Kitabı oku: «Rondas, fanfarrias y melancolía», sayfa 3

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A partir de La dolce vita, los personajes masculinos de Fellini acumulan signos regresivos (anunciados por el Alberto Sordi de El jeque blanco y Los inútiles). Hay algo infantil en ellos. Están siempre en movimiento y a la vez en una paradójica inamovilidad. Su deriva es circular; recorren el espacio, pero atados a un punto fijo que es esa etapa de la vida que no desean superar.

Los personajes interpretados por Marcello Mastroianni encarnan ese rasgo esencial. Entre la memoria de la infancia y la toma de decisiones, prefieren complacerse en lo primero. Entre la abulia y la pigrizia, Marcello avanza entre un laberinto de reclamos y exigencias que reverberan sin sentido. Los espacios parecen entreverse en los instantes de vigilia que despuntan en medio de esa somnolencia irresistible que encarna el actor.

Lo mismo pasa con Casanova, que recorre la Europa del siglo XVIII como un “‘italiano’ aprisionado en el vientre de su madre, sepultado allí dentro fantaseando sobre una vida que nunca ha vivido verdaderamente, de un mundo carente de emociones” (Pedraza y López Gandía, 1993, p. 281). El seductor recuerda a Anna María (Clarissa Mary Roll), desde el dolor de la mazmorra y en posición fetal, como clamando por una madre que no volverá a encontrar.

Y regresivo también es el doctor Antonio, en Las tentaciones del doctor Antonio, la primera película en color de Fellini y su incursión inicial en esa vertiente onírica que se acentúa en su obra con el correr de los años. Infantilizado, el severo Antonio ve con codicia y temor a Anitona, esa inmensa figura que ofrece la leche nutricia a los hombres que la admiran, transformados en niños golosos. Es un enfrentamiento entre la hiperbólica Anita y el pequeñísimo y disminuido Antonio, atenazado por los temores inducidos por un catolicismo que le inculcó desde siempre el temor al pecado de la carne y el horror ante las dulzuras lácteas que depara la vida10.

La fantasía del circo también es parte de esta vocación regresiva, ya que parece eternizar un momento de la infancia. Al inicio de Los clowns, el niño aparece temeroso por los sonidos que lo sacan del sueño y de la cama. Avanza hacia la ventana y descubre la instalación de una carpa circense. Más tarde, il regista, al convocar la infancia, evoca el deslumbramiento y el miedo que le acompañaron entonces. El temor por la llegada de los extraños se mezcla con el embeleso ante esa visión nocturna. Desde ese momento, la carpa circense será un manto protector, el resguardo para la memoria infantil, el refugio ante la vulgaridad de la subcultura televisiva y una suerte de vientre acogedor al que se podrá recurrir cuando las inseguridades y otros miedos asalten a los personajes masculinos del cine de Fellini, lo que incluye al propio Federico11.

DERIVAS

La deriva de los personajes de Fellini va aparejada con la representación de los espacios que recorren. En el diseño del fresco, los puntos de vista son siempre móviles, como los del testigo que da cuenta de una época, de un ambiente o de un mundo desaparecido o a punto de extinguirse.

El antecedente lo encontramos en Los inútiles, que marca el inicio de una forma de narración fragmentaria y elíptica conformada por incidentes que se desgajan de la línea central del relato, lo que dio pie a André Bazin para apuntar la vocación ambulatoria de sus personajes.

En El cuentero, los personajes están en el camino, sobre la carretera, apelando al disfraz y al transformismo para engatusar a esos italianos pobres de la provincia, desvinculados de la modernidad y huérfanos de la Europa del milagro económico. La fábula errante que protagonizan Augusto (Broderick Crawford), Picasso (Richard Basehart) y Roberto (Franco Fabrizi) convoca una mirada piadosa y compasiva. El primero de ellos, estafador itinerante, termina purgando sus culpas, solo, en el abandono, al borde de un camino. Fellini creía aún que el destino humano puede modificarse, aunque sea de modo póstumo, a través del dolor y la pena.

También emprenden derivas los personajes de La calle y de Las noches de Cabiria. Con un pie en la marginalidad y otro en la Gracia, sus recorridos se orientan hacia el derrotero de una posible redención personal. En Los inútiles, La calle, El cuentero, algunos personajes toman conciencia de sus comportamientos viciados y tratan de reorientarlos. Como ocurre con Moraldo, uno de los muchachos de Rímini, infantiles y dependientes, en el que despunta algún impulso de cambio y decide iniciar su deriva por la gran ciudad: ahí donde se convertirá en Marcello.

A partir de La dolce vita, la deriva cambia de signo y se desvanece cualquier rasgo que vincule a los personajes con aquellos del neorrealismo, humillados y siempre en busca de una oportunidad o de redención. Marcello, su protagonista, recorre la noche romana como en estado de suspensión. No busca su destino. Ni siquiera se deja arrastrar por el torbellino de todas las juergas, ni se deslumbra con el nacimiento de la era del espectáculo. No va en pos de algo concreto. Se mueve entre la estupefacción y el cinismo. Con el aire de un desencanto que incluye una pizca de lamento moralista, aunque desligado de su raigambre católica (Cristo es apenas una imagen suspendida en el aire que se convertirá en pasto de reporteros gráficos), recorre el escenario de una euforia y una decadencia que incitan al suicidio a ese angustiado escritor encarnado por Alain Cuny, un hombre de fe.

Los incidentes del periplo de Marcello se desparraman en una continuidad débil. La crónica, ajustada a la mirada del personaje, se ofrece como un retrato en piezas sueltas, de relativa autonomía, solo hilvanadas por el desapego de Marcello. Más tarde, veremos la gran deriva de Casanova, un tránsito que tiene algo de picaresco y mucho de trágico. Su viaje, siempre episódico, se desarrolla por salones y alcobas de una Europa que le debe más a las fantasías de Danilo Donati y a los recursos de Cinecittà que a la documentación histórica sobre la Europa libertina. Todo es espectral aquí, como el deseo del propio Casanova, que diluye cualquier emoción en la mecánica de sus gestos amatorios, repetidos como tics.

Al final de Fellini Satyricon, uno de los personajes principales parte, en derrotero incierto, acompañado por un conjunto de adolescentes de culturas distintas. Es un periplo propio de la apertura comunal hippie que Fellini, a fines de los años sesenta, reconoce en los jóvenes de la Antigüedad pagana. Acaso solo un gesto similar de desapego y apuesta pluricultural podrá alejarnos de la extinción12.

EL DETALLE Y LO ETERNO

¿Cómo representar el carácter eterno de una ciudad, de una manera de vivir, de los miedos y los goces de la infancia, de los ritos de la vida provinciana? Para Fellini, hacerlo significa evadir la monumentalidad de los edificios consagrados y fijarse en los detalles que se graban en la memoria. El gesto de las prostitutas aparcadas en los costados de las autopistas, el paso apresurado de los seminaristas por las callejuelas estrechas de la ciudad, el movimiento de las grandes caderas de la mujer que tienta a los escolares al borde del mar, el perfil de los músicos ambulantes que caminan al borde de los terrenos baldíos, los automatismos y poses de los profesores de una escuela, la ceniza que está a punto de caer del cigarro del espectador de un espectáculo teatral romano, la discusión familiar a grandes voces que asemeja una gran refriega, il miracolo que conmueve a los fieles y deja perplejos a los escépticos, el movimiento de los jóvenes que avanzan por la vía de un suburbio romano al compás de una rumba, las perlas y lentejuelas que se desparraman del atuendo de la vedete Jacqueline Bonbon, el pandemonio que se arma en un circo, los giros afiebrados de las caderas de la Volpina. La eternidad se encarna en la fugacidad de lo entrevisto. Así se manifiesta la vena impresionista de un barroco.

EL MUNDO Y EL SET

Italo Calvino (1999) dice:

Como en el análisis de la neurosis, pasado y presente mezclan sus perspectivas; como en el desencadenamiento del ataque de histeria, se exteriorizan como espectáculo. Fellini convierte el cine en la sintomatología de la histeria italiana, esa particular histeria que antes de él se solía representar como un fenómeno eminentemente meridional y que él, desde ese lugar de mediación geográfica que es su Romaña, redefine en Amarcord como el verdadero elemento unificador del comportamiento italiano. (p. 30)

No es cierto que Fellini se asilara en Cinecittà para protegerse del mundo y evadir el tratamiento de asuntos conflictivos o temas de actualidad. En tiempos de la industrialización acelerada de la posguerra, Los inútiles y La dolce vita mostraron la otra cara de la cultura de la satisfacción y la abundancia. Luego, en su obra encontramos la reprobación a la censura moral y el puritanismo de la democracia cristiana (Las tentaciones del doctor Antonio); la experimentación de la cultura de la psicodelia (Giulietta de los espíritus, Toby Dammit, Fellini Satyricon); la opinión sobre los años de la contestazione generale, la disgregación de Europa y la difícil gobernabilidad de Italia (Ensayo de orquesta, Y la nave va); el punto de vista sobre el perfil de las mujeres en una sociedad en tránsito, sobre los avances del feminismo y la estéril vanidad del macho italiano (Las noches de Cabiria, Ocho y medio, Giulietta de los espíritus, La ciudad de las mujeres, Casanova); la amarga crítica sobre la sociedad del espectáculo, la neotelevisión y la cultura mediática (La dolce vita, Ginger y Fred, La voz de la luna).

La imagen recurrente del neorrealismo es la del paisaje ruinoso habitado por personajes que se afanan en la supervivencia. Es una figura que atraviesa la obra de Fellini. Sus películas muestran los lugares y las circunstancias que sobrevienen a la catástrofe: el alba que sucede a la bacanal en La dolce vita; las tribulaciones posteriores a la interrupción de la energía creativa (Ocho y medio); las memorias murales del paganismo en Fellini Satyricon; la irrupción del aire contemporáneo que desvanece los más antiguos frescos romanos (Fellini Roma); la representación del duelo ininterrumpido entre el clown Blanco y el Augusto en Los clowns; la imposible seducción de la muñeca mecánica al cabo de una vida de conquistas en Casanova; la travesía sin rumbo de los deudos de la voz hecha cenizas de Edmea Tetua en Y la nave va; la devastación de la iconosfera en Ginger y Fred. Ensayo de orquesta es una alegoría sobre la irrupción de la fuerza del autoritarismo en medio de la compleja gobernabilidad de Italia. Una máquina de demolición destruye el muro de un oratorio del siglo XVIII. Luego de la destrucción se apunta a la posibilidad de la edificación de un nuevo orden, pero asentado sobre la base de una autoridad incuestionable, que no admite heterodoxias ni rebeldías.

Roma es el mejor lugar para esperar el apocalipsis, dice Gore Vidal, sorprendido en una calle de Fellini Roma. Sin embargo, para Fellini, el apocalipsis parece haber llegado ya. Su sombra se perfila en las siluetas de los bárbaros de casacas negras que recorren en motos la noche romana o en el viento agitado de la actualidad capaz de borrar todas las señas de la civilización que prosperó, alguna vez, en un tiempo muy lejano, en ese mismo suelo.

Milan Kundera, citado por Maillart (2014), dijo que las siete películas de sus últimos quince años son testimonios del implacable estado del mundo en el que vivimos. Casanova es la imagen de una sexualidad llevada hasta límites grotescos; Ensayo de orquesta, La ciudad de las mujeres e Y la nave va es el adiós a Europa en un barco que se dirige hacia la nada acompañado por aires de ópera; Ginger y Fred y Entrevista es el gran adiós al cine, al arte moderno y al arte todo; La voz de la luna es la despedida final (pp. 557-558).

Nota final. Este volumen incluye artículos escritos por Rafaela García Sanabria y Federico de Cárdenas, a los que recordamos en su admiración por la obra de Fellini. Esos textos fueron publicados originalmente en la revista La Gran Ilusión, 2, correspondiente al primer semestre de 1994.

REFERENCIAS

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Costantini, C. (2007). Fellini. Les cuento de mí. México D. F.: Sexto Piso; Conaculta.

Deleuze. G. (1987). La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. México D. F.: Paidós.

Fellini, F., y Simenon, G. (1998). Carissimo Simenon. Mon cher Fellini. París: Correspondance Cahiers du Cinéma.

Keel, A., y Strich, Ch. (1978). Fellini por Fellini. Madrid: Fundamentos.

Kezich, T. (2007). Fellini. Barcelona: Tusquets.

Legrand, G. (1979). Cinémanie. París: Stock.

Maillart, O. (2014). Tonino Guerra. En M. Sabourdin (Ed.), Dictionnaire du cinéma italien (pp. 557-558). París: Nouveau Monde éditions.

Micheli, S. (2000). Lo sguardo oltre la norma. Roma: Bulzoni Editore.

Nichols, B. (1997). La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental. Barcelona: Paidós.

Oliveira Jr., L. C. (2013). A mise en scène no cinema: do clássico ao cinema de fluxo. Campinas: Papirus.

Pedraza, P., y López Gandía, J. (1993). Federico Fellini. Barcelona: Cátedra.

Pettigrew, D. (2003). A Fellini lexicon. Nueva York, NY: Harry N. Abrams.

Quintana, Á. (2005). El legado del padre o la vigencia del neorrealismo en la modernidad. En J. E. Monterde (Ed.), En torno al nuevo cine italiano (pp. 13-44). Valencia: Institut Valencià de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay.

Tobin, Y. (2010). Le cirque fellinien. Positif, 587, 101-102.

Federico Fellini: un soñador con los pies en la tierra

Gabriele La Posta

El de Federico Fellini es uno de los nombres más grandes y reconocidos de la cinematografía mundial y en muchos países, pese a las dificultades debidas a la pandemia, no faltan las iniciativas que, a cien años de su nacimiento, celebran su extraordinaria actividad y legado artístico.

El cineasta riminés practicó el oficio del cine de inicio a fin, llegando a él después de un recorrido de ilustrador satírico e historietista, con aspiraciones periodísticas, en ese extraordinario crisol de talentos que, en la Italia de los años treinta y cuarenta, fue la revista satírica Marc’Aurelio1, en la que se hizo conocer y apreciar.

En el mundo del cine fue primero guionista, actor y asistente de dirección, y, cuando por fin decidió ponerse detrás de la cámara, dio vida a un caleidoscopio de imágenes que lo ha convertido en el Maestro por antonomasia de la cinematografía italiana. Y, además, en un ícono mundial del séptimo arte —para usar la célebre definición del cinematógrafo concebida por Ricciotto Canudo—, arte que ha marcado el siglo XX como ninguna otra actividad de la creatividad humana.

Las cinco estatuillas que recibió de la Academia de Los Ángeles no son más que la punta del iceberg de los numerosos éxitos y reconocimientos que Fellini cosechó en el arco de medio siglo de una trayectoria sin par. Sería atrevido intentar en pocas páginas dar una explicación mínimamente aceptable del enorme éxito del que ha gozado, y aún goza, la figura de uno de los personajes clave en la historia del cine. Sin embargo, mirando el fenómeno felliniano con el desapego del tiempo, parece posible hacer algunas reflexiones sobre el alcance de su herencia.

Antes que nada, probablemente hoy Fellini y su cine son más celebrados y mencionados que efectivamente vistos y conocidos por el gran público. Pese a esto, la importancia del riminés sigue sólida, especialmente entre los cinéfilos y los profesionales del cine, muchos de los cuales muestran hacia el Maestro una especie de veneración, casi como si él, en un continuo juego de espejos entre ficción y realidad, entre vida y representación, encarnara el arquetipo del cineasta, de sus dudas y aspiraciones más profundas.

Una presencia tan fuerte se debe sin duda al hecho de que Fellini —mezclando sabiamente superación del realismo, desilusión existencial, dimensión onírica y lirismo de las pequeñas cosas— ha creado un patrimonio de símbolos y narraciones capaces de sedimentarse en la cotidianidad, como lo demuestra la cuña del adjetivo felliniano que se ha consolidado en italiano, así como en otros idiomas, manifestando la amplitud y la profundidad del impacto que ha tenido este autor en el imaginario colectivo. El mismo Fellini era consciente de esto, ya que, con mal disimulado desinterés, afirmó que “volverse famoso es volverse un adjetivo”.

Sabemos que sus obras fueron progresivamente marcadas por el sueño y por la decepción, dos caras de la misma medalla, generadas y reunidas por la depresión y el genio que se alojaban en un hombre siempre ocupado con sus irresolubles contradicciones. Cómo no notar que Federico fue al mismo tiempo perezoso y vital, desilusionado y soñador, donjuán impenitente y marido amoroso, feroz realista y visionario inigualable, provincial empedernido y ciudadano del mundo. Se trata de características antitéticas que se reflejan en una producción artística que dibuja un recorrido constantemente oscilante entre la menuda referencia autobiográfica y el impulso universal de la fantasía.

Un resultado no secundario de esta contradicción estructural e irresoluble se nota también en su relación con el mundo de Hollywood, por él tan amado y de cuyos representantes ha sido ampliamente correspondido en términos de honores y reconocimientos públicos. Sin embargo, paradójicamente, el cine de Fellini —tan pertinazmente autorreferencial e italiano— no podría ser más distinto respecto a la narración hollywoodense potentemente homologante. Capaz de imponerse a todo y a todos, esta nunca logró incorporar a Fellini, quien siempre se quedó fiel a sí mismo, a su burgo, a su inconsciente inquieto y a las fantasías de la provincia italiana que lo han inspirado desde el principio hasta el final de su obra.

Desde luego, en su concepción, el cine era “un itinerario sin saber adónde ir, tal vez sin llegar a ningún lugar”, marcado y guiado por ese caos creativo inconciliable con los tiempos y las exigencias de la industria cinematográfica2. No es casual que haya cultivado tres lugares “míticos”: Rímini, Roma y Cinecittà, es decir, el vínculo ancestral con su tierra, la ciudad fuera del tiempo por antonomasia y los estudios cinematográficos, el lugar ficticio —a la medida de los sueños y deseos del director, que allí se convierte en un verdadero deus ex machina— donde pensaba (y esperaba) poder habitar para siempre.

Es sabido que el set de las películas de Fellini era una especie de gran circo, descrito por muchos protagonistas de esas mismas producciones como un ambiente de trabajo caracterizado por el placer de estar y operar juntos, moviéndose de un lugar al otro como si todos —del director al último figurante— fueran parte de una gran familia, como si la ficción del arte pudiera realizar el ideal de una convivencia feliz y armoniosa entre los seres humanos. Del mismo modo, Fellini demostró siempre un peculiar interés en la exploración de la variedad de la especie humana, por los caracteres, las expresiones, los rostros, hasta las narices, las cejas y las particularidades más excéntricas, exaltadas en los rasgos de las muchas maschere que constelan sus películas. En pocas palabras, una atención meticulosa por las caras inmediatamente expresivas, capaces de capturar al espectador a través de un encuadre más potente que mil palabras. Afloran así, muy evidentemente, los vínculos del director de Rímini con la tradición, toda italiana, de la bottega dell’arte (como praxis de trabajo compartido y creativo) y de la commedia dell’arte (como método de fecunda improvisación y como espectáculo de “máscaras”). Dos pilares de una manera circense y visionaria de trabajar y de mirar el mundo, que hoy llamamos felliniana, que ciertamente ahonda sus raíces en las mejores y más originales formas de creatividad artesanal y artística de la Bota.

Este bagaje ha acompañado al artista en la creación de una poética centrada en la continua y fructífera contradicción entre la fantasía y la realidad, donde esta última es contada a través de artificios y ficciones, pero siempre con gran honestidad. En el fondo, a los ojos de Fellini, el visionario es el verdadero realista, ya que para él la auténtica realidad de la existencia es lo que la imaginación produce. Una verdad esencial que el director presentaba a millones de espectadores, hasta exhibiendo sus fantasías y angustias más profundas. En ese sentido, Fellini es el fabulador que quiere sorprender, pero sin esconder la realidad de las cosas; se podría decir que él ha contado sueños, pero que lo ha hecho para capturar mejor la esencia de la realidad.

Este aspecto se manifiesta en toda su producción, pero de manera aún más sorprendente en La dolce vita (1960), la obra que le valió la consagración definitiva. Con maestría y potencia iconográfica inigualadas, la película pinta un retrato de la capital placentera en la época del milagro económico desnudando la otra cara del enriquecimiento: la deriva de una sociedad antropológicamente en transformación, cada vez más permeada por valores frágiles y ambiciones fútiles. El filme captura un aspecto en ese entonces difícil de leer y que sería explorado solo en las décadas siguientes. A contraluz, el director analizaba los cambios provocados por el impacto conjunto del consumismo, de la publicidad televisiva y de la cada vez más común vulgaridad, fenómenos nuevos que abrían el camino a ese sentimiento de decadencia3 (de la vida comunitaria, del país y de la sociedad humana en general) que acompañaría al hombre Fellini por el resto de su vida.

Más allá de estos importantes aspectos, probablemente menos percibidos por el espectador común y corriente, la película fue un éxito (sellado con la Palma de Oro en el Festival de Cannes) y un verdadero fenómeno de costumbre, volviéndose de manera indeleble el símbolo mundial del estilo de vida italiano. En tal sentido, la promoción cultural de Italia es doblemente deudora al Maestro riminés, no solo por haber descrito la italianidad —de la miseria decadente al toque de genio— en la complejidad de sus caracteres y de sus tipos humanos, sino también por haber entregado al imaginario contemporáneo un rasgo distintivo, la dolce vita, el cual resume en la fuerza de una breve frase el espíritu de un pueblo y de su civilización, moderna y plurimilenaria, evocando para todos y de forma inmediata una manera única, inclusiva y universalmente apreciada de ser y de estar en el mundo.