo grado se requiere un entrenamiento adecuado. Además, es necesario descubrir los elementos perturbadores o que dificultan esa quietud interior. Si la persona permanece sojuzgada por toda clase de apegos, la quietud es imposible. La más sólida quietud interna sobreviene cuando el individuo se ha establecido en el desapego. Solo entonces no hay nada que temer, ni nada que perder. La persona aprende a permanecer ecuánime y ser ella misma. Esa quietud puede mantenerse incluso en momentos de febril actividad, porque el yogui se ejercita en el difícil arte de ser activo en la inacción y pasivo en la acción. Mediante un esfuerzo vigoroso y constante por ganar la serenidad y sostener la ecuanimidad, el practicante va conquistando un estado interno imperturbable, a pesar de las circunstancias que tienden a desestabilizarlo. Dicho estado resulta sumamente plácido, pero su gran poder reside en que hace posible la percepción de la presencia pura del Ser mediante la neutralización de las impresiones subliminales del subconsciente. Cuando los procesos mentales son inhibidos y el apego mitigado, entonces lo más genuino de uno comienza a manifestarse. A través de esa esencia –como quiera que se la denomine– sobreviene un sentimiento de unidad con la totalidad y se trascienden las tendencias insanas. Sabias palabras las de la Isha Upanishad:

Mas quien ve por doquier el yo en todas las existencias y todas las existencias en el yo, de allí en adelante no se sobrecoge ante nada.

Desde tiempos inmemoriales, el yogui a valorado aprender a estar en silencio y quietud consigo mismo, porque cuando el pensamiento cesa, se revela la luz del ser, y cuando la mente se acalla, la esencia se manifiesta. Por eso, aprender a desidentificarse de los pensamientos para poder residir en la naturaleza real o el Sí-mismo ha sido una constante en la dilatada historia del yoga. La persona se inunda de un torrente energético de bienaventuranza y quietud sublimes al no interponer las corrientes psicomentales entre sí misma y su esencia. La Kaushitaki Upanishad nos orienta:

No es el habla lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que habla.

No es lo visto lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que ve.

No es el sonido lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al que oye.

No es el pensamiento lo que deberíamos querer conocer; deberíamos querer conocer al pensador.

Cuando la persona reposa en sí misma –silenciada la mente y desplazada la atención al origen del pensamiento–, conecta con otra realidad de ser y se experimenta un estado de dicha indescriptible al lado del cual cualquier otro palidece. Son palabras de la Maitri Upanishad las que nos dicen:

Las palabras no pueden describir el gozo del alma cuya escoria se ha depurado en profunda contemplación, pues se ha unificado con su Atman, su propio espíritu. Solo los que sienten ese gozo saben lo que es.

Así como el agua se unifica con el agua, el fuego con el fuego y el aire con el aire, así también la mente se unifica con la mente infinita y así alcanzará la Liberación.

Esa es la meta para el yogui, porque representa el hallazgo y la respuesta, el principio y el fin, el sentido del sentido. Pero para hacer posible ese desplazamiento se requieren unos vehículos, los que proporciona el yoga, y que han sido aprovechados por todas las técnicas de autorrealización de Oriente, pues la Realidad es una y, como dice la Katha Upanishad, «quien ve la variedad y no la unidad, muere una y otra vez».

Cuando una mentora muy anciana iba a morir, sus discípulos la rodearon compungidos y ella amorosamente los miró y dijo sus últimas palabras: «Estad siempre tranquilos, tranquilos, tranquilos».

Mi amigo del alma, Babaji Sibananda de Benarés, a menudo me decía: «No te preocupes nunca. Estate tranquilo».

Insistamos en ello, recordémoslo, metabolicémoslo: no hay nada que pague un instante de paz. Porque de la paz nace la claridad, de la claridad nace la visión justa, de la visión justa nace la ecuanimidad y de la ecuanimidad nace la Sabiduría.

El trabajo interior

Si el ser humano estuviese en los límites de su evolución interna, no sería necesario que trabajase sobre sí mismo. Pero la consciencia se encuentra a medio camino. Tenemos una consciencia semidesarrollada o crepuscular que, sin duda, puede evolucionar si nos lo proponemos y contamos con las herramientas necesarias para ello. Para tal fin, se ha diseñado lo que llamamos «trabajo interior». Ha habido un estancamiento en la evolución de la consciencia y la misma resulta exasperantemente lenta. ¿Qué ha cambiado en miles de años? Las condiciones externas no favorecen en nada el desarrollo interior, que se ha visto absolutamente desatendido si se le compara con el progreso externo.

El semidesarrollo resultante origina la ignorancia básica de la mente o nesciencia, las emociones insanas, la visión insuficiente y el proceder inadecuado. Al llegar a la edad adulta, el individuo se estanca en su armónico proceso de individuación, siendo víctima de infinidad de pulsiones psíquicas contradictorias. La consciencia está empañada. Además, como reza la antigua instrucción, «lo que no evoluciona, tiende a degradarse». Somos una marioneta de nuestras propias acumulaciones psíquicas, tanto de las influencias externas como de las de nuestro interior, como una hoja a merced del viento. En este estancamiento de la consciencia, la vida se desliza hasta su final, salvo que uno dé comienzo al trabajo sobre sí mismo para despertar. Aun estando la consciencia dormida o semidormida, existe un «yo interior» que –como si sintiera necesidad de una realidad más fructífera o reveladora– trata de impulsarnos hacia planos más elevados de consciencia. De ahí la profunda insatisfacción existencial que experimentan muchas personas. Este descontento nos incita a buscar respuestas. Solo mediante el trabajo interior que exige el adiestramiento yóguico, es posible completar la evolución interna, para poder transformar las tendencias negativas en energías positivas, como un alquimista que se propone transmutar los metales de baja calidad en metales preciosos. El yoga es una alquimia interior que representa una profunda mutación psicomental.

Desde los primeros momentos en la historia del yoga, el practicante se propuso, como un verdadero guerrero e intrépido espiritual, superar la condición (in)humana para poder librarse del lado más oscuro de la mente. Esto le permitió el florecimiento de un lado más cooperante, venciendo así tendencias insanas (ofuscación, avidez, odio) y fomentando las sanas (lucidez, generosidad, compasión). Si tenemos en cuenta los horrores y atrocidades que ha provocado el ser (in)humano, que ha teñido la tierra de sangre una y otra vez, no es de extrañar que los yoguis quisieran, y quieran, superar la condición (in)humana. Con toda razón, los primeros yoguis pensaban que, de ser posible superar esta condición, el verdadero ser humano sería causa de amor y no de odio, de generosidad y no de avaricia. La pena que hemos pagado por la falta de lucidez ha sido pavorosa. Si uno reflexiona rigurosamente, lo que el ser (in)humano ha hecho es para enloquecer, pues ha masacrado, milenio tras milenio, a otras personas, a los animales y al planeta mismo.

Todas las técnicas del yoga se centran en el desarrollo, la purificación y el perfeccionamiento del practicante. Tales son los pilares del trabajo interior. Asimismo, no existe una sola técnica del yoga (sea psicofísica, psicomental, psicoenergética o psicoespiritual) que no procure el sosiego de quien se ejercita. Gradualmente, el trabajo interior convierte a la persona ordinaria en una más elevada, a la persona de visión ofuscada en una de visión penetrante y lúcido entendimiento. El ser humano puede hacer mucho por sí mismo cambiando su propia mente, que es causa de esclavitud y sufrimiento innecesario. Así, esquivando la resignación a su semidesarrollo, una persona puede obtener quietud, y, por ende, claridad mental y lucidez en su actuar. En ese sentido, el yoga es el primer método de mejoramiento humano del orbe. El yogui se acepta conscientemente, pero no se resigna fatalmente a sus limitaciones, puesto que entiende que él y todos somos seres de aprendizaje y podemos continuar instruyéndonos hasta el final de nuestros días.

Trabajar interiormente es trabajar sin tregua para que aflore lo mejor de uno mismo. Se trata de abrir una senda hacia la naturaleza real que palpita dentro, unificar la consciencia, someter hábitos y tendencias de carácter nocivo, conocer y reorientar las fuerzas ciegas del inconsciente, cultivar y desarrollar la atención mental pura, erradicar las cualidades negativas y promover las positivas, mejorar las relaciones con uno mismo y con los demás, vivir sincrónicamente en el presente, encauzar las energías físicas y mentales, acrecentar la consciencia y actuar con lucidez y compasión. El yogui trabaja para conseguirlo porque comprende que le falta mucho de todo esto. Apela a su inteligencia primordial y sus buenos sentimientos con inquebrantable motivación para mejorar.

El trabajo sobre uno mismo es un trabajo de gran envergadura, que exige muchas modificaciones de carácter, así como también discernimiento claro para que aflore una ética genuina que permita traspasar los denominados pares de opuestos. Este trabajo requiere la movilización de todos los potenciales de la voluntad y las técnicas yóguicas, experimentadas a lo largo de milenios, y que nos ayudan a llevar a cabo los pasos necesarios para acelerar la evolución interna. Este desarrollo no llega por sí mismo y sin esfuerzo. Es necesario cambiar actitudes y enfoques, reorganizar la vida psíquica, superar la ofuscación, propiciar la lucidez y desmantelar hábitos nocivos. En resumen, llevar a cabo un elaborado conjunto de técnicas que no solo nos procurarán mayor bienestar y equilibrio, sino que nos permitirán distinguir entre lo esencial y lo aparente, reportarán sabiduría transformativa y nos ayudarán a despertar a nuestra verdadera naturaleza. Por eso el yoga es meta y es medio; apunta a un fin, pero provee todas las técnicas, enseñanzas y actitudes para poder aproximarse al mismo.

En el yoga hay mística, filosofía, metafísica y medicina natural, pero el yoga es básicamente un verdadero arsenal de técnicas para el autoconocimiento y por eso ha sido incorporado a todos los sistemas soteriológicos de Oriente, desde el hinduismo al budismo, desde el tantra al jainismo, pasando por el zen, el budismo tibetano y otras numerosas técnicas de autorrealización.

Hay que entender el trabajo interior de manera integral, pues pretende un desarrollo completo y armónico del individuo sin excluir ninguno de sus planos. Los grados expuestos por Patanjali abarcan la totalidad de la persona, del mismo modo que el Noble Óctuple Sendero mostrado por el Buda procura todas las actitudes y técnicas para la mutación consciente. La triple disciplina aconsejada por el Buda (conducta ética, entrenamiento mental y sabiduría) es también asumida por el yogui, pues forma parte de la columna vertebral del trabajo interior. Tanto la vigilancia (o austeridad) sobre el cuerpo, la palabra y la mente como el esfuerzo bien encaminado, el desapego y, por supuesto, la aplicación de técnicas (pranayama, pratyahara, dharana, dhyana y otras) son necesarios para cultivar estados yóguicos de consciencia. Todo ello debe estar encaminado al samadhi, pero esto no quiere decir que en el desplazamiento hacia el mismo no se consigan otros frutos, aun si la experiencia samádhica no llega. Con el trabajo interior intentamos influir en el cuerpo físico y en el cuerpo energético, poniéndolos al servicio de la Búsqueda para estimular los estadios más elevados de la consciencia, que son los que procurarán la ética genuina, la concentración y la Sabiduría.

Afortunadamente, hemos recibido mucha información y gran variedad de «cartografías» de los antiguos yoguis y maestros despiertos que nos orientan en el trabajo sobre el Sí-mismo, pues este requiere la meditación y la aplicación de la introspección.

Es posible que la interiorización sea una técnica tan antigua como el homo sapiens. Ha sido utilizada por yoguis, anacoretas, místicos, ascetas, monjes budistas, devotos, jainas, sufíes, gnósticos, etc. Es una senda hacia las profundidades de uno mismo, un viaje a los adentros, hacia nuestra realidad más íntima. Retirando la consciencia de los órganos sensoriales a fin de neutralizar esta dinámica y superar las influencias externas, la atención se dirige hacia adentro, en busca de la sabiduría más escondida. Esta aventurada empresa no siempre está exenta de riesgos, pues busca un conocimiento allende el mundo fenoménico. El yogui se impone una rigurosa y paciente búsqueda interior, un viaje hacia el centro del ser, el denominado «núcleo del núcleo» por los sufíes. La interiorización es recogimiento, introspección, ahondamiento en uno mismo. Va intensificándose en la medida en que se acentúa la retracción sensorial y el pensamiento es subyugado. Se consigue la llamada «mirada interior», tan estimada por los místicos de todas las tradiciones. Este proceso de adentramiento progresivo lleva a una abstracción reveladora, que proporciona un tipo especial de conocimiento, transforma y genera sosiego y ecuanimidad inquebrantables, además de una alegría avasalladora.

En mi relato iniciático-espiritual, El Faquir, hago referencia a la metafóricamente denominada «La Mansión del Silencio», el Nirmanakala, que es un estado de consciencia sin pensamiento, de completo vacío, al que accede el yogui a través de sus técnicas y en el que encuentra un tipo de percepción muy diferente a la ordinaria, por completo transformativa, capaz de mutar realmente la consciencia. Ese estado de mente que es no-mente o unmani, funciona por parámetros y leyes incomparables a los de la mente ordinaria. Ese es el ángulo de quietud (a la vez personal y transpersonal) que han conocido de primera mano tanto los místicos orientales como los occidentales. El yogui aprende a desligarse de sus ataduras (cuerpo, órganos sensoriales, mente) y accede a ese especialísimo y revelador estado mental, como un ojo de buey que apunta al Infinito.

5. Los caminos tradicionales

Tres han sido los caminos tradicionales y fundamentales hacia la experiencia liberatoria: el de la acción desinteresada (karma-marga), el de conocimiento supremo o Sabiduría (gnana-marga) y el de la devoción mística (bhakti-marga). Estos tres caminos o margas se complementan entre sí. A ellos pueden sumarse otros, como el del trabajo consciente sobre el cuerpo y las energías, el del dominio sobre la mente y las funciones mentales, y demás. Son diferentes sendas hacia la cima de la consciencia, distintas vías para aproximarse al samadhi y a la condición del jivanmukta. Pero la senda principal, la más antigua y reconocida, y en las que se inspiran o apoyan las demás, es la del radja-yoga o yoga real, pues muestra, como tendremos ocasión de examinar muy extensamente, todas las enseñanzas y métodos para el dominio de la mente y para ir más allá de la misma. Este es el camino (marga) real (radja) y sobre el que pivotan todos los otros caminos o formas de yoga. El radja-yoga es la senda directa hacia la transformación profunda, y para ello se sirve de otros caminos o margas.

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