Kitabı oku: «El jardín de los delirios», sayfa 8
factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo xix la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado –que aspiraban a una solución definitiva del problema de las clases–, se está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado (p. 80).
Aunque este nuevo reformismo sirviera para diversificar el mercado, hay una diferencia radical con los anteriores: que “ya no tiene tiempo por delante” (p. 81). El deterioro de la totalidad del medio natural y humano plantea por primera vez la desaparición “de las condiciones mismas de supervivencia” (p. 76), pone en entredicho “la posibilidad material de la existencia del mundo” (p. 77; subrayado de Debord). Ese nuevo horizonte (o la falta de este), no solo cuestionaba la ingeniería social y ambiental reformista, sino también el optimismo científico heredado del siglo xix. La vieja política, sentenciaba, “está del todo acabada” (p. 83). El optimismo se ha desmoronado en tres puntos: la pretensión de que la revolución es una solución feliz de los conflictos (“la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista”), la visión coherente del universo y de la materia y el sentimiento “eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas” (p. 87). Diciendo esto, Debord marcaba distancias con la vieja guardia de izquierdas que aún podía usar la palabra progreso. Lo que quizá no se le pasó por la cabeza es que conforme se prescindió de cualquier idea desarrollista, cuanto más escepticismo se manifestó, mejor pudieron los liberales vender su propia idea de progreso entendido como mera gestión racional de recursos en un mundo posideológico y poshistórico.
El ataque de Debord, por lo demás, no era nuevo y se había expresado mucho más contundentemente, sin el lirismo con el que él lo hizo. En 1970, un año antes de que escribiera El planeta enfermo, la delegación francesa en la Conferencia Internacional de Diseño de Aspen dedicada al “diseño medioambiental” (formada por ingenieros industriales, economistas, arquitectos, sociólogos y miembros del Institut de l’Environnement) provocó cierto escándalo con una declaración titulada “Caza de brujas medioambiental” donde se venía a denunciar a la ecología como una nueva mitología con claras intenciones políticas e ideológicas. El escrito no tiene desperdicio. Los franceses empezaban criticando a quienes mostraban los límites técnicos y los errores de diseños y prácticas medioambientales, pero seguían ignorando la dimensión social y política de la crisis. No es una casualidad, decían, que los gobiernos occidentales lanzaran en aquel momento esta nueva cruzada y trataran de movilizar las conciencias alarmándolas con una especie de apocalipsis. En Francia, el debate sobre el medioambiente –decían– era una secuela de Mayo de 1968, más exactamente la secuela del fracaso de la revolución de Mayo. En Estados Unidos, la “nueva mística ecológica” coincidía con la guerra de Vietnam. El problema ambiental, llegó a decir el grupo francés, “no es la supervivencia de la especie humana, sino la supervivencia del poder político”. El ambientalismo es la nueva “ideología mundial” de las clases dominantes para mantener a la humanidad unida más allá de la discriminación de clase, más allá de las guerras, más allá conflictos neoimperialistas. En el pasado, el capitalismo supo desarrollar una mística de las relaciones humanas para reciclar, readaptar y reconciliar a los individuos y a los grupos en un contexto social considerado como norma y como ideal. Ahora, con la mística del medioambiente y la mise-en-scène de una catástrofe natural pasaba otro tanto de lo mismo: se volvía a adaptar al individuo, se le reintegraba en un orden, esta vez el de la naturaleza tomada como nuevo ideal. La naturaleza era –llegaron a decir– la droga social, el nuevo opio el pueblo, con la que crear una falsa ilusión de interdependencia entre los individuos. “Comparada con la anterior ideología, esta es aún más regresiva, más simplista, pero por esa razón aún más eficiente. Las relaciones sociales con sus conflictos e historia son completamente rechazadas a favor de la naturaleza, desviando todas las energías hacia un idealismo de boy scout y la euforia ingenua hacia una naturaleza higiénica” (aa. vv., 1974: 208-210).92 El grupo francés acababa diciendo:
No es cierto que la sociedad esté enferma, que la naturaleza esté enferma […] esta mitología terapéutica oculta el hecho político, el hecho histórico de que se trata de estructuras sociales y contradicciones sociales, no una cuestión de enfermedad o metabolismo deficiente, que podría curarse fácilmente. Todos los diseñadores, los arquitectos, los sociólogos que actúan como curanderos hacia esta sociedad enferma son cómplices en esta interpretación de la cuestión en términos de enfermedad, que es otra forma de engaño. En conclusión, afirmamos que esta nueva ideología ambiental y naturista es la forma más sofisticada y pseudocientífica de la mitología naturalista que siempre ha consistido en transferir la desagradable realidad de las relaciones sociales a un modelo idealizado de naturaleza maravillosa, a una relación idealizada entre el hombre y la naturaleza (ibíd.).
Cuando se muestra este tipo de documentos a ciertos anarquistas estadounidenses, se disgustan. Les cuesta aceptar que la ecología sea el nuevo truco con el que unificar (falsamente) a una sociedad desintegrada. Les parece la típica postura de los intelectuales europeos, siempre negativos, nunca edificantes. Se inquietan más, por eso, cuando se les recuerda qué miembros de la delegación francesa redactaron el manifiesto de Aspen. Los dos formaban parte del grupo Utopie,93 uno era el arquitecto Jean Aubert y el otro nada menos que el terrible Jean Baudrillard, el intelectual que iría más allá de Debord, daría nombre a un nuevo orden social más perverso que la sociedad del espectáculo (el orden del consumo y del simulacro) y se proclamaría como el irónico cronista de una fase del capitalismo en la que la utopía finalmente se realizaba, solo que su modelo de consumación era el de Disney (en la declaración de 1970, Baudrillard ya dijo que Aspen era “la Disneylandia del diseño y el medioambiente”).
Conforme Estados Unidos empezó a importar la teoría social cáustica, la europea (como la de Baudrillard), la izquierda ecologista empezó a temer lo peor. No se consideraban políticamente cándidos, pero sabían que al poner el tema de la naturaleza en el primer plano serían objeto de feroces críticas. Tampoco rompían del todo con la idea de utopía del modo en que lo hacían los escépticos franceses. A principios de los setenta, Bookchin seguía criticando los sueños socialistas de desarrollo planificado y los intentos de leer a Marx como un precursor del ecologismo.94 Sin embargo, no renunciaba a una filosofía dialéctica animada por el ideal de una reconciliación de hombre y naturaleza, ni tampoco a la creencia en una tecnología con una cara humana, y durante años desarrolló un naturalismo dialéctico que permitiera “ecologizar la dialéctica” y fomentar “una especie de autogestión planetaria”. Como recuerda Biehl, esta filosofía no tenía nada que ver con la comunión cósmica a través de los sentimientos (que predicaban los taoístas, los budistas o la New Age), sino, al contrario, con el uso de la razón. En Europa, quizá Dios llevaba tiempo muerto y la secularización había puesto a raya las nuevas espiritualidades, así que la nueva generación de díscolos podía atacar a la razón de izquierdas, y con razón. En Estados Unidos, en cambio, predicar a favor de la razón seguía siendo necesario en un clima de creciente espiritualización. Que Bookchin atacara al marxismo como un movimiento autoritario y antilibertario no significa que renunciara a algún tipo de filosofía dialéctica como la que fue pergeñando entre finales de los ochenta y principios de los noventa y que aquí no vamos a analizar (los manuscritos que formarían parte de The Politics of Cosmology casi suman mil páginas). Si los situacionistas hubieran sabido de este libro, se habrían reído a carcajadas. Les habría parecido de una candidez asombrosa. A otros filósofos franceses que exploraban la nueva fase del capitalismo, la del simulacro, les habría provocado vergüenza ajena, y la habrían tachado de moralismo de izquierdas. Bookchin, desde luego, también habría tenido respuestas a sus críticos. Su argumento, bastante sencillo, apareció en un libro de 1995 (2012b): el fetichismo de la mercancía, dijo, “ha sido embellecido de manera diversa –y superficial– por los situacionistas como ‘espectáculo’”.95 El anarquismo francés solo ha contribuido, venía a decir también, a la prioridad de la libertad personal sobre la sociedad:
El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años sesenta, los situacionistas, en nombre de una ‘teoría del espectáculo’, produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnarla organización, el compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un movimiento. Como los desechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego […] y convierte la incoherencia bohemia en una virtud […]. Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común (Bookchin, 2012b: 89 y ss.).
Murray era un cascarrabias; tenía parte de la razón, como siempre, pero también simplificaba. Cuando decía estas cosas parecía un puritano estadounidense escandalizado por el decadentismo francés, un moralista indignado por la falta de responsabilidad de los sucesores de Baudelaire y de los surrealistas. El situacionismo no era un anarquismo narcisista. Otra cosa es que su programa de liberación de la vida cotidiana (una vida vivida directamente, como aún decía Debord) no fuera muy eficaz para resistir la colonización de toda esfera de vida que desencadenó la sociedad del bienestar. Pero ese es otro debate que no procede discutir ahora.
Es oportuno, en cambio, insistir en que el reproche de Bookchin a los franceses (su exceso de teoría) se entiende mejor si se tiene en cuenta la relación entre tecnologías y teorías. Para los anarquistas estadounidenses la relación entre tecnología y sociedad se basaba en experimentos sociales y no en especulaciones. Y esos experimentos implicaban a la ecología de una forma práctica. Para la tradición en la que se apoyaba Bookchin, el reto no consistía solo en pronosticar nuevas fases del capitalismo; eso era imprescindible, claro, pero también era importante crear en la realidad espacios alternativos, modos de organización que pudieran extrapolarse a la totalidad. No utopías, sino más bien modelos. En el urbanismo ecológico de Bookchin influyó, desde luego, Mumford, La cultura de las ciudades (1938) y algunos artículos de mediados de los cincuenta (“The Natural History of Urbanization”), quien a su vez se había inspirado en ideas de Kropotkin en Campos, fábricas y talleres (1912), de Ebenezer Howard en Ciudades jardín del mañana (1902) y de Patrick Geddes en Cities in Evolution (1915).96 También tomó ideas de un urbanista partidario de la descentralización urbana que había trabajado en Berlín durante la República de Weimar (y que luego renunció a coordinar la reconstrucción de Berlín de los aliados), Erwin Anton Gutkind, autor de Community and Environment. A Discourse on Social Ecology (1954) y The Twilight of Cities (1962). Bookchin era partidario de la creación de ciudades verdes de escala humana y autoabastecidas, pero propuso algo más anarquista: descentralizar las grandes ciudades, dispersarlas y descomponerlas en comunidades más pequeñas y autónomas, sostenidas por energías alternativas (eólica, solar e hidroeléctrica) con fábricas pequeñas y no contaminantes, automatizadas, mercados locales de abastos, granjas cercanas y campos de tamaño pequeño (donde rotarían una diversidad de cultivos, una técnica que no requiere pesticidas, a diferencia del monocultivo extensivo).97 En estas comunidades la gente no sería esclava del trabajo, podría organizar su convivencia de una forma no autoritaria y tendría más tiempo para sí misma. Suena fantástico, quizá demasiado. El plan de Bookchin sonaba demasiado utópico, pero él lo justificaba apoyándose en la experiencia adquirida a través de experimentos piloto (granjas agrícolas, comunas rurales), así como del conocimiento de técnicos e ingenieros. Su campaña ecológica había sido reactiva, protestando contra la industria del automóvil, pero también pretendía ser prospectiva. Desde 1972 empezó a colaborar en cursos de tecnología con Dan Chodorkoff (que consiguió convencer a la administración del Goddard College, una escuela progresista inspirada por la filosofía de Dewey, para que Murray diera cursos allí) y en 1973 se rodeó de expertos en granjas orgánicas y huertos hidropónicos, diseñadores de sistemas de energía solar y eólica, arquitectos ecológicos, constructores de invernaderos para frutas y verduras y biólogos marinos. Entre los técnicos estaban Wilson Clark, que diseñaba sistemas solares y eólicos; Eugene Eccli, que sabía de energías alternativas; Sam Love, coeditor de Environmental Action says: Ecotage!; un pionero de la ingeniería solar, Day Chahroudi, y John Todd, un biólogo marino. Todd instaló en una granja de Massachusetts tanques de agua que absorbían calor de día y lo irradiaban de noche, pero también criaba en el tanque tilapias, un pez de África oriental, de agua fría, que se alimenta de algas y larvas y que en aquel caldo crecía en diez semanas. El agua y los restos se usaban para irrigar cultivos. Este sistema, el llamado bioshelter, proveía de pescado, fruta y verdura todo el año, independientemente de la estación.98 En 1980, durante un curso del Instituto para la Ecología Social que Murray fundó en Vermont en 1974, también se creó un sistema de calefacción solar suficiente para mantener una casa y un sistema de acuicultura. En los tanques crecían algas y estos absorbían más calor al volverse el agua de color oscuro. Se criaron lombrices para dar de comer a peces y, de nuevo, el agua residual se usó para fertilizar el huerto. El sistema se basaba en la crianza de conejos, pero no me quedan claros los detalles.
Sin embargo, lo llamativo no es que esta ecotecnología fuera viable fuera de las ciudades, sino dentro de ellas, especialmente en las zonas depauperadas.99 Las ciudades estadounidenses se degeneraban aceleradamente no solo porque su aire cada día era más irrespirable, sino también por el aumento de los conflictos raciales, la falta de vivienda, el derrumbe del sistema educativo, el aumento de la criminalidad, la escasez de servicios sociales y la huida de la clase media blanca desde los centros urbanos hacia los nuevo barrios residenciales de la periferia, los suburbs. El desproporcionado desarrollo urbanístico aceleró la decadencia de los centros urbanos, pero provocó la aparición de un activismo de base cuya concepción de los derechos civiles abarcaba cosas tan sencillas como disponer de una vivienda en condiciones, de espacios salubres y seguros y de medios mínimos de subsistencia. Los mensajes cósmicos de los hippies de buena familia empezaban a ser menos relevantes que las estrategias de la ingeniería que podían ser útiles a los vecindarios y los colectivos que querían ayudarles. Como recuerda Biehl, el “empobrecimiento premeditado” (planned shrinkage) de barrios era una estrategia para echar a la gente y poner el espacio abandonado a disposición de especuladores inmobiliarios. Sin embargo, en algunos casos los residentes a los que “la sociedad había abandonado decidieron encargarse ellos mismos de los problemas de las zonas en que vivían” (p. 337).
En Loisaida (una zona de Nueva York al este de Tompkins Square Park) algunas bandas callejeras metidas en droga se transformaron en activistas sociales y crearon redes de apoyo vecinal. El grupo de los charas, encabezado por Chino García, llegó a construir domos siguiendo la técnica de Richard Buckminster Fuller, que podían usarse –recuerda Biehl– como refugios para pobres, lugares de reunión o estructuras para juegos infantiles, pero también como invernaderos para huertos.100 Se recuperaron edificios abandonados, se experimentó con energía solar y eólica, y se plantaron jardines comunitarios en terrenos baldíos antes cubiertos de basura. En 1976, los charas limpiaron de basura y ratas un solar en la calle 9 y crearon una plaza para actividades culturales, y en el 519 de la calle 11 ayudaron a un grupo de jóvenes arquitectos a desescombrar y rehabilitar un edificio que se había quemado. En la azotea se instaló el primer sistema de paneles solares de Manhattan y un molino de viento con generador, el primero que se ponía en un tejado en el país. Este sistema produjo energía suficiente como para transferirla a la red eléctrica de la ciudad y recibir beneficios como reembolso. Esta experiencia del Colectivo 519 inspiró el Movimiento de la calle 11, una red de cooperativas que rehabilitaron cerca de 40 edificios de la zona y que también con ayuda de los charas construyeron sistemas de energía solar y eólica, piscifactorías y huertos urbanos como Sol Brillante, donde una estudiante del Instituto para la Ecología Social de Vermont aplicó técnicas de compost.101
Otras experiencias comunales en otros estados también resultaron instructivas para Bookchin, sobre todo la de otro libertario, Karl Hess,102 que fundó cooperativas de alimentos y comunas en el vecindario de Adams Morgan, en Washington, colaborando con técnicos que encontraban soluciones energéticas fabricando colectores solares con latas de comida de gatos o con espejos. También crearon jardines comunitarios y huertos alimentados por disoluciones minerales en vez de suelo agrícola, adaptaron azoteas para plantar verduras y sótanos para cultivar germinados, instalaron depósitos de compost en edificios vacíos, usaron como abono la mierda de caballos recogida de establos de la policía y adaptaron el sistema francés de cultivo intensivo a las ciudades. Hess mejoró el sistema de Todd de cría de peces usando motores de lavadoras estropeadas como bombas de agua para crear corrientes contra las que los peces pudieran nadar. Parece ser que el ejercicio hacía a los peces crecer más rápido, y se calculó que un sótano urbano podía producir pescado al asequible precio de menos de un dólar el medio kilo. En otros barrios de Washington ocurrió algo parecido: en Anacostia los colectores solares cubrían la mitad de la energía necesaria para calentar o enfriar las viviendas, según la estación, y se criaban peces en sótanos y en domos y toneladas de tomates con sistema hidropónico. Como concluye Biehl, estos proyectos revelaban que un barrio urbano podía ser autosuficiente produciendo sus propios alimentos, y demostró “a Bookchin que las ecotécnicas no solo podían aportar la base económica, sino también la tecnología necesaria, para la descentralización urbana” (p. 331). La tecnología, pues, era una de las claves del empoderamiento comunitario y la conciencia ecológica no era una cosa de pequeños burgueses, al contrario. Como también señala Biehl, el prejuicio era “que las personas pobres estaban demasiado ocupadas por su propia supervivencia como para interesarse por el medioambiente” (p. 340). No obstante, la preocupación por la supervivencia tenía justamente el efecto contrario y empujaba a muchos de los grupos a sostenerse con técnicas alternativas pero accesibles.
Sin embargo, había un elemento que a la larga podía complicar todo y, de hecho, lo hizo. Durante años, las cúpulas futuristas inspiradas en los modelos de Fuller o variaciones de ellos sirvieron para desarrollar un mensaje a la vez ecológico, tecnológico y político. No tengo tan claro que la ingeniería de Fuller fuera tan antiautoritaria y adaptable como se dice (ni menos aún que su antiinstitucionalismo fuera compatible con el anarquismo), pero es cierto que algunas reapropiaciones de sus modelos (en la década de los sesenta se construyeron más de sesenta mil domos en Estados Unidos) eran compatibles con técnicas industrializadas a pequeña escala, domésticas y sostenibles, sobre todo las relacionadas con la generación de calor y la refrigeración. Como recuerda Douglas Murphy en su extraordinario Last Futures (2017), incluso comunas de artistas como la Drop City recibieron la asesoría de Steve Baer para construir zomes, unas cúpulas más fáciles de fabricar que las (domes) geodésicas de Fuller, hechas con piezas de colores que recuerdan los edredones, “versión futurista de arte folk”, mezcla “de alta y baja tecnología, de arquitectura autóctona (vernacular) pero fabricada a partir de la industrial” que acabó recibiendo uno de los premios Dymaxion que concedía Fuller (Murphy, 2017: 117).103
La ecología, pues, estaba unida a experimentos sociales y experiencias artísticas que promovían la descentralización de la producción, técnicas sostenibles de abastecimiento y una concepción alternativa, antiburocrática y antiautoritaria de la organización social. Sin embargo, Murphy y otros historiadores explican bien por qué este haz de impulsos (ecológico, técnico y político) se fue separando. La clave, si lo entiendo bien, no fue tanto que algunas tecnologías verdes acabaran siendo comercializadas –Baer fundó la empresa Zomeworks y operó de una forma más convencional, como recuerda Murphy (p. 132)–, sino otros dos problemas más generales y graves: que la carga política de la tecnología “verde” era neutralizable y que el urbanismo capitalista fue capaz de expandirse de una forma irónica echando a un lado la anarcotecnología. En lo que concierne al diseño urbano, dice Murphy, “se produjo un corte entre las visiones de la alta tecnología y el proyecto de la ecología”. Durante las últimas décadas del siglo xx, la arquitectura tecnológicamente sofisticada (la de grandes enclaves acristalados: aeropuertos, centros de comunicación, rascacielos, bloques de empresas) llegó a alcanzar un grado máximo de espectacularidad, “pero en el ínterin, el naturalismo delirante que corría paralelo a los experimentos sinergéticos de Fuller fue eliminado, dejando tras de sí una arquitectura de embellecimiento [refinement] capitalista, una expresión tecnocrática de eficiencia reluciente y bien acondicionada” (p. 182).104
Lo que Murphy llama “delirante” también tiene que ver con lo que otros llamaron el “fin de las utopías”: incluso la tecnología visionaria de Fuller era eso, demasiado visionaria (no es extraño que al cabo de los años Koolhaas vindicará el espíritu del ingeniero, luego lo veremos). El argumento de Fuller de que los políticos están incapacitados para entender y tratar temas ambientales fue usado por los propios políticos para transformar la crisis ecológica de una cuestión social a una cuestión puramente técnica y burocrática (Murphy, 2017: 181). Por otro lado, el argumento de los ecologistas de izquierdas, según el cual la crisis ecológica tenía raíces sociales, era una auténtica crisis política, empezó a ceder a favor de una ética ecológica, no revolucionaria, menos universal, guiada –como dice Murphy– por lemas tan edificantes como que el saneamiento global empieza por el cuidado local (tending one’s own garden). Bookchin quería mantener alejada a la ecología de la nueva espiritualidad, y apelar a la racionalidad de la tecnología podía ayudar, pero no siempre. Algunas corrientes espirituales podían estar contra la técnica, pero las nuevas religiones que tanto temía Bookchin eran flexibles y ahí estaba el problema. La ta (Tecnología Adecuada), como la llama Schumacher, “empezó a ser vista como parte de la New Age. La eficiencia energética, la vida autosuficiente (off-the-grid) y otras prácticas similares se asociaron rápidamente con las piedras calientes, las terapias alternativas, la meditación trascendental, así como con el ‘hazlo tú mismo’ y la artesanía rústica (down-to-earth). Era sumamente improbable que, al lado de estas cosas, las cuestiones sociales a gran escala pudieran parecer relevantes [y muy previsible] que la gente solo se volcara en sí misma” (Murphy, 2017: 76).
Después de toda esta conversación, ¿hemos perdido el hilo? No. Empezamos hablando de las diferencias entre los anarquistas franceses y los estadounidenses en los años sesenta. Luego dimos a entender que los situacionistas habían sido más poetas que técnicos. Pero al final hemos acabado concluyendo que las ecotecnologías anticapitalistas que ensayaron los anarquistas pasaron a mejor vida cuando la conciencia ecológica se generalizó a través de campañas gubernamentales e internacionales y la naturaleza se convirtió en el nuevo foco de atención del mercado de la religión y de la religión del mercado.
53 Agradezco a Alfonso Cuenca que me recordara esta hilarante escena.
54 Mi postura ha sido calificada de amargada porque no pierdo la ocasión, e incluso parece que gozo con ello, de mostrar cómo algo que pasa por natural no lo es tanto. Debo insistir en que este “vicio” no me ha impedido disfrutar de experiencias sumamente gratificantes en espacios naturales. No deja de ser curioso que los mismos que me criticaban por atacar la espontaneidad y la naturalidad fueran los que acabaron teniendo experiencias bastante predecibles en plena naturaleza, epifanías de bote, éxtasis prefabricados. Estos optimistas naturalistas parecían ansiosos por experimentar un alto grado de autenticidad, tanta como la que atribuían a la naturaleza con la que decían reconectarse. En cambio, los descreídos y superficiales que no creíamos en ningún tipo de autenticidad, gozábamos infinitamente de la naturaleza solo que de forma más relajada, sin tanta presión.
55 Después de traducir The Idea of Culture (2000) de Terry Eagleton (que en realidad también es un libro sobre la idea de naturaleza), volví a estudiar On Materialism (1970) de Sebastiano Timpanaro y descubrí What Is Nature: Culture, Politics and the Non-Human (1995) de Kate Soper (1995). Mientras escribía sobre utopía y ciencia ficción en la obra de Raymond Williams, volví a pensar en la influencia del socialismo naturalista británico en sus ideas sobre progreso y ecología (Hacia el año 2000, Barcelona, Crítica, 1984). La ecología empezó a tener más presencia en el marxismo desde los años setenta, cuando distintos foros internacionales publicaron predicciones sobre la crisis ambiental (véase la crónica de John Bellamy Foster en La ecología de Marx. Materialismo y Naturaleza, 2000). Con todo, el estudio que me ayudó a entender mejor la relación entre la idea de naturaleza y el modo de producción capitalista lo descubrí antes y procedía del mundo de la geografía. Era el de Neil Smith y Phil O’Keefe, que criticaban no solo el enfoque dual de Alfred Schmidt, sino también el concepto de producción del espacio de Henri Lefebvre (“Geography, Marx and the Concept of Nature”, Antipode, vol. 12, 2, 1980, pp. 30-39).
56 Como dijo Jameson, captar como histórico lo que suele pasar por natural implica, entre otras cosas, una afirmación de la libertad porque si en última instancia todo ha sido construido por los seres humanos a largo de la historia, entonces esos mismos seres también podrían llegar a cambiarlo todo. La asociación del historicismo con el determinismo es simplemente absurda. Otra afirmación marxista (de Terry Eagleton) relacionada con la anterior es que es más difícil cambiar hábitos humanos (que pasan por naturales) que fenómenos naturales. Hemos desarrollado poderes descomunales que nos permiten modificar la naturaleza (y que hasta podrían conducir al fin del mundo), pero no parece que seamos tan eficaces modificando la naturaleza histórica humana, los hábitos que hemos adquirido a lo largo de la historia. Eso explica justamente que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
57 Durante años he oído decir a amigos socialdemócratas que la crítica cultural marxista es desalentadora, pero los marxistas que yo he tratado no son gente amargada o desilusionada. Otra cosa es cómo conciben el futuro. Estar convencido de que el fin del mundo es más probable que el fin del capitalismo no te convierte en un pesimista. Al contrario, si ese es el futuro que se nos viene encima, entonces el pesimismo es un lujo que no nos podemos permitir (la frase es de Galeano y la cita a veces Jameson). Sin embargo, esto no significa que actuemos como se esperaría de un optimista. Por cierto, la matización que Jameson dio a la frase popular no se suele percibir. En “La ciudad futura” (New Left Review, 21, p. 103), dijo exactamente: “Alguien dijo una vez que era más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. Ahora podemos corregir esta afirmación y asistir al intento de imaginar el capitalismo a través de la imaginación del fin del mundo”. La apostilla tiene su sentido: durante un tiempo se pudo imaginar un fin del mundo provocado por razones ajenas a la acción humana, ahora ya no. El capitalismo es el fin del mundo.