Kitabı oku: «Rondas, fanfarrias y melancolía», sayfa 2
El clásico montaje en continuidad no se da abasto para representar la confusión felliniana. El cineasta, por eso, apuesta a una estructuración abierta y asentada en la autonomía de las escenas. La continuidad expositiva ni es causal ni respeta la lógica de los nexos espacio-temporales: una transición en corte seco liga sin más trámites la sala de la mansión de Giulietta al espacio indefinido y abstracto donde se escenifican sus visiones y se materializan sus “espíritus”. El montaje asociativo vincula las secuencias a partir de concordancias o similitudes rítmicas o de coincidencias o contrastes cromáticos, o las une tratando de alinear las excéntricas exhibiciones “performativas” de mujeres gigantescas, lunáticos de ojos desorbitados, cardenales disfrazados, un papa desfilando como cadáver momificado e insepulto, figuras de estaturas diminutas que posan al lado de enormidades, perfiles con apariencia de gárgolas, monjas enanas, batallones de Camicie Nere pasando como muñecos de cuerda o marionetas, o prostitutas llevando máscaras más que afeites cosméticos. En esa sumatoria se percibe la atracción, casi fetichista, por la superposición o acumulación de superficies: los colores de los vestidos, las texturas del mobiliario, los matices cromáticos de los decorados, los movimientos de los cuerpos, los significantes que atraen la mirada. Alejándose de la vocación de los narradores de historias o los fabuladores novelescos preocupados por redondear la coherencia interna de sus acciones, Fellini conecta fragmentos que a menudo tienen más potencia y energía que el todo. No es casual, por eso, que recordemos muchas de sus películas por algunos pasajes notables que se imponen sobre el conjunto.
En esa nueva figuración, el universo plástico de Fellini exalta el artificio. La fotografía expresionista de Gianni Di Venanzo en Ocho y medio pasa de la lechosa sobreexposición de la secuencia en los baños termales (donde aparece el ideal de la mujer angélica de Fellini, la etérea Claudia Cardinale) a los contrastes de la habitación donde juegan los niños, deteniéndose en las tenidas monocromáticas de Marcello. Luego convierte la pureza de ese blanco y negro en el explosivo cromatismo de Giulietta de los espíritus. Erradicando las fuentes luminosas naturales y saturando la gama cromática que se impone en las escenografías y vestuarios, el realizador acentúa la irrealidad del universo mental de la protagonista y su confusión ante la visita de su madre y sus hermanas, ante los invitados inesperados de su marido y ante los sueños, pesadillas, recuerdos e invocaciones espiritistas; cada secuencia trae consigo un patrón estilístico —expresado en la selección cromática y en la saturación del campo visual— que busca figurar las tribulaciones de la crisis íntima del personaje y los fantasmas que la asaltan (en su artículo, Giovanna Pollarolo desarrolla la presencia e importancia de la figura, personalidad y querencias de Giulietta Masina en la obra de Fellini).
Los referentes visuales del delirio en Giulietta de los espíritus provienen de la cultura psicodélica (presente también en Toby Dammit) y se asientan en las experiencias lisérgicas con LSD-25 a las que Fellini accedió antes del rodaje, tal como lo acredita Kezich (2007, p. 253) en su biografía del realizador. Efectos visibles en algunas otras de sus películas, como Fellini Satyricon, que expande la percepción de una Roma alucinógena, captada con un perfil arquitectónico que tiene algo de laberíntico, ruinoso y fragmentario; la escenografía de Danilo Donati imagina una Roma antigua que se ofrece ya como una suma de vestigios entrevistos en el curso de un sueño agitado.
Al mismo tiempo, Fellini abandona las escenografías naturales y se refugia en los estudios de Cinecittà. Quedan atrás los paseos por los suburbios romanos emprendidos con el director artístico Piero Gherardi para hallar las localizaciones de Las noches de Cabiria. El realizador abandona los afanes de plasmar con realismo los lugares por los que transitan sus personajes. Con el propio Gherardi, Fellini se lanza a recrear la Via Veneto en Cinecittà para La dolce vita. Desde entonces, la falsedad escenográfica se convierte en aspiración. La dirección artística se estiliza, lo mismo que ocurre con los vestuarios, los decorados, el maquillaje y la iluminación.
Roma se convierte en el escenario de trips que alargan o condensan períodos temporales, como ocurre en Toby Dammit, proponiendo una inmersión sensorial en espacios que lucen a ratos desolados y a ratos saturados, sin términos medios. De allí las impresiones de sobresalto e inquietud que provocan algunos pasajes de esa y otras películas de Fellini, con personajes enfrentados a las experiencias del perderse en la niebla o de encontrarse en terrenos baldíos (Amarcord, La voz de la luna), sin tiempos de referencia ni lugares reconocibles, en el colmo de la soledad, para pasar luego, y de repente, a la apoteosis de la celebración y los estallidos colectivos.
La ilusión se convierte en exigencia. La dirección de actores se separa de los patrones naturalistas. El sonido postsincronizado no tiene pudor de mostrarse tal cual, destruyendo la convención de la sincronía labial; los diálogos, como otros componentes de la banda sonora, adquieren texturas extrañas, irreales, que se perciben como amortiguadas, distantes, como si fuesen ecos provenientes de la interioridad de los personajes, sobre todo de Marcello y de Giulietta. Como si estuviesen murmurando confidencias.
El cineasta se sabe demiurgo y se muestra encaramado en una grúa, esa herramienta usada como soporte para los travellings de ascenso vertical y para el registro de los ángulos de altura, pero que Fellini transforma en la vara mágica de Mandrake, el mago, ese personaje de las historietas que tanto admiró. La grúa le permite ofrecer la mirada omnisciente y panorámica del fresco, remontar el tráfico romano al inicio de Fellini Roma, elevarse sobre la superficie inclinada del Gloria N en el naufragio de Y la nave va, encumbrarse para mostrar el paisaje de la mascarada veneciana de Casanova, trazar la topografía de la ciudad a la que llegó desde Rímini. Es, además, el instrumento que lo eleva para confirmar que su mirada es la del orgulloso y narcisista autor que pone su apellido al lado del nombre de la película.
FELLINI, EL PERSONAJE
En el período que inicia Ocho y medio en 1963, se imponen la autoficción, la reflexividad y la fantasmagoría. Fellini se convierte en personaje y se tematiza. Los años sesenta son los del paso al subjetivismo. Pero ello no trae consigo el diseño de un autorretrato. Al construirse como personaje, Fellini no se atiene a los datos objetivos y comprobables de su biografía. No es que descarte el realismo de lo verificable; más bien, lo amplía. “En un cierto sentido, todo es realista. No veo una línea divisoria entre imaginación y realidad. Pienso que hay mucha realidad en la imaginación”, afirma (Keel y Strich, 1978, p. 174).
Embustero, Fellini siempre sembró en las entrevistas pistas falsas sobre su propio pasado5. Lo que sabemos de él como persona es aquello que se desprende de su cine. Ahí encontramos a un regista que jamás estableció jerarquías entre “alta” y “baja” cultura, nutriendo su obra de las técnicas y modos de representación del circo, del teatro popular y del music hall, pero también de la estética de los fumetti o historietas, de la memoria de los musicales de la RKO de los años treinta, de las notas sensacionalistas de la prensa, de los péplums del cine mudo, de las aventuras de Flash Gordon y de Mandrake y la princesa Narda, del humor de los cómicos de la legua, de la pintura surrealista, de la comedia melodramática chapliniana, de la publicidad televisiva, de la fotonovela, de las películas de los estilistas del horror del cine italiano de los años sesenta, de los melodramas con Myrna Loy y Ronald Colman, de la cultura de la psicodelia, de la iconografía de las opulentas maggiorate del cine italiano de los años cincuenta, de la imaginería frívola aportada por los paparazzi, del humor escatológico de la comedia popular, de las representaciones visuales que activan las fantasías del varón que observa a las mujeres desde sus miedos más arraigados y desde los tabúes y alarmas morales inducidas por la educación católica, tal como lo hemos visto representado (y caricaturizado) tantas veces en la salaz comedia popular italiana de los años setenta. Ahí están las raíces de su imaginería. El personaje Fellini es el producto de todo eso6.
Amarcord, que cierra un ciclo de películas de autoficción cuyos títulos más importantes son Los clowns y Fellini Roma, da cuenta de esa mixtura de fabulaciones, influencias culturales múltiples y memorias recreadas. El “yo recuerdo” del título alude a la síntesis de la evocación de una biografía más imaginada que real y el retrato de las representaciones colectivas en tiempos de la Italia fascista. El clima de relajamiento y pereza de la vida en el pequeño pueblo que retrata Los inútiles es releído en clave onírica, satírica y grotesca en Amarcord. El relato, digresivo, alterna los diseños del caricaturista (la descripción de los profesores de la escuela), las anécdotas pintorescas (el paciente psiquiátrico que grita “¡voglio una donna!” encaramado en un árbol), los apuntes costumbristas satíricos (esas peleas familiares), las fantasías sexuales y masturbadoras compartidas por los muchachos del lugar a la vista de la Gradisca (Magali Noël), con epifanías en las que el tiempo parece detenerse y se produce la alquimia de lo fantástico (la aparición del pavo real, los muchachos meciéndose entre la bruma, la aparición del transatlántico). La memoria es como ese paisaje brumoso que un anciano confunde con la muerte. Y una caminata por la niebla conduce a la aparición inesperada de un buey; es decir, se produce el encuentro entre el azar y la magia. Fellini transfigura la realidad y convierte los paisajes cotidianos en espacios de extravío, brumas, confusión, trance o éxtasis.
RECTÁNGULO Y CÍRCULO
Dos formas del espectáculo popular aparecen ilustradas por Fellini a lo largo de su filmografía: la del teatro de variedades y la del circo. En ambas, su mirada se concentra en el marco de los escenarios y en la pista bajo la carpa. Y, sobre todo, en sus trastiendas.
Mujeres y luces nos lleva al mundo de los espectáculos musicales y cómicos que se representan sobre los escenarios de los teatros de provincias. Acompañamos a un grupo de artistas de revistas de variedades en sus viajes y caminatas. El paisaje de fondo es el de una Italia empobrecida, de terrenos baldíos, trenes atestados y locales de mala muerte. Son los escenarios de la posguerra italiana que registró el neorrealismo. Pero la situación del entorno no mella el entusiasmo de las representaciones, por más que en los camerinos y entre bastidores se evidencie la decadencia del espectáculo y la banalidad de los conflictos personales de los artistas, tironeados por las vanidades o los celos. Más allá de la miseria cotidiana, se impone la ilusión de las luces de las variedades y la singularidad de una corte de cómicos y bailarines de la legua que desfilan sembrando euforia, confusión y caos en los estrechos espacios del backstage. Todos ellos están filmados en planos cercanos y caracterizados a partir de algún rasgo físico prominente, en el estilo de los trazos gráficos de las caricaturas. Por eso, más que a la poética neorrealista, Mujeres y luces, como luego El jeque blanco, se acerca a la comedia popular italiana. Pero no a la commedia all’italiana de Los monstruos (I mostri, 1963), de Dino Risi, o Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976), de Ettore Scola, mucho más amarga en su vena satírica, sino a la tradición del vodevil con su galería de seres atípicos, fracasados o irrisorios, pero siempre dignos, luciendo con orgullo sus compuestos y hasta afectados modales teatrales. En el contraste entre el júbilo de la ficción y la grisura de la vida errante de los artistas, aparece el germen de esos desmontajes de lo ilusorio y lo espectacular que vemos, con registros diferentes, en El jeque blanco, en clave burlesca y grotesca; en La calle, en forma de melodrama; en Ocho y medio e Y la nave va, en acento autorreflexivo; y en Ginger y Fred, como lamento terminal.
Y están las incursiones circenses, que imponen su ritualidad en la obra de Fellini. Porque la fascinación inicial por el mundo del teatro de variedades deja su lugar a la presencia del circo como fuente de la ilusión, matriz espectacular y figura simbólica. Y eso empieza a ocurrir en La calle. Desde entonces, el escenario teatral aparece solo cuando de ahí proviene el hechizo de la ilusión o cuando se fabrica un simulacro, como en la secuencia de Cabiria siendo hipnotizada en Las noches de Cabiria, o en la evocación del teatro de la Barafonda en Fellini Roma. Una ilusión a la que le sigue la decepción, luego de desmontado el simulacro en el que se asienta la fantasía de la representación. El rectángulo de la boca de los escenarios es reemplazado por la circularidad de la pista circense. Una circularidad que marca la puesta en escena felliniana. Las rondas adquieren entonces un valor estructural en su cine.
Circular es el retorno de las estaciones, de los ritos y de las fiestas comunales que marcan el paso de la vida en el pueblo de la Romaña en Amarcord. Circular es la trayectoria de la cámara que sigue a las participantes en el serrallo de Ocho y medio, que asimila la forma de una ronda circense, con el personaje de Anouk Aimée convertida en directora de pista. Y es una ronda la que cierra esa película, en la que un círculo de luz proyectada de estirpe circense encierra al Guido niño que desfila tocando una flauta. Circulares son las mesas espiritistas de La dolce vita y de Giulietta de los espíritus, que sigue la forma en rondó para mostrar las recurrentes fantasías interiores de la protagonista. Y circular es la disposición de los comensales de la cena presidida por la efigie de la lechuza en Casanova, al igual que el espacio desde el que despacha el maestro vidente que aconseja técnicas del Kamasutra a Giulietta. Circulares son los travellings que muestran al público que asiste al circo en La calle. Circularidad que también ocupa el centro de Los clowns, y que preside el sentido de la trayectoria del movimiento de la cámara que revela la trastienda de la ilusión en Y la nave va. Son circulares los giros de la muñeca mecánica en la que se refugia Casanova. Y en Ginger y Fred es circular la pista de baile que se transforma en escenario de intimidad y cotejo melancólico para la pareja sentada en el suelo del estudio de televisión durante el tiempo que dura ese apagón, que es también un viaje introspectivo.
El circo es el punto de partida de los tránsitos iniciáticos en la obra de Fellini. Como el que emprende el niño que sale de la cama, somnoliento, para entrever la figura de la carpa levantándose en Los clowns (imagen evocada por Léos Carax en el comienzo de Holy Motors, 2012). O como el recorrido trágico que inicia Gelsomina, vendida por su madre a Zampanò (Anthony Quinn), para encontrarse atrapada desde entonces entre la bestialidad del hombre fuerte de la troupe y la cordura del Loco, ese funámbulo que le permite ver con otros ojos la vida.
La metáfora del circo —que es también un espacio liminal donde transcurre un período de aprendizaje y adecuación al mundo— se condensa en el imaginario felliniano en el equilibrio ideal, y por eso imposible, entre la fuerza bruta, la ternura y la racionalidad7. Si para Jean Renoir en La carroza de oro (Le carrosse d’or, 1953) los escenarios del teatro y la vida son espacios intercambiables, aquí lo son la pista del circo y las glorias y miserias del mundo. El espíritu de lo circense trasciende, pues, el espacio demarcado por los límites de una carpa y se transfigura en el desfile de modas eclesiástico de Fellini Roma, en los excesos del banquete de Trimalción y en el combate con el minotauro en Fellini Satyricon, o en el desafuero exhibicionista de la fiesta de El cuentero, que parece el “hipotexto” de la orgía de La dolce vita, con el personaje jugando al caballito mientras cabalga sobre la espalda de su pareja.
INTERTEXTOS Y REFLEJOS
Si la realidad felliniana se ofrece como un simulacro, la ficción revela la génesis de la ilusión. ¿Cómo lo hace? Algunas veces, proponiendo el diálogo entre sus películas, convirtiéndolas en “hipotextos” de las que vendrán, o recreando otras formas y expresiones de la cultura popular y el mundo del espectáculo. Otras veces, colocándolas frente a un espejo, poniéndolas en “abismo”, imbricando el mundo del cine en el interior de sus propias tramas o apelando a los mecanismos de la autoficción. En todas ellas asistimos a la creación de la ilusión y a su posterior desmontaje, o atisbamos la zona trasera del espectáculo.
Su obra nos conduce por un intrincado sistema de correspondencias y reflejos especulares entre algunas películas y aquellas que las precedieron. Así, Los inútiles hace las veces de un texto de origen para Fellini Roma, que empieza con la prolongación del periplo de Moraldo, el “novillo” que emprende viaje a la capital. La dolce vita cumple similar papel para Entrevista, como también para Fellini Satyricon, incursión retrospectiva por una Roma pagana que deja como vestigios las pinturas de aquellos que recorrieron un imperio menguante. Pinturas que aluden a aquellas que el aire de la modernidad extingue en Fellini Roma.
A su turno, el final de La dolce vita, con el extraño ser marino que aparece en la orilla como un signo de descomposición que sale del fondo del mar y que llega de mucho antes, acaso como una herencia ancestral y pagana, remite a los “monstruos” de Fellini Satyricon, mientras que las imágenes de las Termas de Caracalla ofreciendo un espectáculo de fiesta y paroxismo, en La dolce vita, anteceden a las bacanales de la Antigüedad imaginadas por Fellini en su versión libérrima del libro de Petronio. Y el mar, de presencia realista o fabulada como una construcción en estudio, es una presencia constante desde Los inútiles hasta La dolce vita, desde Fellini Satyricon hasta Y la nave va.
Ocho y medio encuentra una réplica invertida en Giulietta de los espíritus. Centrada en la figura de Giulietta Masina, actriz en siete películas de Fellini, ella se despoja de la careta chaplinesca (la admiración por Chaplin es una preferencia compartida con Cesare Zavattini), la figura de lunática (prolongación de Wanda en El jeque blanco)8, la intención dolorista y los gestos redentores de La calle y Las noches de Cabiria, para convertirse en la esposa burguesa que no renuncia a una fantasía de armonía conyugal, pese a que el comportamiento de su cónyuge la aleja de ello. Giulietta es asaltada por visiones delirantes y personajes extravagantes que están definidos por sus apariencias y vestuarios. Esos episodios alucinatorios parafrasean Ocho y medio, pero saturados de color, acentos barrocos, representaciones oníricas suntuosas y claves psicoanalíticas más bien esquemáticas.
Otras películas toman en préstamo recursos estilísticos añejos o experiencias del cine de su época. Los periplos de Guido en Ocho y medio derivan de las pesadillas expresionistas de iluminación más contrastada y de los repertorios de efectos visuales empleados por las vanguardias de los años veinte para dar cuenta de las experiencias oníricas. Toby Dammit remite al fantástico estilizado de Riccardo Freda y Mario Bava, pero también juega al pastiche del wéstern mediterráneo, con sus alusiones al rodaje en Cinecittà del primer filme católico del Oeste (José Carlos Cabrejo desarrolla esta relación con el cine gótico italiano en el artículo incluido en este libro). El recorrido del personaje encarnado por Terence Stamp traviste el periplo romano de Marcello Rubini, en La dolce vita, en clave tóxica y con un impulso autodestructivo que se ofrece entre humos de colores. Y Fellini Satyricon podría leerse como un péplum de autor (acaso en memoria de aquel Maciste all’inferno, 1926, de Guido Brignone, que Fellini recuerda como la primera película que vio en los brazos de su padre), pero imbuido de cultura pop y estímulos psicotrópicos.
Similares reflejos especulares se perciben entre situaciones, imágenes y personajes que se duplican, triplican o multiplican a lo largo de la obra de Fellini. Roma puede aparecer como una ciudad solitaria y nocturna, o diurna y atestada de visitantes, pagana o contemporánea, libertina o conservadora (las representaciones de Roma en las películas de Fellini son tratadas por Javier Protzel en el artículo respectivo). Las plazas públicas desiertas, como espacios nucleares, se muestran una y otra vez. Como aquella donde el recién casado y ahora cónyuge abandonado de El jeque blanco se encuentra con dos prostitutas festivas —personajes recurrentes—, y donde Augusto (Broderick Crawford) coteja a Picasso (Richard Basehart) en El cuentero (véase el artículo de Enrique Silva Orrego en este libro). O donde el doctor Antonio divisa el afiche del “Bevete più latte / il latte fa bene / il latte conviene / a tutte le età!...” en Las tentaciones del doctor Antonio. O las plazuelas de Rímini, como la de Los inútiles, que tiene un eco en la plaza de la iglesia de Amarcord. Y están las prostitutas, novicios y seminaristas, siempre movedizos y en tránsitos interminables, que se asoman en cualquiera de las representaciones romanas. Igualmente, los bordes del acantilado, del abismo o de la carretera polvorienta, transitados en La calle y donde se ambientan las escenas climáticas de caída y redención en El cuentero y Las noches de Cabiria. También está la muerte por suicidio que acecha a las familias patricias, tanto en La dolce vita como en Fellini Satyricon. Y la erótica felliniana, fijada en los grandes senos femeninos y las formas corporales masivas y opulentas de la Saraghina, Anitona (como llamaba Fellini a Anita Ekberg), la Gradisca, la estanquera de Amarcord, la hechicera Enotea de Fellini Satyricon. Y la Sandra Milo de siempre.
En la primera secuencia de Mujeres y luces, el encuadre que muestra a Peppino de Filippo interpretando una canción es seguido por un contraplano que nos informa de la situación “real”: un apuntador le está “soplando” la letra. Desde entonces, las películas de Fellini se afanan en presentar la otra cara de su creación y en visibilizar a los “apuntadores” haciendo su trabajo: exhibe los mecanismos que fabrican la ilusión espectacular. Es decir, exponen el encantamiento y el desencanto, siguiendo la ruta de Wanda en El jeque blanco, que sueña con su mundo de jeques y odaliscas fotonovelescas hasta que descubre que el jeque blanco no es más que el Alberto Sordi marrullero de siempre. Lo real es un embuste y Fellini lo exhibe, pero no sin antes dejar de fascinarse por la parafernalia del carnaval.
Entre Las noches de Cabiria e Y la nave va, el cine de Fellini se interroga sobre los mecanismos de la identificación y de la mirada. Construye una ilusión y la pone en el centro. Nos induce a ver las imágenes de su cine de la misma manera en la que el niño, al inicio de Los clowns, contempla la instalación de la carpa del circo, o como los asistentes del teatro de barrio ven a Cabiria interrogada por el ilusionista e hipnotizador, o como los personajes de Amarcord, en plena noche y lanzados a la mar, ven el paso iluminado del Grand Rex, el transatlántico del régimen fascista. Pero, al mismo tiempo, entre la Cabiria de 1957 y la nave que avanza en 1983, pasamos de esa ilusión a su desmontaje. El cambio se anuncia en Las noches de Cabiria, cuando el personaje de Giulietta Masina mira hacia la cámara y nos interpela. Al romper la cuarta pared, Fellini recurre al uso de un dispositivo que activa la conciencia metalingüística, pero también recrea un viejo mecanismo tomado del repertorio de la comedia teatral de variedades, una de sus fuentes formativas. Cabiria, como si fuese una actriz teatral, hace un “aparte” para solicitar la comprensión, la complicidad o para reclamar el juicio de los espectadores.
Cerrando el círculo abierto en esa escena de Cabiria y su mirada final, en Y la nave va, un desplazamiento inesperado de la cámara descubre al equipo de rodaje alejándose de la escenografía creada por Dante Ferretti para registrar la maquinaria del Gloria N depositada en una plataforma móvil del estudio de Cinecittà. Mucho antes, al inicio de la marcha de la nave, queda advertido el mecanismo de la ilusión cuando el sepia introductorio gira hacia el cromatismo. Y se vuelve a observar en la escena de los cantantes visitando el cuarto de máquinas de la nave, mientras los espectadores nos sentimos involucrados en ese descubrimiento de las entrañas del Gloria N9. Para no hablar, por supuesto, del mar de nailon agitado por ventiladores por el que surca la nave y del sol y la luna que lucen como grandes cartones pintados.
MUJERES
Una inquietud mayor en el cine de Fellini: la causada por la presencia de las mujeres, que fascinan y alarman al mismo tiempo. Una secuencia de Ocho y medio condensa ese vínculo que provoca enojo y placer.
Son tres misteriosas palabras las que la resumen: asa nisi masa. Las dice un niño y su entonación particular al pronunciarlas reverbera en el espacio físico en el que se encuentra. El fraseo provoca desasosiego y extrañeza. Las palabras se asocian al recuerdo de la actuación de un telépata. Algunos las han descifrado como un fraseo lúdico y descompuesto del término Anima, dada la admiración del director italiano por la obra de Carl Jung, y otros la han visto como un “Rosebud” felliniano, la incógnita que podría despejar la clave de su obra. ¿Pero importa acaso acceder al sentido oculto de esos tres vocablos mágicos?
Interesa más bien la cadencia de la pronunciación; el tono, el ritmo, la entonación y el carácter de hechizo que parecen tener. Al oírlas, creemos reconocer un conjuro mágico o la invocación de los iniciados en algún culto secreto. Tienen algo de abracadabra y de ábrete sésamo.
La invocación llega precedida por las imágenes de unos chiquillos que se resisten a cumplir las órdenes de unas mujeres mayores que los cuidan. Ellos corretean entre las sábanas colgadas en cordeles, por unos espacios de paredes altísimas y texturas rugosas que evocan la infancia vivida en la provincia, en la casa grande y rústica de iluminación contrastada y amplitud marcada por unas líneas de fuga que atraviesan las sombras proyectadas.
Es un fugaz esbozo de autoficción que evoca una época feliz de la infancia vivida al abrigo de mujeres, de la abuela y las nodrizas, que castigan de modo cariñoso las travesuras y rescatan a los niños del “baño de vino” que toman antes de dormir. Mujeres que abrazan a los niños, los envuelven en toallas, los calientan con sus cuerpos protectores mientras los acordes de la música festiva de Nino Rota adoptan los modos susurrantes de una canción de cuna. Formulada al calor del lecho, la invocación mágica de esas tres palabras abre el acceso de los muchachos hacia un mundo imaginario precedido por las imágenes de esas nanas generosas que encarnan el despertar de la sensualidad y el conocimiento de la calidez del cuerpo femenino.
Pero no olvidemos que esa placidez se encuentra de pronto con un estremecimiento de terror. La invocación asa nisi masa aparece para conjurar la aparición del espectro de un antepasado de la familia, representado en un retrato que adquirirá vida propia esa noche. Curiosa mezcla de evocaciones sensuales y temores nocturnos.
En otro momento de Ocho y medio, el personaje de Guido, ya adulto, enfrenta distintas presencias femeninas. Ahora son inquietantes, muy diferentes a las de las nanas. En la secuencia del harén —que transcurre en un espacio similar al del baño infantil— se cumple esa sustitución. El personaje de Anouk Aimée, esposa de Guido, con un pañuelo blanco envolviendo su cabello, lleva un depósito de agua caliente para preparar el baño, como lo hacen las nodrizas de la secuencia que culmina en el conjuro del asa nisi masa. Pero el niño engreído de otrora es ahora un artista en crisis que recibe la visita de las mujeres de su vida, agrupadas en una ronda circense que parece sellar su biografía de seductor consumado. Pero ellas no llegan para protegerlo; por el contrario, lo confrontan y le exigen una rendición de cuentas. “¿Tienes miedo?”, le pregunta el personaje de Rossella Falk. Guido responde que no, pero la inquietud va por dentro. Se sabe disminuido. Aunque empuñe un látigo de domador de fieras (el circo una vez más) y sus gestos vengan acompañados por la resonante “Cabalgata de las valquirias”, las mujeres son más fuertes que él y se imponen en la imaginación del cineasta.
Asa nisi masa es la contraseña de una sexualidad naciente y de una imaginería de lo femenino, a la vez deseable y temible, porque en la relación con las mujeres el imaginario felliniano es bipolar. Invoca a la mujer fantaseada, que ya no es protectora ni mimosa. No olvidemos que la otra remembranza infantil en esa película ubica a los escolares delante de la Saraghina, la mujer inmensa que baila y hace gestos obscenos por unas cuantas monedas ante los chicos fascinados y muertos de miedo. La iniciación en el mundo del sexo se da con mujeres que incitan de un modo salvaje y fascinante al mismo tiempo. Ahí está la piedra basal para sucesivas figuraciones de mujeres que atraen, amenazan, asustan o protegen a la manera de la loba que amamantó a los fundadores de la ciudad que Fellini retrató tantas veces. Si restableciésemos la linealidad quebrada de Ocho y medio, el clamor del asa nisi masa debería anteceder a las demandas de Guido por la Saraghina y las mujeres del harén.
REGRESIONES
El cineasta acosado de Ocho y medio, en plena crisis personal, se protege de las exigencias públicas y mediáticas —y de las exigencias en el gineceo— en el refugio de su mundo interior, en la memoria de su infancia y hasta debajo de una mesa para evadir las preguntas de los periodistas. Sus recuerdos se proyectan en escenarios espectaculares que albergan rondas carnavalescas y circenses. Refugiarse en la parafernalia del espectáculo y modificar la realidad para convertirla en ronda, fanfarria y parada es un modo de huir de las presiones mediante el encierro en sí mismo. Es el resguardo permitido por las ensoñaciones y las performances narcisistas, como las practicadas por El jeque blanco, Casanova y, por cierto, Snàporaz, el personaje de La ciudad de las mujeres.