Kitabı oku: «Música eclesiástica en el altépetl novohispano», sayfa 4

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A lo largo de la época virreinal, los grupos de cantores e instrumentistas tuvieron momentos de auge, de decadencia y de renacimiento. Es evidente que la continuidad de una capilla estaba sustentada en la sangre joven que iba nutriendo al grupo. La falta de nuevos elementos originaba una mayor acumulación de trabajo y un menor tiempo para realizar otras actividades. Como todo oficio, además del gusto y la vocación, se encontraba el aliciente de la remuneración económica; si el ejercicio de músico reportaba buenos dividendos, más atractivo resultaba a los indios y a sus familias. Al parecer, la sola idea del prestigio social no fue fundamento concluyente para aceptar un puesto de músico dentro del templo.

Vida musical dentro y fuera del espacio cultual

El culto católico se conforma por una serie de celebraciones y fiestas que se encuentran ordenadas en el denominado calendario litúrgico. En muchas de ellas existe un elemento común, la música. Por tanto, en este apartado, se destacará por qué ésta era tan afín al ritual, por no decir fundamental.

Quienes realizaban esta actividad eran los músicos; en el caso de los altepeme novohispanos, los músicos indígenas. La actividad de estos individuos dentro de los templos consistía, básicamente, en solemnizar de manera sonora muchas de esas ceremonias; su producto auditivo y vocal era fundamental porque resultaba un medio para que el alma de los fieles se acercara más a Dios y para representarlos socialmente. Así, dentro de la religiosidad novohispana, estos hombres tenían un sitio privilegiado al interior de la iglesia, es decir, en la comunidad de los fieles cristianos. Por tal motivo, a través de la pluma de misioneros y viajeros, se destacará el papel de las capillas de indios para la puntual y solemne realización del aparato cultual.

Cabe señalar que había celebraciones afines a todo el orbe católico; no obstante, cada iglesia del virreinato novohispano contaba con sus festividades particulares que deben ser tomadas en cuenta. Justo sería añadir que, además, se requiere poner atención a las variantes entre el entorno parroquial y el conventual. En este texto sólo se hablará de las principales funciones donde había música.

Resulta obligado realizar una indagación del tipo de música que se ejecutaba en las festividades. Para ello, es necesario consultar las partituras, casi inexistentes en los archivos, además de los inventarios, las crónicas y los libros de cargo y data de las cofradías, fuentes invaluables para saber qué se tocaba consuetudinariamente. Estos mismos documentos permitirán conocer los principales instrumentos utilizados y datar temporalmente su uso en misas y otros oficios.

La música y el rito

Desde los primeros días de la Iglesia cristiana, los elementos sonoros estuvieron al servicio de la religión; su objetivo era que el alma de los fieles se abriera para contemplar en plenitud lo divino.1 Al tomar forma de una oración cantada cuya finalidad era la alabanza a Dios, la música sacra no fue un elemento accesorio o un simple adorno de los «actos formales» y de las «expresiones» que daban su configuración al ritual.2 Su importancia como generadora del ambiente sonoro era equivalente desde las grandes catedrales hasta el más pequeño de los templos. Se convirtió en un ritual dentro del propio ritual, un ritual sonoro a cabalidad.3

La sociedad novohispana tenía un especial apego por las formas externas del catolicismo, al boato y a la majestuosidad, y no a los conceptos básicos de la religión y de una vida piadosa. La Iglesia misma fue el origen de esta tendencia «por haber subrayado el pathos y no el ethos de la religión».4 Por tal motivo, el cumplimiento del ritual sonoro, desde la música formal hasta el repique de las campanas, resultó ser un asunto muy serio, en ocasiones más social que espiritual.

En el sistema cultual del ancien régime, la música fue un medio primordial para atraer a los fieles, haciendo más llamativo el aparato litúrgico realizado en los templos. Si bien, para muchos curas y feligreses la música formaba parte de la liturgia porque era un diálogo cantado a Dios mismo, para otros tantos era un componente del ornato de sus celebraciones a medida que se hacían más vistosas, lo cual generaba lustre social tanto al individuo como a su familia. Así lo dejó asentado en un escrito de 1801 el cura de la parroquia de San José en Puebla, José Atanasio Díaz y Tirado; el susodicho narraba los pormenores de la falta de música en una celebración luctuosa en términos realmente escandalosos:

Ya aconteció en el entierro de la hija de don José Bringar que pagada la capilla de la catedral para su funeral en la iglesia de San Francisco y depositado el cuerpo en la de Santa Teresa; no ha habido cantores para el primer responso, y se ha comenzado el solemne funeral en el silencio contra todo rito, con rubor de los interesados, con disgusto del concurso y con desaire de la parroquia. Lo mismo aconteció en el entierro de la hija de don Manuel Pozos…5

La carencia de música ocasionaba un desequilibrio en las relaciones de usos y costumbres de la sociedad novohispana, lo que se traducía en la vergüenza social de las familias, en el disgusto y las murmuraciones de un concurso acostumbrado al puntual cumplimiento del ornato en las celebraciones y en el desprestigio de la parroquia y de su cura por dejar trunco el oficio, situación embarazosa para dolientes y fieles.

Dos afirmaciones antagónicas de fines del siglo XVIII sentenciaban lo que la música había significado a lo largo de la época virreinal. Un anónimo jesuita escribía en 1768 acerca de la importancia de la música en los templos en los siguientes términos:

la iglesia nuestra madre quiso atraer a todos sus hijos a los templos con la melodía de la música, y por eso admitió en sus coros el canto figurado que se compone de instrumentos músicos y de voces; quiso que arrebatados los espíritus con la armonía de la música no se distraigan con los pensamientos de las cosas mundanas…6

Sin embargo, ya en 1796, con motivo de una denuncia sobre la ejecución de sones indecentes en las misas de aguinaldo, algunos religiosos consideraban que la música era un mal necesario dentro de los templos:

bien público es, y bastante constante, que la música es uno de los objetos que con más facilidad atrae a los hombres y mujeres, siendo el blanco de toda clase de diversión, mirando con bastante dolor nuestro que aún en las solemnidades más adorables y tiernas se ha [visto] precisada nuestra Santa Madre la Iglesia a solemnizarlas con música, para así atraer al pueblo cristiano a la celebridad de sus más altos ministerios, verificándose la poca concurrencia donde no la hay…7

A pesar de que la polémica acerca de la validez del uso de la música en la iglesia tenía ya muchos siglos de iniciada,8 es innegable su importancia al interior de los recintos sagrados, así como en muchos espacios cotidianos de la Nueva España, para bien o para mal, y muy por encima de las críticas de muchos religiosos.

Significación de los músicos a través de terceros

Lo que más atrajo a los naturales de la religión ostentada por los españoles fue su «apariencia exterior»; es el caso de las grandes construcciones religiosas (los conjuntos conventuales y, posteriormente, las parroquias), las pro­cesiones, las cele­braciones y fiestas litúrgicas, las re­presentaciones teatrales, las imágenes de santos y las reli­quias sagradas. Sin embargo, la música fue una de las expresiones más exitosas del culto externo durante el periodo de la primera evangelización. Desde los días de fray Pedro de Gante, fray Arnaldo de Basaccio y fray Juan Caro, el clero regular intentó hacer más atrayente el culto, rebosando de música las celebraciones litúrgicas. Si los indios acudieron y recibieron el catolicismo se debió, en gran medida, a su gusto por la música religiosa y profana. En 1540, fray Juan de Zumárraga afirmaba que los naturales eran muy inclinados a las expresiones sonoras y, por tal motivo, se iban convirtiendo rápidamente al cristianismo.9

Tal vez los frailes dieron una importancia exagerada al éxito de su labor evangelizadora; lo cierto es que la música caló hondo en los rituales católicos que se llevaban a cabo en los altepeme novohispanos, lo que condujo a la creación de las capillas indígenas. Su importancia estaba dictada por el propio ritual y por una arraigada tradición heredada desde los tiempos prehispánicos, todo esto se vio reforzado gracias al impulso que se le dio al llamado «esplendor del culto».10

De lo anterior dejaron constancia muchos religiosos durante toda la época virreinal: Padilla, Basalenque, Pérez Rivas, Burgoa, Vetancurt, Escobar, etcétera. De la misma forma, algunos viajeros como Gage y Ajofrín no pasaron por alto el quehacer de los hijos de Euterpe. Al irse fracturando la República de Indios, muchos españoles asistían a los templos a deleitarse con las piezas musicales que entonaban las capillas en diversas iglesias del virreinato.

La habilidad de los músicos indígenas causó gran admiración a lo largo de la época novohispana. La armonía y destreza en la construcción del tejido sonoro de voces e instrumentos llegó a ser comparada con las capillas catedralicias de las grandes ciudades europeas. En sus escritos, cronistas y viajeros destacaron la calidad vocal e instrumental de los indios debido a una sólida educación musical, gracias a lo cual llegaron a ser requeridos en las capillas de las catedrales, como se verá líneas abajo. La notoriedad de algunas capillas debido a su buena ejecución traspasaba los confines del altépetl; la gente acudía a escucharlos a sus iglesias sede, o los grupos iban a solemnizar las misas de otros lugares. Este último aspecto da cuenta de que las capillas no se encontraban limitadas a permanecer exclusivamente al servicio de sus templos, aunque, como ya se ha comentado, los altepeme eran muy celosos de sus músicos.

Entre los cronistas del siglo XVI, se puede mencionar a fray Francisco Dávila Padilla, quien alrededor de 1538 indicaba que la capilla de Tepetlaoxtoc (Estado de México) gozaba de gran fama, ya que había dado cantores e instrumentistas muy diestros. Algo similar ocurría con las de Cuitlahuac y Coyoacán (Ciudad de México). Asimismo, Antonio de Ciudad Real expresaba su gusto por la capilla de Cumkal (Yucatán); ya que contaba con escuelas bien establecidas y sus maestros y cantores, gracias a su habilidad, tomaban «ventaja a los de todas las otras provincias de la Nueva España». Aunque admite que la capilla de Maní (Yucatán) era la mejor de aquella región y de donde mejores cantores egresaban, pues se tenía mucho cuidado en su instrucción, ya que los maestros y fiscales contaban con una renta en dinero.11

Ya se ha establecido que los cronistas del siglo XVI posiblemente exageraron sus noticias y logros para justificar su labor evangelizadora; no obstante, en el caso de la música, parece que fueron bastante certeros. Durante el siglo XVII se encuentran, como ejemplos, Andrés Pérez Rivas, Tomás Gage, Diego de Basalenque, Francisco de Burgoa y Agustín de Vetancurt. En sus escritos continuaron describiendo las bondades de los músicos indígenas, tal cual como lo habían hecho sus antecesores.

El jesuita Andrés Pérez Rivas resaltaba la calidad de la capilla de música de la iglesia de Tepozotlán (Estado de México). Al referirse a ella, escribía: «quedando hasta hoy muy en su punto al celebrarse las fiestas y oficios divinos con tanta solemnidad, que por gozarla solía algunas veces el señor arzobispo don Pedro Moya de Contreras y los señores inquisidores […], irse al pueblo de Tepotzotlán las pascuas y otras fiestas».12 Alrededor de 1645, el mismo Pérez Rivas, en otro de sus libros, vuelve a dedicar algunas líneas para hablar de la capilla arriba descrita:

La capilla de cantores es de lo mejor que se oye en la Nueva España; y tal, que algunas veces la han pedido para fiestas harto principales de la ciudad de México, y de otros muchos Partidos, Beneficios, y Iglesias de la comarca. De toda ella acuden a gozar de esta música, y sus fiestas, que son celebradas en el pueblo de Tepozotlán; en el cual también están avecindados algunos españoles, que tienen cerca sus heredades y haciendas.13

Entre 1625 y 1626, Tomas Gage escribía que el convento franciscano de Ocotelulco (Tlaxcala) contaba con una iglesia muy hermosa y no había «mayor delicia» que escuchar una misa asistida por sus cantores, «cuyas maravillosas sinfonías llenan de admiración».14 De igual forma se expresaba del convento franciscano ubicado en Tacubaya (Ciudad de México); dice que el lugar era frecuentado debido a la buena música ejecutada en la iglesia y cuya capilla, a juicio del fraile, «no se estima inferior a la de la Catedral de México».15

Para fray Diego de Basalenque, la capilla de Tiripetío era una de las mejores de la Nueva España por su decoro, pericia y tradición musical; destacaba al respecto que:

Toda esta grandeza de cantores, salía y lucía con el buen ornato de sus personas, porque cada uno tenía una opa16 de grana fina, y su sobrepelliz17 de lienzo muy limpia, de modo que verlos en su coro era ver un coro de ilustres prebendados en el traje; que en la ciencia y arte de la música en sus principios, no hubo españoles más diestros, ni más hábiles […]. Todo esto se siguió y se sigue hoy en los coros de los indios, emanado de este pueblo, que fue la escuela de todas las virtudes.18

Cuando Basalenque se refería a la capilla de música de Tacámbaro (Michoacán) resaltaba la ejecución instrumental, el manejo del canto de órgano y la finura de su vestuario.19 De Yuririapúndaro, la perfección de sus cantores, pero sobre todo, de sus tañedores de chirimías, cornetas y flautas, los que posteriormente fueron maestros cantores en otros conventos.20 Sin embargo, al momento de escribir su obra, Basalenque afirmaba que la mejor capilla de cantores de todos los conventos de la región se encontraba en Charo, en donde había «muchos tiples y muy hábiles en […], cantar y tañer chirimías y los demás instrumentos». Era el único altépetl que contaba con dos capitanías o capillas de cantores y sacristanes, las cuales se rotaban por semana. En el mismo tenor se expresa de la capilla de Ucuareo (Michoacán), la que consideraba una de las más sobresalientes.21

Fray Francisco de Burgoa comentaba que mucha gente acudía con devoción a Yanhuitlán (Oaxaca), donde la misa se celebraba con música ejecutada por excelentes cantores e instrumentistas.22

Fray Agustín de Vetancurt escribió sobre dos capillas importantes. La de Cuautitlán con su variedad de instrumentos, sonoridad de voces y habilidad en el canto, a su juicio era una de las mejores de la Nueva España.23 Cuando se refiere a Tlatelolco (Ciudad de México), alabó la destreza de sus cantores y mencionaba que muchos de ellos pasaron a engrosar las filas de la capilla de la Catedral Metropolitana de México.24

En el siglo XVIII los eclesiásticos que destacaron el trabajo de los músicos fueron realmente pocos; sin embargo, se encuentran dos personajes significativos, Mathias de Escobar y Francisco de Ajofrín: ellos ejemplifican en sus escritos la trascendencia de la capilla indígena.

Fray Mathias de Escobar escribía, en 1729, que los miembros de la capilla de San Miguel Charo solían ir a Valladolid, donde sobresalían por su habilidad en la ejecución musical: «Esta capilla [está] dividida en dos capitanes para la distribución y alivio de todos. Son excelentes músicos, y muchas veces ha ido la capilla de Charo a Valladolid; y la catedral de dicha ciudad, ha cogido de ella para músicos, y han lucido mucho los indios cantores admirando a todos la destreza».25

Por su parte, Francisco de Ajofrín resaltaba el esmero con que la capilla de indios cantores de Teutila (Oaxaca) oficiaba la misa: «con singular gravedad y devoción y no menos propiedad en las voces e instrumentos…».26 No obstante, algunos no tenían buena opinión sobre la música producida por los indios; este fue el caso de Antonio de Ulloa, quien criticó el mal desempeño de la capilla de Tlangatepec (Tlaxcala), por su «total desentono en la música, debilidad en las voces, suma pausa, [y] frecuente repetición de una misma cosa…».27

El ingreso de músicos indígenas a las capillas catedralicias se puede considerar como la confirmación de esa excelente técnica interpretativa que los diversos cronistas y misioneros observaron en sus recorridos por el virreinato. En 1642 Juan Matías consiguió el puesto de bajonero con sueldo de 60 pesos al año en la Catedral de Oaxaca; más tarde, en 1660, ocupó el prestigiado puesto de maestro de capilla en el mismo recinto.28

Diego de Basalenque hacía un breve relato de dos indios que habían sobresalido por ser excelentes organistas:

Tiempo hubo en que salió un organista tan eminente y científico, llamado Francisco, que habiendo oposición en México entre organistas españoles, en ocasión de que el gran maestro Manuel Rodríguez sacó el órgano, fue este indio y dijo que quería tañer delante de todos, y que bien sabía que por indio no le habían de dar el órgano, más que se oponía por que viesen que también hay indios hábiles: tañó conforme le pedían, de fantasía y que siguiese un paso, y a todos los músicos dejó espantados. A un hijo suyo conocí yo, llamado Mateo, que era organista de la Catedral de Valladolid y tocaba como cualquier español muy diestro; pero todos decían que era sombra y rasguño de lo que su padre tañía.29

En 1746, las actas de cabildo de la Catedral Metropolitana asentaban la admiración que provocaba, por su destreza, un indio oaxaqueño de nombre Juan Velasco al ejecutar en el bajón y el órgano.30 Otros indios que lograron una plaza fueron el bajonero Juan Téllez Xirón y el organista Domingo Esteban de la Mota. Todos ellos habían demostrado su calidad de caciques y principales, requisito que se pedía a los indios para ingresar al magno recinto metropolitano.31

A pesar de las escuetas líneas que los religiosos dedicaron al trabajo de los músicos indígenas, su testimonio es importante para identificar algunos aspectos acerca del oficio que no se encuentran en otras fuentes de la época, ya que sus crónicas se basaron en testimonios documentales de los archivos conventuales —crónicas que ahora están perdidas— y en la tradición oral de los altepeme.32

Además de resaltar su buena calidad vocal e instrumental, origen de su permanencia en el gusto de la sociedad novohispana, los textos hablan de su importancia y continuidad a lo largo de los siglos XVII y XIX, y hacen evidente el éxito de la labor misionera, por lo menos en cuanto a educación musical se refiere. Dichos textos hacen un esbozo de la manera en que se fue enraizando la tradición musical de muchos altepeme del virreinato. Finalmente, se percibe la trascendencia de la voz y la mano del indio como parte indispensable dentro del culto divino y factor esencial del proceso de occidentalización dentro del altépetl.

Actividad y repertorio musical indígena

Durante toda la época virreinal las crónicas asientan, aunque de manera fragmentada, las diversas actividades de los cantores. Sin embargo, un panorama más amplio sobre las funciones que eran solemnizadas con música requiere de una búsqueda documental más puntillosa. Lo mismo sucede para el repertorio que se utilizaba en las mencionadas festividades. Su descripción es harto complicada, por lo que se intentará hacer un somero acercamiento a estos dos ámbitos (funciones y repertorio), sólo para destacar la trascendencia dentro del orden cultual de la actividad indígena.

El ritual católico exigía que todas sus partes estuvieran debidamente ordenadas y que la participación de sus actores dentro de los oficios se cumpliera cabalmente, lo que incluía la correcta intervención de los músicos. Así lo asentaban, en 1814, algunas advertencias sacadas de los directorios de la provincia de San Diego de México:

cuando los cantores cantan alguna cosa en que deban arrodillarse, no lo hacen hasta acabar aquel verso […]. Lo mismo debe entenderse en las otras postraciones, que no se han de postrar, y basta que al conducir aquella palabra que cantan hagan una inclinación profunda.

[…] cuando ha estado patente el Divinísimo, y se deposita, al tiempo de bendecir al pueblo con la custodia, deben callar los cantores y los músicos, y sólo se permite pulsar el órgano, que se pondrá piano y suave, como para el tiempo de consagrar y elevar la sagrada hostia en la misa.33

Hasta el día de hoy no se cuenta con un amplio referente documental donde se encuentren apuntadas cuántas y cuáles eran las celebraciones que solemnizaban a lo largo del año los músicos dentro de sus altepeme. En los conventos, por ejemplo, su actividad consistía en acompañar las misas y el oficio divino.34 En el siglo XVI, fray Juan de Grijalva en su Crónica de la orden de N. P. S. Agustín hacía relación del trabajo que desempeñaban los cantores e instrumentistas indígenas, menciona que se entonaba el Te Deum Laudamus junto con las cuatro horas menores de la virgen. A las dos de la tarde, se cantaban vísperas y completas «de Nuestra Señora» y, si se acercaba una fiesta, se interpretaban por la mañana. Después de la víspera, entonaban la Benedicta todos los viernes del año. El sábado alrededor de las cinco de la tarde, se cantaba la Salve, donde los fieles mantenía cera encendida durante la celebración. Los lunes, había dos misas cantadas, una en honor a los difuntos y otra para la virgen. También los sábados, con funciones por todos los vivos.35 Era evidente, y así lo menciona Grijalva, que existían devociones muy particulares de algunos altepeme; pero el esquema anterior fue el que generalmente se usó en los oficios durante toda la vida novohispana. A principios del siglo XVII, Mathias de Escobar señalaba que por las mañanas se cantaba el referido te deum laudamus, las horas de Nuestra Señora para los días de trabajo, las horas del oficio mayor los días festivos, la vigilia de difuntos todos los días del año, así como los maitines y vísperas diarias.36

En el caso de las parroquias, se ha localizado un escrito que proporciona un listado de las distintas celebraciones que solemnizaba la capilla de música. Es un documento de la parroquia de San Antonio Huatusco (Veracruz) fechado el 31 de julio de 1831 y hecho por mano de José Francisco de Campomanes, párroco del lugar. El manuscrito en cuestión se titula: Directorio de las misas cantadas semanarias, mensuales y anuales de esta parroquia de San Antonio Huatusco, con expresión de sus limosnas y las del coro, entre organistas y cantores. A pesar de que el escrito se generó en el siglo XIX, el cura Campomanes inició su labor como párroco en la iglesia de San Antonio desde 1820 y, al parecer, fue nombrado teniente de cura a finales del siglo XVIII, por lo que su registro se basó en las ceremonias que se llevaban a cabo tradicionalmente en el Huatusco novohispano. El documento, además, es de suma importancia porque consigna los pagos para los cantores y el organista por su trabajo.37

El Directorio tiene asentadas todas las misas cantadas semanarias, mensuales y anuales que se celebraban en el mencionado templo. Presenta alrededor de 377 misas [3 misas a la semana (144), 16 misas al mes (192) y 41 misas al año]. Con respecto a las semanarias, todos los lunes del año se acompañaba: la misa de Ánimas con dos responsos cantados y los martes la misa de Renovación; entre las mensuales, el primer viernes la misa del Sagrado Corazón, el día primero la misa de la Santísima Trinidad o el día ocho la misa de la Purísima Concepción; entre las anuales, el 6 de enero la misa de los Santos Reyes con procesión, el seis de agosto la misa de la Trasfiguración, el tres de septiembre Nuestra Señora de los Dolores, además de la misa y vigilia de los aniversarios de las nueve cofradías que había por aquel entonces.38 Si bien es solamente el templo de un altépetl, por lo menos da una idea del exhaustivo trajín que debieron tener los músicos a finales del virreinato; faltarían otros testimonios de los siglos anteriores para realizar un estudio comparativo sobre la variación de las cargas de trabajo en diversos periodos históricos.

Estas festividades eran sonorizadas mediante la utilización de un amplio repertorio cuyos papeles de música se guardaban en el archivo de conventos y parroquias. En la actualidad, la investigación sobre lo que se tocaba en los templos de cada altépetl novohispano se ha centrado en esos mismos repositorios parroquiales y conventuales. La musicología ha volteado su mirada hacia los poquísimos fondos musicales que poseen los archivos históricos de los «pueblos». Respecto a esa música, Aurelio Tello hace una síntesis sobre su dinámica de transmisión:

seguía una preceptiva (de composición, pero quizá también de interpretación) fijada desde los centros hegemónicos de la catolicidad; reproducía los estilos adoptados en las catedrales (la policoralidad, el villancico polifónico con bajo continuo, las arias y cantadas con dos violines y continuo, himnos con acompañamiento de piano o salmos con orquesta, versos para órgano).39

Se ha localizado físicamente, en los repositorios parroquiales, libros y papeles sueltos del repertorio catedralicio que fueron compuestos por sus maestros de capilla, lo que comprueba la aseveración arriba expuesta. En el caso de San Bartolomé Yautepec (Oaxaca) existen tres partes de una misa escrita por Juan Mathias, maestro de capilla de la Catedral de Oaxaca; en San Pedro Huamelula (Oaxaca), entre sus papeles sueltos se encuentran composiciones de Juan Mathias, así como de Nicolás Ximénez de Cisneros y Manuel de Arezana, estos últimos, maestros de capilla de la Catedral de Puebla; en lo que respecta a San Diego Metepec (Tlaxcala) hay un villancico de Miguel Matheo Dallo de Lana y dos villancicos y cuatro misas de Antonio de Salazar (ambos maestros de capilla de la catedral de Puebla y el segundo, posteriormente, de México). Por supuesto, éstos sólo son algunos ejemplos de lo que se ha encontrado en dichos recintos.40

Como sucede en la mayoría de los archivos, los papeles de música han sido sustraídos, destruidos por el tiempo o por falta de restauración; la alternativa son los inventarios que poseen algunos de estos repositorios. Estos son importantes porque, a pesar de que fueron hechos en el siglo XIX o principios del XX, se basaron en inventarios anteriores cuyo objetivo era corroborar si esos documentos se encontraban o no de manera física. De cualquier forma, aunque ya hubieran desaparecido, su mención es testimonio de aquella música que fluyó desde las grandes catedrales novohispanas.

Por ejemplo, en el inventario de los papeles de coro de Tochimilco en 1874, se hallan referencias a obras compuestas por el maestro de capilla de la catedral de México, Ignacio Jerusalem. Se encuentra: una misa de infantes a cuatro voces, dos violines, trompas y bajo; un verso con violines, oboes, trompas y bajo y un responso a la Asunción a cuatro voces, violines, trompas y bajo. Curiosamente, se citan las composiciones de un tal J. Vivián: seis misas, tres vísperas, un verso, un invitatorio de difuntos y una salve.41 Es probable que sean obras de Joseph Mariano Vivián, músico de bajón que entró a servir a la catedral de México en 1785.42

En líneas anteriores se mencionó que el flujo de música entre los diversos templos novohispanos se realizó desde los centros urbanos hasta los polos periféricos; es decir, que las composiciones de los grandes maestros de capilla de las catedrales iban circulando hasta llegar a las pequeñas parroquias e iglesias de los altepeme.

La demanda de los papeles de música bien pudo generar un mercado legal y rentable; sin embargo, al parecer, estos documentos no siempre salían de manera lícita de los archivos catedralicios, por lo que no sería raro que hubiera existido un mercado negro de partituras. Así se constata en la sesión de cabildo de la Catedral de México del 10 de enero de 1789, cuando se mencionó que el archivo se hallaba mermado, por un lado, debido al deterioro por la falta de mantenimiento, y por el otro, a los robos que se habían sufrido. Seguramente quien o quienes los extrajeron habían lucrado con ellos.43

Tampoco se puede afirmar de manera contundente que las capillas indígenas eran meros receptáculos y reproductores de la música catedralicia, había una sonoridad local producto del ingenio compositivo de los indios, aunque es cierto que siguieron las pautas compositivas generadas en los magnos recintos. Al respecto, Francisco de Burgoa señalaba, en 1670, que la capilla de Yanhuitlán contaba con «un par de jóvenes tan aptos, que componen para tres coros, la música festiva vernacular [villancicos, cantadas y tonos] a los oficios de los días de fiesta y los kyries, glorias, credos y salves cantados en ocasiones mayores».44

Muchas de esas obras ahora se consignan bajo el rubro de autor anónimo; por el momento es casi imposible corroborar si son producto de la mano indígena, pero lo cierto es que su impronta quedó plasmada en esa música occidental de los conquistadores. Quedan por revisar numerosos archivos parroquiales donde seguramente se encontrarán hallazgos importantes que vendrán a enriquecer el conocimiento, hasta ahora parcial, de la música ejecutada en los altepeme novohispanos, tarea que toca a los musicólogos realizar en los años por venir.

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