Kitabı oku: «Memorias de viaje (1929)», sayfa 6
[5 de mayo]
Ya mañana salgo para París. En los cinco días que hace que no escribo, he hecho lo que puede hacer un viajero desocupado y curioso. En primer lugar, he encontrado al Dr. Decroly y he visitado sus dos escuelas: la de Vossegat, para niños anormales y la del Ermitage para normales. Son admirables las escuelas esas, tan al aire libre, tan educadoras de la iniciativa; en fin, tan activas.
La señorita Nuri Lladó, catalana muy simpática, me condujo en la escuela de Vossegat; la otra me fue mostrada por la directora Mademoiselle Amaïde, autora de varios libros de pedagogía, y por una señorita Ibarbourou, uruguaya, que está en gira de estudio por estos mundos.
Todo muy bien, menos la ausencia absoluta de enseñanza religiosa en estas escuelas. No dejo de preguntar sobre el particular con gran tino y me contestan con naturalidad, que si el padre del niño lo desea, puede enviar un sacerdote o un profesor a enseñar la religión que le sea más de gusto. Para nosotros, católicos de tuerca y tornillo, es duro ver que no se inicie a aquellos niñitos, desde sus primeros pasos en el camino de la ciencia, en los bellos y sagrados preceptos de nuestra santa religión. El Dr. Decroly me recibió con la amable familiaridad del verdadero sabio y me invitó a comer a su casa o al menos a que tomara el té. Dios me libre de semejantes enredos. Me excusé como pude con mil pretextos y al fin tuve que quedar en que le avisaría. Le avisé que no, por una tarjeta en que me despedía.
He hecho muchas excursiones a los alrededores de la ciudad. La más interesante es la que hicimos al castillo de veraneo del rey. Tiene toda la magnificencia de la mansión de un rey y los alrededores son de una belleza incomparable: como siempre, inmensos bosques, jardines, estanques, estatuas. Frente a la puerta principal del castillo y como a cuatro cuadras, en un montículo, hay un monumento, estilo mixto (gótico y romano) a manera de quiosco que tiene en su centro la estatua monumental de Leopoldo I, primer rey de Bélgica (porque Bélgica, como nación independiente no existe sino desde 1830). Será bien decir que el actual rey es sobrino nieto del primer Leopoldo; y que este (Leopoldo) es tenido en la memoria de los belgas como Federico el Grande para la de los alemanes. Leopoldo II, hijo del anterior, fue magnífico y se empeñó en dotar a Bruselas de monumentos artísticos. Lo mejor que vimos fue el pabellón chino y la torre japonesa a su lado, verdaderas maravillas que imitan la construcción y el decorado del lejano oriente. Allí los muebles de laca y de marfil, allí la porcelana artísticamente decorada, allí las mesas y las sillas de finísimas maderas, talladas a mano, increíbles filigranas de arte y paciencia, con repujados de oro, marfil y nácar. Cree uno estar en la mansión de un rico mandarín.
De regreso entramos al cementerio, bellísima imitación del de Génova, según nos dicen. Es muy hermoso, en efecto, pero lo que allí llama la atención es la gran galería de los maestros en la guerra de manera heroica, con sencillas y uniformes lápidas, el retrato del soldado y una sentida inscripción. Casi todos voluntarios de catorce a veinte años. A la entrada está la tumba del soldado desconocido francés, bonito monumento lleno de altos relieves en piedra que figuran hombres agonizantes, viudas llorando y niños desconsolados. La tumba del soldado desconocido belga está en el interior de la ciudad, cerca al palacio real y tiene en el centro un pebetero que arde constantemente, y que quiere significar eterna memoria.
Otro día fuimos a ver el museo colonial. Un tranvía nos llevó a catorce kilómetros de distancia y apenas estábamos en las afueras de la ciudad. El museo tiene todos los productos tropicales del Congo, muy semejantes a los nuestros: animales embalsamados, flores, frutos, armas, vestidos, cerámica, etc. Nos llamaron la atención especialmente unos colmillos de elefante como de cuatro varas de largo, y gruesos como estantillos. Solo diré de más que la vida es verdaderamente barata: el desayuno, compuesto de café, mantequilla y pan, las cantidades que uno quiera, le cuesta 3,50 (10 centavos próximamente), y así lo demás. La correría de doce horas en auto, 175 ($5,25).
Hoy hicimos la gran excursión. Salimos a las 9 a.m. en un autocarro de turismo y visitamos, entre otras menos importantes, las ciudades antiquísimas de Gante, Brujas, Ypres y Ostende. En Gante, la catedral donde fue bautizado Carlos V, llena de recuerdos, donde vimos el cuadro más antiguo de los que pintó Van Dick; el Castillo de los Condes de Flandes, y las viejas y estrechísimas callejas. En Brujas, la misma vejez, con sus casas de piedra llena de la lama de los siglos: en sus almacenes se exhiben los bordados finísimos, especialidad de la vieja ciudad desde tiempos inmemoriales. Cuando recorría las callecitas más tortuosas y vetustas, me salió una gitana a decirle la buena ventura. Tal vez sea esta la última bruja, la que aún autoriza el nombre de la ciudad. De Brujas a Ostende, formando como un semicírculo irregular que toca en Ypres y en Nieuport, se extiende el campo de batalla, es decir, el frente donde fue más encarnizada la lucha en la gran guerra. Causa escalofrío ver, en una extensión de unos cien kilómetros, a un lado y a otro los cementerios extensísimos de alemanes y aliados; los monumentos merodean; las trincheras, aún con sus muros de sacos de arena ya vueltos piedra; los pequeños torreones para emplazamiento de los cañones monstruos; castillos hechos ruinas todavía; la catedral de Ypres, destruida hasta los cimientos, mostrando solo unos muros abrumados que se desmoronan, y en los que se ven todavía estatuas de santos en nichos agrietados y ruinosos, y en fin, los bosques vueltos hilachas y todo lo que puede indicar el refinamiento de la barbarie que poseyó a estos hombres.
Ostende es un bello puerto, pero solo muestra su esplendor en el verano, pues es la playa elegante de Bélgica. En el resto del año es como una tienda cerrada. A las nueve de la noche regresamos a Bruselas, después de haber recorrido en las doce horas cuatrocientos dos kilómetros. Mañana, a las nueve y un minuto saldremos para París. Me merece alguna mención el guía que nos acompañó a todas partes: es un muchacho simpático y parece honrado; fue a la guerra como voluntario, a los 16 ½ años y pronto una granada que le estalló en la mano cuando iba a arrojarla, le llevó tres dedos, le quebró la clavícula y el brazo por dos partes, y la pierna izquierda. Nos cuenta que le sacaron de la caja del cuerpo treinta y dos pedazos de metal y que aún le quedaron otros, los más pequeños. Está imposibilitado para todo trabajo lucrativo y se tiene que ganar la vida sirviendo de guía a los viajeros, cosa cansona y que produce poco. Es una de las mil y mil víctimas de la feroz tragedia cuyos restos hemos visto por doquier.
[7 de mayo]
Ayer a la una y media llegamos a París. Es un viaje pintoresco en extremo, sobre todo ahora que ya comienzan los campos a verdear y los plantíos de trigo y de hortalizas están naciendo. Hay menos frío y el tiempo es claro y sonriente. Una gran parte del recorrido se hace por la bella rivera del Oise, tan mentado en la guerra.
En la estación de S. Lazare, me encuentro en la perplejidad de siempre: ¿A dónde ir? Tengo en la cartera muchas direcciones de hoteles pero quién sabe dónde serán, en esta inmensidad de villa. Me decido a ensayar la dirección que me dio el viejo aquel del barco, y la doy al chofer. En efecto, resultó bien porque no está lejos de la estación y el hotel es confortable y de buen precio.
[París]
Si me consideré incapaz de describir pueblecitos como Bruselas y Hamburgo (y hasta Berlín), ¿qué podrá hacer que diga algo de París? Pero, como acabo de llegar, no es raro estar perfectamente atontado. Inmediatamente puse mis maletas en el cuarto me lancé a la calle. Anduve una cuadra llena de la multitud y desemboqué en el boulevard Montmartre. Allí, espantado, vi más o menos lo que es París: por las aceras va la gente en apretado grupo; y eso que son aceras tan anchas como las calles de nuestros pueblos. En la calle los autos forman un verdadero río, o más bien dos, en direcciones contrarias, a lado y lado. Un agente de tránsito dirige la circulación: es de ver cómo, al levantar el bolillo hacia una calle, los autos y coches que venían se detienen en la bocacalle y se forma una tapia apretada de unas o dos cuadras; luego les da paso el agente y se desbordan con el gran ruido de bocinas y ruedas; entonces, los de la calle perpendicular a esta están detenidos y forman otra tapia hasta que se descongestiona la otra calle. Después he sabido que si uno tiene afán de ir a alguna parte, no se puede ir en auto, debido a las demoras: es necesario irse a pie o tomar el Metro que luego trataré de describir. Desde luego he declarado que es más fácil ser presidente de Colombia que policía de tráfico en el boulevard.
Sigo boulevard arriba y encuentro que este se divide en dos: el de Haussmann y Los Italianos; tomo el de Los Italianos y dentro de poco estoy en Los Capuchinos; me encuentro de manos a boca, nada menos que con la Gran Ópera; sigo el boulevard y cambia de nombre: Magdalena se llama ya, y siguiendo mi errante paseo me meto de sopetón en la gran Iglesia de la Magdalena: miro a todas partes; nombres muy conocidos: “Rue Royal”, “Boulevard Malesherbes”. Atraído por toda esta grandeza y confiando en mi facilidad para orientarme, me meto a todas pares, por larguísimas calles, donde sigo leyendo nombres vistos en novelas: Calle de S. Honoré, 4 de septiembre, Rívoli, etc. Después de una gira de dos horas vuelvo sin dificultad al hotel. Salimos a comer en cualquier parte; en un café, leo: “Cocina española”, y me zampo. ¡Qué alegría! Un criado se presenta y nos ve el forro suramericano. Sin preguntar quiénes somos pronuncia en buen castellano: “¿Qué gustarían los señores?”. “Que nos muestre la carta, traducida”, le digo yo. Poco falta para que le dé un abrazo al mozo. Traduce y explica: “Arroz a la mayonesa”, “Costilla de becerro”, “Caldo rico”, “Frisolitos blancos y verdes”… Aunque es de Zaragoza, el mozo este tiene toda la cultura francesa. No tengo apetito y él me lo abre con su conferencia sobre las excelencias de los platos; encargamos mayonesa, chorizos, caldo, etc. Pedro (así se llama el criado) trae de todo. “Amigo Pedro, pienso yo, recemos tus parroquianos mientras estemos en París, porque tú nos das la comida traducida al español. Así sabe mejor”.
Hoy, con un plano de París en la mano, he extendido mi radio de operaciones. Subí los grandes bulevares y eché por la Rue Royal; alcancé a divisar una altísima columna y al acercarme creo que está en una enorme plaza: es el obelisco; de modo que estoy en la Concordia. Curioseándolo, miro el plano y me oriento: a la derecha, los Campos Elíseos; a la izquierda las Fullerías. Me decido por tomar a la derecha y voy viendo: el Gran Palacio, el Pequeño Palacio, las lujosas residencias de los ricos, hasta que llego al Arco del Triunfo. Allí, en medio de ostentosas decoraciones, los nombres de las batallas ganadas por Napoleón en todas partes, y en el pasaje, en todo el centro, una gran lápida en el suelo con un pebetero ardiendo y con esta inscripción: “Aquí yace un soldado francés, muerto por la Patria”. Como ya es tarde, vuelvo al hotel y después de reposar un poco voy a ver lo que me tiene Pedro para almorzar. Todo bueno. Además todos los comensales del restaurante hablan español y estoy como en familia. A mi lado se sienta un joven que devora todo con apetito feroz. Pide la cuenta a una camarera bonita pero que no entiende el español, quien lo mira sonriente. Entonces el joven saca un billete de cien francos y dice: “¡Olé tu mare! A ver si entiendes el lenguaje de la peseta y dejas de mirarme con esos ojos que me tienen como palomino atontado”, y por ahí sigue enjaretando galanteos y gracias que yo le celebro. Es un andaluz perfecto y nos divierte a todos un rato con su pintoresco lenguaje. “¿Cómo quieren que pague en gabacho una mardita sea cena de arroz a la valenciana?”, agrega el chulo con donaire, mirando a todo mundo.
En la tarde he paseado más: he ido al almacén del Louvre, el más grande de París, pero no he entrado; conocí el Sena y divisé de lejos la Torre Eiffel. He formado el propósito de no emprender visitas a museos, monumentos, teatros, etc. sin formarme antes una idea en globo de París y de la manera de andar en él. Así, pasaré la semana vagando.
[10 de mayo]
Lo que más he procurado saber pronto es la manera de viajar en París. A pie, anda uno dos horas y no avanza un centímetro en el mapa; pero es la forma más indicada para conocer la ciudad. Mas, si se quiere ir a un punto determinado y está lejos, los vehículos (autos, ómnibus, tranvías, etc.), no sirven porque en cada esquina se demoran esperando el turno para pasar. Por eso se ha construido el ferrocarril subterráneo, llamado Metropolitano, red que extiende sus líneas por todos los puntos de la ciudad abarcando las principales vías, y atravesando numerosas veces por debajo del Sena. Hay en servicio una extensión de algo más de cien kilómetros. En todas las líneas, más o menos a quinientos metros de distancia una de otra, hay estaciones, a donde se baja por escaleras amplias de cemento; complicados pasadizos y salones contienen ventas de tiquetes, planos del ferrocarril, indicaciones con nombres de las estaciones a donde se debe ir y flechas que indican al viajero cuál es la dirección que debe tomar. Luego se baja a un andén y allí está el tren, de cinco carros (cuatro de segunda y uno de primera), o llegará dentro de dos minutos. Al otro lado del andén, hay otro para los viajes en dirección opuesta. En cada estación, el tren demora unos pocos segundos y el viajero puede leer el nombre del lugar donde está, escrito en varios puntos de los muros en letras grandes; y como en lugar visible del carro lleva un croquis de la línea, puede muy bien saber qué le falta para llegar y prevenirse para bajar rápidamente en el lugar de su destino. Como muchas veces la línea no lo lleva directamente, hay lo que llaman “correspondencias”, esto es: que puede uno llegar por cierta línea a una estación y allí tomar otra en distinta dirección, y cuando le convenga bajarse y tomar otra. Así se puede andar a París por debajo de la tierra con un tiquete que le costó 0,60 francos, es decir, como dos centavos. Entre una estación y otra gasta el tren un minuto. Una mañana de estas tomé una línea y fui dieciocho minutos hasta la puerta de Saint Cloud; había andado dos leguas. Otras dos de regreso fueron cuatro… por dos centavos. El manejo del Metro, como le dicen aquí, es muy complicado, pero yo con mi mapa y gastándole tiempo, ya lo manejo regularmente. Hoy me di el lujo de hacer como cuatro correspondencias para ir hasta Bastilla. Me he pasado, pues, estos cinco días de París, haciendo ensayos y aprendiendo a vivir. Por el momento ya sé trasladarme con comodidad a cualquier parte, tengo buen restaurante y un cuarto situado a una cuadra de los grandes bulevares, es decir, en el corazón de la ciudad.
[11 de mayo]
Aunque, como dije, no me he puesto a ver nada de cerca, sí he visto mucho en globo: la plaza de la Concordia con su obelisco, traído desde Egipto en 1836 por Luis Felipe y erigido en el punto donde fueron guillotinados4 los reyes y algunos miles (3.000) de sus vasallos (entre ellos, Carlota Corday); los Jardines de las Tullerías, de indescriptible grandeza; allí mismo, la plaza del Carrusel que está abarcada por el palacio del Louvre, edificio soberbio que forma como una enorme U cuyos brazos tienen tal vez ocho o diez cuadras; la estatua de la República y el gran monumento de la Bastilla. También fui al pie de la Torre Eiffel el más alto y más famoso de todos los monumentos del mundo. No la describo porque, ¿quién no ha visto alguna estampa que la represente? Es toda de hierro y sus cuatro patas, que están distantes como una cuadra una de la otra, se apoyan en fortísimas columnas de cemento. Tiene trescientos metros de altura (casi cuatro cuadras) y se sube a ella por ascensores y escaleras.
Hoy, después de almorzar, comencé mis visitas en regla, por el cementerio del Pére La Chaise. Eso no parece un cementerio sino un pueblo cuyos habitantes viven encerrados; tiene barrios, calles y plazas. Ni riesgo de recorrerlo todo,5 pero en gran parte lo hice y sobre todo llené el antojo de conocer la tumba de Abelardo y Eloísa, historia cuya antigüedad la hace creer fantástica, y había leído ya tantos años hace. Las cenizas de los dos amantes reposan en una misma sepultura y sobre el mausoleo están sus estatuas yacentes y con las manos en actitud de adoración. Ambos visten hábito religioso. Una inscripción de un lado dice que Pedro Abelardo escribió una obra que fue condenada por un concilio, que él se retractó y manifestó públicamente su ortodoxia, en memoria de lo cual hizo tallar esa piedra con tres estrellas que representan las Tres Divinas Personas. En efecto, la piedra de la izquierda del mausoleo tiene esos emblemas.
Dando vueltas sin concierto encuentra uno de pronto tumbas célebres: Molière, Thiers, etc. cansado de ver tanta piedra vieja, salgo a la calle y regreso a comer. Por la noche voy al “Folies Bergère”, el famoso teatro de revistas. Este sí no lo describiría aunque pudiera, no vaya a ser que me prohíban estas notas de viaje.
[12 de mayo]
Hoy sí hay que contar. Pero ¿quién lo hará? Pasé el día en Versalles y en la Malmaison. El Palacio de Versalles, que fue en tiempo de Luis XIII una casita para sus cacerías, fue levantado por Luis XIV, el Rey Sol. Es inmenso y suntuoso con la suntuosidad de la Francia de aquella época. Todo allí respira lujo, galantería y opulencia. La fachada no más tiene siete cuadras y media y ciento cincuenta y cuatro ventanas enormes. Se llega por una avenida de estatuas de guerreros, comenzada por la de Bayardo a la derecha y la de Du Guesclin a la izquierda; en el centro, y mirando hacia París, está la estatua ecuestre del gran Luis. Luego, dentro del edificio, no se ve más que recuerdos del monarca con su emblema, el Sol, en tapices y cielorrasos, en espejos y chimeneas. Mucho hay de los otros Luises, de Napoleón y de sus esposas y demás adláteres, pero el Rey Sol lo llena casi todo.
Lo notable en este palacio son dos de sus salones: el llamado sala de los espejos, donde se firmó la paz de 1919, y la sala de las batallas que tiene en sus muros la historia en cuadros de todas las batallas gloriosas ganadas por Francia. Dichos cuadros son al óleo y ocupan toda la altura de la pared. La primera sola tiene ochenta y cinco metros de largo y la otra noventa. Pero el verdadero esplendor de Versalles está en los jardines, las fuentes y los bosques. Es difícil encontrar más bronce, más mármol y más aguas, tan artísticamente dispuestas. Y cómo cree ver uno por esas encantadoras avenidas, marchar los caballeros de empolvadas pelucas, conduciendo de la mano a aquellas damitas de cintura casi nulas ¡y de esponjado polizo!
Vuelvo a hablar de los palacios para recordar la sorpresa gratísima que recibí al ver entre los retratos que adornan la sala de la Revolución un retrato muy conocido, y al leer al pie: ¡“Francisco Miranda, lugarteniente general de la armada del Norte, jefe único de la octava división”! Y no acabaría: el lecho de Luis XIV, la sala donde nacieron todos los hijos de aquellos reyes, las habitaciones privadas de María Antonieta, la sala de guardia de los reyes, la sala donde el pueblo de París prendió a Luis XVI y a la reina, después de asesinar la guardia, la escalera por donde subió la turba furiosa, etc.
La Malmaison presenta un aspecto más pobre, más tranquilo, más íntimo. De un lujo serio y austero, esta casa la compró y la embelleció Napoleón6 para regalarla a su esposa y a ella se retiró la pobre Josefina después del divorcio. Allí están sus dormitorios, su tocador, su biblioteca. Allí mil recuerdos del Emperador, entre ellos la camisa que tenía cuando murió, la cama de compaña, aparato feo, de lona, parado en cuatro varillas de hierro, sus pistolas, su neceser, los muebles de su casa de Santa Elena. En la planta baja, frente al comedor unas habitaciones muy lujosas, donde dicen que estuvo los tres días siguientes a la batalla de Waterloo. En el jardín se cultivan las rosas predilectas de Josefina y aseguran que son las mismas que los van renovando a medida que envejecen. Hay en un pabelloncito vecino tres carrozas llenas de recuerdos muy lujosos y con mil emblemas: el coche en que Napoleón hizo la desastrosa campaña en que Josefina vino de París inmediatamente después del divorcio. Me entré por el jardín y recogí una piedrecita al pie de un tilo centenario y unas hojitas de rosa de las de Josefina. Las rosas son las suyas, y la piedrecita, ¿no podría haber estado cerca de la desgraciada exemperatriz cuando esta lloraba su pena bajo aquel árbol de su jardín?
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