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Federico Fellini: del neorrealismo residual a la modernidad fulgurante

Isaac León Frías

A la memoria, siempre viva, de Fico de Cárdenas, un felliniano de fuste.

La obra de Federico Fellini, siendo personalísima y, después de La dolce vita (1960), casi cerrada sobre sí misma, no deja de tener vínculos con algunas de las tendencias estéticas prominentes durante el período en que se desarrolló. Básicamente, con el neorrealismo, en cuyo seno el joven realizador surge como hombre de cine, y luego con esa amplia franja de la modernidad fílmica. Los suyos no forman un conjunto de filmes desprendido de la corriente de la Historia, y menos de la historia del cine, como tampoco ningún otro. Y en su caso se enlazan dos de esas etapas que han marcado el desarrollo del arte cinematográfico después de la Segunda Guerra Mundial y que siguen siendo materia de estudio, debates e interrogantes.

1. FELLINI Y EL NEORREALISMO

Fellini guionista y la impronta neorrealista

Aunque su contacto profesional con el cine empieza en 1942 como guionista, el veredicto de la historia del cine lo instala en 1945 como colaborador en el guion de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta) y en 1946 como guionista de Paisà, las dos películas de Roberto Rossellini que dan inicio al movimiento neorrealista de tanta repercusión en el curso de la evolución artística y social del cine. Un dato curioso es el que consigna a Fellini como el coguionista, al lado de Aldo Fabrizi, de L’ultima carrozzella (1943) de Mario Mattoli, que tuvo como protagonistas al mismo Fabrizi y a Anna Magnani, quienes se reunirán nuevamente en Roma, ciudad abierta. Luego es el argumentista y coprotagonista, junto a Magnani, del episodio Il miracolo en el largo en dos episodios de Roberto Rossellini, L’amore (1948), y colaborador del guion en Francisco, heraldo de Dios (Francesco, giullare di Dio, 1950). A la vista de esos títulos diríamos que se trata de la etapa rosselliniana de la carrera de Fellini.

Pero su contacto con el neorrealismo de esos años no se agota en sus colaboraciones con Rossellini, pues es, asimismo, el guionista de tres películas de Alberto Lattuada (Il delitto di Giovanni Episcopo, 1947; Senza pietà, 1948; e Il mulino del Po, 1949) y otras tres de Pietro Germi (In nome della legge, 1949; Il cammino della speranza, 1950; y La città si defende, 1951) en producciones de la Lux Films.

Se imponen algunas precisiones. En primer lugar, en tres de las películas preneorrealistas con guion de Fellini y protagonizadas por Aldo Fabrizi (Avanti c’è posto y Campo de’ fiori, ambas de Mario Bonnard y de 1943; y L’ultima carrozzella), hay una clara recuperación de un cierto realismo costumbrista y ambiental, y una ligazón con lo popular por la raigambre de los personajes, lo que de algún modo anticipa el neorrealismo, aunque se puede afirmar que eso también estaba presente en otras comedias italianas de los años treinta (de Mario Camerini, en primer lugar; de Raffaello Matarazzo o de Mario Mattoli) o de los primeros años cuarenta, donde tanto los personajes como los ambientes remiten a ámbitos sociales que se desligan de esa vieja generalidad del “cine de los teléfonos blancos” con que ha sido estereotipada la comedia italiana de esos tiempos. En palabras de Brunetta (2008), “Camerini explora los espacios urbanos, las periferias, pero también estudia la geografía de los pequeños deseos colectivos” (p. 84). También lo hacen el Matarazzo de Treno popolare (1933), el Guido Brignone de Passaporto rosso (1935) o el Carlo Campogalliani de Montevergine (1939), entre otros. Un dato interesante: nada menos que Cesare Zavattini, tan identificado con la estética neorrealista, fue el coautor del argumento y el guion de Darò un milione (1935), una de las mejores películas de Camerini y que tuvo a Vittorio De Sica como protagonista.

Luego, y dicho en rigor, no hay un “programa neorrealista” en la obra de Rossellini. En él, el neorrealismo es más una consecuencia que una toma de partido previo, y se puede advertir ya en el estilo de sus primeras películas anteriores a 1945, que son La nave bianca (1941), Un pilota ritorna (1942) y L’uomo dalla croce (1943), su primera “trilogía de la guerra”, en la que, a contravía del nacionalismo fascista de la propuesta de exaltación de marinos, aviadores y soldados (en la tercera, más bien los capellanes militares, un anticipo del episodio de los capellanes de Paisà), Rossellini muestra el lado humano de los participantes y víctimas de la contienda, así como las condiciones de la dureza de la guerra, adelantando ya las raíces de un estilo que encontrará su temple mayor a partir de Roma, ciudad abierta.

Tanto así no hubo un programa definido en la obra de Rossellini que, después de esas películas realizadas entre Roma, ciudad abierta y Francisco, heraldo de Dios, el director hace un giro en Stromboli (1950), ya en parte anticipado en L’amore (1948), hacia un neorrealismo interior, hacia una mirada que tiene en el centro de la representación a los personajes femeninos interpretados por Ingrid Bergman (Stromboli; Giovanna d’Arco al rogo, 1954; Europa 51, 1952; Angst, 1954; y Viaggio in Italia, 1954), aunque con una constante presencia de los escenarios naturales, especialmente en S tromboli y Viaggio in Italia. La excepción es Giovanna..., filmada íntegramente en estudio y la más experimental de las películas de Rossellini. Es verdad que ya en ese entonces (La macchina ammazzacattivi, 1952; Dov’è la libertá…?, 1954) o posteriormente (Era notte a Roma, 1960; Il generale Della Rovere, 1959) retoma las fuentes neorrealistas más o menos “ortodoxas”, pero eso también es un indicador de que escogía sus historias sin atenerse al seguimiento de una fórmula o de un programa, hasta que dio el paso a la televisión. Recién en la televisión se puede hablar del diseño de un programa en la obra de Rossellini, parcialmente anticipado en su documental India (1959), del que había hecho tanto una versión en capítulos para la televisión como un largo para el cine1.

De cualquier manera, no cabe duda de que en esas películas de Rossellini del período de 1945 a 1950 hay una opción por la situación grupal o colectiva antes que por la individual, lo que ya se advertía, incluso, en sus tres primeros largos. En eso se diferencian de las películas de Vittorio De Sica, en las que se individualiza para desde allí aludir a la dimensión social o colectiva: El lustrabotas (Sciuscià, 1946), Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), Umberto D. (1952), El techo (Il tetto, 1956) y parcialmente en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), que, además, instala una dimensión mágica.

Por otra parte, es discutible la pertenencia al movimiento neorrealista de las tres películas de Germi guionizadas por Fellini y más aún las de Lattuada. La más neorrealista de Germi es Il cammino della speranza, en torno al desplazamiento accidentado de un grupo de mineros sicilianos con dirección a Francia. In nome della legge es una historia de denuncia de la corrupción política y de la mafia en un pueblo siciliano y La città si defende cuenta el fracasado robo de un grupo de ladrones improvisados. Aunque el contexto social de estas películas está dominado por el realismo escenográfico, incluso en las filmaciones de estudio, y los tipos humanos tienen en ellas ese mismo cariz, Pietro Germi activa relatos de sonoridades criminales tanto en In nome della legge como en La città si defende. Es decir, se inclina narrativamente por la activación del género y, por tanto, por las ondulaciones dramáticas de intrigas criminales. No existe el neorrealismo “puro” en ningún caso, pero el perfil de esas dos últimas películas de Germi hace que las podamos considerar solo medianamente neorrealistas2.

Por su parte, el cine de Lattuada se inclinó desde temprano a favor de las adaptaciones de novelas (Gabrielle D’Annunzio en Il delitto di Giovanni Episcopo, Riccardo Bacchelli en Il mulino del Po) y solo Senza pietà tiene, entre las tres, una ubicación contemporánea en el período de la posguerra, pues las otras dos se ambientan en el pasado. Por cierto, es esta última la que presenta un lado neorrealista que las otras no poseen, aunque, como en el caso de Germi, Lattuada se inclina hacia el relato de género.

Con lo dicho, además de abonar a la idea de un neorrealismo difuso ya desde sus primeros años, quiero indicar que Fellini, a diferencia, por ejemplo, del Cesare Zavattini, guionista de las películas de Vittorio De Sica, no se adhería plenamente a elaborar historias necesariamente de acuerdo con los cánones de un neorrealismo, digamos, ortodoxo que, por otra parte, hay que insistir en que nunca o casi nunca lo fue ni contó con reglas fijas. El mismo Zavattini escribió en esos años el guion del péplum Fabiola (1949), de Alessandro Blasetti, y también el de algunas películas de Alberto Lattuada, quien, dicho sea de paso, no se limitó a adaptar novelas en el desarrollo de su obra fílmica, sino que fue, asimismo, uno de los artífices de la commedia all’italiana.

Señalo todo lo anterior no solo para dar cuenta de los antecedentes de Fellini antes de acceder a la dirección, sino especialmente para deslindar en lo posible sus conexiones con la estética neorrealista en esa primera etapa. Las hubo, evidentemente, pero dentro de una práctica de guionista interesado en elaborar historias que tuviesen relieve dramático y que, en mayor o menor medida, siguiesen las rutas de modelos narrativos con un dramatismo in crescendo, con tensiones y conflictos. Este dramatismo in crescendo también estuvo, y muy firme, en las películas neorrealistas de Vittorio De Sica, pero sin esos matices de obras de género como las que pergeñó Pietro Germi en sus inicios.

Cuando Fellini aborda la realización, codirigiendo con Lattuada la película Mujeres y luces (1950) y haciendo luego ya por cuenta propia El jeque blanco (1952), Los inútiles (1953) y el episodio Agencia matrimonial del largo Amor en la ciudad (1953)3, se va decantando un universo propio que no tiene prácticamente nada en común con los guiones que había escrito para otros, a diferencia, por ejemplo, de los que hizo Pier Paolo Pasolini antes de acceder a la realización y que claramente prefiguran la obra fílmica de quien ya era el autor de una obra narrativa. Esto no sucedió con Fellini antes de Mujeres y luces, pues no se anticipa su universo personal en los guiones que elaboró junto con otros para Rossellini, Germi o Lattuada, salvo parcialmente en el episodio de los curas de Paisà, en L’amore y en Francisco, heraldo de Dios, las tres de Rossellini4.

Las películas de los años cincuenta

En sus primeras películas propias, Fellini es el autor del argumento y también guionista, pero no el único, pues como ha sido común en la tradición del cine italiano, en mayor medida que en otras cinematografías, el trabajo del guion se hace en equipo y, por tanto, se mantiene esa labor grupal en la que Fellini se había iniciado. Desde Mujeres y luces hasta Giulietta de los espíritus (1965), Ennio Flaiano y Tullio Pinelli estuvieron en el equipo, con frecuencia en un triunvirato con Fellini. Es claro que desde esas primeras películas se va diseñando un haz de motivos temáticos y también visuales diferenciados.

Uno de ellos, muy prominente, es el de los espacios de la representación escénica, del teatro, la magia, el circo, el cine, la fiesta vista como espectáculo. Mujeres y luces incorpora el espacio del teatro de variedades y del cabaret; El jeque blanco, el universo de la fotonovela y la realización fotográfica de los cuadros fotonovelísticos, como si fuese el rodaje de una película, en la playa de Ostia. Los inútiles presenta escenas prominentes de la fiesta de Miss Sirena, el baile del carnaval, el teatro, la boda de Fausto y Sandra, incluso la escena en el cine. Más adelante, en La calle (1954), el circo ambulante y los actos circenses. El night club, por primera vez en su filmografía, y la fiesta de fin de año —la fiesta/infierno, como la llama Carlos Colón (1989, p. 186)— en El cuentero (1955). Y en Las noches de Cabiria (1957), la escena en el teatro de variedades con el acto de magia que tiene a la protagonista de inesperada “estrella”; el paseo de las meretrices en la Via Veneto, como si fuera una pasarela callejera; la escena del milagro que antecede a la que se verá en La dolce vita… Es decir, todo un arsenal de figuraciones que remiten al motivo del espectáculo y de allí a la ilusión, la fantasía.

Es la ilusión lo que anima a los seres que protagonizan las primeras incursiones fílmicas de Fellini, incluyendo, por cierto, aunque muy poco en algunos de ellos, a los amigos provincianos de Los inútiles. Igualmente es la ilusión lo que encandila a las víctimas de los estafadores de El cuentero, más adelante a la cándida Gelsomina de La calle y a la no menos cándida prostituta que da el título a Las noches de Cabiria. Esas ilusiones que anidan en los pequeños pueblos o en los espacios marginales citadinos o en los caminos, ya no devastados, pero sí desprendidos de cualquier connotación gozosa. En el Fellini de esa etapa, la afirmación festiva o eufórica cede al peso de la melancolía y del fracaso, y eso está muy inscrito en las figuraciones de los lugares y la geografía interna de los encuadres5.

Otro, asociado al anterior, es el carácter de simuladores que poseen buena parte de los personajes, todos los que se desempeñan como intérpretes, desde luego, pero también los soñadores de Los inútiles, muy a su pesar la propia Cabiria, y de manera más clara Oscar, el hombre que la engaña al final. También los timadores de El cuentero, que se disfrazan para acometer sus tropelías. El motivo de la simulación y el disfraz va a ser fundamental en la segunda etapa de la filmografía de Fellini, donde todo prácticamente es simulación, incluyendo las supuestas versiones autobiográficas que se le han atribuido a propósito de Ocho y medio (1963), Fellini Roma (1972) y Amarcord (1973).

¿Qué queda del neorrealismo en las películas de Fellini de los años cincuenta antes de La dolce vita? Por lo pronto, la preferencia por los exteriores y por la condición marginal o relativamente marginal de los seres que habitan en ese universo. No son desempleados en su mayor parte, pero sí relativamente marginales como los actores de Mujeres y luces, la recién casada de El jeque blanco, los pueblerinos de Los inútiles, Gelsomina, Zampanò y el Loco de La calle, los timadores disfrazados de clérigos de El cuentero, Cabiria… Pero esa marginalidad, sin dejar de ser un dato que alude a una condición social, a Fellini le importa más como reveladora de personalidades peculiares, específicas o excéntricas, e interpretadas, además, por actores reconocidos como su esposa Giulietta Masina, como los norteamericanos Broderick Crawford o Richard Basehart, o el mexicano-norteamericano Anthony Quinn. Los marginales de Fellini tienen muy poco en común con el obrero de Ladrones de bicicletas o el jubilado a punto de ser echado de la habitación en la que vive de Umberto D.

Fellini observa un recorrido vital como una experiencia única y diferenciada, y no como una peripecia representativa de una situación social, aunque los datos de esa situación social formen, inevitablemente, parte de los personajes y del contexto en el que viven.

Ya en Amor en la ciudad, el filme de episodios que concibió Cesare Zavattini, se patentiza la opción de Fellini. El episodio Agencia matrimonial se aparta del tono documental que se le asigna a los otros episodios, aun cuando tanto Antonioni en Intento de suicidio como Lattuada en Los italianos se dan vuelta apelan a los actores profesionales y aportan toques personales, como el uso de un estudio televisivo y el lado interpretativo de las mujeres que han intentado suicidarse en el episodio de Antonioni, o el toque erotómano de Lattuada en los ojos de quienes vuelven la cabeza para mirar traseros femeninos. En Fellini, en cambio, no hay tono documental stricto sensu y la ficción es explícita desde el inicio, en ese largo recorrido de pasillos, en travellings inusualmente extensos en la filmografía de Fellini, que llevan a la oficina de la agencia matrimonial y que parecen el ingreso a un submundo fantástico. Aquí, pese al engañoso aire documental inicial, la estilización se impone de manera ostensible.

Agencia matrimonial no es la crónica de hechos que se le atribuía al proyecto de Amor en la ciudad en su conjunto. El esquema de crónica dramatizada era uno de los rasgos propios de la estética neorrealista, al menos en la propuesta teórica de Zavattini, y ella se puede reconocer en las producciones más características y de manera especial en Ladrones de bicicletas, casi la quintaesencia de esa estética. Pero Mujeres y luces y las obras subsiguientes no tienen ese carácter de crónicas, sino que van delineando todavía a grandes rasgos el carácter más bien episódico que la obra de Fellini tendrá a partir de La dolce vita.

Por otra parte, se puede decir que durante el período neorrealista no importaba tanto el director como el relato o la representación realista. En alguna medida, el director se “encubría” detrás del relato, se imponía la representación sobre el autor, manteniendo en ese punto la tradición del relato clásico en el cine norteamericano y en otros, una tradición de la que no se va a desprender la estética neorrealista, aunque la modifique parcialmente. Eso no va a ocurrir con las películas de Fellini, quien desde Mujeres y luces hace presente, aunque aún en un esbozo inicial, su universo personal. Ningún director del cine italiano alcanzará ese grado de reconocimiento tanto iconográfico como sonoro, pues ninguno diseñará un universo visual tan peculiar y llamativo ni tendrá un músico tan identificado con las imágenes de sus películas como lo fue Nino Rota en la obra de Fellini.

Es verdad que Luchino Visconti le seguirá los pasos en un proceso que tiene puntos de contacto con Fellini, pues evoluciona del neorrealismo de La terra trema en 1948 (anunciado ya en Ossessione, 1943) y, más aún, en el episodio que dirigió en Giorni di gloria (1945), al despliegue operático y espectacular de Livia (Senso, 1954). El neorrealismo de Visconti se debilita en Bellissima (1951) y es recuperado parcialmente en Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960), a su manera una continuación en clave melodramática de La terra trema, pero luego se desprende prácticamente del todo en la evolución de su estética personal, tal como se aprecia en el episodio Il lavoro (de Boccaccio 70, 1962), en El gatopardo (Il gattopardo, 1963), en Sandra (Vaghe stelle dell’Orsa, 1965), en Los malditos (La caduta degli dei, 1969), en Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), en La pasión de un rey (Ludwig, 1973) y en las otras películas que completan su filmografía. Con todo, y con la acentuación de un estilo elegante y distinguido, aun en su dimensión escoriada y decadentista, el cine de Visconti no alcanza, ni lo intenta tampoco, esa prodigalidad audiovisual que caracteriza al autor de La calle.

Fellini se va afirmando desde Mujeres y luces como el artífice de un universo propio, incluso desde esa película que, aun codirigida con el ya experimentado Lattuada, posee componentes temáticos y visuales mucho más afines con los que veremos en sus filmes posteriores que los que se exponen en la obra de Lattuada, aunque la planificación algo más conservadora y el tono narrativo puedan atribuirse a la mano de este último.

Más aún, en el marco del cine italiano de esos años, la autoría de Fellini es más ostensible, más notoria, más “pública”, si queremos decirlo así, que la de sus principales colegas, Rossellini, De Sica o Antonioni, también autores, y en el caso de Antonioni, con estilemas muy marcados, pero de obras que no tienen ni mucho menos ese lado de portal o de vitrina llamativos que ofrecen las imágenes fellinianas. Naturalmente, en ese terreno nadie le ganará, pues la evolución posterior de su obra no hace otra cosa que poner mucho más en evidencia esa dimensión. Véase, por ejemplo, Las tentaciones del doctor Antonio, su episodio en Boccaccio 70, y compárese con los que dirigieron Visconti y De Sica. Visconti, en la plenitud de un estilo refinado, y De Sica con reminiscencias neorrealistas, que reaparecen más tarde en Matrimonio a la italiana (Matrimonio all’italiana, 1964) y en Ayer, hoy y mañana (Ieri, oggi, domani, 1963). El de Fellini rompe cualquier atadura realista e impone una “subjetivización representativa”, patética y farsesca, inusual en el cine italiano hasta ese entonces. El panel publicitario que se anima con la modelo representada por Anita Ekberg es, por otra parte, casi una metáfora o, mejor, una hipérbole de la obra del autor6.

2. FELLINI Y LA MODERNIDAD

Las rupturas

La dolce vita es el punto de inflexión, el eslabón entre la etapa de los años cincuenta, la mal llamada etapa neorrealista, con la que luego irrumpe con Las tentaciones del doctor Antonio, de Boccaccio 70, y de manera más radical con Ocho y medio. Las tentaciones del doctor Antonio, primera película en color del autor, aprovecha las tonalidades cromáticas para visualizar de forma más efectiva el ejercicio de grotesco mamario que allí se desarrolla a la vista del censor Peppino de Filippo y una Anita Ekberg que ya venía de mostrar sus opulencias en La dolce vita y que prefigura algunas de las más recordadas anatomías femeninas posteriores, como la Saraghina de Ocho y medio o la tabacalera de Amarcord, pero también a la opulenta Sandra Milo de Ocho y medio y de Giulietta de los espíritus, o a la Gradisca que compone Magali Noël en Amarcord. A Fellini le faltó incorporar en su galería femenina a Sofía Loren, que bien hubiese podido sumarse a ese universo de fijaciones mamarias y fantasías nutricias, como las que activa la sueca Anita Ekberg en Las tentaciones del doctor Antonio, poniendo de manifiesto, además, que las abundancias corporales mediterráneas no excluían las provenientes de otras latitudes.

La dolce vita es la primera película de Fellini filmada íntegramente en los estudios de Cinecittà, de los que no se va a apartar desde entonces, casi como un modo de afirmarse en los postulados no realistas y, más bien, rotundamente apegados a lo artificial que se impondrán luego de esta película. Incluso, en un alarde de temeridad escenográfica, el realizador reconstruyó los exteriores de los cafés y restaurantes de la Via Veneto en Cinecittà. Desde ya, esta es una clara señal de que Fellini abandona los escenarios naturales al aire libre que antes mostraba en sus imágenes, aunque lo hacía con la expresividad visual que la iluminación y el relieve de algunos les proporcionaban para destacar, entre otras cosas, los amaneceres o atardeceres tan significativos como puntos encontrados (o desencontrados) de la ilusión y la desilusión.

Por su parte, el protagonista, Marcello Rubini (Marcello Mastroianni), un periodista de páginas sociales, no tiene la definición psicológica de los personajes de los relatos previos, apegados a una caracterización derivada del modelo de guion clásico, con todas las particularidades del tratamiento propio del realizador. Marcello es un observador, un “paseante” y también un visitante de esa Roma disipada y nocturna, de fiestas y night clubs. Se suspenden las relaciones de causalidad entre una escena y otra, y el relato se arma en trece grandes escenas sin que ninguna de ellas llegue a esos clímax narrativos o momentos fuertes que todavía se advierten en La calle o en Las noches de Cabiria. Aquí los clímax, que pueden corresponder a momentos íntimos o a otros festivos y grupales, tienen un significado más emotivo, con ecos en una interioridad que los recibe, la de Marcello, sin que eso se haga notar.

Aun cuando Marcello es el protagonista, su “tarea” al interior del relato es la de un conductor y acumulador silencioso de los estímulos que va incorporando a través de los diversos estadios que se atraviesan, sin que ello se manifieste en ningún momento y sin que, por otro lado, se active el mecanismo de la voice-over, pues no hay narración oral en primera persona (ni en tercera, tampoco). Al lado de Marcello se va desplegando un volumen amplio de breves segundos roles, así como de acompañantes, muy escuetamente tipificados y sin una entidad dramática que les permita un desempeño, más allá de su figuración como piezas de esa suerte de desfile casi continuo que discurre en el filme. Eso, que ya venía anticipado por el lado colectivo de algunas cintas previas de Fellini, es aquí uno de los rasgos más pronunciados, y seguirá así en varias obras posteriores.

Ocho y medio es el relato de la crisis creativa de un cineasta, Guido Anselmi (otra vez, Mastroianni), en el proceso de preproducción de un filme. El relato orquestado en las imágenes recompone ese proceso desde la perspectiva de Guido, en una sucesión de escenas que transitan de la dimensión onírica, muy notoria en la escena inicial en el túnel desde el que saldrá volando Guido, a la aparente “realidad exterior” y luego nuevamente al recuerdo, al sueño o a la fantasía del protagonista. A través de ese mix narrativo, que no es precisamente un collage, Fellini instala el cambio del paradigma en su obra. A partir de Ocho y medio es otra temporalidad la que se instala, una temporalidad libre que, en su caso, es una de las claves para crear el efecto de “desorden” creativo que suscita el paso de una escena a otra.

Otros cineastas de la modernidad minan de otros modos la temporalidad clásica. Lo hacen Alain Resnais y los escritores-cineastas del nouveau roman francés Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet. Lo hace el Buñuel postsurrealista de Bella de día (Belle de jour, 1967) y sus filmes siguientes. Lo hace también el Welles de El proceso (The Trial, 1962). Eso, no obstante, no significa que Fellini lo convierta en un método que se aplica de manera parecida en sus películas siguientes. Sí, en Giulietta de los espíritus y en La ciudad de las mujeres (1980), que se internan en un magma temporal, pero no exactamente de la misma forma en que lo hace en Ocho y medio. Es así como se instalan universos imaginarios donde los saltos del pasado al presente son tan libres como en Fellini Roma o donde sencillamente no hay alteraciones temporales como en Amarcord, que sigue el curso de un año, o Casanova (1976), que avanza cronológicamente en un período de varios años. En conjunto, sobresalen en esta segunda gran etapa de su obra las películas en continuidad temporal, a veces un tanto amorfa, como en el Fellini Satyricon (1969) o en Casanova, dentro de la tónica fuertemente estilizada y antinaturalista que los relatos tienen, aun en los casos que bordean los linderos documentales, como Los clowns (1970) y por ratos Fellini Roma.

Ocho y medio no es, entonces, el “discurso del método” y las cintas posteriores no son en absoluto simplemente derivativas, sino obras inspiradas y renovadas, salvo parcialmente Giulietta de los espíritus y La ciudad de las mujeres, que son las que más se aproximan a la metodología de Ocho y medio. En todo caso, Fellini no quiso repetirse y trató de renovarse en cada una de sus propuestas.

Otro dato significativo es la casi exclusión del referente de la contemporaneidad inmediata en sus películas, después de Ocho y medio. O están ubicadas en un pasado mítico (Fellini Satyricon, Amarcord, Casanova, Y la nave va, parcialmente Fellini Roma) o es un presente irrelevante como tal (Los clowns, más bien una apelación a la nostalgia; Ginger y Fred, 1985; Entrevista, 1987; y La voz de la luna, 1990). Es siempre la construcción de un universo cerrado en sí mismo, temporal y espacialmente, muy propia del arte barroco.

Dicho lo anterior, cabe precisar que esa (casi, reitero) exclusión de los referentes contemporáneos no significa que en esas películas no se puedan encontrar alusiones a motivos polémicos presentes en la Italia, la Europa y el Occidente de esos años: las rupturas artísticas en Ocho y medio (extendidas en su obra posterior) y el cuestionamiento de los decretos estéticos en una Italia superideologizada; la ostentación de las apariencias, de la moda, de los diseños de interiores, de la magnificación del color en Giulietta de los espíritus, La ciudad de las mujeres, Fellini Roma…; la rebelión femenina —por contradictoria que sea— en La ciudad de las mujeres; la hegemonía de la neotelevisión y del peso político y mediático de Silvio Berlusconi en Ginger y Fred y La voz de la luna. Hay un filo fuertemente anárquico en las representaciones fellinianas: el poder está en cuestión en Fellini Satyricon, en Casanova, en La ciudad de las mujeres, también, parcialmente, en Amarcord y de forma total (por metafórico que sea) en Ensayo de orquesta (1978). Como lo está, asimismo, con todos los matices alusivos al universo televisivo, en Ginger y Fred y La voz de la luna. La Iglesia no se libra de esa mirada aguda: los desfiles de modas eclesiásticos de Fellini Roma apuntan a una jerarquía que se oculta, como tantos seres y grupos humanos en el universo de Fellini, en el disfraz pomposo y afectado. Ese que comparten los representantes del fascismo en Amarcord, de la nobleza palaciega en Casanova o de la burguesía acomodada de Y la nave va (1983).

El predominio de la troupe

En Ocho y medio, Guido es el centro del relato, Giulietta en la siguiente, Snàporaz en La ciudad de las mujeres, Casanova en la película que lleva ese título, los bailarines de Ginger y Fred, igualmente. El propio Fellini, aunque de un modo inusual, es el protagonista de Entrevista. Pero en Fellini Satyricon, Los clowns, Fellini Roma, Amarcord, Ensayo de orquesta e Y la nave va, no existe un personaje central, aunque eventualmente pueda haber alguno que por ratos adquiera un cierto relieve. Sin embargo, en las mismas Ocho y medio, Giulietta de los espíritus, La ciudad de las mujeres, Casanova y Ginger y Fred, el protagonismo tiene su contrapeso en la coralidad del entorno, por lo que no son ajenas en absoluto a esa constante que marca poderosamente la segunda amplia etapa de la obra del director italiano.

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