Kitabı oku: «Ficciones cercanas», sayfa 4
Si en el episodio anterior se mostraba la ficcionalización de los medios informativos, aquí nos encontramos ante la ficcionalización del género de entretenimiento, que escapa de su campo natural de acción para ingresar a la política. La gran promesa del régimen del entretenimiento, del juego y la competencia es la ilusión. Esto es cuestionado en el episodio cuando observamos la intoxicación entre estos dos mundos. La política se atosigó de ilusión, mientras que el entretenimiento se pervirtió con la verdad.
“Hated in the Nation”
Una serie de asesinatos producidos por abejas drones (insectos drones autónomos, IDA) pone al descubierto un macabro juego en redes sociales, por el cual la víctima es seleccionada cada día de acuerdo con su impopularidad en internet. Esta nueva forma de terrorismo informático pone en riesgo la vida del ministro de Economía y revela cómo la tecnología diseñada para proteger el medio ambiente es, a su vez, un sistema nacional de vigilancia de los ciudadanos.
En 1975 se publicaba en París la obra emblemática de Foucault, Vigilar y castigar, en la que, a partir del análisis del nacimiento de la prisión, señalaba cómo un nuevo tipo de sociedad se iba construyendo, teniendo como principio la disciplina del cuerpo y la normalización de una serie de dispositivos orientados a la vigilancia. El panóptico de Bentham era el modelo por excelencia del funcionamiento y los principios que guiaban esa nueva sociedad. En cierto sentido, el episodio que concita nuestra atención muestra una extensión de este sistema permanente de vigilancia legitimado en la salvaguarda de la seguridad de los ciudadanos.
Ciudadanos polémicos, funcionarios y agentes tecnológicos
Empecemos por mencionar a los personajes víctimas, que tienen en común ser sujetos que se hacen merecedores del rechazo público. La primera es columnista de un diario, Jo Powers, que escribe una controversial columna sobre el fenómeno del momento: el Gobierno ha cortado los beneficios o subsidios para las personas con discapacidad y, en señal de protesta, una activista en silla de ruedas, Gwen Marbury, se suicida prendiéndose fuego frente a una escuela. El hecho concita la solidaridad de la opinión pública, sin embargo, la columnista reprueba el hecho señalando que es la peor forma de llamar la atención, porque nadie toma en cuenta a los policías que resultaron con quemaduras para tratar de salvarla y a los niños de la escuela que quedaron traumatizados. La columna genera tal indignación que se reúnen firmas —recurso muy frecuente en la sociedad inglesa— para solicitar su despido.
La segunda víctima es el rapero Tusk, ganador de un Grammy, a quien le muestran uno de los miles de videos de sus fanáticos en YouTube, donde un niño de 9 años, Aaron Sheen, lo imita bailando. El artista se burla de él en televisión señalando que la imitación es mala, despreciando, poniendo en ridículo e insultando al niño. “No me odien por ser sincero” es el comentario del cantante ante la conductora. La tercera víctima es una activista, Clara Meades, quien, en medio de una protesta, se toma una fotografía haciendo el gesto de estar miccionando frente al monumento denominado la Memoria de los Caídos. Al igual que en los casos anteriores, la reprobación de los cibernautas se viraliza hasta condenarla a muerte.
Todo parece indicar que la siguiente víctima será el ministro de Economía, Tom Pickering, por su impopularidad. Todos los personajes mencionados hasta ahora, a excepción de este último, son víctimas del rechazo en la red y son condenados a muerte por ser políticamente incorrectos. La muerte se produce por colapso ante el dolor intenso producido por una abeja dron que se aloja en una determinada zona del cerebro.
Hay un segundo grupo de personajes en este episodio: los representantes de la ley. La inspectora Karim Parke es la encargada de esclarecer la primera muerte, la de Jo Powers. Se la muestra como una mujer sola, divorciada y dedicada exclusivamente al trabajo, lo que la lleva a interpretar los casos como resultados de conflictos privados interpersonales. Subestima la potencialidad de internet, sostiene que el odio expresado en las redes es un odio a medias y no es en serio, mientras que los conflictos matrimoniales son como odio en 3D. Los hechos le van demostrando lo contrario.
Otro personaje, Blue Colson, se presenta como “la sombra” de Parke e investiga los hechos en su calidad de forense digital especialista en la deep web. Luego de una experiencia traumática desencriptando la carpeta de videos y fotografías de un conocido asesino serial de niños, Colson concluye que la intimidad digital es peor que la real. No obstante, sus conocimientos serán de suma importancia para comprender el caso. Junto a Parke y Colson aparece Shaun Li, un investigador de mayor jerarquía con acceso directo a las más altas autoridades del país, pues pertenece a la Agencia Nacional contra el Crimen.
Y, finalmente, tenemos a un personaje aparentemente aislado de los demás, Rasmus Sjoberg, responsable tecnológico del Proyecto Enjambre, iniciativa privada financiada por el Gobierno para evitar el colapso ambiental por la extinción de las abejas. Su función es diseñar y supervisar a las abejas drones en todo el país. A este especialista tecnológico se le contrapone el antagonista presente en todo el episodio, pero solo visible al final, Garret Scholes, extrabajador del Proyecto Enjambre, un tecnólogo de inteligencia superdotada que logra intervenir y controlar el sistema de abejas drones para perpetrar las muertes. Scholes considera que las personas deben asumir las consecuencias de sus actos, tanto en el ámbito real —las primeras víctimas— como en el digital —todos los participantes del juego de las consecuencias—. Lo interesante de este personaje es que parece anticiparse a lo que todo el mundo va a hacer, incluidos los encargados de la investigación. Se presenta como una inteligencia basada no solamente en un saber técnico, sino en un conocimiento de la naturaleza humana.
Entre la política de la transparencia y la política del camuflaje
Varias escenas remiten a escenarios en donde se muestra el papel de la política en un contexto donde los avances tecnológicos han llegado a ser una amenaza. Las escenas inicial y final transcurren durante una sesión formal de la comisión investigadora en donde la agente Parke refiere los hechos que se narran en el episodio. Esta reunión, emitida en vivo por televisión, parece tener un tono fiscalizador, de juicio público. Hacia el cierre del episodio, sin embargo, se nota un ánimo más bien condescendiente y agradecido ante los servicios de la agente. Estas secuencias revelan una política de la transparencia en la que el aparato televisivo aparece como el garante de dicha práctica. Todo lo que como espectadores observamos es el relato de los hechos a una comisión investigadora.
La precariedad moral de la clase política ante el manejo de la crisis se muestra en su total dimensión cuando el ministro de Economía, junto a otros políticos, evidencia su desesperación y malestar por ser el personaje más impopular. La primera alternativa de solución al respecto es bloquear internet, ante lo cual Shaun Li señala que es contraproducente porque lo único que haría es incrementar su impopularidad y exponer su vida a la ejecución. La segunda alternativa planteada resulta aberrante: se propone filtrar los archivos de Lord Farrintong, que demostrarían su condición de pedófilo, con la finalidad de llevarlo del cuarto lugar de impopularidad al primero y salvar al político. Una tercera alternativa es la de esconderse en un búnker. Las estrategias políticas retratadas en esta reunión se reducen a censurar, sacrificar o huir.
Una tercera escena de implicancia política es la discusión entre los agentes encargados de la investigación (Parke, Colson, Li) y Sjoberg, el responsable tecnológico del Proyecto Enjambre, quien en todo momento elude riesgos y responsabilidades apelando al encriptamiento de la información. Luego de la muerte de Meades, la tercera víctima, Colson llega a la conclusión de que los drones tienen la capacidad de reconocimiento facial y, por tanto, de transmisión de información visual. Sjoberg acaba confesando que una condición del Gobierno para el financiamiento del proyecto había sido tener acceso a la información registrada por las abejas drones. Colson y Parke muestran su pasmo ante lo que consideraban una especulación paranoica de los cibernautas hecha realidad: la vigilancia nacional absoluta. Li expresa la lógica detrás de la situación: “El Gobierno no va a invertir millones [en el Proyecto Enjambre] solo por opinión de unos científicos y por 200 votos de los ecologistas. Vieron la oportunidad de tener más y la aprovecharon”.
El interés ecológico funciona como fachada para lograr un sistema de vigilancia y control ciudadano, y justificar el espionaje en aras de una seguridad nacional que libre al país de actos terroristas, asesinos seriales y cualquier otra amenaza imaginable. La discusión entre los personajes sirve para mostrar un sistema político gobernado por el ansia de control, la hipocresía y el pragmatismo. Asimismo, muestra el rostro acomedido de la empresa privada que no tiene límites morales a la hora de ceder esa información con tal de ganar dinero. Cabe aquí recordar la distinción de Weber (1979) entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La ética de la convicción se caracteriza por un seguimiento del deber y de los ideales, mientras que la ética de la responsabilidad se basa en las consecuencias que tendrían las decisiones que se toman. La agente Parke es una representante de la ética de la convicción al mostrar su repudio por un sistema de vigilancia encubierto, mientras que el agente Li es representante de una ética de la responsabilidad, que solo piensa en las consecuencias y beneficios que le otorga tener el control de los ciudadanos.
La moral digital del odio
Pero no perdamos de vista que el núcleo del episodio gira en torno a una dinámica participativa en redes denominada el juego de las consecuencias, que se relaciona con el hashtag #Deathto. Tal como lo señala la agente Parke, horrorizada por el descubrimiento de Colson, se trata de un concurso de impopularidad. Las instrucciones señalan que hay que elegir un objetivo, un personaje que merezca el rechazo. En segundo lugar, hay que colocar la foto del condenado en la red —asumimos que es Twitter—. Y la tercera instrucción precisa que el objetivo más impopular será eliminado a las 17:00 horas de cada día. La investigación policial revela que el juego da lugar a las muertes y que la sentencia se ejecuta controlando una de las abejas drones.
Lo que era un patrón de linchamiento digital, se transforma aquí en una organización premeditada por un cracker que no solo ha sido capaz de intervenir los encriptamientos más sofisticados, sino que sabe anticiparse a las investigaciones policiales, todo ello con la finalidad de construir una base de datos de los usuarios judicantes y convertirlos, luego, en sujetos sentenciados por su proceder. Es decir, estamos ante la evolución de un terrorista dotado de una pasmosa habilidad tecnológica.
En este contexto, la televisión aparece como un condensador que jerarquiza los acontecimientos de la calle e incorpora en su programación lo que sucede en las redes sociales como una noticia más. No es coincidencia, pues, que el episodio se inicie con una cobertura televisiva que aborda tres puntos de la agenda política: el respaldo del ministro de Economía al corte de subsidios a personas con discapacidad, los problemas ambientales producto de una nueva especie en extinción, y la activación de las abejas drones, lo que da inicio al verano. Lo que se expone es la extinción de la sociedad de bienestar que han marcado las políticas europeas durante décadas bajo dos figuras: la eliminación de subsidios y la eliminación de especies naturales; es decir, una sociedad que va desapareciendo y otra, más bien tecnológica, en la que unos drones pueden marcar el ciclo natural de las estaciones. Es una sociedad pautada por los medios de comunicación, y estos dan visibilidad al juego de las consecuencias, a la vez que se convierten en amplificadores al incrementar su popularidad.
“Hated in the Nation” construye una interesante relación de odios encadenados recíprocamente. El detonante son las víctimas, que, con conductas políticamente incorrectas, no muestran límites frente a la sensibilidad del otro y condenan sin piedad ni misericordia. El linchamiento digital los hace padecer las consecuencias de sus actos: son juzgados, insultados y maldecidos. No obstante, este juzgamiento no se diferencia en nada de la actitud que están condenando. La insensibilidad del verdugo digital es la misma insensibilidad de sus víctimas. En este segundo nivel de odio —si cabe llamarlo así—, la moral del ojo por ojo y diente por diente aparece como algo universal y natural, que no necesita ser argumentado y discutido.
Esto se observa con claridad en el diálogo entre los investigadores y la profesora de una escuela primaria, cuando la interrogan por haber enviado un pastel insultando a la columnista asesinada. La maestra basa su justificación en los actos de aquella; ergo, se lo merecía. Queda claro que, si la educación de los niños depende de este tipo de maestros, padres y cuidadores, el futuro se vuelve más que sombrío. Por otro lado, cuando se le interroga por la amenaza colocada en la red social, ella ríe señalando que no era en serio, que todo era un juego; esta respuesta expone una visión que coincide con la lectura de la agente Parke —lo que se coloca en la red no es real— y legitima el linchamiento y los improperios como un ejercicio de la libertad de expresión.
El episodio sorprende cuando aparece un nuevo verdugo, quien ha utilizado como cebo a las víctimas para atraer a todos estos justicieros digitales y agruparlos en una base de datos, a fin de convertirlos en las víctimas finales. Todos aquellos que participaron del juego son sentenciados a morir a causa del mismo colapso por dolor extremo, lo que produce una matanza colectiva. Este último verdugo, terrorista y genio digital que ha montado todo este tinglado, los odia por odiar a otros que odian. De ahí que el título del capítulo resulte ilustrativo de una moral basada en el desprecio y la insensibilidad hacia el otro, pero disimulada bajo la coartada lúdica del juguemos a odiar. Sobre el final, un enjambre de abejas cubre el país para ejecutar la sentencia y la música que acompaña las escenas otorga un halo de misticismo a este genocidio digital.
En la última secuencia de “Hated in the Nation”, se observa a la agente Parke salir del canal en su automóvil para toparse con una protesta donde la gente exige saber la verdad de lo sucedido. La credibilidad de la televisión, que ha mostrado en directo los testimonios de los involucrados, es cuestionada por esta movilización que deja en claro que la política mediatizada resulta insuficiente cuando se trata de calmar la ira de los ciudadanos. Esta desconfianza en los medios y el sistema se hace más patente aún con el final que el episodio diseña para las agentes Parke y Colson, quienes aprenden que hay que simular y mentir. Parke finge ante la comisión estar afectada por los acontecimientos vividos y Colson falsea su suicidio frente al mar, todo para pasar desapercibidas, para simular ser las perdedoras ante el perverso sabio digital, e ir tras sus pasos.
Conclusiones
Es posible señalar recurrencias y variaciones en los tres episodios seleccionados de la teleserie Black Mirror. Una primera cuestión tiene que ver con el modelo político que se representa y cuestiona, construido básicamente a partir de un régimen de simulación predominantemente técnico y audiovisual, donde la televisión resulta gravitante, no solo porque opera como soporte del acontecimiento noticiable, sino porque integra los contenidos y las dinámicas de las redes sociales, transformándolas en noticia. En ese marco, la relación de los políticos con sus organizaciones partidarias está presente de una manera tenue. Los capítulos seleccionados para el presente análisis nos muestran una relación en extinción. En la primera temporada, encontramos a un primer ministro presionado por el partido; en la segunda, observamos a dos candidatos con sus respectivos partidos compitiendo contra otro sin partido (Waldo), y en la tercera temporada, no hay presencia alguna de la organización partidaria.
En el caso de las políticas públicas, estas aparecen con diferentes densidades. En la primera temporada observamos el despliegue de protocolos de control y gestión de crisis que se muestran devaluados ante una nueva arena de acción política: la red. En la segunda temporada, las políticas públicas importantes y “que construyeron las calles” son calcinadas por el desacato y la risa ligera. En la tercera temporada, la eliminación de subsidios y la evidencia de las políticas de seguridad y control ciudadano son el desencadenante de un juego macabro. Es decir, en los tres casos, se hace patente que las políticas públicas, como herramientas de gestión y continuidad del mito político, fracasan ante un ecosistema de comunicación del cual emana incredulidad, hartazgo e intolerancia. No se pone en duda la centralidad del actor político como encarnación de una narrativa política. Lo que la serie evidencia es que la narrativa política no puede sostenerse en una retórica integradora de símbolos esenciales para la identidad de una nación, sino que requiere de acciones y prácticas políticas adecuadamente integradas a los desafíos tecnológicos y humanistas del presente.
De otro lado, la construcción que se hace del político está basada en criterios pragmáticos que dan cuenta del artificio del juego político y el cálculo de popularidad. Los tres capítulos inciden en la ficcionalización de este actor confrontándolo con las nuevas tecnologías y mostrando diferentes perfiles: un ministro ingenuo y otro más bien cínico, y candidatos desactualizados. Así, Black Mirror señala el fracaso de la personalización política que no logra conectarse con las sensibilidades de la ciudadanía a la que representa.
En lo que concierne a los ciudadanos, estos se configuran como ciudadanos-audiencia de diferentes dimensiones o formas participativas. En el primer caso, se trata de uno con una intensa atracción por el morbo y cuyo papel es ser testigo consumidor del acontecimiento degradante de la política. El capítulo tomado de la segunda temporada da cuenta de un ciudadano-audiencia atraído por el liderazgo procaz y políticamente incorrecto; su rol es de seguidor. Mientras que en el último episodio se le muestra atraído por el desprecio y la insensibilidad hacia el otro, razón por la que asume el rol de sancionador o ejecutor. Tres modelos que dan cuenta de tres emociones distintas: fruición contemplativa, deleite grotesco y placer iracundo. Cabe preguntarnos esto: ¿qué ofertas de pedagogía política existen para estos ciudadanos-audiencia? Lamentablemente, estamos ante una pregunta cuya respuesta es un absoluto y significativo silencio.
Pero acaso lo más importante en Black Mirror sea notar esa dosis de desestabilización semiótica que se produce cuando el espectador le otorga a la teleserie, y le celebra, un cierto carácter profético. Es decir, una especie de neo-Nostradamus emerge al establecer equivalencias entre lo representado y la realidad. No se trata de un juego forzado por los fanáticos de la teleserie, no; se trata de una observación que puede verificarse en la propia prensa o crítica televisiva cuando se señalan, por ejemplo, equivalencias entre el Michael Callow del primer episodio, emitido en el 2011, y el escándalo del ex primer ministro David Cameron, ocurrido en el 2015 en relación con un animal; o entre el estilo político de Donald Trump y el del oso Waldo… ¿Voz profética o retrato del presente? Lo que está claro es que no tiene “sentido” celebrar el cumplimiento de las profecías ni tampoco arrancarse los ojos, como un tal Edipo en Tebas.
Referencias
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