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Kitabı oku: «La Igualdad Social y Política y sus Relaciones con la Libertad», sayfa 8

Arenal Concepción
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Cada edad, cada estado, cada situación, cada clase tiene sus ventajas y sus inconvenientes, sus disgustos y sus satisfacciones, sus penas y sus consuelos; nada más perjudicial ni menos conforme á la verdad que cortar por un mismo patrón la dicha de criaturas diferentes, y pretender que no pueden llegar á ella sino por un camino y pagando á la entrada una cantidad fija y crecida.

El joven con las ideas y sentimientos de su edad no comprende que el viejo deje de ser desgraciado; pasan los años y es feliz de un modo que le parecía imposible. El guerrero no puede imaginar la dicha de la mujer piadosa que cura las heridas que él hace, y cuya vida es más envidiable que la suya; los que distan mucho en ocupaciones, medios é ideas, no comprenden que pueda haber ventura tan diferente de la que ellos tienen ó desean. Pero no dejándose dominar por las propias impresiones ni extraviar por apariencias, y observando las diferentes clases sociales en sus dolores y en sus alegrías, se ve que son igualmente dichosos los que ocupan posiciones más desiguales y que hay compensaciones providenciales que los hombres desconocen con frecuencia por su culpa y para su desdicha. La Providencia, que ha dado á cada sér una organización apropiada al medio en que ha de vivir, al colocar al hombre en una sociedad en que hay necesariamente desigualdades, no sujetó á ellas nada verdaderamente importante, nada esencial. En la virtud y en la dicha, en la salud del cuerpo y en la del alma entran elementos que no dependen de la fortuna, cuyos caprichos no afectan más que á las superficies de la existencia y á los hombres superficiales. El dolor y la dicha tienen misterios que ningún hombre, ninguno, puede penetrar; desigualdades terriblemente enigmáticas, pero no proporcionales á las de la posición social, ni dependientes de ella.

Bien sería que nos convenciéramos de que hay inconvenientes y ventajas propias de cada situación, compensaciones que existen, aunque no sean ostensibles, diferencias exteriores que no alteran la igualdad íntima, y que el que nace príncipe no tiene más probabilidades de ser dichoso que el que nació pastor. El convencimiento de esta verdad calmaría la fiebre de poder y de riqueza que hace delirar á generaciones extraviadas; aniquilaría un poderoso instigador de iras populares; pondría de manifiesto que, salvo algunas criaturas excepcionales, que son el secreto de Dios, salvo los casos de miseria, obra impía del hombre, la posible felicidad sobre la tierra, como el sol, brilla para todos.

CAPÍTULO VII
LA PROPIEDAD Y LA IGUALDAD3

En toda discusión, para que sea posible, hay algún punto esencial en que convienen los que discuten, y damos por supuesto, al escribir este capítulo, que el lector piensa, como nosotros, que no puede haber sociedad sin propiedad constituída en tal ó cual forma, condicionada de ésta ó de la otra manera, pero propiedad en fin.

Si el hombre es propietario, como es sociable, por ley de su naturaleza, tal vez no sea inútil investigar, aunque fuese brevemente, de qué manera influye la propiedad en la igualdad, puesto que esta influencia ni puede ser nula ni es evitable.

Porque los niveladores sociales atacan la propiedad con más ó menos violencia, con más ó menos lógica, pero la atacan siempre. ¿Están todos ciegos, furiosos ó de mala fe? ¿Cómo á muchos siglos de distancia, y con grandes diferencias en el clima, la religión, la cultura, el estado social, se repiten los mismos ataques, á veces en idéntica forma y en ocasiones con las mismas palabras? La permanencia del efecto revela la de la causa, y su poder, cuando persiste en medio de tantas cosas como desaparecen, y sobrenada en las tempestades de guerras, trastornos y revoluciones.

Han acusado, acusan y acusarán á la propiedad de establecer grandes diferencias entre los hombres, y aunque el cargo pueda ser exagerado ó injusto, según las circunstancias, el hecho es cierto: entre la propiedad, tal como está constituída siempre que por los niveladores es atacada, y la igualdad, hay antagonismo que no se debe disimular, sino analizar. Recordemos que la igualdad no puede tener derecho contra el derecho; recordemos que no le es dado cambiar las leyes de la Naturaleza y de las sociedades humanas; recordemos, por último, que el fin primero del hombre no es ser igual á otro, sino ser justo, perfeccionarse: teniendo presentes estas premisas, y sacando de ellas sus lógicas consecuencias, llegaremos á conclusiones que, tristes ó consoladoras, si son ciertas, hay que aceptarlas y someternos á la verdad, que á nadie se somete.

Tratando de su influencia sobre la igualdad, conviene distinguir la propiedad colectiva de la individual. La propiedad colectiva (que, entiéndase bien, no es el comunismo), igualando á los propietarios, iguala, hasta cierto punto, á los hombres que forman el grupo poseedor en común. Decimos hasta cierto punto porque aun en los pueblos en que la propiedad era colectiva ha existido siempre más ó menos propiedad individual, influída por las diferencias de los individuos, y á su vez influyente en su desigualdad social. Aunque la tierra no fuese de nadie, los frutos repartidos para ser utilizados tenían que ser apropiados; aunque los bosques pertenecieran á todos, la caza era del que la mataba, y del que le pescaba el pescado, por más que los ríos y los mares no constituyen propiedad de ninguno. La colectiva evita sin duda la grande acumulación de fortunas, pero no las nivela tan completamente como se ha supuesto por algunos. El individuo, aun en los pueblos primitivos, ha sido dueño exclusivo de alguna cosa, ha tenido ventajas físicas, intelectuales y cualidades morales que le han hecho más rico que otro con menos recursos y moralidad: esto respecto á los copropietarios de un grupo en que la tierra se posee en común, que entre los grupos unos respecto de otros había mayores diferencias. La prioridad en apropiarse un terreno más fértil; bosques más abundantes de caza, ó ríos de pesca; la victoria en los combates; más servicios hechos al jefe del pequeño ó grande Estado, ó su mayor largueza; ventajas físicas, intelectuales ó morales, alguna ó varias de estas circunstancias combinadas hacían que las colectividades propietarias fuesen unas ricas y otras pobres. Aun en nuestros días vemos pueblos con propios de gran valor, otros que nada poseen, y al lado del concejo en cuyos montes se pudre la leña, el que no tiene qué quemar.

La propiedad, aun la colectiva, no es niveladora, sino que, por el contrario, propende á establecer la desigualdad entre los propietarios; y si todas las mañanas se hiciera un reparto que los igualara, todas las noches los habría más ricos y más pobres.

La propiedad colectiva ni se presenta de una manera invariablemente uniforme, ni deja de comprender sus desventajas, ni pasa á ser individual sin términos medios y variaciones. Ya todo es común, cultivo y aprovechamiento; ya se señala á cada individuo el trabajo de cierta porción de tierra; ya se distribuye ésta por cierto tiempo y por lotes que vuelven al fondo común para ser adjudicados de nuevo alternativamente á sus temporales poseedores. Más adelante, las tierras, una gran parte al menos, pasan á ser propiedad de las familias, pero han de permanecer en ellas; no han de poder enajenarlas, ni donarlas, ni legarlas, y cuando esto se consiente es con ciertas condiciones. El legislador se precave contra la desigualdad, que ve, que palpa, que teme; pone límites á la extensión de las posesiones; permite que, incultas, se las apropie el que las cultive; dispone que, periódicamente, se restablezca la igualdad, restableciendo la primitiva distribución que se había hecho por partes iguales, y según tiempos y lugares, toma diferentes medidas encaminadas á evitar la acumulación de la riqueza. La lucha es larga, entre la igualdad, que pretende poner trabas á la propiedad, y ésta, que intenta romperlas todas; entre el espíritu de la propiedad colectiva y el de la individual; entre el Estado, que pasa fácilmente de la tutela á la opresión, y el individuo, que tiende á convertir la libertad en licencia. ¿Esta lucha ha terminado? Algunos pretenden que sí, y que logra completa victoria la propiedad individual, única compatible con los derechos del individuo y los progresos de la civilización, aunque poco favorable á la igualdad.

Aunque el individuo haya poseído siempre alguna cosa exclusivamente suya, y aunque las colectividades fuesen unas más ricas que otras, lo cierto es que la propiedad territorial en común, ó la posesión transitoria, eran favorables á la nivelación de las fortunas. Pero, ya lo hemos dicho, por querida que sea para los hombres la igualdad, no puede ser el único objeto de su existencia, ni pueden ellos sacrificarle todos los otros. A ser iguales en la miseria, prefieren salir de ella algunos, ó muchos; y como para esto hay que desplegar una grande energía personal, el fruto de ella tiende irremisiblemente á convertirse en propiedad individual. Así como la caza fué siempre del cazador, y del pescador la pesca, donde quiera que el hombre llevó mucha destreza, mucha inteligencia, mucha fatiga ó peligro para realizar una obra, quiso tener en ella una parte suya proporcional al trabajo que había empleado. En un pueblo primitivo, esta parte constituye riqueza que se consume, no que se acumula, y la desigualdad pasajera no era grande; pero, como hemos visto más arriba, á medida que un pueblo se civiliza, pueden manifestarse y utilizarse las diferentes aptitudes, y los que física, intelectual ó moralmente valen más, allegan recursos, realizan economías, son más ricos. Aunque la tierra continuase propiedad común, ó igualmente repartida é inmovilizada, diferentes industrias ofrecían cada vez más vasto campo á la energía inteligente del individuo y eran origen de propiedad individual. La agricultura ¿podía permanecer mucho tiempo petrificada en medio de elementos de vida más poderosos cada vez? Los brazos vigorosos ni las inteligencias activas ¿irían á cultivar la tierra común que perezosamente removían los débiles, los holgazanes ó los incapaces, para compartir por igual con ellos el fruto de tan diferente trabajo? ¿No quedaría el cultivo de la tierra encomendado á las manos más torpes y endebles y á las inteligencias más obtusas, incapaces de fecundarla? A priori se comprende, la experiencia lo demuestra, y la historia presenta la propiedad colectiva en los pueblos primitivos, haciéndose individual á medida que se civilizan. De que el hecho es constante no cabe duda, y que es inevitable también parece claro.

Tenemos pues:

Que el hombre es sociable;

Que no hay sociedad sin propiedad;

Que la propiedad colectiva en un principio, se hace individual cuando adelanta la civilización;

Que la propiedad individual no es favorable á la igualdad.

¿Significa esto que por una pendiente inevitable, fatal, á medida que un pueblo se civiliza aumenta en él la desigualdad de las fortunas, de manera que los ricos son más opulentos y los pobres más miserables? Debemos confesar que á eso tienden muchos elementos de la civilización; pero hay otros que combaten esta tendencia, y el problema consiste, no en negar aquella parte de mal que entre sus bienes produce el progreso, sino en reconocerla; en ver hasta qué punto es inevitable, y hasta dónde puede evitarse y por qué medios.

Así como al empezar este capítulo dábamos por supuesto que el lector consideraría la propiedad como necesaria, para continuarle suponemos que reconoce el grave daño de la gran acumulación de riquezas al lado de la miseria suma.

La propiedad no puede volver á ser colectiva, ni inmovilizarse, ni mutilarse, ni tener límites en cuanto á su extensión: su libertad ha de ser respetada como la del propietario, pero cuidando de que no se convierta en licencia, porque comprenderla como el derecho de usar y de abusar de la cosa poseída, más es comprometerla que consolidarla: no ha de ser ni una víctima ni un ídolo; que no se salte ningún cercado, pero que en todos haya una puerta por donde entren la ley y la justicia.

La propiedad influyente é influída, emancipando unas veces al propietario y otras participando de su servidumbre, tiene con la igualdad relaciones tan estrechas, que como ella, establece entre los hombres primitivos pocas diferencias, que van creciendo con la civilización, hasta que llegan á un punto en que la riqueza se acumula, tiene movimientos vertiginosos ó inmovilidad pétrea, cae en manos rapaces ó muertas, y entonces viene el malestar, las convulsiones, y si el estado de la propiedad no cambia, los pueblos van á la decadencia ó á la ruina.

Todos los países en que se proclama el progreso, y que progresan verdaderamente, han modificado la propiedad en sentido favorable á la igualdad; pero sería un error suponer que la obra está concluída y la lucha terminada.

Los igualitarios individualistas sostienen que la libertad basta para establecer la armonía entre los propietarios, y que la propiedad individual más absoluta es la única posible y el mejor auxiliar de la igualdad: los niveladores conservan una hostilidad especial contra la propiedad inmueble, y pretenden volver á la propiedad colectiva; y todos suelen prescindir bastante del elemento moral como si la riqueza se distribuyera como giran los astros, en virtud de leyes físicas.

Si el hombre fuera perfecto, sería justo nada más que con ser libre; pero su imperfección hace indispensable coartar su libertad en sus relaciones con los otros, lo mismo como propietario que en cualquier otro concepto. La libertad es un medio, no un objeto; es parte integrante del sér racional, no todo; es un medio de llegar á la armonía, no la armonía misma; es un elemento que no ha de sacrificarse á otro, pero que no puede exigir que se le inmole ninguno. Proclamad al propietario libre de hacer cuanto quiera de su propiedad, y la sustraerá al pago de los tributos; opondrá con ella un insuperable obstáculo á las obras públicas; sacrificará á los operarios con que la beneficia, por la falta de higiene ó mezquindad de retribución; depositará materias inflamables, sin precaución alguna, en el centro de las ciudades; llevará el desenfreno del monopolio adonde no pueda seguirle la concurrencia; alquilará casas inhabitables, coches donde peligra la vida de los viajeros; venderá vino envenenado, trigo averiado, pescado podrido, etc., etc. Todo esto y mucho más hará la propiedad si se la deja hacer lo que quiere, y tanto como otra cosa, y más que muchas, necesita estar sujeta á reglas: que sean justas es lo que debe procurarse, porque pretender que no las necesita es desconocer la naturaleza del propietario, es decir, del hombre.

Estas reglas no pueden ser fijas; lo que era imposible ayer, es hacedero hoy y será insuficiente mañana: la cuestión es siempre comprender bien la justicia y aplicarla á la propiedad como á las demás cosas. Si no hay derecho á pasar un nivel sobre los propietarios, despojando á los de arriba por favorecer á los de abajo, tampoco á repartir los tributos de modo que pesen más sobre los que poseen menos, ni á favorecer la acumulación con loterías, rifas y herencias que ni estrechan los lazos de familia, antes á veces los aflojan, ni son ley de la Naturaleza ni voluntad del testador. Sin salirse de las vías de la justicia pueden tomarse muchas medidas para disminuir el poder absorbente de la riqueza, que tiende á crecer, como la miseria, en rápida progresión: fijándose bien en los males que consigo lleva la excesiva desigualdad de fortunas, justo debe parecer disminuirla por medios equitativos que no chocasen con los respetables sentimientos de familia ni lastimaran los legítimos intereses.

Si es un anacronismo irrealizable convertir, en nombre de la igualdad, al Estado en posesor único; si los que tal pretenden son verdaderos retrógrados, tampoco podemos considerar como progreso el privar al campesino del prado y del monte común, de modo que no pueda tener ya vaca, oveja ni cerdo, y robe leña para cocer los alimentos y no morirse de frío. ¿Qué medidas se toman contra los ataques á la propiedad hechos en virtud de necesidades imperiosas y ocasiones continuas? ¿Dejarlos impunes? Está mal. ¿Penarlos? No está bien; y en este caso, y en otros muchos, resulta acrecentamiento de miseria y conflictos para la conciencia y el orden, de lo que para muchos es el ideal en materia de propiedad, á saber: que toda sea individual, sin que parte alguna quede en común. No vayamos á buscar á los bosques de los celtas, los eslavos y los germanos oráculos para la constitución de la propiedad; pero no creamos tampoco que el Derecho romano es la Buena nueva, y que basta anunciarla para regenerar económicamente á las naciones: el progreso no es predominio exclusivo de un elemento cualquiera; tomemos de cada civilización lo que tiene de humano, de general, de permanente, que es lo único justo, y arrostremos la desdeñosa calificación de eclécticos más bien que merecer la de exclusivos ó insensatos.

Si los que combaten las exageraciones de la propiedad individual no exageraran á su vez, se habría adelantado más para la solución del problema, porque suponerle resuelto nos parece ilusión peligrosa.

Hay que deplorar los obstáculos que opone el egoísmo ciego y la inmoralidad y la ignorancia á que se aumente ni aun se conserve lo poseído en común: el prado no se limpia ni se abona, el monte se tala, el ferrocarril se administra mal, y cuando la comunidad no es bastante moral é inteligente para ser justa, se la combate con ventaja, se la expropia, y aun se la despoja en virtud de razones aparentes que explotan otros egoísmos y otras inmoralidades. Cuando lo que es de todos pretende utilizarlo cada uno, y no quiere cuidarlo nadie; cuando hay muchos dispuestos á atacarlo con persistencia, y nadie á defenderlo resueltamente; cuando los principales interesados en que se conserve, y hasta donde sea posible se aumente, son débiles por falta de inteligencia y no comprenden lo que les conviene ó no saben hacer valer su derecho, los bienes comunes que favorecían la igualdad se acumularán en pocas manos. Dadas estas circunstancias, el mal no podrá evitarse, pero que al menos no se convierta en ideal, felicitando á la sociedad porque tiene una desdicha más.

La lucha seguirá por mucho tiempo; esperemos que no será eterna entre los que, sabiéndolo ó sin saberlo, favorecen la acumulación de la propiedad, y los que pretenden que se distribuya más igualmente: pueden contribuir las leyes á este último resultado; pero sobre que las leyes son el reflejo de las ideas y de los sentimientos, no hay legislación, cualquiera que ella sea, capaz de impedir la excesiva acumulación de la propiedad en pueblos donde hay pocas virtudes y mucha ignorancia. Todas las huelgas resueltas arbitrariamente por poderes niveladores; todos los decretos socialistas, y todas las leyes agrarias, no impedirán que sea miserable el ignorante desmoralizado y que cerca de él no posea excesivas riquezas el inteligente que no repara en los medios de acumularlas. ¿De qué le sirvieron á Esparta corrompida las leyes de Licurgo, ni á Roma degradada las disposiciones igualitarias de sus emperadores? En los Códigos había disposiciones favorables á la igual distribución de la riqueza, en las plazas muchedumbres hambrientas y en los palacios magnates cuyo lujo y repugnante glotonería han pasado á la historia. Ahora, después y siempre acontecerá algo parecido, porque la naturaleza del hombre no cambia esencialmente; y cuando á los progresos materiales no siguen los morales é intelectuales generalizados, la civilización da grandes medios para acumular riquezas é impulsos irresistibles que lanzan á la miseria.

La igualdad no debe combatir á la propiedad que no traspasa los justos límites, ni puede evitar que los pase sino elevando el nivel moral é intelectual: la condición no es fácil de llenar, pero es aún más difícil sustituirla por ninguna otra.

CAPÍTULO VIII
DE LA ASOCIACIÓN Y DE LA IGUALDAD

Es común emplear indistintamente la palabra Asociación y la de Sociedad para expresar la reunión de personas que unen sus esfuerzos con un fin dado y bajo una regla que admiten. Así vemos que se dice Asociación de socorros mutuos, Asociación internacional, Sociedad de San Vicente de Paúl, Sociedad para la reforma de las prisiones, etc., etc. Conviene, sin embargo, fijarse en que es un modo de expresarse impropio, que la confusión de las palabras influye en la de las cosas, y que el socialismo debe en parte sus progresos á confundir la asociación con la sociedad: las esenciales diferencias que entre estas dos existen creemos que pueden reducirse á tres:

1.ª En la Sociedad se reunen los hombres para todos los fines de la vida; en la Asociación solamente para uno ó varios que al constituirla determinan.

2.ª En la Asociación se entra y se sale voluntariamente, siendo el asociado dueño de aceptar ó no sus condiciones y de separarse de ella cuando no considera su marcha conforme al objeto que se propone, ó éste ha dejado de parecerle útil ó justo: de la Sociedad formamos parte queriéndolo ó sin quererlo, y aunque se dirija mal ó se extravíe, no podemos separarnos de ella, ni aun dejar de contribuir en cierta medida á darle medios para que realice los fines que reprobamos. ¿Qué hará el que no esté conforme con la organización social de un país? ¿Irse á otro? De hecho es imposible que millones de hombres abandonen la patria, y en la nueva habría también cosas con que no estuvieran conformes y á las que tendrían que contribuir.

3.ª La Asociación puede arrojar de sí á los asociados que no cumplen las condiciones pactadas, ó por cualquier motivo se hacen indignos de pertenecer á ella; la sociedad tiene que conservar en su seno á los que se ajustan á sus reglas, y á los que faltan á ellas, á los que son un elemento de prosperidad, á los que son causa de ruina, á los que la honran, á los que la avergüenzan, á todos. Los mismos criminales que recluye no los arroja de sí, sino que les señala una manera especial de existencia correspondiente á su manera de proceder especial también, y sólo rechaza al corto número de los que suprime condenándolos á muerte.

Indicado este deslinde que nos pareció conveniente entre la Sociedad y la Asociación, veamos si esta última es siempre favorable á la igualdad.

No hay que tener una ciega confianza en la asociación, ni suponerle un poder infaliblemente curativo de ciertas llagas sociales; es un poderoso instrumento, no cabe duda, pero que hace bien ó mal según el modo de manejarle y el objeto conque se emplea: muchos ejemplos pueden citarse, por desgracia, pasados y presentes, de asociaciones que no se proponen un fin bueno, ó si lo es, pretenden llegar á él por malos medios, y al lado de los que reunen los esfuerzos de los débiles se ven los que combinan los medios de los poderosos para hacer su poder irresistible.

Así, pues, en la igualdad racional, en la igualdad que se realiza dentro de la justicia elevando á los de abajo, no rebajando á los de arriba, ¿qué influencia ejercen las asociaciones? Según sean. Toda asociación inmoral, ya por el objeto que se propone ó por los medios que emplea, es contraria á la igualdad aunque la proclame y en apariencia la favorezca.

Asociaciones hay que han alcanzado un buen fin por medios legítimos, y no obstante pueden calificarse de perjudiciales y contrarias á la igualdad por el abuso que de su gran poder han hecho: dada la miserable condición humana, fuerza que no se equilibra, fuerza perturbadora; y como no suele hallarse ordenada por la conciencia de los que la ejercen, necesita otra enfrente que la contenga en sus justos límites.

Cualquiera que sea el fin que se proponga y los medios que emplee, debe también reprobarse toda asociación que no vive á la luz del día y cautelosamente se oculta: hoy, en la casi totalidad de los pueblos cultos, no tienen razón de ser esos misterios, y asociación donde hay secreto envuelve en él inmoralidad, daño grande, y puede decirse que es antisocial. Con el secreto va la abdicación de la conciencia de los asociados, que reciben en las tinieblas impulso para moverse, más como máquinas que como personas; va como un depósito de materias explosivas que detona á voluntad del que la tiene, tal vez, torcida por algún fanatismo ciego ó interés vil. Dentro de la sociedad caben numerosas asociaciones; pero aquellas donde hay secreto más bien que órganos funcionando para contribuir á la salud, pueden considerarse como focos purulentos que comprometen la vida.

Tal vez podría ser un buen medio de juzgar una asociación observar las consecuencias de la igualdad entre sus miembros: si siendo iguales hay en ellos armonía permanente sin severa disciplina, puede asegurarse que se proponen un buen fin por buenos medios y no abusan de los que tienen. Las asociaciones entre buenos prosperan tanto más, cuanto ellos son más semejantes; en las que forman los perversos es fatal la igualdad, la codicia se disputa la ganancia ó la presa, la vanidad choca á impulsos de la envidia, y la ira sangrienta lanza á los crueles unos contra otros. Entre los que son igualmente malos no hay paz sino impuesta por el miedo de alguno que es peor, y entre los que sin serlo hacen daño asociados no hay igualdad tampoco, sino jerarquías omnipotentes y obediencias ciegas. Asociación sin secreto, en que hay armonía permanente siendo los asociados iguales y libres, conocedores y responsables de lo que hacen, puede decirse que es asociación beneficiosa para la sociedad en cuyo seno vive; si no tiene estas condiciones, hará daño, y mucho.

Difícil parece juzgar si hasta el presente la igualdad ha recibido más mal que bien de la asociación: duda es muy fundada, y problema histórico difícil de resolver; pero si con respecto á lo pasado el ánimo se queda perplejo, por lo que hace al presente parece claro que más veces es obstáculo que auxiliar de la igualdad la asociación. ¿Hay que renunciar á ella, que perseguirla, que matarla? No: no es renunciable, ni mortal, sino inevitable y fecundo instrumento de progreso y de vida, pero no inofensivo, y como esas grandes ruedas motoras, da poderoso impulso, pero ¡ay de aquel á quien engancha y voltea! Pone en comunicación instantánea los antípodas, perfora montañas, abre istmos, generaliza verdades, consuela penas; pero también las causa, también difunde el error, también paraliza muchos movimientos vitales con sus aceradas y acaso invisibles redes, también está impulsada á veces por el fanatismo y la codicia, también extravía á los que había de guiar y abruma á los que debiera sostener.

No hay más medio de combatir las asociaciones perjudiciales que oponerles las útiles; la influencia de la asociación no puede neutralizarse sino con la asociación; y para que muchas igualdades que se escriben no sean letra muerta; para que enfrente de colectividades poderosas el individuo no sucumba, es necesario que se una á otro y otros y muchos individuos, que se asocie en el derecho y por el derecho contra los que intentan atacarle. La asociación es una fuerza inmensa; ¿quién lo duda? Pero, como la locomotora, necesita carriles y maquinista, las vías de la justicia de donde no pueda apartarse, la mano de la inteligencia que regule sus movimientos; si no, se estrella ó atropella, y aunque es posible que proclame la igualdad, es seguro que no la sirve.

3.Hemos utilizado para este capítulo la excelente obra del Sr. D. Gumersindo de Azcárate, Ensayo sobre la historia del derecho de propiedad.
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28 mayıs 2017
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