Kitabı oku: «El culto a Juárez», sayfa 2
No sobra señalar que la sucesión de estas tres etapas está lejos de interpretarse como un proceso mecánico causal. El desarrollo del fenómeno es complejo precisamente porque los atributos que resultan dominantes en un determinado periodo no por fuerza desaparecen en el siguiente. De igual modo, sostengo que algunas de sus cualidades emblemáticas, especialmente notorias en un contexto determinado, en realidad se construyen a lo largo de varias etapas. Lo que he querido señalar, en todo caso, es la conformación de tres ejes nodales en la representación del héroe: lo civil, lo indígena y lo popular, temáticas diferenciadas gracias al análisis pero vinculadas a lo largo de todo el proceso de construcción del culto. El mito de Juárez apela, en distintos momentos y a partir de diversas estrategias, a alguna de estas conceptualizaciones. En muchos casos, de hecho, observamos concordancia entre la reivindicación de su imagen como símbolo del derecho y la referencia a sus atributos indígenas. La construcción del héroe como baluarte de la libertad, por otro lado, se muestra estrechamente asociada con alusiones relativas a su carácter de luchador social, representante de las clases populares y los sectores marginales.
Las estrategias que hacen posible la consolidación de la imagen de Juárez en cualquiera de estos sentidos deben analizarse en función del proceso gracias al cual emergen o se transforman, pero también a partir de su lógica interna. El problema nodal, no obstante, es encontrar categorías lo suficientemente flexibles para abarcar productos de muy distinta índole en términos formales. Por ello debo reiterar que la utilización del análisis retórico para estudiar el fenómeno constituye el eje vertebrador de toda mi propuesta. En el segundo capítulo de esta obra, “Retóricas sobre el héroe”, el problema se atiende de manera puntual y específica, con el análisis formal de un selecto pero también variado repertorio de manifestaciones visuales y textuales, apelando a los tres modos esenciales del discurso retórico contemplados en la tradición grecolatina: encomiástico, judicial y deliberativo.16 Retomo las categorías clásicas en sus aspectos más generales con el propósito de ampliar sus ámbitos de acción, articulando así un esquema bondadoso por su orden y simplicidad.
Otro argumento a favor de la perspectiva retórica para el análisis de este fenómeno es su presencia en el ámbito cultural mexicano gracias a la literatura, la enseñanza y el discurso político.17 De igual modo, cabe destacar la proliferación de estudios que utilizan la retórica para analizar fenómenos de construcción de significado en contextos muy distintos y a partir de expresiones igualmente diversas.18 De acuerdo con estas propuestas, a las cuales se suma la mía propia, la retórica no se reduce a un artificio discursivo, constituye un fenómeno complejo que, tomado integralmente, involucra la puesta en marcha de estrategias tanto argumentativas como poéticas, articuladas en torno a un mismo objetivo: persuadir o generar adhesión. Así descrito, el ejercicio retórico no se limita a los productos típicamente asociados con el término, como la oratoria política o la propaganda, sino que abarca cualquier forma de representación que genere un vínculo de filiación y, en consecuencia, un puente comunicativo.
La adopción de este criterio de análisis ha sido fundamental para valorar las implicaciones ideológicas de numerosos productos que por lo regular no se vinculan con las formas retóricas, como la plástica del retrato, la imagen fotográfica, la monumentaria o el cine. Una tesis importante de este trabajo es que semejantes expresiones sí desempeñan un papel crucial en la conformación de ciertos idearios políticos, pues condicionan nuestra percepción sobre ellos y también el significado que les atribuimos. Las manifestaciones artísticas han acompañado el culto a la figura de Juárez desde sus inicios, hicieron tangibles algunas de sus nociones más complejas y desarrollaron un repertorio de símbolos y expresiones metafóricas incluso más persuasivas que las de los discursos oficiales. Pese a ello, este libro no pretende reivindicar el efectismo o la evocación poética por encima del argumento, sino encontrar la relación entre los dos grandes polos que utiliza la retórica, entendida en sentido amplio, para generar significados que inciden en el comportamiento social o pretenden hacerlo. En las formas retóricas, la necesidad de argumentar también implica agradar: “motivada por su propósito principal de influir en el criterio del auditorio, no se limita a aplicar la lógica de lo probable a una teoría de la argumentación. Su segundo polo ha sido la teoría de las figuras, de los giros, de los tropos.”19 Interpretar el culto a Juárez mediante el estudio de sus implicaciones retóricas evidencia hasta qué punto la conformación de ideologías políticas que se defienden, critican o someten a debate conforme a ciertos argumentos gana profundidad y efectividad con la emotividad o la expresividad propias del lenguaje figurado. Como he venido reiterando, no se trata de disociar estos dos recursos, sino más bien de identificar la concurrencia de ambos en la construcción del mito juarista.
Finalmente, el capítulo 3, “Juárez sublimado”, explora una consecuencia no del todo habitual en la conformación del discurso retórico que es consustancial a su naturaleza tropológico-argumentativa. Me refiero a las expresiones del culto al héroe que provocan un conflicto entre argumentación y figura, con la balanza inclinada hacia el segundo polo. El Mausoleo de San Fernando y la Cabeza de Juárez son dos obras monumentales sin duda tributarias de la retórica juarista. Pese a ello, son mucho menos permeables al análisis bajo esa categoría. El problema surge a raíz del efecto de sublimación, de enaltecimiento exaltado de la imagen del héroe. Se trata, en suma, de expresiones muy francas de un fenómeno que distintos autores han descrito como “sacralización de la política”.20 Si bien no son los únicos ejemplos de enaltecimiento y fervor patriótico, sí constituyen dos casos en que los idearios políticos se hacen más permeables a la experiencia de emociones radicales, al grado de que lo político se subordina a la expresión sublimada. El término sacralización es pertinente en este contexto porque alude a ciertas formas de experiencia que usualmente asociamos con los fenómenos religiosos pero que son suscitadas, en este caso, a partir de valores laicos y en el contexto de sociedades secularizadas.
En ese tercer capítulo ofrezco, en conclusión, una propuesta de lectura de ambos monumentos de acuerdo con la categoría estética de “lo sublime”, en gran medida fundamentada en la caracterización que hacen Immanuel Kant y Edmund Burke del objeto y la experiencia sublimes.21 Decidí, como en el caso de la retórica clásica, involucrar estas dos propuestas en sus aspectos más generales porque no pretendo justificar el valor de estas obras en función de una determinada filosofía del arte, sino utilizar como referentes básicos algunas categorías que nos ayudan a visibilizar la naturaleza estético-sublime de dos expresiones hasta cierto punto atípicas del héroe, en el contexto de la retórica juarista. El interés del Mausoleo y la Cabeza de Juárez estriba en la articulación de mecanismos de construcción de significado altamente simbólicos y en gran medida problemáticos.22 Se trata, en términos generales, de manifestaciones que no facilitan el puente comunicativo entre el discurso y el auditorio, sino que lo violentan. En esa medida, rompen el compromiso argumentativo que, en mayor o menor medida, involucra cualquier forma retórica. Por sus características formales, ni el Mausoleo ni la Cabeza de Juárez plantean un objeto claro de veneración, como sí lo hacen todas las otras expresiones del culto al héroe, y por lo mismo no parecen plantear un significado aprehensible. A partir de distintas estrategias, la figura del héroe en ambas representaciones se diluye o se trasciende, pierde identidad y por momentos también sentido. Frente a ello, el espectador está obligado a preguntarse qué es exactamente lo que ambas obras celebran o, mejor dicho, aquello que sacralizan. El capítulo “Juárez sublimado” responde a dicho cuestionamiento a partir de dos hipótesis de lectura cuyo objetivo es abrir el debate, vigente y necesario, en torno a las implicaciones más problemáticas de nuestra relación con las figuras heroicas.
En resumen, a lo largo de cada uno de los tres capítulos de esta obra se realiza un ejercicio distinto de interpretación destinado a explicar la importancia de Juárez en nuestra cultura política y visual, a la luz de las estrategias concretas de configuración de su imagen idealizada. La mirada de conjunto, sin embargo, revela una misma intención. La idea que anima toda esta investigación es el vínculo, teórico en principio, entre estética y política. Más allá de la obvia relación entre expresiones artísticas y políticas públicas, manifiesta en el desarrollo de casi cualquier ritual cívico, considero que ambas esferas constituyen lenguajes de evidente resonancia social. En este sentido, la obra de arte puede juzgarse en función de sus implicaciones ideológicas y, en la misma medida, las ideas políticas pueden evaluarse a partir de sus presuposiciones estéticas. Desde esta óptica, tanto el arte como la política se conciben como formas de persuasión, lenguajes que, mediante estrategias a veces compartidas, exigen la interpretación de una audiencia determinada.
El análisis del arte y la política como formas persuasivas, como expresiones retóricas, permite evaluar no sólo la relación que existe entre ellas, sino también su capacidad para ser asimiladas en el contexto social. Esto supone, empero, la necesidad de superar una visión restrictiva de la retórica, concebida en muchos casos como mera estrategia de manipulación. Si bien es cierto que una gran cantidad de expresiones retóricas implican miradas parciales, distorsionadas o incluso deliberadamente engañosas, esto no quiere decir que el acto de persuasión se agote en la intención de manipular. En relación con el tema que me ocupa, la reivindicación de la retórica como un complejo dispositivo discursivo ha sido esencial no sólo como herramienta metodológica, sino también como un principio que articula el sentido de toda mi propuesta. El estudio de los distintos materiales que conforman el culto a Juárez gana en profundidad cuando se incorporan los lineamientos del análisis retórico, que permite integrar un repertorio muy diverso de manifestaciones a la luz de criterios formales de representación y argumentación. Cuando entendemos la estrategia retórica como un acto siempre determinado social e históricamente, se destaca su función como estrategia comunicativa, más allá de su configuración como artificio discursivo o poético-figurativo.
La separación tajante entre los dos aspectos del discurso retórico aquí enunciados (argumentación y tropología) ha tenido como consecuencia la identificación de la retórica más como un arte del engaño que como un arte de la persuasión. No obstante, es cierto que el análisis y el cultivo parcial del aspecto tropológico o figurativo del lenguaje retórico nos ha conducido a ampliar su ámbito de acción a espacios que van más allá de la política pública, revelando su penetrante capacidad estética. Evaluar el discurso retórico como una suma de figuras y argumentos destinada a dirimir cuestiones relativas al bien común es precisamente el ámbito específico de su acción y de su articulación como lenguaje. Las cuestiones políticas son asuntos vinculados con la realidad vital, presente, pero su interés radica particularmente en la transformación o la defensa que pueda hacerse de un determinado orden de cosas. En este sentido, el pensamiento, el discurso y la acción políticos involucran un profundo conocimiento de lo actual, estrechamente relacionado con sus posibilidades de ser y con la configuración de un futuro común. La retórica, en cuanto argumento de lo posible, es un requerimiento esencial del discurso político, si es que éste tiene por objeto la persuasión. Y me atrevo a decir que no veo ningún caso en que pueda ser de otro modo.
En virtud de lo dicho hasta ahora, considero que las formas de representación —ya sean plásticas, literarias o historiográficas— que contribuyen a construir el culto a los héroes pertenecen al ámbito de la retórica, considerada de forma integral. Más aún, la política, entendida como la “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”,23 adquiere bases sociales y culturales cuando es capaz de superar su ámbito específico, cuando se deja influir por el arte y por el imaginario popular en una compleja relación, muchas veces tirante e inestable, entre la manipulación y la entrega. ¿A quiénes manipula el político cuando los íconos que ofrece encuentran escasa o nula recepción en el público?, ¿qué tanto debe modificar sus estrategias discursivas en pos de una mayor base de legitimación?, ¿qué lo orilla, en ocasiones, a aprovecharse de figuras, moralmente aceptadas y reconocidas, como emblema de sus propios proyectos?
El texto que el lector tiene en sus manos no pretende dar una respuesta definitiva a estos interrogantes, pero sí busca ofrecer una interpretación amplia y significativa del culto a Juárez que posibilite la articulación de estas y otras preguntas similares.
1. La imagen del héroe: su trayectoria
La construcción de la imagen de Juárez constituye un fenómeno en sí mismo; ofrece un aspecto del personaje que se relaciona con su trayectoria vital y política pero que la trasciende; es un tema, en suma, que merece su propia historia. Cuando hablo de imagen, me refiero en principio a un fenómeno visual que, gracias a la pintura y la fotografía, permitió la difusión de los rasgos físicos de Benito Pablo y de algunos de sus atributos como político de primera línea, desde finales de los años cincuenta del siglo XIX. La existencia de un conjunto relativamente extenso de representaciones de esta índole (retratos fotográficos, retratos al óleo y efigies de todo tipo)1 involucra, no obstante, una imagen de otra naturaleza. Esta última se nutre de fuentes diversas; su presencia es fuerte pero tal vez menos obvia, pues se compone de ideas a veces vagas y de significados diversos que asociamos con el nombre Benito Juárez o con el de Juárez a secas. Se trata, en suma, de un imaginario construido a lo largo del tiempo en virtud de distintos intereses y con diferentes recursos. Durante las últimas cuatro décadas del siglo XIX, los principales vehículos de difusión de esa imagen fueron el retrato al óleo, la monumentaria, la fotografía, la caricatura política y el discurso elogioso. Con el paso del tiempo se sumaron a esa labor los timbres y las tarjetas postales, la poesía y las efemérides, los billetes y las monedas conmemorativas, la historiografía y la biografía histórica o novelada, la estatuaria y el cine. Pero cómo y en qué circunstancias se fueron produciendo estos objetos y discursos; qué papel desempeñaron en la configuración del imaginario sobre el héroe, en la difusión de concepciones estereotipadas sobre su persona; cuáles fueron los atributos que, gracias a ellos, se fueron volviendo habituales para designar a Juárez y representar su significado como personaje histórico y como emblema patriótico.
Las páginas que siguen están destinadas a narrar una historia vinculada con estos interrogantes, parcialmente resueltos mediante la consideración diacrónica del fenómeno. El presente capítulo ofrece una periodización de los usos y la manipulación de la imagen (en sentido amplio) de Juárez: una descripción general de sus transformaciones. El análisis de la secuencia que siguieron los rituales conmemorativos y la ordenación de los productos que fueron emergiendo a raíz de ellos permite apreciar cambios y permanencias, y también señalar un repertorio delimitado de rasgos comunes que, entre 1872 y 1972, nutren los epítetos más significativos del Benito idealizado. El propósito que persigo es delinear, bosquejar por así decir, la trayectoria de su imagen heroica. El talante de héroe civil que, hasta la fecha, parece un derivado instantáneo del nombre de Juárez es resultado de un complejo proceso que se inaugura con su muerte. Es a raíz de ese episodio que tuvieron lugar las expresiones más evidentes de fervor patriótico, gracias a las cuales se multiplicó la difusión de su imagen pública en el contexto del culto al héroe. Aquí se muestran las características de ese culto a lo largo de tres etapas relativamente diferenciadas. Como mencioné en la introducción, he privilegiado la descripción del proceso que va habilitando la creación de distintas expresiones (artísticas, historiográficas o propagandísticas) y no tanto el análisis formal de cada una de ellas, problemática que el lector encontrará desarrollada con mayor rigor formal en el segundo capítulo.
DE LA IMAGEN EN VIDA A LA IMAGEN PÓSTUMA
Afirmar que el culto a la figura de Juárez surge a partir de su muerte no significa negar el hecho de la manipulación de su imagen en vida. La construcción de una imagen pública del personaje es un fenómeno que acompañó su trayectoria política, sobre todo desde su llegada a la presidencia y hasta el triunfo de la causa liberal sobre el Segundo Imperio. A lo largo de estos años (1858-1867), la figura del liberal oaxaqueño fue promovida por al menos tres vías: el ensayo panegírico, el retrato y la fotografía. Ni el hecho en sí (la promoción de la imagen pública) ni las plataformas mediante las cuales se manifestó son exclusivas del político que fue Benito Pablo Juárez García. A lo largo del siglo XIX, la prensa se constituyó como un espacio habitual para rendir homenaje a los caudillos y construir la percepción enaltecida de su legado histórico.2 La tradición iconográfica del retrato nobiliario3 sirvió también como un vehículo eficaz para afianzar el estatus de ciertas personalidades y, al igual que la fotografía, que hacia la segunda mitad del siglo comenzaba a desarrollarse técnicamente, no tardó en constituirse en un medio de difusión de la imagen que los políticos juzgaban pertinente dar a conocer al público.4
En la década de los años sesenta, el presidente había sido retratado por dos de los artistas más reconocidos de la época: Pelegrín Clavé y Santiago Rebull. El primero (figura 1.1, p. 97) lo representó en tonos fríos y con un semblante notable por su sobriedad y por la seriedad de su expresión. En un tenor muy distinto, aunque ataviado con la misma indumentaria, Rebull (figura 1.2, p. 98) lo muestra en un entorno de mayor calidez y con rasgos físicos vívidos y evocativos que contrastan con la imagen producida por Clavé. Tal como se ha señalado, en el cuadro de Rebull “el claroscuro es más dramático, la pincelada más protagónica”. La ausencia de adornos y referentes (se mantiene la levita pero se omiten el reloj e incluso la banda presidencial) proyecta una imagen más expresiva del personaje y por lo mismo menos centrada en sus atributos como funcionario.5 El realismo con el que se representan algunos de sus rasgos distintivos —las cejas pobladas, las bolsas bajo los ojos o las mejillas abultadas— evoca la humanidad del personaje y no sólo su estatus político.
FIGURA 1.1. Pelegrín Clavé, retrato de Benito Juárez, óleo sobre tela, 74 × 60 cm, 1861-1862.
FIGURA 1.2. Santiago Rebull, retrato de Benito Juárez, óleo sobre tela, ca. 1862.
Al óleo de Clavé, por otro lado, no se le ha concedido la expresividad del de Rebull, pero también ofrece atributos intrínsecamente asociados con la figura de Juárez, como la sobriedad y la firmeza. Se trata, en este caso, de una imagen un tanto más estilizada, retocada por así decir, que años más tarde la estampa postal y la tarjeta de visita se encargarían de popularizar. Es importante destacar que en los dos casos la dignidad civil del personaje protagoniza la imagen. Con el paso del tiempo, esta cualidad se hizo inherente a la gran mayoría de las representaciones de Juárez, que por lo regular se mostraron impermeables a una configuración distinta de su personalidad.
Atributos similares a los simbolizados por la plástica se manifestaron en el ámbito de la fotografía. Junto a otros, Deborah Dorotinsky ha señalado que “la pintura, objeto de lujo, mantuvo entre la élite [del siglo XIX] un prestigio con el que la imagen fotográfica no pudo rivalizar del todo. En un amplio sentido, fueron los cánones sentados para el retrato pictórico los seguidos por los fotógrafos.”6 Los pocos pero muy significativos retratos fotográficos del oaxaqueño difunden una imagen que podríamos llamar oficial en virtud de los parámetros rígidos con los cuales fueron elaborados.7 Se trata de imágenes cuidadas y sobrias caracterizadas por el semblante grave, la postura solemne y la indumentaria formal del gobernante. Las pocas veces en que se incluyeron objetos dentro de la composición fue para enfatizar los rasgos de autoridad y el estatus político del personaje.8
Tal es el caso, por ejemplo, de una fotografía que algunos autores ubican en 1858 (figura 1.3) y que ha destacado por su calidad técnica. Los elementos que contribuyen a resaltar la “recia personalidad” del retratado y su papel de funcionario civil son los libros gruesos y la mesa de trabajo sobre la cual apoya uno de sus brazos. Cabe recordar que la gran mayoría de los óleos del presidente utiliza libros o documentos como símbolos de la ley y objetos varios (una mesa de trabajo, un escritorio o una silla) como atributos inherentes a la dignidad política.9 Otro documento interesante en este sentido es un retrato de cuerpo entero (figura 1.4), tal vez el único con esa característica, en el que la mano de un Juárez impecable y elegantemente ataviado descansa sobre un pedestal. De acuerdo con Aguilar Ochoa, el gesto es “típico de las fotografías en formato de tarjeta de visita”,10 gracias a las cuales se difundió ampliamente la imagen de personalidades importantes hacia finales del siglo XIX. Las famosas tomas elaboradas en 1867 en el estudio Valleto también circularon como tarjetas de visita11 y contribuyeron a inmortalizar la figura del oaxaqueño como ícono de autoridad y sobriedad republicana. Para 1872, podemos decir que esta imagen estereotipada constituía ya un referente visual, que el éxito comercial de la fotografía de finales de siglo había logrado consolidar.12
FIGURA 1.3. Fotografía de Benito Juárez, ca. 1858.
FIGURA 1.4. “Licenciado Benito Juárez”, s./f.
De la misma época, y en plena correspondencia con estas manifestaciones plásticas y fotográficas, son algunas de las muestras de oratoria política más célebres que, sobre Juárez y la causa de la Reforma, escribieron personalidades de primera línea como Francisco Zarco, Ángel Trías, Ignacio L. Vallarta y Guillermo Prieto,13 por mencionar sólo algunos de los más conocidos. Todas ellas comparten el afán de ennoblecimiento e idealización del personaje que el retrato hace tangible gracias a la imagen y que el panegírico evoca por medio de la prosa encomiástica. En este contexto, el prócer también luce firme, impasible y empoderado porque “representa el principio del orden legal y el voto legítimo de la nación”,14 y porque la legitimidad de su lucha descansa en los ideales de libertad y progreso del género humano.15
En franco contraste con esta imagen solemne y celebratoria, surgió otra construida por la caricatura satírica que, con su siempre oportuno cálculo político, convirtió al personaje en su blanco predilecto de ataques y escarnio público. Debido a que la construcción de la imagen pública de Benito Pablo surgió con su carrera política y corrió paralela a ella y a su eventual encumbramiento, no es extraño que haya adquirido connotaciones diversas a lo largo del tiempo y que incluso encontremos visiones simultáneas que, aun así, resultan radicalmente opuestas. Frente al aura de dignidad del retrato oficial y la elegancia ensayada de la fotografía de la época, destacan la flexibilidad y el sarcasmo de la caricatura, una de las manifestaciones más corrosivas y críticas del personaje.16 No obstante lo anterior, es preciso decir que no todas las representaciones caricaturizadas del político oaxaqueño tenían como finalidad el vituperio. En ese mismo entorno se generaron diversas estrategias para honrarlo mediante el uso de la parodia. Éste es el caso, por ejemplo, de “El presidente carga a la República como San Cristóbal” (1870), una caricatura aparecida en El Boquiflojo (figura 1.5), en la que Juárez es simbolizado con la figura del conocido santo patrono de los viajeros: aparece aquí bajo la forma de un gigante negro que, con la ayuda del bastón de la ley, sostiene la frágil República por encima de las aguas movedizas de la política. Cabe destacar que la alegorización del presidente involucra el énfasis en algunos rasgos típicos ya mencionados, como las cejas pobladas y la nariz pronunciada. Estos atributos se reiteraron en un gran número de ilustraciones, independientemente de su inclinación, encomiástica en algunos casos y francamente satírica en otros.
En resumen, la figura simbólica e intencionalmente construida de Juárez preexiste a su muerte pero no se trata de un fenómeno aislado que podamos disociar del encumbramiento o la ridiculización, por las mismas vías, de cualquier otro político de su tiempo. Antes del 18 julio de 1872, la preeminencia de los atributos que enaltecían su personalidad solía diluirse en medio de la práctica cotidiana de la crítica política y el sarcasmo periodístico de los controversiales años de su gobierno, sobre todo en tiempos de paz (1867-1872).
FIGURA 1.5. “El presidente carga a la República como San Cristóbal”, caricatura de El Boquiflojo, 25 de octubre de 1870.
En los meses inmediatamente anteriores a su muerte, la imagen del presidente fue objeto de las representaciones más diversas, muchas de ellas teñidas por el escarnio manifiesto, por ejemplo, en los incisivos trazos de La Orquesta o El Padre Cobos, por citar al menos dos de los casos más conocidos y estudiados.17 Precisamente en relación con estos antecedentes es que, con frecuencia, se dice que la muerte le llegó en buen momento. Una aproximación apenas superficial de la manipulación de su imagen en vida permite apreciar no sólo la ambivalencia, sino la franca oposición entre algunas de sus formas de representación. No obstante, a partir del deceso, las distintas imágenes del personaje redujeron considerablemente sus mecanismos de expresión ante circunstancias que, no por obvias, resultan menos significativas. El aura de luto y consternación que embargó a gran parte de las élites liberales tras la intempestiva muerte del presidente condicionó, necesariamente, la construcción y la difusión de su imagen pública. Las manifestaciones surgidas en este contexto se mostraron cada vez más orientadas a sublimar al hombre y sus acciones, antes que a analizarlo y mucho menos a cuestionarlo.
En términos generales, la veneración a la imagen de Juárez es un fenómeno que adquiere nitidez y una base cultural y social más amplia a raíz de su muerte. En los años precedentes solían justificarse sus decisiones políticas (sobre todo a la luz de la victoria republicana) e incluso elogiarse rasgos como su sobriedad, su templanza y su perseverancia. Pero el homenaje tenía por objeto no sólo al caudillo, sino a la gesta liberal que él, junto con otros, había llevado a buen puerto. Antes de su fallecimiento impera la veneración a los ideales y valores de la Reforma, y no tanto el culto al individuo, al héroe que encarna, con su sola personalidad, los principios de todo un programa político y cívico.
La muerte del presidente, al menos en el ámbito de la opinión pública, fue un hecho inesperado que suscitó cambios en la forma de representar al personaje y de valorar su legado político. Su salud, aunque atribulada, no acusaba un estado tal como para pronosticar un final tan cercano. Tras haber sido reelecto, en un momento de candentes disputas políticas y con la carga constante de la crítica en su contra, ocurrió el deceso. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias, y centrando nuestra atención en lo que sucedería más adelante, lo cierto es que la conmoción que se dejó sentir impuso condiciones totalmente distintas a la representación y la difusión de su imagen. Tras un breve silencio —previsible por la sorpresa que provocó la noticia—, prensa, intelectuales, pintores y políticos (unos antes que otros) volvieron a hacer de Juárez un tema: su tema. Se trataba, desde luego, de los mismos periódicos, los mismos pintores y, naturalmente, los mismos círculos sociales, intelectuales y políticos que, meses atrás, eludían el enaltecimiento de la figura presidencial o hacían de ella objeto de escarnio. Tras unos cuantos días, la reiteración selectiva de los atributos del político adquirió una genuina dimensión simbólica y otra finalidad.
Después del 18 de julio de 1872, por ejemplo, Juárez no volvió a ser objeto de la sátira liberal.18 La crítica a sus actos y sus decisiones nunca cesó, sin embargo; los juicios elaborados a este respecto tuvieron que lidiar, después de su muerte, no sólo con el personaje histórico, sino con lo que su imagen comenzó a representar. En espacio de dos meses quedaron suficientemente lejos, si bien no en el tiempo, al menos sí en el imaginario colectivo de las élites, las alusiones al político ambicioso y al presidente autoritario. La prensa otrora inclemente cedió y, haciendo gala de un curioso gesto de autocensura, prefirió callar antes que utilizar cualquier otro apelativo que no fuera el de prócer, tribuno o patricio. Las incisivas imágenes de ese Benito regordete, escarabajo de mirada maliciosa e intenciones chapuceras, que El Padre Cobos utilizaba para criticar su codicia por la presidencia y su autoritarismo, no volvieron a figurar en el repertorio iconográfico juarista.19