Kitabı oku: «La Igualdad Social y Política y sus Relaciones con la Libertad», sayfa 2
Un gran número de artes y oficios vedados por la ley ó por la opinión á toda persona digna, y hoy apreciados ú honrados, han variado la graduación de la escala y los elementos de la equivalencia. Estudiándolos se ve que crecen estos elementos, que cada descubrimiento, cada invención, cada camino que se abre á la actividad inteligente del hombre, es un nuevo medio de equipararle á otros que ocupaban una posición más aventajada, y aumenta el número de los que, siendo equivalentes, pueden ser y son considerados como iguales: la rapidez del progreso en este sentido no puede desconocerse. No es necesario subir mucho en la historia de los pueblos para ver que no había equivalencia social respecto á las clases elevadas más que en dos: el sacerdote y el guerrero. Entre éstas y las demás mediaba un abismo; la equivalencia era imposible. Después la toga se equiparó al hábito y á la coraza; así pasó mucho tiempo, y aún los ancianos recuerdan aquel en que ninguna persona noble que no tuviera lo suficiente para vivir de sus rentas podía dedicarse más que á las armas, á la iglesia ó al estudio de las leyes: la equivalencia, que se había extendido un poco, se limitaba, no obstante, al derecho, la teología y la milicia; hoy han dilatado su esfera las ciencias, las artes, la industria, el comercio, modos infinitos de desplegar dignamente la actividad humana, que, manifestándose de diferente modo y aplicándose á objetos diversos, tienen igual utilidad y merecen igual aprecio.
No es posible observar, siquiera sea muy por encima, la marcha de la civilización sin ver como factor creciente de la igualdad la equivalencia, y sin notar que este crecimiento es constante, graduado, sólido, resulta de causas poderosas y permanentes, es lógico, en fin.
Pero quien dice lógica, dice encadenamiento ordenado y necesario de verdades, dice un inmenso poder y una regla severa, una gran fuerza y una estrecha sujeción, y para que las consecuencias sean irresistibles es indispensable que las premisas sean ciertas. No es una escuela, un club, un orador de tribuna ó de esquina los que pueden decir á un hombre ó á una multitud tú vales tanto como otra multitud ú otro hombre: esta declaración puede hacerse aplaudir en una hora da entusiasmo, ó servir de bandera en un día de motín; pero no constituirá un derecho si no recae sobre hechos positivos y constantes. Nuevas ideas, nuevas necesidades físicas, morales é intelectuales, y quien las satisfaga realmente, es condición precisa para aumentar de un modo estable el número de los equivalentes sociales, ó variar el lugar de la escala que ocupan. La adivinación no se ha convertido en buenaventura descendiendo del oráculo á la gitana, sino porque son ya pocos y de los que están muy abajo los que creen que hay artes ocultas para predecir lo futuro. El ingeniero no se ha puesto á nivel de las profesiones más honradas sino porque satisface una necesidad generalmente sentida. El cómico no pasó de histrión infame á actor apreciado sino porque se ha hecho artista en un pueblo que gusta del arte; y donde el torero recoge aplausos y dinero, y el filósofo vive olvidado en la miseria, es porque la falta de ideas y el trastorno de las pocas que hay produce la inversión de las escalas sociales y que los últimos sean los primeros, y viceversa.
Así, pues, la equivalencia, auxiliar poderoso de la igualdad, crece constante pero lógicamente; tiene poder, pero está sujeta á leyes; puede influir mucho, pero no puede prescindir de necesidades, de ideas y, lo que es más triste, ni aun de errores é injusticias. En vano un individuo ó una colectividad dirán á otra colectividad ó á otro individuo: valemos tanto como vosotros, y será cierto y lo probarán; si los demás no lo comprenden así, si hay quien tiene interés en negarlo y medios de hacer que su interés prevalezca, la equivalencia, por más justa que sea, no será menos imposible. No la realiza, pues, quien pretende imponerla; antes la desacredita, contribuyendo á que se la declare imposible, cuando no es más que prematura.
Resumiendo. No se debe confundir la igualdad con la identidad, porque no existen dos personas entre las cuales no haya diferencia alguna.
Igualdad no es una cosa absoluta y fija, sino relativa y variable, según el objeto con que se establece; así hemos podido definirla aquel grado de semejanza necesario para el fin á que se destinan las cosas ó las personas comparadas.
Equivalencia es el valor igual que tienen las cosas ó las personas, no por sus muchos grados de semejanza, sino por ser igualmente apreciadas del que las califica.
Tendremos ocasión de recordar más adelante estas verdades y necesidad de apoyarnos en ellas.
CAPÍTULO III
ORIGEN Y PROGRESOS DE LA DESIGUALDAD
Es tan cierto lo que decíamos en nuestro primer capítulo, de que sin haber observado diferencias no habría ocurrido pensar en igualdades, aquéllas y éstas están en relación tan constante, íntima y necesaria, que al estudiar la igualdad hallaremos de continuo la desigualdad, sin que nos sea posible hacer investigaciones sobre la una, sin analizar la otra, y anotando que, bien definida cualquiera de ellas, es fácil definirlas entrambas con exactitud.
Si la IGUALDAD es aquel grado de semejanza necesaria para el fin á que se destinan las cosas ó las personas que se comparan, la DESIGUALDAD será aquel grado de diferencia por el cual las cosas ó las personas no puedan servir igualmente al mismo fin.
El origen de la desigualdad del hombre, que es la que nos proponemos estudiar, está en la naturaleza, entendiendo por naturaleza del hombre no sólo su organismo físico, sus necesidades materiales y los medios de satisfacerlas, sino su sér completo, físico, moral é intelectual.
Sin dejarse llevar de la imaginación ó del espíritu de sistema afirmando acerca del hombre prehistórico lo que no puede saberse, cabe asegurar que los primeros hombres no eran iguales entre sí, en el sentido de ser idénticos, ni aun tenían todos aquel grado de semejanzas en virtud del cual sirvieran igualmente á cuantos fines pudiesen proponerse en la sociedad más ruda.
Para evitar equívocos convendrá consignar que entendemos por hombre un viviente físicamente organizado en lo esencial, como lo están los hombres de hoy: intelectualmente, capaz de distinguir el bien del mal; y moralmente, con poder de elegir y realizar el uno ó el otro. El que no tenga estas condiciones podrá ser hombre para el naturalista, pero no lo es para el que se ocupa de ciencias morales y políticas.
Entre los primeros hombres los habría deformes, feos, débiles, enfermizos, y bien constituídos, bellos, fuertes, robustos; estas desigualdades físicas, por ser las más perceptibles y las más importantes entre hordas salvajes, no serían las únicas; individuos habría más resueltos para buscar el peligro, más firmes para arrostrarle, más circunspectos, más valerosos, más astutos para triunfar en la lucha continua que era condición de existencia. Que entre ellos había desigualdades se comprende desde luego observando que existen hasta entre los animales, y más á medida que ocupan un lugar más elevado en la escala. Entre los domésticos, que son los que conocemos un poco mejor, podemos notar diferencias de belleza, de fuerza, y hasta de inteligencia y de carácter; no se concibe, pues, que dejen de existir entre los hombres, ni se ha encontrado sociedad por ruda que sea en que algunos no se distinguieran de los otros, ya fuese por elevarse, ya por no llegar al nivel común. No hay pueblo sin jefe, ni donde la tradición no recuerde algunas personas distinguidas. Que se los suponga venidos de remotas regiones ó descendientes de los dioses, es lo cierto que se conserva el recuerdo de hombres que no eran iguales á los otros, que inventaron artes útiles, llevaron á cabo heroicas hazañas ó las cantaron.
Por rudo que sea el hombre primitivo, por decisivas que sean para él las inferioridades y superioridades físicas, también le importan en cierta medida, al menos, las intelectuales, porque además de la fuerza muscular necesita alguna inteligencia á fin de utilizarla. Un genio enfermizo no tendría autoridad en un pueblo bárbaro, pero tampoco un atleta imbécil.
Por todo lo que pensamos, observamos y sabemos, donde quiera que hay sociedad de hombres se notan en ellos desemejanzas bastante marcadas para que sean calificadas de desiguales, ya se compare su fuerza, ya su inteligencia. Estas diferencias son necesarias, sin que puedan evitarlas aquellos á quienes perjudican, ni conseguirlas aquellos á quienes favorecen. No depende de nadie nacer feo ó hermoso, enfermo ó robusto, limitado ó inteligente; todas estas desigualdades naturales son también fatales.
Aunque sea de paso, debemos advertir que decimos fatal en el sentido de inevitable, no en el de ciego y menos de injusto. En cualquiera época que estudiemos á los hombres hallamos desigualdad natural entre ellos, lo cual en parte se explica como necesario á la sociabilidad, y en parte no. En todo estudio se llega á un non plus ultra; se encuentra lo desconocido, lo inexplicable, que unos dan por explicado sin estarlo, otros llaman misterio, y otros absurdo ó injusticia: nosotros somos de los que le llamamos misterio. Le hay en la desigualdad congénita de los hombres; cuando es, será porque debe ser; pero aun los que no vean en ella la justicia divina, no pueden negarse á la evidencia de que está en la naturaleza humana. Providencial ó fatal, es innegable la desigualdad de los hombres de todos los tiempos y lugares; y cualquiera que sea el grado de su cultura, ésta modifica, no destruye el hecho primitivo de las grandes diferencias individuales.
Pero el hombre no es sólo un organismo físico, un conjunto de facultades intelectuales, sino también un sér moral; además de bello ó feo, endeble ó fuerte, limitado ó inteligente, puede ser bueno ó malo, y el serlo depende de él, de él solo; no hay aquí fatalidad; todo el que hace mal, si está en su cabal juicio, es porque quiere hacerlo. En cualquier lugar donde existen hombres los hay malos y buenos, peores y mejores; toda colectividad que tiene recuerdos, conserva la memoria de bondades ejemplares, de virtudes á toda prueba, de abnegaciones sin límites, al propio tiempo que necesita reprimir hechos atentatorios al orden y que, si se generalizasen, harían imposible la sociedad. El excepcionalmente bueno y el excepcionalmente malo, el que se reverencia con amor y el que se persigue con odio, el justo y el delincuente, son los extremos de la desigualdad moral, cuyos intermedios varían al infinito. Pero si las diferencias físicas é intelectuales se reciben, las morales se crean, su origen está en la libertad del hombre, en su voluntad recta ó torcida.
Son tres los elementos (físico, intelectual y moral) que entran en la desigualdad; de los dos primeros no se dispone, del último sí, y con él puede reaccionar de tal modo sobre los otros que venga á ser preponderante en vez de estar supeditado. ¿Quién no conoce personas que por falta de moralidad han destruido un físico fuerte, y otras delicadas que se han fortalecido con la constancia en un buen régimen que no es posible sino á los que tienen buena conducta? Por donde quiera se ven ejemplos de ventajas conseguidas respecto á los que nacieron mejor dotados, de desigualdades físicas invertidas por la moralidad ó la falta de ella; de modo que en muchos casos, aun aquellas dotes que parecen recibidas fatalmente, pueden conquistarse con la voluntad recta y perderse con la voluntad torcida; lo último, sobre todo, es indefectible; la organización más privilegiada no resiste al desorden y al vicio, que no tarda en rebajar á los que la Naturaleza había elevado al nacer.
Aunque no tan grande como la robustez, la belleza es una gran ventaja que está muy desigualmente distribuída. ¿Pero puede conservarse la belleza que se recibe sin la moralidad de que se dispone? ¿Cuánto tiempo dura la belleza del hombre crapuloso, de la mujer liviana, del malvado, en cuyo rostro contraído no tardan en reflejarse sus pensamientos siniestros? Poco dura, fugaz es, y ellos muy pronto inferiores, aun estéticamente considerados, á los que tienen la hermosura del alma. El efecto útil de la belleza para el que la tiene, es la impresión que produce. ¿Y quién no sabe que esta impresión depende muchas veces menos de las dotes físicas recibidas que de las morales consecuencia de la voluntad? ¿Quién no conoce personas que no son hermosas, y hasta que son feas, pero que, no obstante, agradan, son simpáticas, porque la dulzura del carácter, la bondad del corazón, la paz del espíritu, la rectitud de la conciencia, se revelan en el rostro, cuyo atractivo no está en las formas, ni en el color, sino que es un reflejo de la belleza del alma? Son feos porque quieren, decía uno con gran asombro de los que no comprendían cuanta verdad hay en esta frase; variándola un poco, diciendo: – son desagradables porque quieren – puede sostenerse su exactitud, porque el que tiene voluntad de ser bueno lo es, y siéndolo, no habrá en su aspecto exterior nada repulsivo, y, por el contrario, tendrá siempre algo que agrada y atrae.
De otras desventajas físicas triunfa también la voluntad fortaleciendo con el ejercicio órganos débiles y utilizando con la perseverancia aptitudes que sin ella habrían sido inútiles.
En el orden intelectual aparece aún mucho mayor el poder de la voluntad; y aunque no sea absolutamente cierto, como se ha dicho, que el genio es la paciencia, es decir, la perseverancia, es decir, la voluntad, sin ella muy firme no hay genio. Nadie nace genio. Pueden recibirse al nacer facultades superiores; pero si no se cultivan, se atrofian, sucumben en germen por falta de una voluntad firme y recta.
En general, los hombres grandes son hombres morales, y muchos que hubieran sido eminentes se quedan en medianías por falta de moralidad. No sólo el vicio debilita las facultades; no sólo el amor propio exagerado, la vanidad, la codicia, todas las formas del egoísmo limitan el horizonte, dan puntos de vista mezquinos, impiden elevarse á las grandes alturas desde donde solamente se descubre la verdad, sino que sin amor á ella, sin impulsos nobles, grandes, que destruyan los miserables movimientos del yo mezquino, es difícil la inspiración sostenida que constituye los grandes hombres. Porque la inspiración no se limita á los artistas y á los poetas; sin ella nada grande se crea, se comprende ni se adivina, é inspirados estaban Platón, Leibniz, Copérnico y Watt, como Homero, Milton y Murillo. Sin trabajo, sin energía no hay inspiración posible; y como el trabajo es obra de la voluntad, y cuando ésta se tuerce viene la perversión que degrada y debilita, resulta que hasta en el genio, que es la aptitud excepcional que requiere más dotes naturales que se reciben desigualmente al nacer, hasta en el genio influye poderosamente, á veces de una manera decisiva, el elemento moral: hay muchos hombres que nacieron con facultades eminentes, y para ser grandes no les ha faltado más que ser buenos, y otros que, por serlo en sumo grado, se elevan más que ellos con menos dotes naturales.
Pero dejando al genio, que es la excepción rara, y viniendo al talento y á la inteligencia que, sin llegar á él, tienen mayor ó menor el común de los hombres, ¿quién no ve cómo influye en su desarrollo y aprovechamiento la voluntad de cultivarla y el modo de dirigirla? No es necesario extender mucho la vista; en derredor y muy cerca pueden observarse aptitudes inútiles ó que por culpa suya ha vuelto contra sí el mismo que las tenía, y facultades comunes, y aun limitadas, que ha utilizado grandemente el trabajo y la perseverancia. Si el genio es poder y querer, la inteligencia del común de los hombres es principalmente querer, y las desigualdades que en ellos se notan son, por lo general, consecuencia de la voluntad torcida ó recta, débil ó fuerte, que rehuye el trabajo ó persevera en él, que da el tónico de la buena conciencia ó el debilitante deletéreo de la perversión. Es frecuente ver personas que han adquirido una reputación ó una fortuna, que se han distinguido sin tener dotes naturales superiores, y por sólo el resorte moral de una conducta ordenada, de un trabajo perseverante; y es asimismo grande el número de los excepcionalmente aptos y dispuestos, que gráficamente se llaman perdidos, y que, en efecto, pierden las facultades de que no usan ó que emplean en su daño.
Verdades son éstas que todo el mundo sabe, por lo cual no hay para qué insistir en ellas, y sí sólo en las consecuencias que deben sacarse; éstas nos parecen muy importantes, por lo que no estará mal repetirlas y determinarlas bien; pueden formularse así:
El hombre se compone de elementos físicos, morales é intelectuales;
Los intelectuales y los físicos los recibe al nacer con una desigualdad que no está en su mano evitar;
Los morales son obra suya; puede ser bueno ó malo, mejor ó peor, según quiera; en la esfera moral la desigualdad es obra suya, y en ella no se rebaja sin culpa, ni se eleva sin mérito.
Pero en la unidad armónica que constituye la persona humana, los elementos intelectual y físico reciben poderosas influencias del moral; de modo que el hombre no sólo puede ser bueno ó malo porque quiere, sino que su voluntad influye poderosamente en su fuerza física, en su robustez, en su belleza y en su inteligencia.
Los elementos intelectuales y físicos que fatalmente parecen establecer una inevitable desigualdad, están neutralizados por el elemento moral que no pasa un nivel ciego aplastando lo que sobresale, sino que ordena justas compensaciones, suprime naturales desigualdades y establece otras que son consecuencia de una voluntad firme ó débil, torcida ó recta, y parecen premios merecidos y castigos justos.
Así, pues, aquella desigualdad congénita que parecía tan grande y tan fatal, observada de cerca no es tan fatal, ni tan grande; porque además de ser en parte necesaria para la armonía social, en parte está condicionada moralmente: no es el destino ciego que eleva ó rebaja, sino una ley en virtud de la cual pueden descender ó sobresalir, según quieran emplear bien ó mal las facultades recibidas.
Esto no es decir que siempre suceda así, ni que muchas veces no suceda lo contrario. Hay organizaciones tan débiles que el régimen más severo no fortifica; deformidades cuya fealdad no puede dejar de ser repulsiva; entendimientos tan cortos que no logra poner al nivel común el trabajo más perseverante; y dolores terribles de noble origen que contraen el rostro y le desfiguran: la voluntad, que basta siempre para ser bueno, no en todas ocasiones tiene poder bastante contra un físico enfermizo ó desagradable ó una inteligencia muy limitada. Es innegable, pues, que hay desigualdades congénitas inevitables, dichosas para unos, desdichadas para otros; hay misterio en esta desigualdad original: este es un hecho; pero no debe exagerarse su importancia, ni darle más alcance del que tiene, ni dejar de ver, al lado del elemento fatal de la desigualdad, un correctivo en la voluntad del hombre y su libre albedrío, que condiciona moralmente inconvenientes y ventajas que parecían haberse recibido sin condición alguna.
Así, pues, al estudiar la desigualdad la vemos desde su origen resultar de las diferencias congénitas de los hombres, fatales para ellos, pero condicionadas por el elemento voluntario de la voluntad libre. Y esto es tan cierto, tan esencial de la naturaleza humana, que en las hordas salvajes, en los pueblos bárbaros, en las naciones civilizadas, donde quiera que estudiemos la igualdad, veremos siempre el fatalismo modificado, neutralizado ó vencido por el elemento moral, que en ningún caso deja de ejercer grande influencia en el modo de establecer las jerarquías sociales ó de suprimirlas. La pasión ó el espíritu de secta ó de escuela, ni el delirio de las iras populares, no son los que nos dan niveladores tan ciegos é insensatos como ellos, sino que la naturaleza humana, y á nuestro parecer la voluntad divina, nos ofrece compensaciones para las diferencias y medios de realizar la igualdad en el elemento moral, en la voluntad y libre albedrío del hombre.
El origen de la desigualdad, en parte misteriosa, en parte de fácil explicación, fatal en alguna manera y hasta cierto punto consecuencia de la voluntad del hombre, está siempre en la naturaleza humana, y, por tanto, puede variar en sus grados y formas, pero no desaparecer.
¿Y la desigualdad aumenta ó disminuye con la civilización? ¿Sus progresos están en razón directa ó inversa de los del pueblo donde se estudia?
Los primeros progresos de las sociedades deben ser desfavorables á la igualdad, y podrá favorecerla ó perjudicarla una civilización más adelantada, según circunstancias que varían casi al infinito: tal vez podría decirse, respecto á la cultura de los pueblos, que la igualdad está en los extremos, y en medio la desigualdad; pero si esto se estableciera como regla tendría demasiadas excepciones, que, bien estudiadas, pondrían de manifiesto la influencia del elemento moral que hemos señalado.
La igualdad debe estar en su máximo grado en los pueblos salvajes. En lo físico, los débiles perecen al nacer ó en la infancia; hay un mínimum muy elevado de robustez y de fuerza indispensable para vivir: los que tienen menos sucumben; sólo pueden distinguirse los que tienen más. No viviendo los lisiados, enfermizos, enfermos ni deformes, disminuyen los elementos de la fealdad, y tampoco tiene muchos la hermosura en medio de una existencia materialmente tan penosa y con tan escasos recursos para embellecerse: esto no es decir que todos sean igualmente fuertes y bellos; pero están muy limitadas las diferencias físicas, y en su grado máximo la igualdad.
En lo intelectual, la esfera de acción se halla también muy reducida: ni artes, ni ciencias, ni industria, ni comercio; ninguno de los infinitos medios que sirven para poner de manifiesto la diferencia de aptitudes y la superioridad de facultades. Más destreza, más astucia para la caza, mayor disposición para las empresas de la guerra, un poco más ó menos de arte para preservarse de la intemperie ó arrostrarla con menor peligro, son los únicos modos de diferenciarse por debajo ó sobre el nivel común.
La esfera moral tiene también límites estrechos: son imposibles la mayor parte de los vicios de la civilización y las opuestas virtudes. No hay bebidas con que embriagarse; el trabajo, que es condición de vida, y el cansancio, que hace necesarias largas horas de reposo, disminuyen las del ocio. Lo rudo de la vida y la escasez de alimentos ponen límites á la incontinencia, y la general pobreza á los ataques á la propiedad: los de las personas tienen rara vez objeto, y siempre peligro, entre hombres á quienes pocas veces se puede robar, y que, fuertes y habituados al peligro, se defienden valerosamente. No habiendo apenas goces, la tentación de gozar no impulsa á apoderarse de lo ajeno; el egoísmo tiene carácter más negativo; las pasiones feroces apenas hallan freno, y es posible satisfacerlas igualmente sin reprobación, y antes con público aplauso. Son imposibles y no existe siquiera idea de la mayor parte de las virtudes, y apenas hay ni se concibe más que la fortaleza para sufrir el dolor y arrostrar la muerte. Este modo de ser como encadenado por las necesidades físicas, por la dificultad de satisfacerlas; esta limitación de ideas, han de dar cierta uniformidad á los afectos y á las determinaciones. Sin duda que desde luego serán diferentes; sin duda habrá personas mejores y peores, de carácter más débil y más firme, de voluntad más ó menos enérgica, más ó menos recta, más ó menos incontrastable; pero todas las diferencias se encerrarán en un círculo muy limitado. Los goces, como las privaciones, se parecen; el dolor y el placer tienen una generalidad uniforme, que difícilmente da lugar á la envidia ni á la compasión, al daño ni al consuelo: cuando unos tienen hambre ó frío, los otros padecen de frío y de hambre; cuando unos carecen de albergue, los otros no le hallan; cuando unos se ven en peligro, lo están los otros también. En aquel estado en que los hombres se ven obligados, por una necesidad absoluta, á tener un género de vida idéntico, no deben aparecer apenas las diferencias naturales que, cual semillas en terreno impropio para que germinen, desaparecen sin haberse desarrollado. Como Chateaubriand saludaba en el cementerio de aldea á los héroes sin victoria, en las tumbas de un pueblo primitivo podrían saludarse ambiciosos sin poder, filósofos sin ideas, poetas sin lira: en semejante estado social, la igualdad está en su grado máximo.
Apenas el hombre trabaja con más perfección, de modo que no necesite estar trabajando siempre, aquella necesidad imperiosa ciegamente niveladora disminuye. El más hábil, el más previsor realiza algunas economías, tentación para el que no las tiene, recurso para el que por medio de ellas puede entregarse á un reposo fecundo. Aparecen el malhechor que se apodera de lo ajeno, el vicioso que se entrega á una brutal sensualidad, el que extasiado contempla los sublimes espectáculos de la Naturaleza, el que observa ó adivina las leyes del mundo físico, y el que desciende á lo íntimo de su sér, á su conciencia y á su corazón, para investigar las del mundo moral. Tan pronto como los hombres dejan de estar apremiados por necesidades imprescindibles é idénticas, empiezan á rebajarse los unos, á elevarse los otros. Uno contempla el cielo, observa los movimientos de los astros y es el primer astrónomo; otro quiere fertilizar la tierra, inventa un instrumento para removerla y es el primer mecánico; aquél entra en sí mismo, y se pregunta quién es y cómo es, observa la creación, busca al Creador y es el primer filósofo. A medida que los conocimientos se acumulan, se multiplican, se diferencian mayor número de facultades ó todas entran en actividad, y las desigualdades se marcan más cada vez. Hay sabios é ignorantes, héroes y criaturas viles, criminales y santos. La necesidad general del trabajo continuo é idéntico para no perecer de hambre, era como un punto céntrico del cual no era posible alejarse mucho; pero á medida que el pueblo se civiliza, el círculo se ensancha, los radios se multiplican y extienden, y los hombres que marchan en direcciones opuestas se alejan cada vez más.
Pero este aumento de la desigualdad con el de la civilización no es graduado; no se verifica en virtud del desarrollo desigual de facultades diferentes; no concurren á él en proporciones razonables los elementos físico, intelectual y moral que constituyen el hombre que reposada y equitativamente se eleva ó desciende, según que ha recibido mayores dotes ó las aprovecha mejor. Desde los primeros albores de la vida de los pueblos se ve una causa permanente y poderosa, subversiva del orden y de la justicia, que no se tiene en cuenta para elevar y rebajar: esta causa de desigualdades establecidas ab irato, es la guerra.
La guerra, respecto al asunto que nos ocupa, es subversiva del orden principalmente en tres conceptos:
Por el modo de calificar á los hombres para elevarlos y rebajarlos;
Por los medios empleados para elevar;
Por la escala que establece para los de arriba y para los de abajo, ó más bien por el abismo que abre entre unos y otros.
La guerra no pedía al hombre para elevarle una superioridad verdadera, que consiste en la armonía de sus facultades y en la superioridad de algunas: fuerza física, valor y alguna destreza para utilizarle era todo lo que necesitaba para sobreponer un individuo ó un pueblo respecto de otros pueblos ú otros individuos. No exigía del hombre que declaraba superior que fuese completo y armónico; le bastaba mutilado, por decirlo así, y hasta monstruoso: podía ser de limitado entendimiento y depravada moral, incapaz de comprender nada elevado ni hacer nada bueno; podía ser hasta excepcionalmente malo, y, no obstante, calificarse de superior, de grande, y lograr prestigio, poder, riqueza. En vez de concurrir á su elevación todas las dotes naturales verdaderamente humanas, y la voluntad para utilizarlas, bastábanle pocas cualidades ó alguna pasión que las suplía. Parece claro este hecho: que la guerra tiene un criterio limitado é injusto para calificar á los hombres, elevándolos conforme á sus necesidades, que son las de la lucha, y no las de la justicia. Y si puede ensalzar y ensalza muchas veces á los menos inteligentes y más perversos, ¿qué reglas aplica á los que deprime? No serán equitativas, porque, en general, no se puede dar á un hombre más de lo que merece, sin que otro reciba menos de lo que es debido; y en este caso particular, el motivo que lleva á prescindir de todas las circunstancias malas que no perjudican para el combate, hace desdeñar las buenas que en él no se utilizan, y al batallador limitado ó perverso que se eleva corresponde el inteligente bondadoso que se rebaja, porque le repugna la lucha, la sangre, el estrago, porque ama la vida y respeta la de los otros. En vano habrá recibido altas dotes que puede y quiere utilizar en bien de sus semejantes; le faltan las que la guerra necesita, y es condenado ignominiosamente á formar parte de la masa que se desdeña y humilla.
Si el criterio de la guerra para establecer la desigualdad entre los hombres es limitado é injusto, los medios que pone á su disposición para elevarlos no son más equitativos. Muchas fuerzas ciegas que sigan el impulso de una que se reconoce superior, séalo ó no; muchas voluntades que guardan silencio para oir la voz de una sola voluntad que se impone; obediencias incondicionales é instantáneas, tan sordas al temor de la muerte como á las amonestaciones de la conciencia, y con la falta de responsabilidad, la depresión moral que rebaja. Autoridad sin límites, brillos deslumbradores, opresiones continuas necesarias ó calificadas de tales; el hábito de ver el hecho convertido en derecho, la fuerza en ley, la fortuna en mérito, todo hace que los medios empleados por la guerra sean propios para elevar á los que debían quedar muy abajo, y rebajar á los que debieran ser ensalzados.