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2.2. La construcción del Imperio, los virreinatos y la frontera

El espacio constituido por medio de las prácticas a las que hemos hecho referencia no tiene sentido si no se piensa en el marco de un contexto mayor: el de la organización del Virreinato del Perú y el de la formación del Imperio en el cual este se inserta.

La organización político-administrativa del Imperio hispano se fue gestando, a lo largo del siglo XVI, por efecto de las sucesivas olas de exploración y conquista del territorio y como resultado directo de la organización socio-política indígena que preexiste a la invasión europea de América. Los virreinatos de Nueva España (1535)

y del Perú (1542) se crean literalmente sobre los cimientos materiales y las estructuras sociales y políticas azteca e inka. Son estas las que dan nacimiento a las llamadas áreas centrales, donde tienen su asiento las más importantes instituciones del gobierno colonial y de las estructuras de la iglesia secular y regular. Las ciudades de México-Tenochtitlan y Lima son cabeza de los reinos americanos, espacio ineludible de mediación entre la metrópolis y los diferentes territorios que dependen jurídicamente de ellos. Son, además, uno de los polos en torno a los cuales se organizan los mercados regionales que se van conformando en torno a la minería argentífera y a los circuitos del comercio marítimo.

De modo que es en el marco del Virreinato del Perú que debe pensarse el territorio de Chile: el puerto de Valparaíso, y luego Castro, Valdivia y Concepción, serán puntos o hitos en el gran itinerario del comercio del Pacífico, que vincula Acapulco con Panamá y el Callao. Si 20% del oro que se extrae con cierto éxito en los primeros años en la gobernación de Chile circula por estos puertos con destino a la metrópolis, la producción agrícola y ganadera tiene en cambio en Perú su destino de mayor provecho mercantil. En dirección contraria circulan hacia Chile telas finas, objetos labrados en metales preciosos, pinturas, libros impresos, papel, armamento, entre muchos otros.

En 1553-54 Bartolomé de las Casas (1484-1566) termina de redactar su Apologética Historia Sumaria. En ella el fraile dominico, para entonces asentado en Valladolid, escribe: «la grande y feliz tierra de Chile, que es la postrera provincia o reino del Perú» (RAE, CORDE). Queda así patente la asociación de Chile con el confín del Nuevo Mundo o Finis Terrae. En el polo opuesto al que define las zonas centrales, Chile se integra como zona secundaria o marginal al Imperio. Sin embargo, esta posición no debe llevar a equívoco, en el sentido de concebir un espacio que, por su posición y valor relativo, queda fuera de los intereses de la metrópolis. Por el contrario, por cuestiones que guardan relación con las políticas hacia la población indígena y la necesidad de asegurar el dominio hispano contra las acciones de otras coronas con pretensiones coloniales, se trata de territorios que en tanto bordes, son centrales. Las fronteras interiores y los límites del dominio territorial de la corona hispana –fueran estos de carácter minero, ganadero, militar, marítimo, de indígenas rebeldes, de cimarrones, misionales, o mezcla de alguna de las anteriores– se constituyeron en objeto de políticas específicas. Las instituciones desplegadas en las provincias de Arauco son elocuente expresión de lo anterior. Lo mismo puede decirse de las acciones tendientes a controlar el paso interoceánico que llevó el nombre de Magallanes y aquellas que buscaron limitar el impacto sobre el comercio y el control costero de la guerra intraeuropea, que trajo a corsarios y piratas a recorrer y atacar las costas y los puertos del Pacífico. En este escenario, la ruptura en el control territorial al sur de Concepción resulta fundamental.

En el proyecto político que había encarnado Pedro de Valdivia, las provincias de Arauco ocupaban un lugar central por tratarse de una zona altamente poblada con presencia de arenas auríferas significativas. Sin embargo, las sublevaciones indígenas y la propia muerte de Valdivia en 1553 en el marco de un levantamiento puso en entredicho esta visión territorial. Según sugieren Jara (1971) y De Ramón (2012),

ya en 1575 circula la idea de que la colonización en el sur resultaba inviable por la guerra. Estas ideas terminaron por hacerse carne al producirse el extraordinario levantamiento indígena luego de la derrota y muerte del gobernador de Chile Martín García Óñez de Loyola (1549-1598) en los llanos de Curalaba en 1598. Una vez estabilizadas las consecuencias de esta sublevación, perduraron las ciudades de Santiago, La Serena, Mendoza, San Luis, San Juan y Concepción como los anclajes urbanos del programa hispano colonial en Chile.

Como consecuencia de estos procesos, emerge también la frontera geográfica y política en el Biobío. Esta se formaliza por medio de la consolidación de una línea de fuertes y presidios y la instauración del Real Situado, provisión que en teoría debían aportar cada año las arcas reales para financiar un ejército permanente en Chile (Jara 1971). La línea de la frontera se fija también como correlato de las negociaciones entre autoridades hispanas y autoridades indígenas mapuche por medio de Parlamentos y del breve periodo en que se implementó la llamada guerra defensiva, como se verá más adelante. Esta línea se refuerza además mediante prácticas sociales y económicas que ponen en contacto a las sociedades a ambos lados del Biobío, tales como el comercio fronterizo y la esclavitud indígena, fuera esta de facto o legal.

2.3. Ciudad en movimiento y la formación de la sociedad colonial en Chile: hueste, sociedades indígenas y encomienda

Volvamos ahora al aserto con que iniciamos la sección previa: «La llegada de la hueste de Diego de Almagro (1475-1538) al valle de Copayapo en 1536 marca el comienzo del despliegue del dominio hispano en Chile y constituye el primer hito en la conformación de la sociedad colonial en estos territorios». ¿Qué pasa cuando se lee esta frase desde la pregunta por los actores que poblaron esos espacios que se fueron reorganizando y sus relaciones con la escritura?

En un mundo mayoritariamente analfabeto, escribir fue un imperativo para los inmigrantes: un mandato que se iría formalizando para todos quienes asumieron posiciones de privilegio en la naciente estructura del Estado en América por efecto de la delegación del poder regio (veedores, jueces visitadores, pero también adelantados y gobernadores). Significaba la posibilidad de intervenir en el debate acerca de la naturaleza de las «Indias nuevas» y el lugar de sus habitantes en el ordenamiento del mundo, así como en el reparto de bienes simbólicos y materiales para todos aquellos que denunciaban el mal actuar de otros o dejaban registro de su condición de vasallos merecedores de recompensa. Escribir fue consustancial a los actos de gobierno, y por ello con la fundación de las ciudades y la organización del Imperio los escritos se acumulan y circulan, vinculando los territorios americanos entre sí y estos con los espacios metropolitanos. Al igual que en el resto de la Europa cristiano-occidental, el reinado del impreso –que se amplía y consolida– no desplaza la circulación de manuscritos. Se trata de objetos diferentes, con trayectorias diversas e impactos diferenciados, que organizan de manera intricada e inseparable la experiencia de la lectura y la escritura.

Se puede reconocer, siguiendo a Góngora y Lockhart, que la hueste de conquista constituye el germen de la sociedad colonial en formación, al contener en ella las matrices de la organización social y la articulación institucional posterior. De ahí que se le considera una ciudad en movimiento: un capitán de conquista, portador del mandato y de la autoridad regia para la extensión del dominio hispano en los nuevos territorios; un grupo cercano a esta figura central, vinculado con él mediante redes de lealtad que se remontan ya sea a sus antecedentes ibéricos o a su experiencia americana, muchas veces llamados a ocupar posiciones claves en los procesos de institucionalización posterior; un grupo más amplio de mal llamados «soldados», que no son soldados de profesión sino inmigrantes de origen rural o urbano, hidalgos, artesanos, algunos incluso letrados, otros de oficio desconocido, que aspiran a convertirse en vecinos de un nuevo asentamiento, accediendo por esta vía a los beneficios materiales y simbólicos de la conquista; algunos esclavos de origen africano y un contingente de indígenas que acompañan a la hueste, procedente de los territorios desde los que se organiza la nueva expedición –un enorme contingente, incluyendo a importantes miembros de la élite cuzqueña, en el caso de Almagro; un contingente mucho menor y de menor relevancia política, en el caso de Valdivia– (Lokhart 1986).

Los desplazamientos asociados a la hueste de conquista no se dieron de una vez y para siempre y no operaron en una única dirección. No solo porque Almagro abandonó el territorio de Chile, como es bien sabido, y pasó casi un lustro antes de que se iniciara la expedición que encabeza Valdivia, sino porque la secuencia de la invasión y la conquista militar se prolongó en toda América a lo largo del siglo XVI por medio de ciclos de inestabilidad y movilidad, con características específicas según los espacios. En el caso de Chile, se ha sugerido que hacia 1580 desaparecieron los últimos protagonistas de la empresa de Pedro de Valdivia, y con ellos, una cierta experiencia vivida (Góngora 1970).

Pero esta inflexión no debe llevar a pensar en una clausura en el contacto y la circulación de personas entre los territorios de Chile y el resto de la América hispana, y más allá. Por el contrario, podemos reconocer un movimiento de migrantes asociados a los requerimientos de soldados de la Plaza de Arauco, al comercio del Pacífico, al aparato burocrático estatal, a las órdenes religiosas y la estructura de la Iglesia secular, sobre todo a sus altos cargos. Pero, además, resulta muy importante considerar a los inmigrantes forzosos provenientes del continente africano, principalmente esclavos y sus descendientes, esclavos y libres; así como los movimientos de las poblaciones indígenas, cuya condición arraigada a la tierra es un mandato legal, pero no una realidad absoluta.

Encarnando el imaginario señorial, en lo alto de la pirámide social quedaron los encomenderos y sus descendientes y un grupo intermedio de beneficiarios de mercedes de tierra. Integraron también la élite los mercaderes dedicados al comercio con el Perú. Las actividades agrícola-ganaderas, mineras, la vida urbana y el comercio interior dieron cabida a sectores subordinados a los anteriores, donde negocian su inserción todos aquellos inmigrantes que no habían accedido a los principales beneficios del reparto de la conquista28.

Como ha sido descrito para el conjunto del continente americano, las diferentes poblaciones indígenas, portadoras de formas diversas de reconocerse, organizarse y relacionarse con sociedades vecinas y con el espacio propio, fueron incorporadas al Imperio hispano como indios. El apelativo y las instituciones que lo perfilan –pueblo de indios, doctrina de indios, tributo, encomienda– crean un sujeto unitario, homogéneo, propio de América, llamado a ocupar un lugar subordinado en el orden mundializado de las relaciones coloniales (Quijano 201). La compleja trama de jerarquías, alianzas y antagonismos sociales de las sociedades indígenas queda reducida, desde el punto de vista de la autoridad colonial, a un esquema simple en el que se distinguen indios del común y caciques, palabra taína impuesta desde el Caribe al conjunto de las autoridades indígenas. Evidentemente, bajo estos esquemas unificadores operan negociaciones y adaptaciones, y el propio aparato colonial debe hacer espacio para la complejidad de las relaciones sociales.

Al igual que en el resto de la América colonial, la muerte de la población indígena –su brutal disminución durante la primera centuria de dominio hispano– se originó no solo por la guerra y la explotación, sino también por efecto de las epidemias y, en un sentido amplio, por la desestructuración de la vida familiar, comunitaria y las prácticas económicas que provocaron los desplazamientos que impusieron la guerra y el régimen de trabajo colonial. Entre 1540 y 1650, hubo por lo menos 15 años de epidemias mortíferas en que desapareció el 75% de esta población, por lo que el periodo ha sido denominado como el del «desastre demográfico» (Mellafe 1986).

Ciertas características propias del territorio de la gobernación deben, sin embargo, ser señaladas; características que guardan relación con las dinámicas sociopolíticas y espaciales ya consignadas.

La guerra como hecho social total y, por lo mismo, como una de las dimensiones de la articulación social marca, evidentemente, el devenir histórico de las relaciones entre sociedades indígenas y sociedad colonial (Jara 1971)29. Esta marca supone instituir modalidades específicas de vinculación económica, religiosa, social y política entre quienes viven a un lado y el otro de la línea de frontera, que afectan también al conjunto del territorio colonial de Chile. La pervivencia de la encomienda en lo que puede denominarse una encomienda «de fronteras» –tanto en Chile central como en Chiloé– y la recreación de formas de esclavitud indígena a lo largo de los siglos XVI y XVII son, entre otros, resultado de estas dinámicas. Estas se expresan, evidentemente, en una escritura referida a Chile que está marcada por las cuestiones de guerra y la esclavitud indígena, dando un cariz particular al debate sobre la guerra justa. Escritos como los del conquistador Valdivia, Gerónimo de Vivar (c. 1500-1553), Alonso de Góngora Marmolejo (1523-1575), Alonso de Ercilla (1533-1594) y Pedro de Oña (1570-1643) no se entienden fuera de este contexto, que configura los relatos que dan cuenta del periodo y que han dado pie a las sucesivas reinterpretaciones sobre el Chile de esos años.

Como efecto interpretativo de estos impactos, se ha tendido a reproducir la idea de una población indígena concentrada al sur de la frontera del Biobío, identificada por sus contemporáneos hispanos como araucanos, y de la constitución de un Chile tradicional marcado por el mestizaje y el vaciamiento de los pueblos de indios. En un horizonte aún más lejano, quedarían las poblaciones del extremo austral, con las cuales se tiene escaso contacto comercial o misional, mencionándoseles apenas como habitantes atemporales de tierras ignotas y salvajes.

Nuevas miradas sobre estos problemas permiten reconocer la presencia y continua rearticulación de sujetos indígenas en los diferentes espacios locales y regionales identificados, siendo claves en este periodo las transformaciones que afectan a las sociedades mapuche, la experiencia de grupos como los llamados indios cuzcos y guarpes en Santiago, y de aquellos identificados como chonos al sur de Chiloé, quienes quedan sometidos efectivamente a nuevas reglas del juego, en relación con las cuales se recrean sus identidades en formas que aún deben ser reconocidas y más estudiadas30.

De modo complementario a los énfasis en la desaparición de lo indígena, la historiografía del Chile colonial ha abundado en la afirmación de la rápida constitución de una sociedad mestiza en lo «biológico», aunque hispana en sus dimensiones sociales y culturales31, caracterizada por su desarraigo y, como tal, resistente al ideal de normalización de la ciudad y el cuerpo político cristiano. La idea de un mestizaje veloz, sobre la que volveremos más adelante, ha opacado el reconocimiento de una sociedad con amplios ámbitos de negociación y transculturación en la que los espacios habitados, los bienes consumidos, el léxico y el habla corriente, permitirían pensar en mecanismos de inscripción social a partir de elementos que provienen, también, de las poblaciones indígenas prehispánicas y coloniales. En este otro cuadro, y siguiendo una línea fructífera de la historiografía reciente, cabe también visibilizar la población afrodescendiente, en un amplio espectro que va desde los mayordomos y el servicio doméstico, a esclavos en minas, haciendas, estancias, y negros libres desempeñándose en diversos oficios y actividades, desde sastres y zapateros hasta amas de leche y curanderas32.

3. Segunda parte: desde 1655 hasta 1812
3.1. Para una lectura del siglo XVII en el Reino de Chile: espacios y vida cotidiana

El siglo XVII en Chile cuenta con pocas investigaciones, aunque las existentes han permitido hacer visible el llamado «siglo oscuro», imagen generada por la historiografía del XIX que posicionó al siglo XVI como el periodo de acción en tanto «conquista» y al XVIII como el de incubación de los elementos de una nueva gesta heroica llamada «independencia». Entre los autores que permiten nuevas miradas se cuentan Marcello Carmagnani (2001) desde las estructuras económicas, Jaime Valenzuela desde la cultura política, Isabel Cruz respecto a aspectos culturales y sociales, las propuestas de Ximena Azúa y Lucía Invernizzi, que desde los estudios literarios abren el mundo de los textos posibles, así como la publicación de valiosa documentación notarial por Julio Retamal, Cedomil Goic y Raïssa Kordic33.

La segunda mitad del siglo XVII merece ser revisitado pues, como planteamos en este texto, es una centuria en la que se cierran y definen los procesos más significativos de una sociedad marcada por la guerra, una centuria marcada por la legalización de la esclavitud de los indios por la cédula de Felipe III de 26 de mayo de 1608, que para Álvaro Jara (1971) fue tanto una reacción al gran levantamiento de 1598 como una respuesta a las presiones de los grupos hispanos para legitimar las acciones que de facto se habían ejecutado contra los indios, transformándolos en piezas cautivas y mano de obra esclava. La cédula, dice Jara, también fue una medida de fuerza que manifestaba la decisión imperial de quedarse en forma definitiva en estos territorios, pues llegó junto con los oidores de la nueva Real Audiencia de Chile, creada por Real Cédula de 17 de febrero de 160934. Ambos hitos definen una nueva jurisdicción para el llamado Reino de Chile asociada a un proyecto de conquista de reducción, pacificación y poblamiento: «todas las ciudades, villas, i lugares, i tierras que se incluyen en el gobierno de las dichas provincias de Chile, así lo que ahora está pacificado y poblado, como lo de aquí en adelante se redujere, pacificare y poblare» (Recopilación de leyes, ley XII, libro II, título XV, 191-192).

La Real Audiencia era un tribunal judicial colegiado (el más alto tribunal judicial de apelaciones de las Indias) integrado por el gobernador que lo presidía, cuatro oidores, un fiscal, un alguacil mayor, un teniente de Gran Canciller, un escribano de cámara, relatores, intérpretes, ejecutores y un portero. Al integrar al gobernador como presidente se intentaba tener mayor control sobre la guerra al no dividir los poderes políticos que, en definitiva, debían atender los intereses de la corona; sin embargo, esta misma intención hizo de esta institución un espacio de articulación del poder local en torno a los temas relevantes del control colonial, tal como puede verse en sus propios archivos: juicios por protección de naturales (esclavitud y mano de obra: juicios por encomienda y autos de libertad), juicios civiles (tensiones entre privados, como el cobro de pesos), juicios criminales, juicios de patronato (poder eclesiástico en tensión con el poder real) y juicios de hacienda (constitución de la propiedad: juicios de tierra por deslindes, remates, derechos de estancias, venta de chacras, mayor derecho a un pedazo de tierra, etc.) (Archivo Nacional de Chile 48-49).

La esclavitud como medio para generar riqueza personal, fuese por venta o como mano de obra, se encuentra en la base de la constitución de los grupos de poder local que se visibilizan como encomenderos, administradores de justicia y poseedores de oficios reales o soldados (pudiendo ser todas esas cosas a la vez). Esta situación encontró en los jesuitas a férreos opositores y denunciantes ante el Rey, quienes apelaron a una ética del buen gobierno y al deber de conciencia del monarca respecto de lo que se llamaba el buen trato a los súbditos y en especial a los indios. Este escenario ya se figuraba desde fines del siglo XVI, periodo marcado por la llegada de la Compañía de Jesús (1593) y por la presentación del memorial de Melchor Calderón, secretario de la Catedral de Santiago, conocido como Tratado de la importancia y utilidad que hay en dar por esclavos a los indios rebelados en Chile (1599). Este escrito fundamentó la cédula real de 1608, al mismo tiempo que presentaba propuestas alternativas de acercamiento y comprensión hacia los mapuche llevadas a cabo en particular por el Padre Luis de Valdivia (1561-1642)

–redactor de la primera gramática en lengua mapuche con fines confesionales y de evangelización, obra que en este contexto tiene un profundo sentido político–.

Ese mismo año se dio un importante debate respecto al curso de la Guerra de Arauco, en el cual el oidor de la Real Audiencia de Lima, Juan de Villela, en coincidencia con las ideas de Valdivia, propuso un sistema denominado Guerra Defensiva. El recién llegado virrey, el marqués de Montesclaros, también acogió los informes del jesuita sobre la guerra. Valdivia proponía eliminar los servicios personales, establecer una frontera firme en el río Biobío y sustentar una conquista religiosa por medio de la actividad misionera. El mismo año en que se instaló la Real Audiencia en Santiago, Valdivia viajó a España en busca de apoyo. Los «colonos» de Chile, en oposición a esta idea y al virrey, contaban con el gobernador Alonso García de Ramón (1552-1610) y enviaron a su propio representante a la corte, el capitán Lorenzo del Salto, con el objeto de desmentir y desvirtuar los fundamentos de las propuestas del jesuita. Ambos viajaron en el mismo barco a Europa.

Valdivia logró convencer a Felipe III de su plan, consiguió que se lo nombrara Visitador General de Chile y regresó en 1611 acompañado de otros diez misioneros jesuitas, dispuestos a solucionar el conflicto mapuche por medio de la prédica.

Pero tal proyecto terminó en 1612 con el asesinato de los misioneros en Elicura por el cacique Anganamón, uno de los grandes líderes de la sublevación de 1598 que se extendió hasta 1604. Valdivia insistió en su propuesta, pero finalmente en 1626 se restituyó el permiso para esclavizar indios capturados en guerra. En este contexto se producen las obras conocidas como crónicas e historias sobre Chile en manos de jesuitas como Diego de Rosales (1601-1677) y Alonso de Ovalle (1603-1651)35, como también el relato de Francisco Núñez de Pineda (1607-1682) como cautivo español en tierras mapuche36.

La mitad de la centuria está marcada, por un lado, por la muerte de los misioneros jesuitas mártires de Elicura, tras la que se pone fin al proyecto de la guerra defensiva en el año 1622, y por otro, por el alzamiento de 1655 o maloca de Paicaví, considerada ilegal luego de un largo juicio. La relación entre vida cotidiana y guerra puede leerse en la vida de los gobernadores y los tipos de gobierno; por ejemplo el de Martín de Mujica (1646-1649), durante el que se realiza el Parlamento de Quilín del año 1647; o el gobierno de Alonso de Figueroa de Córdoba, quien vive 59 años, 43 de los cuales fue soldado en la guerra de Arauco; o el de Antonio de Acuña y Cabrera, pésimo parlamentador con los indios, responsable del alzamiento de 1655 y merecedor del clamor de los vecinos: Viva el Rey, muera el mal gobernador.

La vida cotidiana en la segunda mitad del siglo XVII se construye en torno a la necesidad de establecer estrategias de relación con el «enemigo» mapuche, parlamentos, visitas y misiones van erigiendo los espacios y tópicos que articulan la historia personal y colectiva. Si consideramos que en el transcurso de los 210 años que van de 1593 a 1803 se realizaron 48 parlamentos hispano-mapuche37 en diferentes lugares del territorio, podremos imaginar la centralidad de la cuestión de la guerra en términos sociales, culturales y económicos. La guerra organizaba la vida cotidiana de todos los habitantes, sus posibilidades de proyección en el tiempo, sus decisiones vitales, su capacidad de reproducción.

El periodo 1650-1750 se abre con el gran hito del levantamiento general de «indios» de 1655. A la inestabilidad de la tierra se suma la del gobierno interino de Pedro Porter Casanate (1656-1662) y se le agrega el terremoto y salida del mar del

15 de marzo de 1657 que arruina Concepción, después del cual la frontera se trasladó desde el borde del río Biobío a las orillas del río Maule. Todos estos eventos fueron para el historiador Diego Barros Arana la demostración de la «ruina» de Chile (Tomo V, 18).

La gobernabilidad fue muy compleja en los gobiernos –también interinos– de González Montero y Ángel de Peredo (1662-1664). Los desesperados intentos del Rey por nombrar a un gobernador en propiedad fallaron nuevamente cuando los dos candidatos propuestos murieron (Juan de Balboa Mogrovejo y fray Dionisio Cimbrón). Finalmente, por cédula de 4 de febrero de 1664, se nombró a Francisco Meneses (1615-1672). Sin embargo, su figura encarnó la crisis interna y del Imperio, y fue destituido en 1667 por contar con 242 cargos en su contra relacionados con problemas éticos respecto a la administración de justicia y la conducción de la guerra. La indagación realizada por el visitador a cargo de investigar el caso fue muy minuciosa, pues recopiló información por medio de declaraciones de los actores claves de la política y la sociedad, y recorrió la frontera entre Penco, Arauco, Purén y Concepción averiguando sobre la maloca de Paicaví y la toma de indios como esclavos o «piezas» por parte del gobernador y sus agentes38.

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