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Kitabı oku: «El Criterio», sayfa 9

Balmes Jaime Luciano
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§ VI

Suposiciones gratuitas. El despeñado

A falta de un principio general tomamos á veces un hecho que no tiene mas verdad y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos sistemas para explicar los fenómenos de la naturaleza? De una suposicion gratuita que el inventor del sistema tuvo á bien asentar como primera piedra del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos á este peligro siempre que se empeñan en explicar un fenómeno, careciendo de datos positivos sobre su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de causas; pero no se ha encontrado la verdad por solo saber que ha podido proceder, es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me explica satisfactoriamente un fenómeno que tengo á la vista, podré admirar en ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el conocimiento de la realidad de las cosas.

Este vicio de atribuir un efecto á una causa posible, salvando la distancia que va de la posibilidad á la realidad, es mas comun de lo que se cree; sobre todo, cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia ó sucesion de los hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda á saber si ha existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya podido existir, y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que se pretende dar razon.

Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razon de la catástrofe; una caida, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos, el efecto será el mismo; y en ausencia de datos no puede decirse que el uno lo explique mas satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores estan contemplando la desastrosa escena; todos ansian descubrir la causa; haced que se presente el mas leve indicio, desde luego veréis nacer en abundancia las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto; así será; no puede ser de otra manera… como si lo estuviese mirando… no hay testigos, no puede probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe.»

Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas ántes de encontrarse el cadáver, el infeliz se encaminaba hácia el lugar fatal, y no falta quien vió que estaba leyendo unos papeles, que se detenia de vez en cuando, y daba muestras de inquietud. Por lo demas es bien sabido que estos últimos dias habia pasado disgustos, y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la vecindad veia en su semblante muestras de pena y desazon. Asunto concluido; este hombre se ha suicidado. Asesinato no puede ser, estaba tan cerca de su casa… ademas que un asesinato no se comete de esta manera… Una desgracia es imposible, porque él conocia muy bien el terreno; y por otra parte, no era hombre que anduviese precipitado ni con la vista distraida. Como el pobre estaba acosado por sus acreedores, hoy dia de correo debió de recibir alguna carta apremiante, y no habrá podido resistir mas.

– Vamos, vamos, responderá el mayor número, cosa clara: y tiene V. razon, cabalmente es hoy dia de correo…

Llega el juez y al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la cartera del difunto.

– Dos cartas.

– ¿No lo decia yo?.. el correo de hoy!..

– La una es de N. su corresponsal en la plaza N.

– Vamos, cabalmente allí tenia sus aprietos.

– Dice así: «Muy Sr. mio: en este momento acabo de salir de la reunion consabida. No faltaban renitentes, pero al fin apoyado de los amigos N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razon. Por ahora puede V. vivir tranquilo, y si su hijo de V. tuviera la dicha de restablecer algun tanto los negocios de América, esta gente se prestará á todo, y conservará V. su fortuna y su crédito. Los pormenores para el correo inmediato; pero he creido que no debia diferir un momento el comunicarle á V. tan satisfactoria noticia. Entre tanto, etc., etc.» No hay por qué matarse.

– La otra?..

– Es de su hijo…

– Malas noticias debió de traer…

– Dice así: «Mi querido padre: he llegado á tiempo; y á pocas horas de mi desembarco, estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del Sr. N. Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y al verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su turbacion, y me he apoderado de toda su correspondencia. Miéntras me ocupaba de esto ha tomado el portante, é ignoro su paradero. Todo se ha salvado excepto algun desfalco, que calculo de poca consideracion. Voy corriendo, porque la embarcacion que sale va á darse á la vela.» etc. etc.

El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido: todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una explicacion satisfactoria.

– ¿Si podria ser un asesinato?..

– Claro es, porque en este correo… y ademas, este hombre no carecia de enemigos.

– El otro dia su colono N. le amenazó terriblemente.

– Y es muy malo…

– Oh! terrible… está acostumbrado á la vida bandolera… vamos, tiene atemorizada la vecindad…

– ¿Y cómo estaban ahora?

– A matar; esta misma mañana salian juntos de la casa del difunto, y hablaban ambos muy recio.

– ¿Y el colono solia andar por aquí?

– Siempre; á dos pasos tiene un campo; y ademas la cuestion estaba (sino que esto sea dicho entre nosotros), la cuestion estaba sobre esas encinas del borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba á perder el bosque, el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro dia á pique de darse de garrotazos. Miren Vds… sino que uno no debe perder á un infeliz… casi cada dia estaban en pendencias en este mismo lugar.

– Entónces no hable V. mas… es una atrocidad! pero ¿cómo se prueba?..

– Y hoy vean Vds. como no está trabajando en el campo; y tiene por allí su apero… y se conoce que ha trabajado hoy mismo… vamos, ya no cabe duda; es evidente; el infeliz está perdido, porque esto respirará…

Llega uno del pueblo.

– ¡Qué desgracia!

– ¿No lo sabia V.?

– No señores, ahora mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo á verle, por si se apaciguaba con el pobre N. que está preso en la alcaldía…

– ¿Preso?..

– Sí señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de palabras, y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben Vds. que es tan maton!..

– ¿Y no ha salido mas al campo desde que habló esta mañana con el difunto en la calle?

– ¿Pues cómo habia de salir? vayan Vds. y le encontrarán allí, donde está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí!..

Nuevo chasco, el asesino estaba á larga distancia, el preso era el colono: nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir la realidad con la posibilidad, y no alucinarse con plausibles apariencias.

§ VII

Preocupacion en favor de una doctrina

Hé aquí uno de los mas abundantes manantiales de error; esto es la verdadera rémora de las ciencias; uno de los obstáculos que mas retardan sus progresos. Increible seria la influencia de la preocupacion, si la historia del espiritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.

El hombre dominado por una preocupacion no busca ni en los libros ni en las cosas lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo mas sensible es, que se porta de esta suerte, á veces con la mayor buena fe, creyendo sin asomo de duda que está trabajando por la causa de la verdad. La educacion, los maestros y autores de quienes se han recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo, ó tratamos con mas frecuencia, el estado ó profesion, y otras circunstancias semejantes, contribuyen á engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.

Apénas dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos ofrecieron ciertos axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas proposiciones como sostenidas por demostraciones irrefragables, y las razones que militaban por la otra parte, nunca se nos hizo considerarlas como pruebas que examinar, sino como objeciones que soltar. ¿Habia alguna de nuestras razones que claudicaba por un lado? se acudia desde luego á sostenerla, á manifestar que en todo caso no era aquella la única; que estaba acompañada de otras cumplidamente satisfactorias; y que si bien ella sola quizas no bastaria, no obstante añadida á las demas no dejaba de pesar en la balanza y de inclinarla mas y mas á favor nuestro. ¿Presentaban los adversarios alguna dificultad de espinosa solucion? El número de las respuestas suplia á su solidez. El gravísimo autor A contesta de esta manera, el insigne B de tal otra, el sabio C de tal otra, cualquiera de las tres es suficiente, escójase la que mejor parezca, con entera seguridad de que el Aquiles de los adversarios habrá recibido la herida en el tendon. No se trata de convencer, sino de vencer; el amor propio se interesa en la contienda, y conocidos son los infinitos recursos de este maligno agente. Lo que favorece se abulta y exagera; lo que obsta se disminuye, se desfigura ú oculta: la buena fe protesta algunas veces desde el fondo del alma; pero su voz es ahogada y acallada como una palabra de paz en encarnizado combate.

Si así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos, se hayan visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados al rededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su saber y virtudes, viesen todos una cuestion de una misma manera, al paso que sus adversarios no ménos esclarecidos que ellos, lo veian todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor, no necesitásemos leerle, bastándonos por lo comun la órden á que pertenecia, ó la escuela de donde habia salido? ¿Podria ser ignorancia de la materia, cuando consumian su vida en estudiarla? ¿Podria ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaria en muchos, pero de otros no cabe duda que las consultarian con frecuencia. ¿Podria ser mala fe? No por cierto; pues que se distinguian por su entereza cristiana.

Las causas son las señaladas mas arriba; el hombre ántes de inducir á otros al error, se engaña muchas veces á sí propio. Se aferra á un sistema, allí se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle; su ánimo se va acalorando á medida que se ve atacado; hasta que al fin, sea cual fuere el número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice á sí mismo: «este es tu puesto; es preciso defenderle: vale mas morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía.»

Por este motivo, cuando se trata de convencer á otros, es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor propio: importa sobre manera persuadir al contrincante de que cediendo, nada perderá en reputacion. No ataqueis nunca la claridad y perspicacia de su talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta, no recabaréis que se confiese vencido.

Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se ocupen á la verdad; en vacilando el adversario conviene no economizarlas, si deseais que se dé á partido ántes que las cosas hayan llegado á extremidades desagradables14.

CAPÍTULO XV

EL RACIOCINIO

§ I

Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica

Cuando los autores tratan de esta operacion del entendimiento, amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré sobre la verdad de estos; pero dudo mucho que la utilidad de aquellas sea tanta como se ha pretendido. En efecto: es innegable que las cosas que se identifican con una tercera, se identifican entre sí; que de dos que se identifican entre sí, si la una es distinta de una tercera, lo será tambien la otra; que lo que se afirma ó niega de todo un género ó especie, debe afirmarse ó negarse del individuo contenido en ellos; y ademas es tambien mucha verdad que las reglas de argumentacion fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicacion; y no puedo convencerme de que sean de grande utilidad en la práctica.

En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen á dar al entendimiento cierta precision que puede servir en algunos casos para concebir con mas claridad, y atender á los vicios que entrañe un discurso: bien que á veces esta ventaja quedará neutralizada con los inconvenientes acarreados por la presuncion de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte, y no acertar á ponerlas en práctica. Tal recitaria todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabria escribir una página sin chocar, no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

§ II

El silogismo. Observaciones sobre este instrumento dialéctico

Formaremos cabal concepto de la utilidad de dichas reglas, si consideramos que quien raciocina no las recuerda, si no se ve precisado á formular un argumento á la manera escolástica, cosa que en la actualidad ha caido en desuso. Los alumnos aprenden á conocer si tal ó cual silogismo peca contra esta ó aquella regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al salir de la escuela nunca encuentran nada que á ellos se parezca. «Toda virtud es loable, la justicia es virtud, luego es loable.» Está muy bien: pero cuando se me ofrece discernir si en tal ó cual acto se ha infringido la justicia, y la ley tiene algo que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia, analizando los altos principios en que estriba, y las utilidades que su imperio acarrea al individuo y á la sociedad; ¿de qué me servirá dicho ejemplo, ú otros semejantes? Los teólogos y juristas, quisiera que me dijesen si en sus discursos les han servido mucho las decantadas reglas.

«Todo metal es mineral, el oro es metal, luego es mineral.» «Ningun animal es insensible, los peces son animales, luego no son insensibles.» «Pedro es culpable, este hombre es Pedro, luego este hombre es culpable.» «Esta onza de oro no tiene el debido peso, esta onza es la que Juan me ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido peso.» Estos ejemplos y otros por el mismo tenor, son los que suelen encontrarse en las obras de lógica que dan reglas para los silogismos; y yo no alcanzo qué utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.

La dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades mas propias para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el discurso se traslada de los ejemplos á la realidad, no encuentra nada semejante: y entónces ó se olvida completamente de las reglas, ó despues de haber ensayado el aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la enojosa é inútil tarea. Cierto sugeto, muy conocido mio, se habia tomado el trabajo de examinar todos sus discursos á la luz de las reglas dialécticas; no sé si en la actualidad conservará todavia este peregrino humor; miéntras tuve ocasion de tratarle no observé que alcanzase gran resultado.

Analicemos algunos de estos ejemplos, y comparémoslos con la práctica.

Trátase de la pertenencia de una posesion. Todos los bienes que fueron de la familia N debieron pasar á la familia M; pero el mucho tiempo trascurrido y otras circunstancias, hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que esta última se halla en posesion, fundándose en que sus derechos á ella le vienen de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el siguiente: Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así que el manso B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no complicar, supondremos que no haya dificultad en la primera proposicion, ó sea en la mayor; y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir que le incumbe probar que efectivamente el manso B perteneció á la familia N.

Todo el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se prueba la menor ó no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo? ¿sirve de nada el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada uno? Cuando se haya llegado á probar que el manso B perteneció á la familia N, ¿será menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima poseedora? El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deduccion, que las reglas dadas para sacarla, mas bien que otra cosa, parecerán un puro entretenimiento especulativo. No estará el trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos para probar que el manso B perteneció realmente á la familia N, en interpretar cual conviene las cláusulas del testamento, donacion, ó venta por donde lo habia adquirido; en esto y otros puntos consistirá la dificultad, para esto seria necesario aguzar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas á fin de discernir la verdad entre muchos y complicados y contradictorios documentos. Gracioso seria por demas, el preguntar á los interesados, á los abogados y al juez, cuántas veces han pensado en semejantes reglas, cuando seguian con ojo atento el hilo que debía respectivamente conducirlos al objeto deseado.

«La moneda que no reune las calidades prescritas por la ley no debe recibirse; esta onza de oro no las tiene, luego no debe recibirse.» El raciocinio es tan concluyente como inútil. Cuando yo este bien instruido de las circunstancias exigidas por la ley monetaria vigente, y ademas haya experimentado que esta onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador sin discursos; y si se traba disputa, no versará sobre la legitimidad de la consecuencia, sino sobre si á tantos ó cuantos granos de déficit se ha de tomar todavia, si está bien pesada ó no, si lleva esta ó aquella señal, y otras cosas semejantes.

Cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse á sí mismos. Se presenta una idea, se la concibe con mas ó ménos claridad; en ella se ve contenida otra, ú otras; con estas se suscita el recuerdo de otras, y así se va caminando con suavidad, sin cavilaciones reflejas, sin embarazarse á cada paso con la razon de aquello que se piensa.

§ III

El entimema

La evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas de argumentacion el entimema, el cual no es mas que un silogismo en que se calla por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó á los dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo á cada paso; pues pudieron notar que en la práctica se omitia por superfluo el presentar por extenso todo el hilo del raciocinio. Así en el último ejemplo, el silogismo por extenso seria el que se ha puesto al principio; pero en forma de entimema se convertiria en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por la ley, luego no debo recibirla;» ó en estilo vulgar, y mas conciso y expresivo: «No la tomo; es corta.»

§ IV

Reflexiones sobre el término

Todo el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un término medio, para deducir la relacion que tienen entre sí. Cuando se conocen ya, y se tienen presentes esos extremos y ese término medio, nada mas sencillo que hacer la comparacion; pero cabalmente entónces ya no es necesaria la regla, porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo se encuentra ese término medio? ¿Cómo se conocen los dos extremos, cuando se hacen investigaciones sobre un objeto, del cual se ignora lo que es? Sé muy bien que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendria tal calidad; pero el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y por tanto no pienso en uno de los dos extremos; ni aun cuando pensara en ello, me encuentro con medios para comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el hombre que pasa por su lado fuera el asesino á quien persigue desde mucho tiempo, deberia enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al culpable no piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el individuo que está presente, no puede condenarle por falta de pruebas. Tiene los dos extremos, mas no el término medio; término que no se lo ofrecerá ciertamente bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria, su residencia ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en la actualidad, el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato, testigos que le vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la víctima; su traje, estatura, fisonomia, señales sangrientas que se han notado en su ropa, el puñal escondido, el azoramiento con que llegó á deshora á su casa pocos momentos despues del desastre, algunas prendas que se han encontrado en su poder, y que se parecen mucho á otras que tenia el difunto, sus contradicciones, su reconocida enemistad con el asesinado; hé aquí los términos medios, ó mas bien un conjunto de circunstancias que han de indicar si el preso es el verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del silogismo? Ahora habrá que atender á una palabra, despues á un hecho; aquí se habrá de examinar una señal, mas allá se habrán de cotejar dos ó mas coincidencias. Será preciso atender á las cualidades físicas, morales y sociales del individuo, será necesario apreciar el valor de los testigos, en una palabra, deberá el juez revolver la atencion en todas direcciones, fijarla sobre mil y mil objetos diferentes, y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no dejar sin castigo al culpable, ó no condenar al inocente.

Lo diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de dialéctica de nada sirven para la práctica: quien creyese que con aquel mecanismo ha aprendido á pensar, puede estar persuadido de que se equivoca. Si lo que acabo de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.

14.Pág. 134. – La duda de Descartes fué una especie de revolucion contra la autoridad científica, y por tanto fué llevada por muchos á una exageracion indebida. Sin embargo no es posible desconocer que habia en las escuelas necesidad de un sacudimiento, que las sacase del letargo en que se encontraban. La autoridad de algunos escritores se habia levantado mas alto de lo que convenia; y era menester un ímpetu como el de la filosofía de Descartes para derribar á los ídolos. El respeto debido á los grandes hombres no ha de rayar en culto, ni la consideracion á su dictámen degenerar en ciega sumision. Por ser grandes hombres, no dejan de ser hombres, y de manifestarlo así en los errores, olvidos y defectos de sus obras. Summi enim sunt, homines tamen, decia Quintiliano. Y san Agustin confiesa, que la infalibilidad la atribuye á los libros sagrados; pero que en cuanto á las obras de los hombres, por mas alto que rayen en virtud y sabiduría, no por esto son mas obligados á tener por verdadero todo cuanto ellos han dicho ó escrito.
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Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
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