Kitabı oku: «El jardín de los delirios», sayfa 9

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58 La falta de ilusión y de esperanza, llámesele como se quiera, no genera infelicidad, por mucho que algunos proclamen lo contrario y traten de hacer negocios bastante rentables confundiendo el hecho de estar feliz con el hecho de tener fe en algo. Eagleton dice que es posible tener esperanza sin el sentimiento de que las cosas en general vayan a salir bien. Un optimista, en cambio, es alguien con una actitud jovial, pero sin ninguna razón para estar feliz. O sea, según Eagleton, el optimista no usa la cabeza, sino que simplemente se deja llevar por su temperamento. Algunos no pueden evitar ser optimistas, igual que otros no pueden evitar ser pesimistas; por lo tanto –dice–, los dos son igual de fatalistas. El optimista está “encadenado a su jovialidad, como el esclavo a su remo” (Esperanza sin optimismo, Madrid, Taurus, 2016). La esperanza, en cambio, es capaz de seleccionar características de una situación que la hacen creíble. De lo contrario, solo sería un presentimiento. “La esperanza deber ser falible, mientras que la alegría temperamental no lo es” (ibíd.). Tal como lo pinta Eagleton, el optimista es poco menos que un idiota crónico al que nada puede convencer de que este mundo es una tragedia y, sobre todo, un satisfecho y un conformista. Eagleton simplifica las cosas, y su noción de esperanza aún conserva ecos religiosos.

59 Los ecologistas interesantes son los que después de un viaje te hablan de una sociedad y no solo de un biotopo; no solo de la vida, sino de las condiciones de vida de la gente, incluyendo las de los guías y los trabajadores de las propias reservas naturales y de las ciudades próximas a ellas.

60 Ni siquiera cosas más sencillas, como entender un paisaje en términos de su historia geológica. Durante una visita a una isla volcánica estudié tantos mapas cronológicos de erupciones y capas de coladas que empecé a ver moverse la lava petrificada, yendo hacia adelante o hacia atrás, como en una moviola. Pasear con gente que es capaz de entender la historia de una cordillera genera experiencias igual de curiosas: millones de años se aceleran en unos minutos. Desde luego, los documentales sobre la naturaleza han permitido ver literalmente estos cambios con simulaciones o acelerando fotos, pero algunos éramos capaces de imaginarlos con la cabeza, y los guías de geología explicaban todo haciendo muchos dibujos rápidamente en la tierra con un bastón o un palito. Con todo, la experiencia más delirante que tuve en una montaña tiene que ver con la historia cultural, no con la natural. Tuvo lugar en una antigua calzada romana y consistió en la aparición súbita de tres soldados romanos totalmente pertrechados con sus trajes y armas, en sandalias, descansando bajo un árbol. Cuando señalé hacia los romanos y me encogí de hombros callado, un compañero excursionista, experto en árboles y con gran sentido del humor, dijo: “Anda una ventana espacio-temporal”. Me acerqué a los romanos pensando en los programas de fenómenos paranormales de televisión, pero cuando tuve de cerca a los legionarios me di cuenta: resultó que eran miembros de un grupo de simulación histórica, esa gente que se viste como seres de otra época e intenta recrear literalmente sus acciones y experiencias. Para romper el hielo y respetar su viaje a través del tiempo les dije: “Encantado de conocerlos, díganles a sus superiores que hay que mantener en mejor estado esta calzada. Es prácticamente intransitable, como si llevara siglos sin mantenimiento”. Uno de ellos no me entendió; el otro me entendió perfectamente, pero no tenía ni pizca de humor, así que otro compañero ornitólogo me separó de la conversación y dejó que hablaran con los soldados otros senderistas menos irónicos.

61 Supongo que les parecía anarquista porque no respetaba mucho los mandos, ni las autoridades. Mis relaciones con los comunistas fueron tensas porque se me ocurrió decir que simplificaban algunos temas de estética, algo que me costó caro. La ironía de todo, sin embargo, es que mientras los comunistas me tachaban de fino solía ser acusado de filisteo y materialista por la exquisita secta de la estética.

62 Aunque algún amigo de clase obrera con humor corrosivo ya me había manifestado sus sospechas cuando crearon un parque cerca de su pobre casa: “Nos hacen falta bibliotecas, ambulatorios, accesos y guarderías, y las calles tienen poca luz, pero se están empezando a gastar más dinero en estas hostias de zonas verdes. ¿Qué se buscará con esto?”

63 Un tema que suscitó grandes debates cuando Olof Palme la apoyó en 1980. En 1981, la manifestación contra el armamento nuclear de los pacifistas alemanes en Bonn también marcó un giro, así como la sentada en 1983 de los verdes en Berlín Este, en Alexanderplatz, y las protestas para liberar a presos pacifistas de la ddr. Recuérdese que el partido verde alemán, Die Grünen, de Petra Kelly fue fundado en 1979, y que en 1983 fue elegida miembro del Parlamento en representación de Baviera.

64 Como desde los noventa seguí más de cerca el panorama estadounidense, podría parecer que me desentiendo de la marcha ecológica en España, pero no es así. Leí a Jorge Riechmann en aquellos años, desde que realizó sus tesis sobre los verdes alemanes. El ritmo y el volumen de publicaciones que mantuvo desde aquellos años es impresionante y sus obras son una referencia para todos. No me olvido de sus obras y de las de otros ecologistas españoles, pero me centro en las perplejidades que me producían y aún me producen actitudes e ideas que vi circular por Estados Unidos. No estoy tratando de investigar sobre temas de ecología, sino solo poner en contexto una crónica más personal relacionada con espacios naturales y su influencia en la psique individual y colectiva.

65 65 Según he sabido luego, Bookchin contó esto en “Looking for Common Ground”, en 1989, en el debate con Foreman; véase Chase, S., Defending the Earth. A Dialogue between Murray Bookchin and Dave Foreman (Boston, South End Press, 1991).

66 En el congreso de 1987 en Hampshire College, Bookchin había dicho: “Los Verdes no deberían confundirse con una religión New Age o perderse en ecoespiritualidad; deberíamos preocuparnos por la naturaleza, no por seres sobrenaturales que no existen […] en lugar de confundir a la gente, pidiéndoles que crean en cuentos de hadas, Los Verdes deben mostrar la naturaleza tal como es, repleta de magnificencia y belleza” (citado por Biehl, 2017: 540). Cuando Bookchin hablaba de ecoespiritualidad se refería a Charlene Spretnak, autora de The Spiritual Dimension of Green Politics (Santa Fe, Bear & Co., 1986), con la que mantuvo varios altercados no solo por sus ideas ecológicas, sino por su intención de crear un partido verde convencional, cosa que el anarquista y municipalista de Bookchin no admitía. Véanse más detalles en Biehl (pp. 541 y ss.).

67 Véanse más detalles sobre Naess en Price (pp. 37 y ss.). Bookchin también critica otra tendencia de aquellos años: un espiritualismo politeísta ecológico, una “religión natural atávica y vulgar” que poblaba la naturaleza de deidades innecesarias que podrían justificar nuevas jerarquías con líderes iluminados y autoridades espirituales (op. cit.: 22-23).

68 En 1969 y 1970 Bookchin ya defendió políticas conservacionistas. Véanse las versiones revisadas de “Poder de destruir, poder de crear” en Por una sociedad ecológica (Barcelona, Gustavo Gili, 1978).

69 Mannes también veía muy práctico que el sida diezmara la población humana sin afectar a otras especies, que el portador pudiera vivir bastante tiempo como para transmitirlo y que se transmitiera sexualmente, porque el sexo –dijo– es la actividad humana más difícil de controlar. Véanse detalles en Price (p. 48).

70 A su modo, si ahora lo entiendo bien, la ecología profunda ofrecía una alternativa a la administración de la naturaleza. Inspirado por Abbey, Foreman defendía un activismo beligerante: detener las motosierras de las compañías madereras, parar a los buldóceres de las empresas mineras, destruir la maquinaria industrial, sabotear las serrerías. Defendía de hecho los valores de un individuo concernido que quizá no cambia el sistema, pero que asume su responsabilidad y al menos “defiende un pedazo de tierra”. Véanse los textos citados por Price (p. 46).

71 El texto clave para entender todo este debate es “Social Ecology vs. Deep Ecology: A Challenge for the Ecology Movement” (Green Perspectives, 4-5, 1987, pp. 1-23).

72 Véase un análisis pormenorizado en Price (pp. 45 y ss.). Agradezco a Debbie Bookchin que me regalara una copia de este excelente trabajo.

73 Ibíd.: 68. Hoy, dicho sea de paso, Donald Trump se mofa de las dos cosas, de la ecología y de la inmigración, aunque no sé (pero merecería la pena saberlo) qué piensan los herederos de la ecología profunda de él y de su actitud hacia el cambio climático. Que expulse a haitianos, nicaragüenses y salvadoreños sin papeles o que quiera construir el muro con México –suponemos– deben de ser medidas aplaudidas por ellos.

74 Por ejemplo, si, como creían los ecologistas radicales, todos los organismos son intrínsecamente valiosos, entonces –decía Bookchin– los seres humanos no tienen derecho a erradicar microbios mortales, como el de la viruela o el de la poliomielitis, ni tampoco a aniquilar a organismos portadores de enfermedades como los mosquitos. Los ecologistas defendían la supervivencia de los osos pardos –símbolos románticos de lo salvaje–, pero ¿estaban dispuestos a proteger a todos los elementos potencialmente peligrosos para el ser humano?; véanse referencias en Biehl (pp. 536-537). La respuesta de los ecologistas podía ser sencilla: mientras no les pillaran a ellos, esos agentes sí serían beneficiosos para limpiar el mundo de seres miserables.

75 Véase el análisis de Price (pp. 54 y ss.) y véase también Biehl (p. 548).

76 Bookchin, recuérdese, nunca pensó que la alternativa al capitalismo fuera un socialismo de economía planificada orientado al rendimiento y al crecimiento y, menos aún, altamente burocratizado (p. 23).

77 Primero en Ecology and Revolutionary Thought y luego en “Spontaneity and Organization”, original de 1971 y luego reeditada en Por una sociedad ecológica (véase arriba, nota 68).

78 En Toward and Ecological Society ([1976], Montreal, Black Rose Books, 1980, p. 59; el subrayado es mío), Murray dijo: “La diversidad es deseable en sí misma, es un valor preciado como parte de una noción animada (spiritized) de un universo viviente”.

79 Bookchin decía que la historia natural es un proceso acumulativo hacia formas y relaciones cada vez más variadas, diferenciadas y complejas, un desarrollo evolutivo de entidades cada vez más heterogéneas. La naturaleza ha generado –decía– niveles de creciente diversidad en el curso de su propia historia, e igualmente los seres humanos, que cada vez han controlado más su propio desarrollo y están menos sometidos a la selección natural. Cuanta más variedad de hábitat y sociedades, decía, más fácil es que cualquier forma de vida encuentre la manera de desarrollarse. Bookchin ponía ejemplos que a mí me sonaban a lamarkismo y no a darwinismo, como el de una liebre blanca. Pero sus lemas sonaban bien políticamente, como cuando decía que la adaptación daba paso a la creatividad y la implacable ley natural a la libertad, que se pasaba de la naturaleza ciega a la naturaleza libre, que la evolución social no se oponía a la natural, pese a que se la haya colocado en su contra. Sobre la base de su filosofía de la naturaleza, decía también, la ecología social podía comprender mejor el papel de la humanidad en la evolución natural. Todo esto sonaba muy bien, pero yo creía que no era necesario para hacer ecología social. Desde luego, había relación entre dos hechos: lo único que ha convertido a los humanos en explotadores de la naturaleza son las formaciones sociales que les han convertido en explotadores los unos de otros –en eso tenía toda la razón. Pero para evitar la dominación social no necesitamos pensar que hacerlo encaja mejor con cierto tipo de historia natural.

80 Durante aquel tiempo, y hasta hoy, cuando acababa muy cansado de discusiones me evadía leyendo novelas, sobre todo de ciencia ficción. Hay que recordar que Bookchin usó la palabra “ecotopia” en “Towards a Ecological Society” (1973), y que Ernest Callenbach la usó luego en su novela homónima de 1975. La influencia de Bookchin también se dejó sentir en Los desposeídos (1974), la gran novela de Ursula K. Le Guin.

81 Sobre las fuentes que usó Murray para esta visión, hay que tener en cuenta la ecología de Charles Elton. Véase un buen resumen en Ecología o catástrofe de Janet Biehl (pp. 191 y ss.).

82 Sobre el trasfondo de estos movimientos, véase Veysey, L., The Communal Experience. Anarchist and Mystical Communities in Twentieth-Century America (Chicago/Londres, The University of Chicago Press, 1978). Debord no solo se enfrentó a los estadounidense, también acabó expulsando a la sección británica de la Internacional por apoyar al amigo americano.

83 Se basa en una crítica muy antigua de 1970 a los situacionistas hecha por Robert Chasse y Bruce Elwell.

84 Aquí me detengo más en la ecología porque, creo, la relación de Debord con la geografía ha sido mucho más estudiada. Véase para empezar “Unkown Lands: Guy Debord and the Cartographies of a Landscape to be Invented”, en Vidler, A., The Scenes of the Street and Other Essays (Nueva York, The Monacelli Press, 2011).

85 También dice que la ecología siempre está presa del trabajo y que la libertad que procura es una pseudolibertad, un subproducto de la necesidad del trabajo.

86 En el mismo texto Lausen aclaraba que los situacionistas no son exactamente cosmopolitas, aunque algunos de ellos sí usaron esa palabra. Probablemente –decía–, son “cosmonautas que osan lanzarse a espacios desconocidos para construir en ellos zonas habitables para hombres no simplificados e irreductibles” (p. 153).

87 Como recuerda Greil Marcus, para la Internacional Situacionista la cuestión no era la escasez material, sino la abundancia, la prosperidad de la que empezaba a gozarse desde la posguerra. Las privaciones más peligrosas no eran las de la necesidad, sino las de la fantasía. La miseria del deseo. “La pobreza moderna era una pobreza de la pasión, arraigada en la predictibilidad de una sociedad mundial lo suficientemente rica para manejar el tiempo y el espacio” (Marcus, G., Restos de carmín [1989], Barcelona, Anagrama, 1993, p. 185).

88 Esa fue, de algún modo, la política que se siguió desde los setenta: en California y en Nueva York los solares se transformaban en jardines comunitarios, se ocupaban espacios y se convertían en parques públicos con neumáticos, flores y arena para jugar (como en la calle 10 o en el People’s Park de Berkeley). Gracias a las presiones de los grupos de ocupación y la colaboración vecinal, los planes de recalificación de algunos de estos terrenos podían suspenderse o, si no, por lo menos posponerse lo suficiente para seguir disfrutando de ellos. Si había suerte, el espacio podía ganarse para el uso comunitario. Bookchin conocía esos experimentos y otros que surgieron en Montreal (en Milton Park y otras urban villages que fomentaban la autogestión), pero nunca separaba la defensa del municipalismo libertario de “la cuestión ecológica”. Como decía en aquellos años, en las charlas que impartió por Canadá: “La crisis ecológica supone fundamentalmente un problema social”, y su solución pasa por la descentralización (citado por Biehl, 2017: 291).

89 Quizá no soy capaz de resumir bien qué actitud tenía la Internacional hacia temas tecnológicos concretos, aunque sí me queda claro qué pensaban sobre la transformación de la ciencia y la tecnología en espec­táculo. En el escrito de 1968 “Dominación de la naturaleza: ideología y clases” critican con toda la razón las revistas de divulgación científica, ciencia ficción y fantasía que generan un falso progresismo basado “en el vértigo de la novedad de feria”. Como dicen a propósito de una popular revista, “la banda de charlatanes de la increíble revista Planète, que tanto impresiona a los maestros de escuela, encarna una demagogia insólita que se aprovecha de la gigantesca ausencia de una contestación y de la imaginación revolucionaria […]. Jugando a la vez con la evidencia de que la ciencia y la tecnología avanzan cada vez más rápidamente sin que se sepa hacia dónde, Planète arenga a los valerosos para hacerles saber que en lo sucesivo habrá que cambiarlo todo; y, simultáneamente, admite como dato inmutable el 99% de la vida realmente vivida por nuestra época” (citado por Debord, 1973).

90 En “Examen de algunos aspectos concretos de la alienación” los situacionistas atacaban la cultura del coche en Estados Unidos: el automóvil, decían, prolifera no como medio de transporte, sino como objeto de consumo. A mediados de los años sesenta, recordaban, un cuarto de las familias de Estados Unidos tenía dos unidades. La facilidad del crédito permitía, además, aumentar las ventas más allá de los sectores más pudientes (citado por Debord, 2013: 211). Sin embargo, después de aportar datos sobre la decadencia de la vida en las ciudades estadounidenses (peligrosidad, insalubridad) no aportaban visiones urbanísticas alternativas. Se limitaban a decir que el modelo estadounidense podría extenderse por Europa (p. 212). Utilizo aquí esta selección de textos más reciente y más accesible, aunque demasiado breve.

91 No encuentro muy útil el análisis que Joost de Bloois hace de El planeta enfermo, en “Reified Life: Vitalism, Environmentalism, and Reification in Guy Debord’s The Society of the Spectacle and A Sick Planet”, capítulo 9 de Gandesha, S. y Hartle, J. F., eds., The Spell of Capital. Reification and Spectacle (Ámsterdam, Amsterdam University Press, 2017). Para relacionar biopolítica y espectacularidad, Bloois da demasiadas vueltas complicando las ideas ya de por sí vagas de este panfleto de Debord (Bloois lo llama “modesto tratado”). Dice, además, que probablemente Debord recurrió a la famosa imagen de la Tierra tomada por el Apolo, The Blue Marble, pero no pudo hacerlo porque los astronautas la hicieron un año después de que Debord escribiera el texto. Lo cierto es que, con o sin esa foto de la Tierra, Debord relaciona la consumación de la sociedad del espectáculo con la consumición de la vida planetaria, la sociedad enferma con la vida enferma, la fusión de la historia y de la naturaleza en un solo vertedero. Bloois lo dice de una forma mucho más sofisticada, pero no creo que más clara.

92 Llegué a este texto gracias a Murphy.

93 Este grupo, fundado en 1966 en la casa que Henri Lefebvre tenía en los Pirineos, publicó una revista homónima entre 1967 y 1969.

94 Véase como resume estos argumentos Biehl (p. 395).

95 “Y por Baudrillard como ‘simulacro’”, añadía Bookchin (2012b: 65).

96 Es importante tener presente un dato: muchos de los teóricos estadounidenses de la ciudad que inspiraron a la generación de Bookchin entroncaban con una tradición antiurbanista que se desarrolló aún más después de la Guerra de Secesión. Para entender esto hay que recurrir al excepcional libro de Lucia y Morton White de 1961, El intelectual contra la ciudad. De Thomas Jefferson a Frank LLoyd Wright (Buenos Aires, Emecé, 1967). Sobre Mumford, Lloyd Wright y la influencia de esta tendencia que idealiza la vida fuera de las ciudades véanse sobre todo los capítulos xiii y ss. Descubrí este libro porque esa tradición de diseño no se puede entender al margen de ideas literarias y filosóficas. El propio Mumford –como recuerdan los White (p. 198)– “no solo era un estudioso de las ciudades, sino también un estudioso de la literatura norteamericana”.

97 Sobre temas agrícolas, Bookchin seguía las ideas del botánico y micólogo Albert Howard, impulsor de la técnica de compostaje moderno. En 1976, en el Instituto para la Ecología Social de Vermont se experimentó mucho con técnicas de compost que volvían la tierra más resistente a plagas de doradillas. También construyeron bancales y montículos al estilo francés, técnicas de cultivo intensivo que obtienen más producción en poco espacio, una formula apta para huertos urbanos pequeños en barrios con pocos medios que podrían autoabastecerse.

98 Véanse más datos sobre el New Alchemy Institute (nai) y la referencia al estudio de Jeffrey Jacob sobre el movimiento de vuelta a la tierra en Biehl (p. 328). Todd fundó el nai en Cape Cod, Massachusetts, en 1969. En 1976 construyó el primer “Arca” en Price Edward Island, Canadá, conectando varios invernaderos a un almacén donde los tanques para peces atraían calor y reducían el gasto energético durante el invierno. Para entender la relación de todo este movimiento ecotecnológico, el folk art y la contracultura, véase el extraordinario estudio de Douglas Murphy (2017). Gracias a este trabajo llegué hasta otra referencia imprescindible: Scott, F. D., Architecture of Techno-Utopia. Politics after Modernism (Cambridge, Massachusetts, The mit Press, 2017).

99 Cuando en 1973 se publicó Lo pequeño es hermoso, no resultó extraño que Schumacher reconociera la influencia de Bookchin (que había publicado ya Our Synthetic Environment, pero que lo vendió mucho más una vez que el libro de Schumacher se hiciera tan popular). Sin embargo, mientras que la ecología de Bookchin era inseparable de una agenda política anticapitalista, la visión de Schumacher podía servir para alentar la creencia en un crecimiento capitalista sostenible.

100 Véase charas. Improbable Dome Builders de Syeus Mottel [1974], reeditado y ampliado en la edición de Yydap Pub (2018). Contiene material gráfico, y entrevistas a los charas y a Michael Ben-Eli, asociado de R. B. Fuller y fundador del Laboratory of Sutainibility. Dan Chodorkoff, que creó el Instituto para la Ecología Social con Bookchin y estudio el proyecto charas en su tesis doctoral en la New School for Social Research en 1980, publicó una novela Loisaida (2011) basada en sus experiencias con los charas durante los setenta y, más adelante, The Anthropology of Utopia: Essays on Social Ecology and Community Development (Noruega, New Compass Press, 2014). Otros movimientos vecinales en otras ciudades de Estados Unidos se organizaron siguiendo el ideario de Saul Alinsky cuyo Tratado para radicales. Manual para revolucionarios pragmáticos [1971] tuvo cierta difusión en Francia desde los años setenta, entre trabajadores sociales. Desconozco lo que pensaban los situacionistas sobre este estilo de activismo. Quizá el hecho de que Alinsky tratara con Maritain y que sus ideas se difundieran en círculos católicos franceses influyó en su recepción entre la nueva izquierda.

101 Véanse los datos bibliográficos y audiovisuales que aporta Biehl (p. 358).

102 Hess publicó Community Technology en 1979.

103 Después de introducir sistemas de calentamiento del agua y otras tecnologías verdes en Drop City, Steve Baer y Lloyd Kahn publicaron en 1969 y 1970 varios manuales que servían para construir domos mezclando de forma divertida “comics y fórmulas matemáticas, historias sobre experiencias con drogas junto con ensayos de Buckminster Fuller” (Murphy: 121). Véanse todas las referencias de Murphy al Worth Earth Catalog de Stewart Brand y al trabajo que le proporciona más datos sobre la relación entre movimientos contraculturales comunitarios y construcción de domos: Turner, F., From Counterculture to Cyberculture. Stewart Brand, the Whole Earth Network and the Rise of Digital Utopianism (Chicago, Chicago University Press, 2006). Véase también todo lo que Fred Turner (2010) cuenta sobre Fuller, Dropt City y Whole Earth Catalog en “Un tecnócrata para la contracultura” en Arquitectura Viva, 143, pp. 110 y ss., número monográfico dedicado a Fuller, editado por Norman Foster y Luis Fernández-Galiano.

104 Murphy señala otra razón por la que el diseño futurista perdió fuerza, incluido el utopismo que imaginaba colonias en el espacio exterior: la aparición de un nuevo espacio, el espacio virtual, internet. Al soñar con colonias fuera de la tierra, los futuristas ampliaban al máximo las fronteras físicas, espaciales, de aplicación de sus soluciones. Pero la informática lo cambió todo: “La utopía estaba ahora dentro del ciber­es­pa­cio, en los dominios limítrofes (frontier lands) de internet. El domo geodésico había sido el símbolo de los sueños de unas sociedades comunales tecnológicas… pero fueron los message boards y las chat rooms, y no las comunas o las nuevas colonias, las que se convirtieron en los ‘espacios’ en los que la gente podía trascender los límites de la sociedad” (p. 135).

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