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PRIMERA PARTE

Pantallas y miradas

Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales

Luis García Fanlo

Las series nacieron casi simultáneamente con la televisión, a principios de la década de los cincuenta en los Estados Unidos, más por necesidad del naciente medio que por una invención artística. En los primeros años, cuando se discutía si debía ser una radio-visión o, sencillamente, cine en vivo o teatro a distancia, había que llenar grillas de programación y completar un horario cada vez más extendido. Las series encajaron perfectamente con esa necesidad y, además, permitieron un modelo de negocio sencillo —que en esa época era el de toda la televisión— que consistía en el auspicio de cada programa por parte de una empresa. En virtud de esto, las gerencias de marketing tuvieron una injerencia total en los guiones, pensados casi exclusivamente para vender las mercancías del anunciante.

Las nuevas tecnologías publicitarias, esas que de modo tan cruelmente bello nos mostró la serie Mad Men, identificaban mensajes que permitieran el reconocimiento de las clases o sectores sociales consumidores de los productos del anunciante y, a partir de ahí, creaban narraciones serializadas, a veces como comedias y a veces como dramas. Si bien al principio eran programas baratos que se lanzaban en vivo, cuando se inventó el grabado, las series multiplicaron sus réditos al poder emitirlas una y otra vez —quizá en diversos horarios o días— y venderlas no solo a las cadenas norteamericanas locales. Las series nacieron, pues, ligadas a la televisión, el marketing, la sociología de las clases y los sectores sociales, y la vida cotidiana.

La única vinculación de estos programas con la literatura, por ejemplo, eran las invariantes estructurales narrativas. Estaban las series propiamente dichas, que contaban historias al estilo de un libro de cuentos, es decir, cada episodio una historia con un principio, un medio y un final, y los llamados seriales, que eran una transposición de los radioteatros y radionovelas, en las que cada episodio era un capítulo y el arco narrativo atrapaba a los espectadores semana a semana para conocer el desenlace de la historia. Las primeras eran comedias de situaciones, basadas en estereotipos del american way of life de la clase media americana de posguerra, y las segundas, dramas románticos, o como se decía en esa época, “de la vida misma”, al estilo de la primera y más exitosa serie de comedia norteamericana del siglo XX: I Love Lucy.

Desde luego hubo excepciones, como las de Rod Serling o Alfred Hitchcock, que tentaron narraciones más complejas que hicieran pensar críticamente a la audiencia —en ambos casos desde lo fantástico, lo extraño o lo maravilloso— sobre su realidad social, incluso sobre la sociedad de consumo, las libertades democráticas o la cuestión de las opresiones de género, raza, color o religión (Castro de Paz, 1999). Serling solía decir que lo que no puede decir un humano en televisión, puede hacerlo un marciano o un monstruo. Y Hitchcock aparecía en pantalla antes del corte publicitario para pedirle al espectador que no preste atención a la publicidad. Tanto The Twilight Zone (Rod Serling) como Alfred Hitchcock Presents fueron excepciones que confirmaron la regla, aunque abrieron un camino para la producción de series dirigidas a un espectador más pensante, en particular las series de enigmas judiciales o policiales, como Columbo o Perry Mason. O los procedimentales médicos, en los que se cuestionaba la calidad de la atención de la salud o se idealizaba y santificaba la labor de los médicos, como en Ben Casey.

No es mi intención hacer aquí una historia detallada y completa, sino señalar algunos rasgos característicos de esta etapa de las teleseries que va a desarrollarse exitosamente durante los siguientes 30 años. Las producciones de este periodo tenían audiencias multitudinarias, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, y generaban procesos de reconocimiento que, a la vez que publicitaban productos de las multinacionales en expansión por todo el planeta y formas de consumo relacionadas a ellos —siguiendo el auge desarrollista de esos tiempos—, popularizaban los valores ético-culturales norteamericanos, así como su geografía, historia, sociedad, modo de vida, gastronomía, etcétera. Las series fueron fundamentales para que todo habitante del planeta Tierra con un televisor a su alcance pudiera conocer las calles de San Francisco o de Nueva York, o el café americano, con una fuerza performativa mucho más poderosa que la de las películas cinematográficas. Y esto por una sencilla razón: la película es una experiencia que dura como máximo dos o tres horas, pero una teleserie fideliza a sus espectadores por años. El mundo de la guerra fría, del desarrollismo de la industria cultural, del star system de Hollywood, de las telenovelas y dictaduras militares latinoamericanas, de la inminente hecatombe nuclear, de los hippies y la llegada a la Luna fue el contexto que nutrió a las series de elementos de la realidad que fueron ficcionalizados de modo generalmente banal y estereotipado o, en todo caso, tratados en las comedias de humor negro o los programas de ciencia ficción y el género fantástico. Pero lo que permitía a las series lograr calar hondo en la sociedad norteamericana, y en las del resto del mundo, era su determinación por conseguir el máximo reconocimiento posible de la sociedad, no por un afán ético-cultural crítico o estético-político revolucionario, sino sencillamente porque necesitaba de esa sociedad convertida en audiencia y transformada en consumidor del producto del anunciante.

Hubo decenas de intentos, algunos de ellos exitosos, que buscaron romper con esta subsunción de las series al mercado de consumo capitalista, como Star Trek, M*A*S*H, la citada Columbo o Dr. Kildare. Pronto, la industria y la crítica cultural las convirtieron en series de culto que sirvieron para demostrar que las teleseries no eran simples objetos de mercado, sino entretenimiento para intelectuales y audiencias sofisticadas. Hasta que algo cambió. Y fue la sociedad y el mundo.

La edad de oro de la televisión

Entre fines del siglo XX y principios del XXI, se produjo un terremoto social que modificó de forma drástica y dramática esa meseta mediática que duró 30 años en la industria de la televisión. Fueron múltiples factores que cambiaron radicalmente las formas de vida en el planeta y afectaron prácticamente —aunque de modos desiguales y combinados— a toda la población. Cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, y con ellos el comunismo como alternativa político-cultural frente a la hegemonía política de Estados Unidos y la economía capitalista. Pero también se vino abajo el apartheid en Sudáfrica y las doctrinas de los derechos humanos, y la democracia desplazó —al menos en Latinoamérica— a las dictaduras militares. Casi simultáneamente apareció internet y, más temprano que tarde, sus aplicaciones y desarrollo transformaron radicalmente las sociedades de un modo inconcebible para quienes vivimos en la segunda mitad del siglo XX (Piscitelli, 2005; Scolari, 2008; Carlón y Scolari, 2012). Y aparecieron nuevos dispositivos televisivos, como la televisión por cable y, más tarde, la emisión por streaming, así como la posibilidad de interacción entre empresas productoras de contenidos y consumidores, lo que incluso habilitó a estos últimos para transformarse en productores. En este contexto, se llegó a hablar del fin de los medios masivos o, al menos, de sus formas más tradicionales (Carlón, 2016).

Estos cambios produjeron efectos sociales que alteraron las invariantes estructurales a partir de las cuales guionistas, empresarios televisivos, anunciantes, políticos e intelectuales, la gente común y corriente, los televidentes, reconocían en las series de televisión, pero también en el cine, la literatura y la totalidad de los artefactos culturales, su modo de existencia, sus certidumbres e incertidumbres, sus valores, sus sueños, sus ideales políticos y sus formas de educar y educarse, vivir, hacerse a sí mismos y vivir en sociedad. Entonces, ese cambio llegó necesariamente a la televisión y, en particular, a las series.

Con estos cambios también entró en crisis el broadcasting, es decir, la emisión de un programa para una audiencia multitudinaria el mismo día, a la misma hora y por el mismo canal todas las semanas. Uno emitiendo en simultáneo para millones. Surgió el narrowcasting, entendido como la condición de posibilidad, existencia y aceptabilidad para que cada quien exija y pueda concretar su propia grilla de programación individualizada, para ver su serie o programa favorito cuando, como y donde quiera. Y además la posibilidad de tener la serie en tu propia PC o verla a través de tu teléfono móvil, y poder recortarla, editarla, ponerle subtítulos, alterarla, modificarla e, incluso, hacer una versión propia usando programas de computación gratuitos que vienen con cada equipo como gentileza del fabricante.

Como no podía ser de otra manera, estos cambios sociales, tecnológicos, políticos, económicos e ideológico-culturales impactaron profundamente en todos los medios masivos, pero en particular en la industria de las teleseries. Si bien las dos invariantes estructurales paradigmáticas se mantuvieron, proliferaron cientos de nuevos modos de producir variantes diferenciales.

La historia, no obstante, no avanza a grandes saltos ni por apocalípticas rupturas, así como tampoco va necesariamente guiada por una teleología del progreso infinito, indefinido e inexorable hacia formas cada vez más perfectas. Los grandes cambios mencionados produjeron también un mundo cada vez más inseguro, distópico y fragmentado. Recrudecieron las guerras y aumentaron, como nunca antes desde la Segunda Guerra Mundial, los contingentes de refugiados que huían de las guerras religiosas, o las que surgían del colapso de los antiguos imperios locales y regionales, sea en África o Asia. También impactaron en las nuevas narrativas televisivas el agravamiento de la delincuencia, el narcotráfico y las formas cada vez más inhumanas de explotación del hombre por el hombre, así como la inminencia de catástrofes naturales, sanitarias o humanitarias. El mundo, paradójicamente, se ha vuelto un lugar mucho más peligroso, inestable, impredecible y distópico de lo que fue, al menos, desde los orígenes del capitalismo. Y ahí es donde podemos encontrar un umbral entre las series clásicas de televisión y las actuales.

De manera que pensar los cambios y las permanencias en términos de regularidades y discontinuidades puede ser útil, en particular cuando esas transiciones caóticas, como las descritas, aún están en curso y nos son contemporáneas. Y, además, porque estas nuevas series coexisten con series clásicas y tradicionales que se mantienen inalterables, sin reconocer los cambios sociales mundiales; el mundo existe de manera desigual y combinada no solo en términos espaciales, económicos, culturales y políticos, sino también temporales. De ahí que tengan atractivo las series en las que coexisten dos realidades temporales alternas o las temáticas de universos paralelos, viajes en el tiempo y todo tipo de ucronías (El Ministerio del Tiempo, Timeless, Outlander, Frequency).

Entonces, como indicación y referencia metodológica, propongo que evitemos pensar la historia como irreversible o en términos de continuidad y ruptura, en particular cuando se trata de artefactos culturales como los que produce la industria de las series de televisión. A la vez, aplicar esta regla metodológica puede ser muy útil si se sostiene a manera de hipótesis de trabajo —como en el caso de este breve ensayo—, y si se postula que las series existen, se reproducen y tienen audiencias multitudinarias, multinacionales y multiculturales por su capacidad de hacernos ver el mundo real en que los espectadores vivimos o, al menos, creemos vivir.

Quizá una novedad de nuestra época consiste en que intelectuales, clases medias ilustradas, periodistas especializados, políticos, investigadores académicos y profesores se han interesado por las teleseries como antes lo hacían por el teatro o el cine. A ellos les debemos que la actual época haya sido bautizada como la tercera edad de oro de la televisión y, en particular, por las series (Cascajosa Virino, 2005; Cappello, 2015; Carlón, 2011; Carrión, 2014; Pérez Gómez, 2011; Scolari, 2013; Tous, 2009a; Tous, 2009b). La caja boba parece que se ha convertido en la caja inteligente y ahora no solo los intelectuales, sino también las empresas, las industrias culturales y hasta los mandatarios de naciones de todo el mundo celebran las series de televisión, se declaran fans de tal o cual serie, las analizan, les encuentran características estéticas, literarias y éticas antes solo reservadas a las películas y las buenas novelas, en la senda abierta hace ya varios años por Henry Jenkins (2008).

Los personajes de las series actuales son conocidos, admirados y respetados tanto o más que los actores que los personifican en la pantalla chica, y no precisamente porque sean los héroes ingenuos, impecables y sin mancha del periodo anterior. Ahora los protagonistas son los villanos, incluso cuando sus némesis sean otros villanos. Ya no importa si se trata de una serie de médicos (House MD), políticos (House of Cards), abogados (Goliath), policías (The Killing) o superhéroes (Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage); todos ahora llevan tatuado en sus biografías ficcionales el nuevo lema de Marvel: “El mal es algo relativo”. Por otra parte, muchas series se mueven entre la ficción y la no-ficción, aunque sin perder el realismo originario y el carácter etnográfico de los conflictos que describen y estructuran la narración, como en Lost, Twin Peaks, Fargo, True Detective o, más recientemente, Chance.

El realismo fantástico al estilo de Bioy Casares, Cortázar e incluso Borges está a la orden del día, así como las ficciones históricas (The Tudors, The Borgias, Medici: Masters of Florence, Vikings, 11.22.63, Frontier, American Crime Story o Taboo) y nuevas formas del género terror como American Horror Story y Outcast. El apocalipsis, en el sentido bíblico más general, invade las pantallas con The Walking Dead, The Returned, Glitch, Resurrection y 12 Monkeys, e incluso en una serie clásica y conservadora como The Last Ship, las plagas, los muertos-vivos y los zombis sirven para representar a los millones de inmigrantes ilegales que vagan de frontera en frontera o intentan cruzar el Mediterráneo —como en la Edad Media lo hacía la nave de los locos—, sembrando a su paso la desolación, la caída de toda civilización, el fin de la humanidad tal como la conocíamos (Fernández Gonzalo, 2011).

No es extraño que autores de novelas de ciencia ficción con mundos distópicos y ucronías temporales irónicas, como las que proponen Stephen King (11.22.63, The Mist) o Philip Dick (The Man in the High Castle), convivan con todo tipo de historias de inteligencias artificiales, robots, androides, etcétera, que luchan por imponerse al género humano que los oprime en masa, o que problematizan cuestiones referidas a la manipulación genética, los implantes cibernéticos y la cada vez más borrosa frontera entre lo orgánico y lo inorgánico (Battlestar Galactica, Caprica, Humans, Westworld). Todo esto forma parte de las agendas políticas, sociales, ideológicas y culturales de nuestra época actual y esos son los problemas que reconocemos en las series de televisión, a veces de una asombrosa crudeza y similitud con la vida real (Breaking Bad) y otras veces como en un presente mediato que prácticamente ya estamos transitando (Black Mirror). Hasta un asesino serial, en Dexter, se convirtió en un héroe de la cultura popular mundial (García Fanlo, 2011).

Las series siguen siendo procedimentales o seriales episódicos, el lenguaje de las series de televisión sigue siendo el mismo que el de hace 30 años, pero lo que ha cambiado es lo que Michel Foucault denominaba la fábula, es decir, el modo en que es contada una historia (Foucault, 1996, pp. 213-221; García Fanlo, 2015c). Porque cuando Person of Interest o Persons Unknown tratan la cuestión de la videovigilancia panóptica que ejerce el Gobierno o las corporaciones empresariales, solo estamos ante un cambio de escala, de época y perspectiva en comparación a la que ya nos había entregado en los años sesenta la serie The Prisoner. Cuando en la serie Colony nos muestran cómo los alienígenas que han invadido el planeta construyen un muro de separación y contención entre humanos civilizados y adaptados al dominio extraterrestre y las multitudes que se resisten y viven en condiciones de barbarie, violencia y exclusión, no estamos viendo otra cosa que lo que ocurre en Palestina (Homeland) o en la frontera entre México y Estados Unidos (The Bridge), pero que ya había sido tratado hace años en V

Los géneros, las estructuras narrativas invariantes, la serialidad, la captura de audiencias para vender a anunciantes, etcétera, son regularidades que se mantienen —regularidades que implican zonas de desviaciones, curvas diferenciales, excepciones puntuales, entre otras— entre series clásicas y actuales: se trata del régimen ficcional, en el lenguaje de Michel Foucault. Pero cuando nos enfocamos en los discursos estético-políticos y ético-culturales y en el modo en que las series hacen visibles realidades sociales que nos atraviesan de manera cambiante, compleja y problemática, entonces surgen las discontinuidades. Cuando digo ético-cultural me refiero a que ya no hay buenos ni malos, sino circunstancias en que seres humanos, o alienígenas o fantasmas o muertos-vivos, deben tomar decisiones difíciles, como aquellas que los que gobiernan el mundo nos dicen que son necesarias para reestablecer el orden, aunque causen daño colateral. Todo es relativo y queda librado, por eso mismo, a lo que proponga el guionista o realizador y lo que interprete el espectador (García Fanlo, 2015a).

No es que los seres humanos actuales hayamos superado estereotipos, antinomias y dicotomías unidimensionales para interpretar el mundo en que vivimos, ni tampoco que seamos más libres, sino que ahora esos estereotipos y antinomias son las que expresa aquella frase tan repetida en las teleseries actuales: hizo lo que tenía que hacer… para sobrevivir. Después de todo, ¿cuántos nos reconocemos en Walter White y su desesperación por no contar con un seguro de salud apropiado o con los medios que garanticen a su familia una vida digna una vez que él muera de cáncer? (Pérez Gómez, 2011).

Tampoco nos vamos a convertir en Walter White o en Dexter Morgan, sino en lo que podamos con lo que tengamos porque ya no hay un mundo seguro en el que vivir y porque ya no hay nadie en quien confiar ni a quien pedir ayuda. Si hasta los superhéroes ya no quieren asumir ese papel y se preguntan hasta qué punto sus superpoderes no deberían ser usados para otra cosa en lugar de ayudar al necesitado. Después de todo, los superhéroes salvan a la humanidad matando a gran parte de ella, destruyendo ciudades, haciendo colapsar el medioambiente, produciendo catástrofes demográficas o planetarias, al mejor estilo de Clinton, Bush u Obama y, seguramente ahora también, Donald Trump.

Se trata de nuevas mediatizaciones televisivas que producen nuevos sujetos espectadores y resignifican el fenómeno de los fans, espectadores expertos y televidentes fieles, iniciado a imitación del cine, pero en relación con las teleseries clásicas (García Fanlo, 2015b).

Noción del mundo y la realidad

Las particularidades enunciativas, narrativas, éticas, ideológicas, políticas y estéticas que fundan la llamada edad de oro actual de las teleseries no pueden ser analizadas como una mera etapa superior en relación con las series clásicas. En las producciones actuales reconocemos regularidades que definen un lenguaje específico (García Fanlo, 2016a), es decir, un conjunto de elementos estructurales y de reglas y procedimientos de producción que atraviesan la televisión tradicional de aire y la de cable, pero también a empresas sin tradición televisiva como Amazon o Netflix.

Por otra parte, las discontinuidades que definen a la etapa actual consisten en la extrapolación, a las estructuras narrativas, de los discursos políticos, ideológicos y sociales dominantes que construyen nuestra visión y modo de existencia en el mundo actual. Lo nuevo no es que las series intenten reproducir la realidad social, sino que esta es la que ha cambiado alterando valores, juicios éticos y estéticos, modalidades de enunciación, formas de dominación social y económica, etcétera. No obstante, para hacer este giro ético y estético, las series deben producir modificaciones y entrar en contradicciones con las instituciones, regímenes políticos y prácticas institucionalizadas que hacen que ya no puedan aspirar a audiencias masivas y multiclasistas, sino a grupos de públicos específicos, diferenciales, y, por tanto, a modelos de financiación y negocios novedosos que ya no pasan necesariamente por la publicidad tradicional (Del Pino y Olivares, 2006).

Las audiencias se han sofisticado en la misma medida en que se han fragmentado y han desarrollado empoderamientos a partir de los cuales exigen determinados contenidos y determinadas formas de mostrar esos contenidos, como condición para aceptar convertirse en consumidores seriales no solo de series, sino de todo tipo de mercancía que remita al universo diegético de cada una de ellas. Es cierto que existen nuevas formas de publicidad no tradicional, como el branded content o similares, que rememoran aquellas viejas y clásicas series de anunciante, pero también es cierto que el modo en que esos mensajes publicitarios se inscriben en la diégesis televisiva ya no asume la forma del barómetro de Madame Aubain, sino de las exigencias cada vez más estrictas de convertir el universo de la serie en el universo que habita el televidente (Rancière, 2015, pp. 17-34).

Mostar computadoras, teléfonos inteligentes, determinadas marcas de moda y de ropa de vestir, hacer que los actores hagan de sí mismos e, incluso, que no-actores actúen haciendo de ellos mismos ya no son reconocidos como viles recursos publicitarios, sino como elementos que producen el famoso efecto de realidad que postulaba Roland Barthes (1968, pp. 95-102). No es que antes las series no eran realistas, sino que lo eran al estilo de las historias de Hollywood, con sus juicios éticos y estéticos, su puesta en escena, su melodrama estandarizado y sus biotipos bien definidos, edades, género, raza, color o religión, es decir, una realidad maquillada y edulcorada para transmitir determinado modo de vida. Pero, en la actualidad, eso ya no ocurre cuando hablamos de los productos de HBO, FX, Amazon, Netflix, Hulu, AMC o Showtime, cuyo efecto de realidad se construye etnográfica y sociológicamente —casi con un detalle propio del documental— y que cuenta con el asesoramiento de investigadores, académicos e incluso de líderes de movimientos políticos, sociales, etcétera. En otros casos, el propio showrunner —el guionista o creador de la serie— es un experto en la temática, como John Fusco en Marco Polo y Jill Soloway en Transparent (García Fanlo, 2016b).

Finalmente, por más sofisticadas que sean las historias y por más transgresoras que puedan parecernos, no hay que olvidar que cada canal de televisión tiene su manual de emisión, con las reglas y procedimientos acerca de qué se puede mostrar, decir o hacer en una serie. De modo que si nos parece que ahora todo se muestra, se dice o se hace, conviene preguntarse qué será aquello que desconocemos y que figura en esos manuales como lo prohibido, lo que debe dejarse invisible, lo que de ninguna manera puede ser mostrado. Quizás, intentando conocer la respuesta a esta pregunta, podamos conocer un poco más el mundo actual que nos toca vivir y que es el que se esfuerzan en mostrarnos las series actuales de televisión.

Referencias

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