Kitabı oku: «La Igualdad Social y Política y sus Relaciones con la Libertad», sayfa 7
CAPÍTULO IV
LA IGUALDAD ANTE LA LEY, ¿ES LA IGUALDAD ANTE LA JUSTICIA?
Hay en nuestra época una deplorable tendencia á convertir la aritmética en ciencia social, á tomar á los hombres como cantidades, y hacer con ellos operaciones de adición y de resta, lo cual no sólo conduce al error, sino que le consagra dándole un aire de verdad matemáticamente demostrada. Los partidarios más acérrimos de la igualdad sancionan á veces las más injustas desigualdades, porque, arrastrados del espíritu de siglo, sustituyen la aritmética á la lógica.
Igualdad ante la ley.– ¿Qué significa esta frase? Que no hay ningún privilegiado; es decir, que legalmente no se puede evitar ningún castigo, alcanzar ninguna recompensa, ni obtener ventaja alguna en virtud del nacimiento ni de la posición social. Esta es la teoría.
Notaremos primero que no hay, como algunos dicen, cosas muy buenas en teoría y muy malas en la práctica, porque es un contrasentido sostener como bueno lo que es impracticable, ó lo que practicado hace mal. La ignorancia tiene maligna propensión á rebajar el valor de las fórmulas científicas y hacer á la verdad responsable de las consecuencias del error que se disfrazó con su nombre: así, pues, un mal en la práctica, supone un error en la teoría.
Sería necesario escribir un tratado completo de legislación para ver en qué se convierte prácticamente el principio de igualdad ante la ley. Esto no es posible, ni es preciso tampoco, porque, siendo nuestro objeto sentar principios generales, nos bastará tomar una ley, y demostrada en ella la causa del error, fácil nos será por analogía juzgar las leyes todas. Examinaremos la ley de reemplazo para el servicio militar.
No hace muchos años se eximían de este servicio los nobles; vienen los partidarios de la igualdad, y gritan: «¡Injusticia! ¡Cómo! ¡Porque esa mujer ha nacido duquesa podrá tener sus hijos á su lado, y porque la otra nació pobre se los arrancarán, á ella que le hacen más falta! ¡Se conviene en que las contribuciones deben pagarlas todas las clases, y esa que apenas el hábito puede hacer que se nombre sin horror, esa que se llama contribución de sangre, la pagará una clase sola! ¡Siendo principio de equidad reconocida que cada uno contribuya al sostenimiento de las cargas del Estado según los bienes que tiene que conservar en él, el que posee poco, el que tal vez no posee nada, ofrece su vida para conservar el orden y defender la patria, y lo que poseen los que están eximidos de defenderla! ¡Injusticia! ¡Iniquidad! ¡Abajo el privilegio! ¡Igualdad ante la ley!»
La igualdad se establece; todos nacen soldados, el duque y el proletario; la suerte decide luego el que debe tomar las armas. Mirad las listas: el Excmo. Sr. Duque de N., al lado de Pedro Fernández; esto ya es otra cosa; al fin las leyes empiezan á ser justas; ante ellas todos somos iguales. Del servicio militar puede uno eximirse por dinero; todos tienen derecho á comprar su licencia absoluta por 8.000 reales2, lo mismo el Duque de N., que Pedro Fernández. ¿Lo mismo? ¡Pero si Pedro Fernández no tiene 8.000 reales, si no puede tenerlos! ¡Si la ley lo sabe, y parte de este conocimiento, porque si todos pudieran eximirse no habría ejército! Entonces, ¿qué se ha hecho de la igualdad ante la ley? ¿Qué se ha hecho? Ha quedado reducida á un cambio de nombre. La desigualdad de antes estaba escrita en un pergamino y se llamaba ejecutoria, y la de ahora está escrita en un papel y se llama billete de banco. Pues ¡valía la pena de verter tanta sangre y hacer tanto ruido para llegar á este resultado!
Pero son muchos más los que logran eximirse por el nuevo método, y es ya una ventaja, y grande, porque los bienes se miden por el número de personas que pueden participar de ellos. Es verdad; el número de los que se eximen es mayor que era; pero la ley cuenta con esto, y llama á las armas 27.000 hombres, por ejemplo, en lugar de 25.000, contando con que 2.000 se redimirán; es decir, que el número de los privilegiados aumenta, y disminuye el de los que deben pagar la contribución de sangre; y no siendo menor el cupo, claro está que les ha de tocar á más. Es decir, que en nombre de la igualdad se hace que la más terrible de las desigualdades pese sobre el pueblo más que pesaba.
Supongamos que para establecer la igualdad verdaderamente decimos: – «No se admite más exención que la incapacidad física; el Duque de N. y Pedro Fernández serán soldados, sin poder presentar en su lugar billetes de banco, ni hombres comprados: ahora sí que se establece la igualdad verdadera, la verdadera justicia.»
Pedro Fernández se pone su uniforme de paño no más ordinario del que acostumbra á gastar; toma el fusil, cuyo peso no le agobia, porque está acostumbrado á trabajos materiales; duerme en una cama que no es peor que la suya; marcha sin esfuerzo á paso redoblado. El Duque no puede sufrir el roce de aquel paño tan basto; el peso del fusil le abruma, y es imposible que él duerma en aquella cama, ni que ande á pie tan aprisa, él que no tiene costumbre de andar sino en coche ó á caballo. Lo que Pedro hace sin esfuerzo, á él le causa una fatiga abrumadora; le costará la vida, porque en una marcha, un día de mucho frío ó de mucho calor, sucumbirá. Hé aquí otro caso en que en nombre de la igualdad se echan sobre dos clases pesos desiguales. ¿Cuál es el origen del mal? El mal está en el error de que al establecer la igualdad ante la ley se parte del principio de que los hombres son iguales y se hallan en las mismas circunstancias, y como esto no es verdad, la igualdad ante la ley es mentira.
¿Qué hacer? No es éste el lugar de indicarlo. Nuestro asunto tiene una especie de fuerza centrífuga que tiende á lanzarnos fuera; pero combatiremos esta tendencia encerrándonos en él. Creemos haber dicho bastante para probar que la igualdad ante la ley, como generalmente se entiende, y la igualdad ante la justicia, no son una misma cosa.
CAPÍTULO V
DE LA EQUIVALENCIA
Hemos indicado ya que la equivalencia ensancha el círculo de la igualdad social, y conviene recordarlo por lo que el hecho influye al presente y por la mayor importancia que tiene cada vez.
Según queda dicho, á la igualdad salvaje sucedieron las desigualdades bárbaras y semibárbaras, que en castas ó clases, fatalmente separadas, marcaban á cada hombre su camino y á cada masa su grado. Roto por el progreso el estrecho molde en que se encerraba la actividad humana, ésta halló nuevos caminos y multiplicó los medios de perfección moral é intelectual y de progreso material. La abnegación no se limitó al heroísmo en los combates, sino que desafió la muerte en la epidemia, en el apostolado, en la investigación de la verdad, y tuvieron mártires la filantropía, la fe y la ciencia. Con los modos de hacer bien y las fatigas y peligros de realizarle, se multiplicaron los generosamente dispuestos á padecer esas fatigas y arrostrar esos peligros, que, variados en forma y modo, se confunden en la elevada unidad del amor al bien y abnegación sublime.
La inteligencia aumentó casi al infinito sus diferentes manifestaciones, cultivándose de distintos modos convergentes todos al centro de la verdad: para buscarla pueden separarse los hombres, mas desde el momento que la hallan se aproximan.
Si hubo infinitos modos de ser santo y de ser sabio, también de allegar bienes de fortuna, y la prosperidad material pudo venir por multitud de caminos que le abrían las artes, el comercio y la industria.
Multiplicáronse los casos en que personas que empleaban su actividad de distinto modo, eran tenidas por igualmente útiles y apreciables; y clasificados como de valer igual, por la equivalencia llegaron á la igualdad.
El número de estos casos es cada día mayor, y así conviene, siendo el único medio de dar á las fibras del organismo social una elasticidad que las impida romperse. Con la igualdad crecen las aspiraciones á igualarse, y si en proporción no aumentan los medios, los sacudimientos son inevitables, ó lo que es todavía peor, habrá odios y desalientos que, sin energía para hacer explosión, son corrosivos y atacan á las fuentes de vida material y moral de los pueblos.
A medida que aumenta el caudal de los conocimientos humanos, se ven las íntimas relaciones que tienen unos con otros, su enlace íntimo y los mutuos servicios que se prestan los que cultivan las ciencias al parecer menos afines. Lo propio acontece con el organismo social, y á medida que se conoce mejor, se comprende la importancia de todos sus órganos, la necesidad de armonizarlos, y el absurdo y la injusticia de excluir de la consideración y del aprecio los que no pueden excluirse de la realidad, porque es esencial para la vida. Desde el momento en que las sociedades se consideran como organismos, los individuos que las componen tienen que ir dejando de ser partes de una masa para convertirse en elementos de una armonía: esta armonía sería imposible si no pudiera contribuir á ella más que la igualdad uniforme, simétrica, rígida, por decirlo así, que exige condiciones idénticas; pero es factible con la equivalencia que aprecia méritos iguales en servicios distintos.
Ciertamente que las preocupaciones se han opuesto y se oponen aún á admitir la equivalencia de ciertos servicios, que el trabajo material no se considera propio de una persona digna; pero á medida que el obrero mecánico necesita ser más inteligente, á medida que el trabajo de la inteligencia y de la mano se confunden, necesariamente ha de variar la consideración que inspira el trabajador. Los oficiales de marina se creerían rebajados siendo maquinistas; pero ya se irá reconociendo el absurdo y el perjuicio de que no lo sean: un capitán de barco mira con desdén al maquinista, que por de pronto tiene más sueldo que él, y no tardará en tener igual consideración, ó en ser uno mismo el que dirige la máquina y manda el barco, cuando se vaya comprendiendo mejor que las manchas que se lavan no envilecen, y que en todo mandar debe ser dirigir.
Pero las preocupaciones dan lugar á hechos y tienen consecuencias que no varían sino con mucha lentitud, y no hay cosa más absurda ni peligrosa en la práctica social que calcular por lo que debiera ser, prescindiendo de lo que es. El hecho, el más injusto, el que nos parezca menos razonable, ha tenido motivo de ser que se consideró como razón, y si no lo era, ó no lo es ya, si la causa se invalida, el efecto no se puede aniquilar instantáneamente. Reconocida la injusticia de las castas, proclamada la igualdad, ¿la ley que la establece podrá suprimir en el mismo día la soberbia de los de arriba, la abyección de los de abajo, los vicios del que manda sin freno y del que obedece sin condición? Cierto que las castas se deben suprimir; pero verdad también que es necesario precaverse contra la ilusión de que ningún hecho social se puede arrancar de raíz sin que deje germen ni consecuencias, y que la demostración lógica ó el mandato de la ley rectifican inmediatamente la voluntad, desvanecen el error, rompen el hábito y modifican el carácter. Las categorías sociales que por no ser legales no son menos positivas, necesitan también tiempo para variar, porque la opinión, su única legisladora, no puede modificarlas sino modificándose, lo cual no se verifica de una manera instantánea. La opinión va admitiendo equivalencias sociales, admite más cada vez; pero no hay que pedirle que inmediatamente las acepte todas, ni desesperar porque rechaza algunas. Hay que darle tiempo para que dilate la esfera de la dignidad, y también para que se hagan dignos los que debe dignificar. Del hecho de privar á una clase de consideración, suele resultar que llega un momento en que no la merece; si este estado se prolonga, deja huella, casi siempre profunda, y aunque no sea indeleble, tampoco fácil de borrar: si necesita un titánico esfuerzo para morir con honra el que ha nacido con nota de infamia, tampoco sin firme resolución y perseverancia se eleva moralmente mucho el que es tenido en poco; de modo que las consecuencias de una injusticia tienen apariencia de justificarla, y positivamente la fortifican para con muchos que miran la humillación de una clase rebajada como argumento á favor de los que la rebajaron.
Para que á la equivalencia de los servicios vaya correspondiendo la de los méritos, y la igualdad se extienda y cimiente en bases sólidas, no ha de calificarse de imposible lo hacedero, ni tener por fácil lo que no lo es; no debe llamarse derecho al hecho, ni tampoco prescindir de él y, cerrando los ojos á sus consecuencias inevitables, gastar en negarlas la fuerza que debe emplearse en procurar que vayan desapareciendo. Para que una clase logre la misma consideración social que otra, no basta que tanto como ella sirva á la sociedad; es necesario que además se haga respetar por sus condiciones morales é intelectuales, sin lo cual jamás conseguirá que haya relación entre lo que sirve y lo que merece. ¿Por qué ciertas obras se califican de viles? Por el envilecimiento del obrero: haced á éste respetable, y la obra quedará ennoblecida.
Se clama contra la explotación de la debilidad por la fuerza; pero sería bien no rebelarse contra la naturaleza humana, comprender lo que es inevitable en ella, y ver que el problema no consiste en que los fuertes no abusen de los débiles, sino en que no haya débiles ó en que haya pocos. En una obra cualquiera, escalónense los que han de llevarla á cabo, desde el rico capitalista hasta el miserable bracero; dése al que es explotado por los de arriba la facultad de explotar al que está debajo, y se verá cómo aquella masa se convierte en explotadores y explotados de varias categorías, hasta que llega una que no tiene debajo á nadie, ni halla compensación á la dura ley que recibe, con la que impone. Esto sucede en todas partes y siempre; y si se analizan los elementos del fenómeno, si se pregunta por qué no hay relación exacta entre los servicios y las remuneraciones, ni posibilidad de establecer equivalencias sociales más equitativas, se verá que la inferioridad moral ó intelectual, ó las dos reunidas en el obrero explotado, son la causa de que se tase tan bajo la obra, y que no puede aumentar el número de equivalencias sociales sino en la medida que aumentan las analogías y semejanzas entre los que han de figurar á la misma altura.
Cualquiera dirección que tomen los amigos de la igualdad, siempre hallarán en su camino condiciones morales é intelectuales; y aunque comprendan y hagan valer todo el alcance de la equivalencia, verán que tampoco puede prescindir de lo que el hombre debe y conoce, y que ni los decretos, ni las leyes, ni los motines, ni las rebeliones lograrán que se tengan por equivalentes los servicios que prestan personas muy desiguales.
CAPÍTULO VI
QUE LOS HOMBRES NO HAN MENESTER OCUPAR EN LA SOCIEDAD POSICIONES IGUALES PARA SER IGUALMENTE DICHOSOS
Suelen encomiarse las ventajas de la pobreza por los que no han sido pobres, de la medianía por los que aspiraban á salir de ella, y de la moderación y templanza por los que tal vez tienen una ambición sin límites. Diríase que hay circunstancias en que no se predica la resignación sino para ponerla á prueba, ni la virtud sino para explotarla. Mas aunque esto acontezca alguna vez ó muchas, no deja de ser cierto que la dicha no está sujeta como esclava á los caprichos de la fortuna.
Parécenos que deben huirse dos extremos: ni tomar como historia el cuento de que para hallar un hombre feliz fué necesario buscarle entre los que no tenían camisa, ni creer que se necesitan ricas galas para ser dichoso y que lo es todo el que las tiene.
La miseria es desdichada, hay que reconocerlo, siquiera no sea más que para no insultarla con plácemes hipócritas ó ignorantes.
El que tiene hambre ó frío, el que carece de albergue racional, de cama, del preciso descanso después de un trabajo rudo, aunque se ría, aunque esté alegre alguna vez, es desdichado; se le observa en un momento de expansión, y se le envidia; en una hora de insensatez, y se le desprecia; pero tomando su vida entera, tal como es, sustituyendo á la apariencia la realidad, á nadie que razone y sienta bien deja de inspirar lástima.
Ninguna persona de entendimiento y de corazón puede prescindir de la miseria, ya la sienta como una desdicha compadecida, ya la contemple como un espectro amenazador; mas por terrible que parezca ó simpática que sea, no debe considerarse cual regla, sino cual excepción, que será más rara á medida que los hombres sean más racionales y mejores. Cuando la miseria toma grandes proporciones; cuando se extiende á masas y persiste en afligirlas; cuando, en vez de ser una desgracia individual y pasajera, es un fenómeno social permanente, puede asegurarse que la sociedad está mal organizada, que los hombres no comprenden su conveniencia y su deber ó le pisan, que á sus relaciones no preside la justicia. Así acontece muchas veces, porque los pueblos emplean sus esfuerzos y sus tesoros no en disminuir su miseria moral y material, sino en aumentarla; de modo que, siendo tan grande, parece como inevitable. Pero no es la magnitud de un mal, sino su índole, la que hay que tener en cuenta para declararle sin remedio; y como al estudiar la miseria permanente y en grandes proporciones se ve que es consecuencia de errores é injusticias á que puede y debe oponerse la justicia y la verdad, y como la verdad y justicia solamente son eternas, necesarias y propias para servir de regla, todo lo que á ellas es contrario debe considerarse como contingente y combatirse como dañoso y perecedero.
El hecho de la miseria, que en algunos países es una excepción, debe serlo en todos, y al estudiar esta dolorosa desigualdad, debemos considerarla, no como una parte del organismo social, sino como una dolencia que sólo por culpa del hombre tiene carácter contagioso y se hace crónica.
La miseria, la falta de lo necesario fisiológico, lo repetimos, es una positiva y gran desgracia, y el que la padece no puede hallar equivalencias, ni compensaciones que le igualen para la felicidad, con el que posee lo indispensable: esta es la regla, que no invalidan ciertas excepciones. Porque haya un miserable alegre y un opulento que se desespere y se suicide; porque ciertas individuales condiciones se sobrepongan á todas las circunstancias exteriores, no hay que negar á éstas la influencia que por lo común tienen.
Pero desde el momento en que el hombre no puede con razón llamarse miserable; desde que tiene trabajando lo necesario para vivir; desde que no es más que pobre, puede ser dichoso, tan dichoso, más acaso que los que le aventajan en bienes de fortuna. No faltan pruebas de esta verdad; pero suele faltar quien las aprecie en su verdadero valor, quien prescinda de apariencias, quien se despoje de vanidades y envidias que tienen la pretensión de definir la felicidad que dificultan. Es deplorable, porque el conocimiento de la felicidad verdadera contribuiría á lograrla, como aleja de ella el desconocer los esenciales elementos de que se compone. Hay aspiraciones que sólo tienen un limitado número de individuos, pero á ser feliz todo el mundo aspira: el sabio y el ignorante, el noble y el plebeyo, el vano y el humilde, el rico y el pobre, el bueno y hasta el malvado. Ya se comprende la importancia de que todos estudien lo que á todos interesa, lo que todos buscan, lo que todos se afanan por encontrar y lo que muy pocos conocen. ¿Por qué quieren los hombres ser iguales á los que están más arriba en riqueza, en poder, en consideración? Por ser igualmente dichosos: éste es el fin; lo demás son medios, no siempre legítimos ni adecuados, para conseguirle, muchas veces propios para alejarlos de él. Multitudes de hombres que van con infinita fatiga haciéndose daño á sí propios y á los demás, no son muchas veces sino criaturas que buscan la felicidad donde no está ó por caminos que no conducen á ella.
Hay una propensión muy marcada á tomar por base de la felicidad la que sirve de regla para establecer la contribución: la renta. ¿Un hombre tiene doce mil duros? Es dichoso. ¿Doce mil reales? La vida es para él llevadera. ¿Dos mil? Es desgraciado. Esta opinión no se funda en ningún razonamiento; pero es frecuente que las opiniones más resueltas sean las menos razonadas. El error de que la dicha está en razón directa de la riqueza, es de los más perturbadores y dañinos; da la sed de goces materiales, la fiebre del oro y la idea de buscar un fin por medios que le hacen imposible.
Los bienes espirituales se multiplican á medida que son más los que de ellos disfrutan; la ciencia aumenta con el número de los que la poseen, y la virtud con los virtuosos. La verdad, la justicia y la belleza abundan á medida que es mayor la multitud de los que de ellas gozan; pero con los bienes materiales no sucede lo mismo, tienen una limitación propia de su naturaleza inferior y terrenal. Ved aquel público numeroso que escucha la defensa del inocente ó la acusación del culpable, los acentos sublimes de la música ó la voz augusta de la verdad. Hay allí personas de todas clases; unas van en coche, otras á pie y mal calzadas, quién sale de un palacio levantándose hastiado de la opípara mesa, quién deja su tugurio y hace un sacrificio de tiempo ó de dinero, de las dos cosas tal vez, para formar parte de la concurrencia. ¡Cuánta desigualdad material en aquellos hombres! Pero el abogado habla, el músico hace oir las armonías de su instrumento, el pensador revela los misterios de la ciencia, y las desigualdades de la fortuna desaparecen, y cada uno goza del arte, siente la justicia y aprende la verdad según las facultades de su corazón y de su inteligencia, desapareciendo las diferencias de la posición social y estableciéndose otras que nada tienen que ver con ella. Siempre que el hombre se eleva de las cosas materiales á las del espíritu, brinda á los demás hombres con la participación igual y completa de los bienes que posee; siempre que se rebaja á no preciar más goces que los materiales, tiende á excluir de ellos á los otros y á establecer desigualdades. El coche del que le tiene es suyo, y porque es suyo no puede ser de otro; la belleza de un cuadro es de los que le contemplan, de todos á la vez, sin que la parte que toma cada uno merme la de los demás, y antes por el contrario aumentándola.
No hay que insistir en verdades tan sencillas y claras; pero conviene sacar algunas de sus principales consecuencias más íntimamente relacionadas con el asunto que nos ocupa. La igualdad en la dicha la quieren todos los hombres; el hacer consistir la dicha en los bienes materiales es una propensión muy generalizada; los bienes materiales, cuya posesión excluye á otro posesor, tienen una tendencia exclusiva y antiniveladora; de manera que al absurdo de suponer que la felicidad guarda proporción con la riqueza, se une el de imaginar que ésta puede ser el patrimonio de todo el mundo.
Para que los hombres sean igualmente dichosos es necesario establecer entre ellos niveles de inteligencia, de bondad, de virtud, no de renta, ó de producto del trabajo, que siendo suficiente para cubrir las verdaderas necesidades, lo es también para procurar la verdadera dicha.
¿Quién ha formado la estadística de los dolores y de los goces humanos? ¿Quién puede formarla? Este hombre está desnudo, descalzo, hambriento; es un mal evidente para la multitud que al pasar le compadece; aquel otro tiene amor, odio, ambición, envidia, remordimientos, sed de venganza, de poder, de fama ó de oro: su alma se agita en terrible lucha, su corazón destila hiel y rebosa amargura; son males que la muchedumbre no percibe, y si va á pie no repara en él, y si va en coche le envidia. Los inconvenientes de la pobreza son ostensibles; pero se repara poco en los infinitos medios que emplea la criminal codicia para dañar al rico: disfrazada de amor, engaña á sus hijos y se los arranca; adula sus pasiones, y le extravía sus debilidades y le pone en ridículo; acecha sus extravagancias, y le hace declarar loco; acibara sus últimos momentos para arrancar un legado, y ríe sobre su tumba, si acaso no la abre prematuramente. Mas los peligros exteriores de la riqueza son los menos terribles; la gran dificultad para que sea dichoso el que posée superabundantemente medios de fortuna consiste en que necesita proporción entre ellos y los morales, y que á la superioridad económica corresponda la superioridad moral.
El problema de la vida del pobre es relativamente sencillo: sus deberes son, por regla general, negativos; sus extravíos están en gran parte limitados por la necesidad de un trabajo constante y la falta de medios pecuniarios. De la posición humilde viene la templanza en los deseos, esa clave de la felicidad que el pobre recibe casi gratis, que el rico logra tan difícilmente. El que no está sujeto por las necesidades materiales y verdaderas de la existencia, tiene que imponer silencio á las ficticias del egoísmo y que encadenar el desenfreno de todas las pasiones. Si se entiende por pasión lo que á nuestro parecer debe entenderse, todo deseo vehemente contra razón ó justicia que persiste y mortifica, se comprenderá cuán grande puede llegar á ser la esfera de las pasiones y cómo se dilata á medida que el hombre se eleva en la escala social. Hay pasiones detonantes, por decirlo así, que todo el mundo conoce, porque hacen ruido al hacer explosión; pero hay otras, las más, que pasan desapercibidas, clavando en silencio su aguijón ó destilando su virus corrosivo. La pasión, que es sinónimo de sufrimiento, tiene muchos caminos para llegar al rico y muy pocos para llegar al pobre, que por lo común cifra su ventura en tener cubiertas sus necesidades materiales; el poder satisfacerlas, ni aun le ocurre al rico que sea un bien, y teniéndole se cree y es desgraciado, y sufre y se desespera.
Otro grande enemigo de la felicidad del rico es el amor propio, monstruo voraz nunca satisfecho que pide más cuanto más le damos. Él amuebla la casa, atavía á la persona, dispone la comida, señala el número de servidores y determina la clase de trabajo, el modo de viajar, de divertirse, y, en fin, lo dispone todo. El gusto, la conveniencia, la razón, muchas veces el sosiego, la vida y hasta la honra, se sacrifican á sus exigencias sin límites. Como líquido incoloro, toma el color del vaso que le contiene, y con flexibilidad infinita se acomoda á todas las formas del cuerpo que enlaza; se adapta á las puerilidades de la vanidad y á las soberbias del orgullo; codicia un dije, un traje, un mueble, el poder, la fama, y según con quien habla, va diciendo: – Viste con elegancia, ten casa lujosa, anda en coche, sé literato notable, poeta aplaudido, músico ó pintor laureado, hombre de ciencia insigne, general, banquero, diputado, senador, ministro ó secretario de ayuntamiento.
¡Qué vértigos de cólera, ó qué angustias de pena, cuando otro alcanza el puesto que se ambicionaba, ó recibe los aplausos que se clavan como espinas en el corazón del que los quería para sí! ¡Qué facilidad para crear aspiraciones, qué dificultad para satisfacerlas! ¡Qué desdicha sacar las condiciones de bienestar fuera de sí mismo y cifrarle en lo que piensan ó sienten ó dicen los otros!
El amor propio necesita espectadores; los busca como instrumentos de satisfacción y los halla convertidos en tiranos, cuyos mandatos obedece en cambio de un aplauso que mendiga y no siempre logra. Esa dependencia de los demás; esa verdadera esclavitud de los que prefieren inspirar envidia á merecer respeto; ese someterse incondicionalmente al qué dirán de los que tal vez no saben lo que dicen; ese espíritu que vive de prestado y en la mayor de las miserias, puesto que no tiene satisfacción legítima que pueda llamar suya, todo es consecuencia del amor propio excitado y fuera de sus razonables límites. Se dirá que no los traspasa en todos los ricos, ni deja de extralimitarse en algunos pobres; no negaremos que suceda así; pero es igualmente cierto que, por regla general, donde la vanidad impera, donde el amor propio tortura, donde las pasiones hacen verdaderos estragos, es en los ricos, no en los pobres. Estos, sin saberla, siguen la sabia máxima de y no van de continuo con sus aspiraciones donde sus medios no pueden llegar, ni dan cuerpo, convirtiéndolos en desgracias, á los devaneos de la imaginación.
Iguala con la vida el pensamiento,
La fortuna, como una madre inconsiderada, suele hacer infelices á los hijos que mima. Halagados por ella, son tan débiles, tan susceptibles, tan impresionables, que la menor contrariedad los irrita, el más pequeño contratiempo los desespera; ellos son los que se crean esas situaciones envidiadas que les parecen insoportables; ellos los que, teniendo tantos caminos que elegir, no van por ninguno y llaman abismo á una depresión cualquiera. El hombre necesita luchar, es de ley que luche; y combate por combate, no siempre es el más rudo el que tiene que sostener el pobre, sujeto constantemente á pruebas que no sufre el rico, que en cambio pasa por otras que aquél ignora.
La estadística de la felicidad no puede hacerse, sea que no exista sino por excepción rara, sea que se oculte ó que se halle donde no la buscan los que pretenden estudiarla; pero el contento es más general y más visible, y ciertamente no se observa que esté en proporción de la renta. Donde quiera que se reunen muchas personas de varias clases, en viajes, paseos, diversiones públicas, no se ve que la alegría se mida por el precio de las localidades, y antes puede afirmarse que los que se divierten más son los que pagan menos. Las personas que parecen hastiadas, que vuelven en el teatro la espalda al escenario y se aburren viajando en coches de primera ó en salones, no son los menos favorecidos de la fortuna.
Se dirá, y es cierto, que la alegría no es la felicidad; pero si el estudio de ésta presenta dificultades insuperables, ofrece menos el comparativo de la desgracia, sobre todo si la observamos donde aparece en relieve, en la desesperación suprema que conduce á la muerte voluntaria. Que un suicida supone muchos desesperados y un desesperado muchos infelices; que siendo la clase pobre más numerosa da el menor número de suicidas, cosas son ciertas, sabidas, y lógica es la consecuencia de que no debe ser más general la felicidad entre aquellos en que es más frecuente la desesperación.