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CAPÍTULO VI
LA EMPAREDADA
Estamos en cualquiera de aquellas ciudades ó grandes villas dependientes de Granada que tanto figuran en la historia de su antiguo reino; que conservan bastantes casas solariegas; que son cabezas de partido judicial; que pagan á hacendados forasteros la mitad del trigo que producen; que están llenas de mozalbetes ociosos y aburridos; que agonizan devoradas por las gabelas; que se comunican rara vez con la capital, y cuyo vecindario escogido se reduce á algunos (pocos) ricos terratenientes (gracias á la desamortización), á los administradores de ausentes títulos, á este ó aquel arrendatario desahogado, á media docena de prestamistas, á los correspondientes curiales, á varios médicos, abogados y boticarios, á cierto número de comerciantes procedentes de Cataluña ó de Santander, á todo el clero preciso, á varios militares en situación pasiva, al jefe de la Guardia civil, al de Carabineros, si la escena es en la costa, á tal ó cual mayorazgo sin vínculo, y á tres ó cuatro empleados del Gobierno.
Todos ellos representan por igual la aristocracia del vecindario. – La clase media se compone de los artesanos, de los rústicos que viven con cierta holgura, y de todos los que, pagando alguna contribución directa, jamás usaron sombrero de copa. – Constituyen, en fin, la clase baja los jornaleros, los verdaderamente campesinos y todos los indigentes, esto es, lo que en más latas esferas se llama hoy el cuarto estado. – Allí sólo se cuentan tres estados, por no existir el primero ó superior.
La mujer sobresaliente que encontramos dentro de estas aletargadas ciudades; la que resume, á nuestro juicio, el espíritu de sus costumbres y el carácter de su poesía; la que no se parece á ninguna de la capital ni de los campos, es cualquiera de las dos ó tres más distinguidas señoritas de la mencionada relativa aristocracia; la hija de tal ó cual usurero ó espetadísimo señor, montado á la antigua española; la Eugenia Grandet, en fin, de aquellas poblaciones medio agarenas, medio milenarias, tan diferentes de las que riega el Loira.
Y ésta va á ser ahora nuestra gentil protagonista.
Para mejor estudiarla, imaginémonos á un joven enamorado de ella, y llamémosle Fidel.
La deidad, que es una mozárabe de ojos azules, ó una mudéjar de ojos negros, triste y descolorida en ambos casos como planta sin sol, elegante por naturaleza y por casualidad, y á quien llamaremos Amparo, habita un caserón antiguo, que da nombre á una calle ó plazoletilla poco pasajera, donde la hierba campa por su respeto. Este caserón tiene un inmenso portal, un enorme escudo de armas sobre la puerta, grandes balcones con guardapolvos, rejas bajas que no se abren nunca, algunos ventanuchos á un callejón, y su correspondiente puerta falsa.
Fidel pasa todos los días un par de veces (y no más, á fin de no avispar á la familia) por la calle ó plazuela herbosa (siempre con el notorio motivo de ir á alguna otra parte), y ve la cabeza de la emparedada durante dos segundos, detrás de un determinado cristal de un determinado balcón. Es todo lo que ha podido penetrar (desde hace tres años que principió esta novela) en la vida interior de la joven; todo lo que sabe de su casa, de sus hábitos, de su carácter, de sus gustos, de sus muebles y de cuanto hace, dice y piensa en el resto del día. Vive, pues, el pobre enamorado cavilando en los misterios que guardan aquellas paredes, y envidiando á la criada de Amparo, sólo porque oye hablar, porque ve comer, porque ve dormir, porque conoce al dedillo, en suma, á la esfinge de su existencia.
La esfinge sospecha que Fidel la ama, y á ella no le disgusta Fidel, el cual, tan apasionado se halla, que ni siquiera admite la posibilidad de su dicha. Fidel no le ha hablado nunca; pero la saluda con los ojos cuando la ve sola detrás del cristal, y ella le contesta del mismo modo… (Él cree que por pura cortesía.)
Ella sabe bien cómo se llaman él y toda su parentela: los padres de ambos son íntimos amigos, y hasta creemos que se hablan de tú. – Él sabe de ella lo mismo (lo que sabe el padrón), y hasta podríamos jurar que conversa en la plaza con su padre y que tutea á sus hermanos. Sin embargo, ella es para él un ser diferente de todos los nacidos. Ella es fantástica, inmortal, divina, superior á su padre y á su madre. – A éstos les tiembla, es verdad; pero los desprecia soberanamente. ¡Y sus hermanitos son unos bárbaros, pues que la tratan como á una igual! ¡Él los envidia, les adula y los detesta!
Pero vamos al asunto. – «¿Cómo hablarle?» – se pregunta continuamente Fidel.
En casas como la de Amparo no se concibe la visita de un mozuelo. (Los árabes dejaron establecida jurisprudencia.) Allí sólo entra alguna señora de cumplido, á las doce del día, los domingos y fiestas de guardar. Los caballeros, en la calle, se tratan con llaneza, ¡con demasiada llaneza! Pero á las señoras se las trata, y ellas se tratan entre sí, con cancilleresca ceremonia.
Escribirle… fuera jugar el todo… por la nada, y además una impertinencia de marca mayor.
La criada… sería contraproducentem.
– «¡Presentado!…» – dirá algún madrileño.
¿Qué es presentar donde todos se conocen? – ¡El padre de Amparo le tutea á Fidel, sin necesidad de presentaciones! – ¡Ya se guardará el rapaz de meterse en semejantes dibujos!
Por otra parte, ella no sale nunca sino á misa de diez, y eso… con su mamá, que es mucho más austera que su papá. – Pero, en fin, va á misa…
– «¡Oh sublimidad del Catolicismo! (piensa Fidel). ¡Merced á sus leyes, puedo verla media hora seguida todos los días de precepto! – ¿Por qué los habrán reducido últimamente?»
Sí; la ve durante treinta minutos; pero ¿cómo la ve? A media luz, con un espeso velo echado sobre el rostro, de perfil, de rodillas, con los ojos clavados en el libro…
¡Pícaro velo! ¡Pobres rodillas de su alma!
A la salida y á la entrada, cruza Amparo delante de él, sin mirarlo, sin mirar á nadie, mirando al suelo.
¡Yo respondo de que sabe que su adorado está allí, y de que, á hurtadillas, lo ha medido de pies á cabeza!
Él se figura que no…
¡Como que está enamorado!
Un día de procesión la ha tenido Fidel enfrente de sus ojos, durante tres horas, en el balcón de unas amigas, emancipada, sin velo en cuerpo gentil, vestida de claro, movible contenta, sonriente… – ¡Qué transfiguración! ¡Qué liberalidad! ¡Qué tesoros! ¡Qué delicia!
Una vez, en la feria, se encontraron en una platería improvisada, y la oyó hablar de diamantes, perlas y rubíes… – ¡Qué voz! ¡Cuán diferente de todas las humanas! – Ni ¿de qué otra cosa podría hablar más que de joyas aquella inmortal princesa?
(En esto tenía razón.)
Finalmente: una noche volvía la joven de casa de una parienta enferma, con uno de sus insolentes hermanos.
Fidel los siguió en silencio muchas calles, embozado hasta los ojos.
¡Y con qué emoción! – Amparo, en las tinieblas, le parecía suya… – La luz determina las distancias. Las sombras confunden los objetos… – La vista entonces tiene algo de tacto.
De resultas de esta emoción, Fidel pasó muchas noches entregado al placer de estar á obscuras.
Su adorada, entretanto, borda ó lee, reza el rosario con sus padres, hace flores, hace dulces, hace novenas…; pero todo maquinalmente. – Ciertas noches, de tiempo inmemorial, van á su casa unas solteronas á acompañar á su madre, que no lee otro periódico que el que ellas constituyen por sí propias. Amparo, fingiéndose distraída, no pierde coma, á ver si oye decir algo que tenga relación con el hijo de D. Eusebio (que es Fidel). Óigalo ó no lo oiga, resulta que de la conversación de aquellas mujeres; del tumulto de cosas humanas que percibe en las novedades que ellas cuentan; de las ideas de pasión, de combate, de felicidad, de leyes naturales y de leyes escritas que estas novedades siembran en su alma; de lo que le mandan y vedan las obras místicas que lee; de lo que dicen con su mudo lenguaje las flores; los pájaros, los céfiros, el sol, la luna y hasta las tímidas estrellas, va formándose en el corazón de Amparo un mundo armónico y fulgente, lleno del sentimiento universal, lanzado en órbitas mucho más amplias, libres y luminosas, que el mundo de las cuatro paredes de su encierro, y henchido de un concento misterioso, que canta incesantemente esta oda de una sola frase: «¡Fidel mío!»
Y así pasan años como eternidades, y así se forman almas y caracteres que son verdaderos abismos de disimulo, verdaderos infiernos de pasión reconcentrada, ó verdaderos eriales de ilusiones desvanecidas.
Pues imaginad ahora que llega un momento en que el demonio, las solteronas, una prima fea ó un sobrinillo amable, llevan medio recado, y se concierta una cita, y se abre á media noche cualquiera de los ventanuchos del callejón, ó se utiliza como locutorio el ojo de la llave de la puerta falsa…
¡Poema seguro por lo pronto! ¡Edgardo y Lucía en escena! – ¡Qué dúo, qué idilio, qué eternos esponsales de dos vidas!
Luego viene el drama… y termina en tragedia ó en comedia: esto es, en el Cementerio para alguien, ó en la Vicaría para los dos enamorados.
Supongamos esto último: se casan. – ¡Adiós, mundo! ¡Adiós, calle! ¡Adiós, balcón! ¡Adiós, todo! – Amparo ha desaparecido.
Sin embargo, esta casada de la ciudad no se marchita físicamente como la de la aldea…
«¡Ojalá! (dirá aquí la musa romántica). ¡Cuántas terribles pasiones á lo Werther habría menos en el mundo!»
La casada de la ciudad sigue siendo joven y hermosa; pero las rejas del claustro doméstico se cerraron detrás de ella cuando regresó del templo. – Amparo ha tomado el velo de desposada: ha dejado moralmente de estar viva: es profesa del hogar. Ya no se la verá nunca, como no sea algún Jueves Santo… Las cortinillas de sus balcones no se alzarán en lo sucesivo. Irá á misa, es cierto; pero al amanecer, hora en que los héroes de Goethe no se han levantado todavía… – ¡Y nada más, nada más!
Pues supongamos que Amparo no se ha casado con Fidel… sino con otro, á gusto exclusivo de los padres tiranos… – La musa romántica se apodera entonces por completo de la acción. Ya no se trata de Werther y Carlota: ya se trata de Francesca y de Paolo. Pero de una Francesca á quien Paolo no ve sino en sueños; de un poema de dos amores sin esperanza; el amor de él y el amor de ella, separados siempre y siempre paralelos, como dos ríos que cruzan á todo lo largo un mismo valle de lágrimas, sin mezclar nunca sus corrientes.
No: Fidel no buscará á la emparedada; ni, si la buscara, la encontraría; ni, si la encontrase por acaso, la Francesca del reino de Granada sería tan melodramática como la de Rimini. El recato de Amparo llega hasta el martirio. ¡Ha aceptado el cáliz de amargura, y no hay miedo de que aparte de él sus ojos ni sus labios! Fidel no lo ignora: Amparo está enterrada en vida.
Réstame añadir que esta reclusión absoluta de las Amparos no es una imposición de sus maridos. Es un retraimiento espontáneo de ellas mismas, resultancia compleja de temores, tedios, desdenes, fierezas y misticismos, propios de aquella melancólica y mordaz sociedad, y acaso también reminiscencia inconsciente de las costumbres mahometanas.
Y vean ustedes cómo, por medio de ficciones novelescas y de caprichosos artificios, hemos venido insensiblemente á saber cuál es, sobre poco más ó menos, la existencia de todas las señoras y señoritas de una de esas ciudades… La casa, la familia, la iglesia, y alguna vez el campo: he aquí su universo.
Por ferias ó por pascuas suele ir una compañía de cómicos de la legua, ó de titiriteros á pie ó á caballo. Entonces oye uno tutearse en las lunetas, sin previo aviso, á dos personas de distinto sexo que no se han hablado desde que se arañaban, al salir él de la escuela y ella de la amiga; esto es, cuando tenían siete años. – Nadie diría que llevan veinte ó veinticinco de adorarse y de desearse en silencio.
Alguna vez, de resultas de cosas que pasan en el mundo (el mundo son las luchas políticas de Madrid), entra tropa en aquel pueblo; y, si se detiene dos ó tres días y lleva banda de música, todos los amadores se conciertan, abren una suscripción, van en legacía á convidar á las muchachas por conducto de sus madres, y á las madres con pretexto de las muchachas, y dan un baile de etiqueta en el Hôtel de Ville, al cual asisten todas ó casi todas las emparedadas solteras y no solteras. – Esta noche se señala con piedra blanca en la historia de muchos corazones… ¡Lustros pasan luego haciéndose mención ó memoria del baile, principio ó fin de muchas novelas íntimas!
De lo que en semejantes poblaciones significa una forastera; del efecto que produce en la imaginación de los galanes; del perjuicio que por de pronto ocasiona á las damas indígenas; de las venganzas que éstas toman cuando aquélla pierde el prestigio de la novedad y de la extrañeza ó se marcha bendita de Dios (que es la frase sacramental), puede formarse juicio fácilmente, considerando el fastidio que la monotomía engendra en una juventud ociosa; fastidio que acaba por oxidar y ennegrecer los espíritus más brillantes. – La forastera es un relámpago que les habla de la tempestad de acontecimientos y de poesía que brama en las inmensidades del siglo; y ellos, los Napoleones encerrados en una Santa Elena previa, ven á su luz fosfórica surgir en el desierto océano de su vida todas las Atlántidas del deseo. – Considerad, pues, cuánto padecerá la emparedada, cualquiera que haya sido su destino (háyase casado á su gusto ó al de sus padres, ó esté moza todavía), al saber, por las dos susodichas solteronas, ó por la superviviente, si una murió, que Fidel le pone los ojos tiernos á la forastera; – cosa que hacen casi todos los Fideles, sin perjuicio de su perdurable amor á las Amparos.
Yo corto aquí esta novela-proteo, que sería infinita; como son infinitos todos los sentimientos que se fermentan en almas solitarias, ora entre las cuatro paredes de una celda, ora dentro de los ruinosos muros de estas ciudades que pudiéramos denominar cementerios de vivos.
Por lo demás, en esos cementerios, donde la dulce tradición y la mansa rutina, hijas de la incomunicación material y de la apatía moral, hacen de cada cuerpo ambulante un féretro semoviente en que va amortajado un espíritu; allí, donde la mayor parte de las personas de suposición viven todavía, respecto de la moderna mancomunidad social europea, en un apartamiento más esquivo que el que ya han abandonado los mismos japoneses; allí, donde hay horas, días, sitios, alimentos, frases, ropas, tristezas y alegrías de rúbrica, de rigor, de cajón, de ene y de tablilla…; allí (creedme) es donde deben estudiarse las costumbres particulares de cada región de la Península, para compararlas entre sí, y donde encontraremos que la mujer ocupa aún, en todas las tierras que son ó que fueron España, el trono de flores á que la elevaron sucesivamente el Cristianismo, redimiéndola; el galante islamismo ibérico, deificándola… y los hijos de Andalucía, sobre todo, combatiendo en primera línea la ley Sálica, á fuer de pertinaces mujeriegos.
* * *
Pero (ocasión es ya de decirlo, y de decirlo muy seriamente para concluir) el imperio que las españolas ejercen sobre los hombres desde ese trono amasado con requiebros, serenatas, puñaladas y suspiros, tiene más de aparato pontifical que de íntimos y sustanciales atributos; y bueno sería que los españoles procurásemos que nuestras hembras, tan superiores á todas las del mapa por su dignidad moral, por la intensidad de sus sentimientos, por la autenticidad de sus pasiones y por la viveza y la gracia de su imaginación, no se dejasen aventajar, como se ven aventajadas hoy, por las inglesas, las alemanas, y hasta las francesas, en ciertas condiciones accidentales ó adventicias, referentes á la exterioridad de su espíritu á su manera objetiva de vivir y á su influencia civilizadora.
Porque (no lo neguemos) culpa nuestra es, culpa de nosotros, padres, amantes y maridos, todo lo que hay de inculto y opaco, de sordo y de baldío en la superficie social (permitidme esta perífrasis) de casi todas las mujeres españolas. Si más exigiéramos, desde que nacen, de las compañeras de nuestra vida; si más reparásemos luego en la parte inmaterial de su naturaleza; si fuera más desinteresada la idolatría que nos inspiran; si nos respetásemos más á nosotros mismos y las respetásemos más á ellas en nuestros modales y discursos dentro del hogar; si les diéramos una importancia más grave y positiva que la que negligentemente y con intermitencia les damos, porque haya paz, ó por servilismo amatorio, la vida externa de las españolas correspondería á la superioridad sin rival de la vida de su espíritu.
Y todo esto tendremos que hacer los varones en España, si queremos librarnos de la peste de que nuestras hijas ó nuestras nietas den en la gracia de rehabilitarse y perfeccionarse por sí mismas, al tenor de los pavorosos procedimientos empleados ya hoy en varios países por algunos sabihondos marimachos, vulgo marisabidillas, justamente indignadas de que siga siendo cierto aquel dicho de un filósofo: «Las mujeres nos deben la mayor parte de sus defectos: nosotros les debemos la mayor parte de nuestras cualidades.»
CAPÍTULO VII
CONCLUSIÓN Y RESUMEN
He concluído: pero, por si algo se me ha olvidado de lo que ofrece la portada de estas monografías, creo oportuno evacuar ahora mi informe, de una manera oficial, por medio del siguiente estado, ratificación y resumen de todo lo que queda dicho17:
LA MUJER GRANADINA, TAL CUAL ES
DESCRIPCIÓN Y PINTURA DE SU
Enero de 1873.
DE MADRID A SANTANDER
I
Salí de Madrid, mi querido Pepe, del modo y manera que sabes; empingorotado en el cupé de la Diligencia de Valladolid, con menos que mediana salud, á las seis de una caliente mañana de Agosto, no muy provisto de metales preciosos, en busca de aire y de agua, dos artículos de primera necesidad que escasean en la Corte de las Españas; con los bolsillos llenos de melocotones y naranjas, que tú me diste, y en la amable compañía de mi bastón, mi paraguas y mi saco de noche.
El viaje desde Madrid á Valladolid fué una especie de índice del de la Reina y sus ministros, cuyas pisadas venía siguiendo, á cuatro días de distancia, mi humilde humanidad; lo cual quiere decir que iba hallando á mi paso iluminaciones… apagadas, arcos de triunfo… por el suelo, y algún que otro músico desbandado, que tornaba á los patrios lares con su serpentón á la espalda.
La Corte, desandando la Historia de España hasta llegar á su cuna, y yo, dirigiéndome á Valladolid para luego girar hacia estos montes sin historia conocida, hemos atravesado, pues, el país clásico de los Infanzones de Castilla, la tierra que pisaron los Condes, los Reyes y los Caballeros, el lugar de mil batallas portentosas y de treinta Cortes que hoy son pobres y obscuras villas.
Ya, antes, al trepar al Guadarrama, tumba de hielo en que Felipe II se escondió en vida, cerrando el libro de la epopeya española, había yo meditado largamente… El Guadarrama, ó sea el Monasterio de El Escorial, cuya triste mole descubrí á lo lejos, es una losa fúnebre colocada sobre nuestro pasado de gloria. No parece sino que el gran Misántropo presintió la ruina del imperio de Carlos V, y levantó un padrón mortuorio en conmemoración de la grandeza de España. – En adelante los Carlos de Austria se llamarían Carlos II, los Felipes, Felipe IV, et sic de cæteris.
Pasé por Olmedo, donde hace cuatro siglos se dieron dos batallas, la una en 1445, la otra en 1466.
En la primera resultó D. Álvaro de Luna herido en una pierna… y Maestre de Santiago. Allí ganaron también D. Juan Pacheco el Marquesado de Villena y D. Íñigo López de Mendoza el de Santillana. ¡Reyes, Grandes y poetas combatieron pecho á pecho y brazo á brazo; triunfó Castilla, y cubrióse (dicen) de gloria el infante D. Enrique, más tarde llamado Enrique IV el Impotente!
En la segunda, el honor de Castilla fué vulnerado por vencidos y vencedores, por los nobles y por el Rey, demostrándose así con el testimonio de la Historia, que cuando los reyes no representan las aspiraciones de sus pueblos, hasta el laurel se convierte en sus manos en fúnebre sauce.
Pero dejemos la Historia, por respetos á la ley de imprenta que nos rige.
De Madrid á Valladolid hay treinta y cuatro leguas y pico, que se andan en veintitrés horas. – Llegué, pues, á las cinco de la mañana á la ciudad de D. Álvaro de Luna.