Kitabı oku: «Identidad jesuita entre dos mundos», sayfa 5
Las dificultades relacionadas con el tema de las opiniones disidentes en materia de teología se mantuvieron presentes en los centros de estudio de la Compañía en Lima. El año 1613, volvió a generarse una controversia, debido a la defensa de unas conclusiones sobre la predeterminación física que hizo un estudiante del seminario de San Martín, sin que el prefecto de estudios, el padre Andrés Hernández, interviniera, con lo que, de hecho, avalaba esa postura288. La molestia del general era aún mayor con el provincial Juan Sebastián, a quien tocaba remediarlo por haber estado presente y, todavía más, por haber nombrado posteriormente al padre Hernández como vicerrector del noviciado con el parecer favorable de solo uno de sus consultores289. Esta última determinación también provocó desazón entre varios padres de la provincia que incluso le plantearon al general la conveniencia de hacer obligatorio para el provincial el voto mayoritario de los consultores, con lo que aquel no estuvo de acuerdo290. Todo esto reflejaba la existencia de voces críticas a la gestión del padre Juan Sebastián, entre las que se puede incluir la del propio general Claudio Acquaviva que, no obstante las expresiones de confianza en sus virtudes y su buen celo, manifestaba a algunos padres prudentes de la provincia su desagrado por la lentitud y la poca diligencia para solucionar este tipo de problemas291. Incluso, el padre Esteban Páez le habría planteado al general la conveniencia de cambiar al provincial, a lo cual aquel respondió que “se dará sucesor cuando sea tiempo” y que iba a tener en consideración los nombres que proponía para el cargo292.
Si bien es cierto que durante su segundo gobierno disminuyeron las quejas sobre el trato que Juan Sebastián tenía con sus súbditos, aumentaron las relacionadas con la gestión de su gobierno, sobre todo por la toma de decisiones consideradas desacertadas. Por ejemplo, a raíz de un nombramiento que hizo para el cargo de prefecto de estudios menores, se generaron bastantes críticas que llegaron al general, quien le ordenó modificar la designación, porque, de acuerdo a los antecedentes que manejaba, el nominado no sería apto para el cargo y, además, tenía otra responsabilidad importante, que le impediría cumplir bien con la tarea asignada293. En vista de esa situación, en 1611, le hizo presente la necesidad de consultar los asuntos más graves antes de resolver294. En todo caso, casi por la misma época, a propósito de una carta del padre Pedro de Oñate en que mencionaba la visita a la provincia que había realizado junto a Juan Sebastián, se refería a este en términos elogiosos; valoraba su religión y buen celo, a la vez que le agradecía el cuidado que tenía de “promover el ministerio de los indios y el de las misiones, que en ambas cosas estimaremos que se proceda con fervor, pues ese fue el principal motivo que tuvo la Compañía en enviar sus hijos a partes tan remotas”295; pero, junto con esa alabanza, al mismo tiempo, mostraba su preocupación por su reconocida “entereza”, que a veces convenía “remitirla y moderarla”296. Poco después, el general se extrañaba de que el provincial no hubiese actuado con diligencia para efectuar un nombramiento en un cargo importante de uno de los colegios297. De hecho, hasta el final de su gobierno, cada cierto tiempo, el general hacía notar su molestia, ya fuese por alguna omisión o por determinada medida tomada, especialmente en materia de nombramientos, que realizaba sin oír a los consultores y que resultaban cuestionados298.
Era evidente que había disconformidad en varios padres, e incluso del general, como hemos visto, sobre la gestión de Juan Sebastián, el que, por lo demás, se sentía cansado y deseoso de retirarse a enfrentar la etapa final de su vida. Así, se lo hizo presente a la autoridad superior, a quien, en 1614, le solicitó dejar el cargo, lo cual le fue rechazado. Sin embargo, pocos meses después, en enero de 1615, Acquaviva argumentó la solicitud anterior y designó al padre Martín Peláez en su reemplazo299. El fallecimento, tanto de este último como del general Claudio Acquaviva, hizo que Juan Sebastián permaneciera al frente de la provincia prácticamente hasta comienzos de 1616. La correspondencia dirigida al provincial durante un tiempo se enviaba a nombre del padre Juan Sebastián o de quien estuviera al frente de la provincia. La situación se regularizó con la llegada al generalato de Muzio Vitelleschi y la toma de posesión como provincial de Diego Álvarez de Paz, rector de San Pablo hasta ese momento. En 1616, el nuevo general agradecía a Juan Sebastián la labor desempeñada al frente de la provincia y lo felicitaba por su libro recién aparecido, que esperaba fuera de gran provecho sobre todo a los eclesiásticos; y, con el propósito de que su fruto fuese más universal, había instruido que se remitiese a Alemania para su traducción al latín; culminaba manifestándole su deseo por la pronta aparición del segundo tomo300.
Por fin, Juan Sebastián pudo dejar el cargo que a esas alturas tanto le pesaba, pero no pudo desprenderse de responsabilidades; de hecho, quedó como prefecto de espíritu del colegio de San Pablo y como confesor de los estudiantes, obligaciones que, por lo demás, le resultaban atractivas, dadas sus inquietudes espirituales. A eso sumaba su condición de prefecto de la congregación de clérigos301 y su participación como diputado en la congregación provincial de 1618. Logró excusarse del cargo de visitador de la provincia del Nueva Reino, alegando la avanzada edad para un trayecto tan extenso y difícil. Es muy posible que, merced a la mayor disponibilidad de tiempo, en esos años, pudiera concluir el segundo volumen de su obra sobre el estado clerical, que salió impreso en Sevilla, en 1620. En todo caso, poco alcanzó a estar sin responsabilidades mayores. El general Muzio Vitelleschi, al igual que su antecesor, valoró sus cualidades de gobierno y su experiencia por lo que, en febrero de 1618, lo nombró consultor de provincia y rector del colegio de San Pablo302. En este último cargo, reemplazó a Francisco Coello, que había tenido malas relaciones con el virrey Príncipe de Esquilache, al que criticaba abiertamente, ante la consternación de las autoridades superiores de la Compañía, dada la estrecha relación familiar de la autoridad virreinal con el exgeneral Francisco de Borja, duque de Gandía303. El padre Juan Sebastián se mantuvo al frente del rectorado hasta el año 1621, en que el general Vitelleschi terminó por acoger los ruegos de aquel para que le liberaran del cargo304. A los pocos meses de haberlo dejado y después de una corta enfermedad caracterizada por intensas fiebres, según su hagiógrafo, falleció en el noviciado de San Antonio el 21 de mayo de 1622 a los 76 años de vida y 56 de jesuita.
Ideal de vida clerical y espiritual
El padre Juan Sebastián tuvo durante toda su vida religiosa una especial preocupación por el estado sacerdotal. Eso lo dejó de manifiesto en el ejercicio de los diversos cargos que desempeñó en la Compañía y de manera especial durante el gobierno de la provincia peruana. Además, publicó una obra en la que específicamente se refería a los privilegios, las obligaciones y las virtudes asociadas a quienes detentaban ese estado. Consideraba que la condición sacerdotal era de una gran trascendencia, porque quienes la profesaban tenían sobre sus hombros “las ánimas de todo el universo”305. Por lo mismo, siempre se interesó por la formación de los sacerdotes, sobre todo en el ámbito espiritual y moral. Como hemos indicado, cuando ejerció cargos de gobierno, muchas veces, fue acusado de ser demasiado riguroso y poco dúctil en el trato con sus súbditos. Algunas de esas situaciones se generaban en problemas relacionados con la disciplina eclesiástica. Frente a situaciones de ese tipo, siempre se mostró inflexible, porque le resultaba inaceptable que un religioso no cumpliera con sus obligaciones306. Además, como hemos podido apreciar, llevado por el afán de enriquecer espiritualmente a los sacerdotes, fundó en el colegio de San Pablo, en 1598, una congregación (cofradía) específica para ellos, que tuvo mucho éxito y se prolongó en el tiempo. Estuvo destinada al clero secular, ya que buscaba su perfeccionamiento teológico, espiritual y moral307. Consideraba que todos los sacerdotes debían aspirar a la santidad, es decir, a llevar una vida virtuosa que les permitiera ser ejemplo para el resto de los hombres, dada su condición de mediadores entre ellos y Dios308. Logró atraer a dicha congregación a la élite del clero limeño, comenzando por los prebendados, todos los cuales sirvieron de ejemplo al resto. El éxito de esta empresa trascendió el Perú, pues sirvió de ejemplo a muchas otras que se fundaron en Europa, según refiere Eusebio Nieremberg309.
La experiencia que adquirió en la Congregación del Clero lo llevó a escribir el libro indicado. Sin embargo, las motivaciones de fondo que tuvo se referían a la imagen que se había formado sobre la situación en que se encontraba el estado sacerdotal. Estaba convencido de que, en comparación con los primeros tiempos de la Iglesia, en los que había resplandecido, en el presente ya no tenía ese brillo. En ese aspecto, es decir, la valoración de la Iglesia primitiva, respondía a ideas que se encontraban presentes en la Reforma católica y que pasaban a constituir, en palabras de Claudio Rolle, una “utopía pretérita”310. El objetivo de Juan Sebastián, por lo tanto, era mostrar lo positivo de la primera época, enfatizar los factores que habían contribuido al deterioro y entregar proposiciones para superar las dificultades y peligros que lo acechaban. En síntesis, buscaba restituir al clero su antiguo esplendor al enfatizar su condición de miembro de la Compañía. Indicaba de manera expresa que esta, entre otros fines, había sido “instituida para servir y ayudar a la reformación de este santo estado”311. Explicitaba el tema señalando que muchos estimaban que la Compañía, dado su carácter de religión u Orden de clérigos, era “una recolección del estado clerical en sus principios”, es decir, que practicaba una observancia más estrecha de la regla312. En cuanto a los peligros que amenazaban a los clérigos, mencionaba, en primer término, a la mitigación, con lo que se refería a la costumbre de suavizar el cumplimiento de los preceptos, que era el camino para caer en la laxitud, al fomentar el conformarse con lo mínimo313. Otros medios que utilizaba el demonio para opacar el brillo de ese estado eran la ociosidad, la tibieza, las ocupaciones supérfluas, el no vivir separado de los seglares, el comportamiento poco ejemplar ante sus compañeros de estado, la avaricia y los deseos de bienes terrenales, la arrogancia y la soberbia, la lujuria y la cohabitación con mujeres, y la ignorancia y el poco estudio de las letras314. Frente a esas tentaciones y trastornos, ofrecía diversos remedios que permitirían al clero alcanzar el esplendor de los primeros tiempos. El principal
era la disposición con que se asistía a la eucaristía y la segunda, en importancia, correspondía a la práctica de la oración315.
Respecto de este punto, no solo le dedicó el libro iv de su obra sobre el Bien y excelencia del estado clerical, sino que, a lo largo de su existencia, la oración ocupó un aspecto central, como queda en evidencia en su hagiografía y en los “apuntamientos” que transcribió el padre Francisco Figueroa. La consideraba la raíz que daba sustento y vida a las almas y, por ello, no podía “uno ser perfecto sacerdote, sin ser hombre de oración”316. Desde niño, la practicó con gran fervor, pero fue en su etapa en el colegio de Alcalá de Henares donde se identificó con una forma de oración, la que asumió y consideró la más a propósito para el clero. Este debía rezar vocalmente por obligación de precepto, pero, a su juicio, más significación tenía la oración mental, porque era “como la forma y alma de la vocal”317. La estimaba como el medio que, a través de la meditación y la contemplación, permitía alcanzar la unión con Dios. En el fondo, se comprometía con un determinado tipo de espiritualidad, la que correspondía a la mística318. Al igual que muchos otros jóvenes jesuitas de su generación, se acercó a ella a través del padre Juan Ramírez SJ. Con todo, por esos mismos años, la superioridad de la Orden se mostraba muy crítica de esa forma de oración, al extremo de reprobar su práctica por considerarla ajena al espíritu de la Compañía319. La oración contemplativa fue asociada en ciertos círculos eclesiásticos a movimientos heréticos, de manera especial, a protestantes y alumbrados, lo que dio pábulo a que enemigos de la nueva Orden la acusaran de heterodoxia al practicarla algunos de sus miembros. Un aspecto central de la polémica tenía que ver con la manera como se entendía la oración contemplativa. Los grupos más radicales, como los alumbrados, despreciaban la oración vocal y la mental la limitaban a la contemplación, que los llevaba a la unión con Dios, solo gracias al amor divino y la pasividad del orante. Sin embargo, la mayoría de los contemplativos consideraba que a la oración del recogimiento debía llegarse previa preparación mediante un proceso de mortificación exterior e interior. En la instancia de la unión, el sujeto podía experimentar diversos fenómenos extraordinarios, como visiones, locuciones, éxtasis, levitaciones y otras. En definitiva, buena parte del debate se centraba en el papel coadyuvante o no que desempeñaba la persona en el proceso de búsqueda de la unión con Dios. Los jesuitas que practicaban la oración contemplativa insistían en que, a la etapa final, es decir, la del encuentro con la divinidad, solo se llegaba mediante un proceso riguroso de preparación. En ese sentido, fueron entendidos los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. El padre Juan Sebastián participaba de esa postura. A su juicio, previas a la contemplación, estaban la meditación y las mortificaciones. Merced a las aflicciones, Dios daría luz al entendimiento, para que comprendiera de las cosas santas que oiría320. La mortificación era la forma de renunciar a las ocupaciones bajas y terrenales, lo cual sintetizaba con las siguientes palabras: “Porque tanto más perfectamente comienza uno a vivir y a resplandecer en su espíritu, cuanto más perfectamente comienza a extinguirse y morir en la carne”321.
La espiritualidad del padre Juan Sebastián era cristocéntrica, pues su modelo de vida era Cristo y trataba de tenerlo siempre presente en sus actuaciones y prácticas devocionales. Uno de sus libros preferidos era la Imitación de Cristo y, como se evidencia en su hagiografía, en el largo capítulo de las mortificaciones, el tema de la Pasión ocupaba un lugar central, al igual que en la oración, para la que se preparaba interiormente meditando sobre los episodios del via crucis. En su oración, una de las frases preferidas que pronunciaba y que sintetizaba su compromiso espiritual con Cristo era la siguiente: Viva yo Señor en vuestro amor inflamado, y muera yo por vos en mi sangre bañado. El padre Juan Sebastián y otros religiosos venidos de España difundieron la oración contemplativa en la provincia peruana con bastante éxito y lograron que la mística se transformara en una de las formas de espiritualidad más vigorosas en estos lares; no obstante la previamente indicada reticencia que las autoridades romanas de la Orden mantuvieron sobre ese tipo de oración322.
El proceso de beatificación
La provincia peruana acordó, en la Congregación provincial, celebrada en 1630, la postulación a la canonización del padre Juan Sebastián323, lo cual se hizo efectivo en noviembre de ese año cuando el provincial Diego Durán solicitó la apertura del proceso ordinario ante el arzobispo Fernando Arias. Esa causa se sumaba a la del padre Diego Martínez, que se había iniciado en 1627. Es curioso que la provincia hubiese decidido postular dos candidatos de manera simultánea. ¿Por qué se tomó esa determinación? No contamos con la documentación que permita dar una respuesta categórica a esa interrogante. Sin embargo, pareciera que la coyuntura religiosa que se vivía en el virreinato y las circunstancias que se daban al interior de la provincia jesuita fueron determinantes en las postulaciones y en los candidatos elegidos. En Perú, se experimentaba una etapa de gran exaltación religiosa, que se evidenciaba en las masivas manifestaciones de devoción de los fieles, en el aumento del clero y en la fundación de conventos, incluso en el compromiso social con la represión de las herejías y las idolatrías y, por cierto, en las postulaciones a la santidad que realizaban órdenes religiosas y otras instituciones eclesiásticas324. De hecho, se daba una suerte de competencia entre las órdenes por posicionar en los altares a uno de sus miembros. A esas alturas del establecimiento de la Iglesia en Perú y de la difusión de la fe en el virreinato, la aspiración de las religiones por tener un santo surgido en estas tierras era vista como sacralización del espacio325 y expresión del éxito de su trabajo pastoral326. Todas ellas mostraban una preocupación especial por tratar de ganar esa carrera, que constituiría el reconocimiento del papado y la Iglesia universal a la tarea realizada. Los franciscanos pretendían la canonización de Fr. Francisco Solano, cuya causa, iniciada en 1610, se encontraba a fines de la década de 1620 muy adelantada, con el proceso apostólico por concluirse327. Los mercedarios postulaban a Gonzalo Díaz Amarante, cuyo proceso ordinario se había desarrollado entre 1618 y 1621328. Por su parte, el deán y el cabildo catedralicio de Lima, en mayo de 1631, solicitaron al arzobispo la realización de informaciones sobre Toribio de Mogrovejo con vistas a su beatificación329. Los dominicos también tenían muy avanzada la causa de Rosa de Santa María, iniciada en 1617. Con el proceso ordinario concluido, habían recibido las instrucciones para proceder con el apostólico que, al comienzo de la década de 1630, estaba por cerrarse para ser enviado a Roma330.
Es en ese contexto en el que la provincia peruana de la Compañía levantó las postulaciones de los dos candidatos mencionados. Para los jesuitas, era preciso no quedarse atrás en esa competencia por colocar en los altares a uno de los suyos, considerando el prestigio y la influencia que a esas alturas había alcanzado en el virreinato. Por otra parte, en 1622, la Orden había recibido un gran espaldarazo de la Santa Sede con las canonizaciones de su fundador y de Francisco Javier, símbolo de la evangelización en las indias orientales. Para las autoridades provinciales, era el momento de que se reconociera la gran labor desarrollada en la difusión de la fe desde su arribo a estas tierras, en 1568. Buscaban su santo para la Indias occidentales, pero ¿por qué dos candidatos simultáneamente? En esto, influyó la situación interna que vivía la provincia, marcada por las diferencias respecto de las políticas pastorales que se debían seguir. Se enfrentaban quienes sostenían que la evangelización debía constituir la identidad de su quehacer en estas tierras y los que defendían que esa labor debía equilibrarse con la acción apostólica y cultural en la sociedad hispana331. Como indicamos, la superioridad en Roma determinó que la evangelización constituía el quehacer privativo de los jesuitas peruanos, aunque eso no significó que el debate se cerrara332. La postulación de los dos candidatos era un reflejo de esas diferencias y, al mismo tiempo, una forma de evitar que ellas se profundizaran. Diego Martínez se destacó sobre todo por su labor evangelizadora333 y Juan Sebastián, aparte de su gestión de gobierno y compromiso con la actividad misionera, se dedicó de preferencia al trabajo pastoral entre la población hispana. Otro aspecto que merece destacarse es que esas candidaturas pueden considerarse una respuesta de los padres de origen español, que controlaban la provincia, frente a las demandas de los padres criollos por incrementar su presencia e influencia.
Ahora bien, cabe preguntarse por los fundamentos que tuvieron las autoridades provinciales para postular al padre Juan Sebastián. Tanto su hagiografía como el proceso ordinario nos entregan los elementos para responder a esa interrogante. En relación con el proceso, es muy significativo el cuestionario al que debían ser sometidos los testigos y que fue elaborado por la postulación, en alguna medida, a partir de la hagiografía. En las preguntas, se encuentran sintetizados aquellos aspectos que, a juicio de los postuladores, justificaban la oficialización de la santidad de Juan Sebastián. Ellos partían de la base que sus compañeros y, en general, quienes lo conocieron en vida lo consideraban un santo. Por lo mismo, en el cuestionario, hay referencias expresas a sus exequias y a la participación en ellas de una multitud, que buscaba algún objeto de su pertenencia o trozo de su cuerpo que les sirviera de reliquia334. Sin embargo, junto a eso, el cuestionario, más allá de las preguntas tradicionales sobre sus antecedentes familiares y su juventud, destacaba el compromiso del candidato con la fe, que se habría expresado al ingresar en la Compañía, en su decisión de viajar al Perú a servir a los prójimos, sobre todo a los indios, y en el ejercicio de los cargos de gobierno. Asociado a esto último, valoraba su relación con todos los actores sociales en un afán por mostrarles siempre el camino del Señor. En ese sentido, aludía a que siempre, en las relaciones personales, que incluían sus conversaciones cotidianas con sus prójimos, de cualquier condición, y en su vida diaria, Dios estaba presente, hablaba de Él y trataba que se comprometieran con su obra. El otro aspecto importante en el que se detiene es el de la espiritualidad. En dicho ámbito, el cuestionario destacaba las penosas mortificaciones a las que sometía su cuerpo. Además, se inquiría sobre la oración que practicaba Juan Sebastián, dando por supuesto que se trataba de la contemplativa, a la que dedicaba muchas horas, independientemente de los ejercicios espirituales que realizaba tres veces al año y por espacio de 10 días cada vez. Relacionado con todo ello, se preguntaba, dándolo por hecho, acerca de las mercedes divinas que recibía cuando se encontraba en oración. Tampoco faltaban las referencias a los encuentros y las disputas con los demonios, que los testigos debían refrendar. También, en relación con la vida espiritual, los postuladores buscaban que los testigos refirieran el cumplimiento que hacía el Siervo de Dios de las virtudes cristianas. Sin embargo, todas ellas son mencionadas en una sola pregunta, lo cual implicaría una valoración menos significativa de lo que podría esperarse de la evolución que, a esas alturas y sobre las virtudes heroicas, mostraba la política de la Santa Sede en materia de santidad335. No deja de ser curioso lo acontecido con la hagiografía en ese aspecto, pues, al tratar la parte de las virtudes, el autor hace una declaración de principios sobre la naturaleza de la santidad. A su juicio, esta consistía en el ejercicio de las virtudes más que en los milagros336. ¿Por qué la postulación, en la práctica, se inclinó por la propuesta más bien inversa? Posiblemente, por el modelo de santidad que prevalecía en la sociedad peruana de la época, expresado en las características de los candidatos, cuyas causas estaban en tramitación.
En la práctica, el papel de los testigos, en este proceso ordinario, consistió fundamentalmente en ratificar y agregar datos o experiencias que confirmaban lo enunciado en las preguntas del cuestionario. Por lo mismo, desde el punto de vista cualitativo, no aportaron algo diferente a la imagen del sujeto que se desprendía del cuestionario. A la luz de lo que hemos indicado en el párrafo anterior, la representación que se ofrece del padre Juan Sebastián corresponde a la de un determinado modelo de santidad, que gozaba de gran aceptación en la sociedad virreinal del siglo xvii337. Se muestra a un sujeto extraordinario en todo sentido, lo cual se manifestaba tanto en su comportamiento vital, como en el hecho de que gozara de dones sobrenaturales. Lo maravilloso no estaba ausente, por ende, y quedaba reflejado en los aspectos milagrosos asociados a la oración, en el espíritu profético, en las luchas con el demonio y en los milagros de sanación, producto de su intercesión.
Una vez concluido el proceso ordinario, en mayo de 1631, el expediente fue enviado a Roma, a las autoridades superiores de la Compañía, para ser presentado a la Congregación de los Ritos y obtener de ella los rótulos que autorizaran la realización del proceso apostólico. Con todo, el general Muzio Vitelleschi, en 1633, respondió que en ese momento no estaban dadas las condiciones para solicitar las “remisoriales” referentes a los padres Juan Sebastián y Diego Martínez, y que, a futuro, se vería la conveniencia de pedirlas338. El general fue más explícito al respecto en la respuesta que entregó a las solicitudes de la Congregación Provincial de 1630. En ella, señalaba que, por determinación del Pontífice, todo lo relativo a la postulación a la santidad de un candidato requería previamente que, después de su muerte, pasara un cierto número de años, lo que hacía inviable la presentación de los casos enviados339. Lo cierto es que aquella posibilidad futura a la que se refirió el general no se dio y todo parece indicar que la postulación nunca llegó oficialmente a la Congregación de los Ritos.
¿Por qué fracasó la causa de Juan Sebastián? Varios son los factores que de manera coincidente actuaron negativamente340. Desde ya, el candidato presentaba una serie de claroscuros que habían quedado en evidencia durante su gobierno de la provincia. A ello se agregaba que, en el cuestionario a los testigos del proceso, se incluyera una pregunta que indirectamente hacía referencia a la cuestionada Luisa de Melgarejo, en cuanto aval de la santidad de Juan Sebastián341. Por último, y muy importante, deberíamos considerar el modelo de santidad que representaba el candidato. Como hemos indicado, en su imagen, se enfatizaba lo maravilloso, mientras al ejercicio heroico de sus virtudes no se le daba un relieve equivalente. Vinculado a ello estaba su espiritualidad, de tipo mística. Ahora bien, según está dicho, el misticismo era visto con reticencias por las autoridades superiores de la Compañía342. Sumado a todo lo anterior, debe considerarse la política de santidad que predominaba en la Santa Sede, que trataba de aminorar la significación de lo maravilloso y lo milagroso con respecto al esfuerzo, la voluntad y el compromiso personal eminente en la práctica de las virtudes343.
d) El contenido del texto
Objetivos. Destinatarios y estructura
Los objetivos que buscaba Francisco de Figueroa con la elaboración de la Vida del padre Juan Sebastián estaban en consonancia con los perseguidos por el género hagiográfico en el siglo xvii. De manera explícita, el autor pretendía enaltecer la orden religiosa mostrando los frutos del trabajo apostólico en estas tierras ante el conjunto de la Compañía y de la Iglesia universal. Asociaba la figura del protagonista con la provincia y el Nuevo Mundo, al cual había sacralizado con su santidad. Se refería a él como “caudaloso río que regó y fertilizó estas tierras por 44 años, que correspondían a los que vivió en ellas”344. La Compañía de Jesús se veía realzada por generar en su seno personas tan extraordinarias. Según veíamos en el apartado sobre los objetivos de los escritos hagiográficos, a Juan Sebastián lo presenta como un genuino representante de la Compañía, “verdadero hijo e imitador de San Ignacio”, impregnado del espíritu primitivo de la Orden. Al igual que todos los escritos históricos y biográficos generados en su seno, este trataba de contribuir a la configuración de un acervo común, al difundirse por las casas y los colegios. Al respecto, el padre Alonso Messia, en un memorial presentado al general Vitelleschi, afirma que las Vidas de los padres Juan Sebastián y Diego Martínez habían circulado en Sevilla y en la corte, que habían admirado a todos y que se habían pedido de Alcalá para ser leídas en el refectorio345. También, la obra en cuestión perseguía un fin ejemplarizador, porque presentaba al padre Juan Sebastián como modelo de “vida” santa. De hecho, finalizó el libro invocando al Señor a que diera fuerzas a los fieles para poder imitar a varones virtuosos y santos, como el de la Vida que había reseñado. Tampoco, está ausente, como se ha indicado, la relación con el proceso de canonización. La hagiografía estaba ideada para contribuir a la difusión de la fama de santidad del protagonista. Así, afirma que esperaba que su figura volviera correr de nuevo, y no solo en las Indias, sino también en el Viejo Mundo, donde no era conocido. Asociado a ello, y aunque sin mencionarlo de manera explícita, la obra también entregaba elementos para fundamentar su postulación a los altares.
La copia de la obra, manuscrita, de época, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid –la única existente, al parecer– tiene 153 folios, es decir, 306 páginas. No tenemos referencias que expliquen cómo dicho documento llegó a ese repositorio. En todo caso, la copia en cuestión, si bien fue transcrita con bastante cuidado, no estaba preparada para su publicación, pues carecía de los informes de los censores y de las demás autorizaciones necesarias. En cuanto a su estructura, la obra se divide en dos partes, y se atiene, en ese aspecto, a las formas de las hagiografías clásicas: una que sigue la narración cronológica de la trayectoria del protagonista y la otra que corresponde a una exposición temática de sus virtudes, con un agregado de dos capítulos que contienen el relato de sus exequias y de los milagros realizados en vida y después de muerto. En todo caso, existe un desbalance entre las partes, ya que la referente a las virtudes es bastante más extensa, incluso sin considerar los dos últimos capítulos mencionados. En el fondo, la sección correspondiente al relato lineal de la “vida” es más breve que la parte dedicada a las virtudes. Esto no era muy extraño en las hagiografías sobre sujetos originarios de la península que vivieron en estas tierras. Las fuentes de información sobre la etapa europea de que disponía el autor eran limitadas, debido a la humildad de la que, por lo general, hacían gala los Siervos de Dios. Estos no eran proclives a contar asuntos de su vida, por considerarlo una vanidad. A veces, lo hacían obligados por la obediencia a un superior, que los instaba a escribir su trayectoria,
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