Kitabı oku: «La reconciliación del Derecho con la razón y las emociones», sayfa 2
La importancia de la libertad en Kant es indudable, a punto que Verdross le atribuye el carácter de “fundador de una nueva metafísica de la libertad”28. Específicamente en relación al mundo jurídico, puede afirmarse con Guido Fassó que el “Ideal del derecho, o sea esta idea de justicia, es sin duda para Kant la libertad”29. Cuando el filósofo prusiano habla de los derechos naturales subjetivos los reduce a uno solo, precisamente a la libertad, y textualmente señala: “la libertad es el único derecho originario que corresponde a cada hombre como elemento integrante de la humanidad”30.
En el campo social y político, se manifiesta en Kant la influencia de Rousseau, a quien con admiración llama “el Newton del mundo social”. Kant parte de un estado de naturaleza en el que existe una situación de juridicidad precaria, regulada por el llamado “derecho privado” o derecho natural. La situación de plena juridicidad se logra con la constitución de la sociedad civil y la aparición del “derecho adquirido”, en la que los derechos subjetivos individuales alcanzan su aseguramiento y consolidación. Ese “derecho adquirido” se divide en privado y público: el primero refiere a la posesión de bienes externos y actos jurídicos vinculados a los mismos, mientras que el segundo coincide con la ley generada en la voluntad colectiva que se ha configurado por la cesión de la libertad de todos los miembros del pueblo al formalizar el contrato primitivo con el que se ha constituido el estado de derecho. En esa sociedad lo suyo de cada uno está “determinado por la ley y adjudicado por un poder suficiente, que no es el del individuo, sino un poder exterior”31. Respecto de la ley y el poder soberano solo cabe obediencia incondicional, sin cuestionamientos ni resistencia alguna, e incluso la ley penal se considera “un imperativo categórico”.
Recapitulando la teoría kantiana en torno al papel de la razón y la voluntad, nos parece que cabe distinguir el terreno moral del jurídico. Es que en el ámbito moral la razón práctica pura y su imperativo categórico busca determinar la voluntad, de modo que en el ejercicio de la libertad se cumplan los deberes por los deberes mismos sin apelar a ningún otro móvil. Como lo vimos, en el plano moral la “forma” se torna lo decisivo y no importa la “materia” de los comportamientos voluntarios, pero en el terreno jurídico pareciera que la “forma” se debilita o pierde decisividad atento a que la heteronomía de la ley y su respectivo contenido, definido por la voluntad colectiva, termina imponiéndose o separándose de la razón y voluntad individual. Mientras que en la moral kantiana sobra razón práctica pura, en el derecho y en la política kantiana sobra voluntad pura y falta razón práctica.
4. EL VOLUNTARISMO DIVINO (OCKHAM Y LUTERO)
Como ocurre en casi todos los problemas filosóficos, es probable encontrar entre los primeros filósofos antecedentes o insinuaciones de aquellas propuestas que moderna o contemporáneamente se han formulado o explicitado. A la hora de buscar antecedentes del voluntarismo teológico, sin duda que adquiere relevancia la figura del franciscano escocés Juan Duns Escoto (1270-1308), quien defenderá no solo la tesis del poder divino absoluto sin orden alguno que lo restrinja, sino también la prioridad de la voluntad sobre el intelecto (voluntas imperat intellectui). Pero detengámonos en otro franciscano: Guillermo de Ockham (1290-1349), quien, además de publicista, supo estar junto al Emperador Luis de Baviera y en lucha contra el Papa Juan XXII. Ockham logra fundar el “nominalismo” que rompe con la metafísica clásica y cualquier orden en la realidad, pero lo que nos interesa destacar es su voluntarismo inequívoco, en tanto sostuvo que el bien y el mal se definían por la voluntad de Dios, sin ningún control desde la razón humana, dado la infalibilidad de este. La existencia de Dios no se puede demostrar con la razón, pues solo puede ser objeto de la fe. Admite el venerabilis inceptor que Dios podría ordenar a que lo odie, y en tal caso, correspondía moralmente el odio al mismo. Pero Ockham no solo diluye a la moral humana en el voluntarismo divino, sino que antes —o en simultáneo— fractura el orden de la realidad, la que queda constituida solo en entes singulares e indivisibles. Desde esa definición cargada de nominalismo, queda muerta la metafísica ya sin orden y esencias accesibles a la razón, y también —tras las enseñanzas de Escoto— se pierde toda posibilidad de analogías en las cosas. Los conceptos no resultan de la razón, sino que aparecen en el entendimiento por obra directa de los objetos. El voluntarismo divino significa que todos los conceptos axiológicos son definidos solo por Dios, de manera que nada impide que imponga como bueno al robo o al adulterio, por eso su categórica conclusión: “Todo derecho natural se halla contenido explícita o implícitamente en la Sagrada Escritura”32, pues no importa el contenido de la ley, dado que lo decisivo es que el legislador sea bueno. En la naturaleza humana nada podemos leer de relevancia ética, más aún, ella contiene cierta disposición a la lucha y discordia, por lo que se torna necesario el poder político coactivo. En definitiva, con Ockham se confirma “abiertamente la antinomia del Derecho natural entre razón y voluntad, entre orden ideal y decisión concreta”33.
Los escritos de Martín Lutero se inscriben principalmente en el campo teológico, sin embargo, necesariamente hay proyecciones o implicaciones en el terreno más estrictamente filosófico, amén de la incidencia de sus tesis en el terreno político. En líneas generales, el voluntarismo teológico que vimos en Ockham es asumido por Lutero. Se condena la razón y la filosofía, y el camino que le queda al hombre es el de la fe. Una propuesta distintiva del reformador será que el camino de la salvación coincide con el de la fe en Jesucristo, y prescinde totalmente de las obras. Hay una concepción pesimista de la naturaleza humana, en tanto ella ha quedado corrompida por el pecado original, sin que —conforme al catolicismo— la muerte de Cristo la haya reparado. Para hacer el bien no se necesita de la voluntad humana, sino la gracia divina, por ende, rige un cierto determinismo divino que neutraliza cualquier pretensión de libertad. Sintéticamente: la razón y la voluntad en el campo moral quedan absorbidas por la voluntad divina, quien se propone ajustarse al bien, debe confiarse en la palabra revelada y rechazar la tentación de la razón.
Concluyamos: el voluntarismo teológico implica un rechazo a la razón y a sus posibilidades para conocer el bien y sus exigencias. La alternativa que le queda a la moral es confiar dogmáticamente en lo que prescribe Dios, sin atreverse a dudar en base a nuestra razón de esos mandatos divinos. La voluntad de Dios absorbe o anula la razón moral, con lo cual ella sufre otro golpe mortal desde lo alto y desde afuera del hombre. La proyección de esa tesis al campo jurídico es evidente, pues ya no cabe impugnaciones a los mandatos del soberano en nombre de valores que solo define Dios y no los hombres. Una religión civil o una teocracia es la culminación perfecta en aval de un positivismo jurídico particular o teológico que solo admite una respuesta de aceptación dogmática por parte de los ciudadanos. Ese voluntarismo divino implica otro golpe a la razón, con la respectiva moraleja de desconfianza en sus posibilidades de dirigir la conducta humana.
5. RAZÓN SOMETIDA A LA VOLUNTAD HUMANA ESTATAL (HOBBES)
La filosofía de Tomas Hobbes (1588-1645) inequívocamente empirista, afirma que la realidad se reduce solo a cuerpos sensibles y experimentables, por lo que lo suprasensible queda fuera de lo cognoscible, e incluso el espíritu se asimila a los cuerpos y a sus movimientos. Son ellos lo único que podemos conocer, y de ahí que las ciencias se clasifican a tenor de la distinción entre cuerpos naturales y los cuerpos artificiales (aquí incluye a la Moral abocada a los cuerpos artificiales individuales: afectos y pasiones individuales; y a la Política, que se ocupa de los cuerpos artificiales sociales); reconociendo la existencia de ciencias previas: la lógica y la filosofía primera (cuyo objeto es brindar definiciones generales y comunes, aunque con la advertencia nominalista: Genus et universale, nominun, non rerrum, nomina sunt). En definitiva, el conocimiento no remite a las cosas, sino que consiste en palabras, así lo declara Hobbes sin tapujos: Veritas in dicto, non in re consistit.
“La naturaleza del hombre es la suma de sus facultades naturales”34. El cuerpo tiene tres facultades: nutritiva, motora y generativa; y el espíritu, dos: la de moverse y la de conocer o concebir, que, a su vez, se descomponen en otras tres: sensación, memoria e imaginación. El conocimiento se genera en la sensación, y ésta es una reacción mecánica de nuestros sentidos generados por los cuerpos exteriores, los cuales se trasmiten al cerebro a través de los nervios y se convierten en cualidades sensibles. La razón queda en Hobbes fuertemente asimilada a los sentidos, o limitándose a cumplir un papel auxiliar de los mismos. En el alma se generan acciones y pasiones; aquellas son reacciones exteriorizadas, como andar, hablar, etc.; mientras que las pasiones son reacciones que quedan en el interior del alma. “Hay dos pasiones fundamentales: el amor, que es la tendencia hacia el bien, y el odio, o repulsión del mal. La posesión del objeto amado causa gozo y su ausencia deseo. El influjo del objeto odiado causa sufrimiento o pena. Las pasiones son el principio motor de nuestras acciones… Las pasiones luchan entre sí… El premio de esta competición es el predominio de los deseos más vehementes. La voluntad no es más que el conjunto de las pasiones”35. El hombre se entiende —como todas las cosas— en el marco de un mecanicismo determinista en donde las pasiones lo van guiando, sin control de la razón.
Entrando al campo moral específicamente, no puede asombrar la conclusión hobbesiana: “Cada hombre llama bueno a lo que le agrada y malo lo que le desagrada. Pero como cada hombre difiere de otro por su temperamento y su manera de ser, difiere también sobre la distinción entre el bien y el mal. No existe una bondad absoluta…”36. Contra Aristóteles, rechaza Hobbes que el hombre sea social por naturaleza; más bien sostiene que en el predomina la hostilidad hacia los demás y un ansia de dominar. Por eso, propone entender la sociedad desde un estado de naturaleza donde todo está permitido y donde todos pueden hacer lo que quieran y apropiarse de todo cuanto puedan y quieran. Ahí el hombre solo se guía por su egoísmo, el que no encuentra ningún límite ni en los fines a conseguir, ni en los medios a los que recurre (“el hombre lobo del hombre”, Homo homini lupus). En ese estado de guerra de todos contra todos (Bellum omnium contra omnes) rigen dos virtudes cardinales: el engaño y la fuerza (Force and fraude are in war the two cardinal virtues). Pero la misma naturaleza impulsa al hombre a procurar la paz, sometiendo todas las voluntades individuales a una sola voluntad: “El que somete su voluntad a la de otro, le traspasa el derecho que tiene sobre sus fuerzas y sus propias facultades; de suerte que, si todos los demás hacen la misma concesión, aquel a quien se someten adquiere una fuerza tan grande que puede hacer temblar a todos los que quisieran desunirse y romper los lazos de la concordia”37. Surge de la guerra del estado de naturaleza, la sociedad o el Estado soberano: “el Estado nace de un pacto, por el cual una multitud de hombres transfiere su derecho natural y primitivo a un hombre o a una asamblea, que, de esta manera, pasa a representar la persona de todos”.
El surgimiento de la sociedad civil o Estado soberano no es planteado por Hobbes como algo real o histórico, sino simplemente como una ficción o hipótesis que permita generar la ansiada paz y el orden. El poder del Estado es absoluto no solo en el campo político, sino también en el religioso, de modo que solo a Dios es al único que tiene que rendir cuentas, por eso se asimila a un Dios mortal o —bíblicamente— un Leviathan, y no hay en la tierra un poder que pueda igualársele, pues él tiene competencia como para definir lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, los dogmas y las creencias.
En Hobbes, se comprueba que en el estado de naturaleza la voluntad individual impera sin límite racional alguno, y alcanzada la sociedad o el Estado soberano a instancia de esa misma voluntad egoísta y beligerante, comienza a imperar la voluntad del soberano que sustituye o se impone a toda otra razón o voluntad. La razón nunca ha contado con autonomía para imponerse a ninguna voluntad, y es ésta la que se resigna a constituir una nueva voluntad colectiva o estatal para que, del modo que le plazca, restrinja o neutralice las voluntades individuales, sea en el terreno religioso, moral, político o jurídico. La razón en el terreno axiológico desaparece o queda absorbida por la voluntad, y serán sus decisiones las que definirán el bien y la justicia.
6. LA MUERTE DE LA RAZÓN Y LA VOLUNTAD (NIETZSCHE)
Parafraseando a Paul Ricouer cuando rotuló como “filósofos de la sospecha” a Nietzsche, Freud y Marx, podemos concluir que sus respectivas teorías, y más allá de todas sus diferencias, coinciden en poner bajo interrogantes y críticas muchas de las indiscutidas verdades que se habían afirmado desde Descartes a Kant. En realidad, el embate contra la ingenua, ocultadora y esperanzadora modernidad, se despliega finalmente en variados frentes y no solo el estrictamente filosófico. De lo que se trata sintéticamente es de abandonar las ilusiones tan onerosas, fraguadas bajo palabras tan bonitas como: conciencia, ciencia, razón, paz, verdad o moral.
Puntualmente, y en relación con los temas bajo estudio, nos parece contundente el pensamiento de Nietzsche (1844-1900). Cabe al respecto la consabida advertencia que la obra de Nietzsche carece de toda pretensión sistémica, sin embargo, encontramos infinidades de tesis provocativas y rupturistas. Recordemos una: “La idea fija es: ‘sed fuertes’ o ‘voluntad de poder’. En torno a esa idea fija, establece Nietzsche como cuatro círculos de hierro que pugnan por romper: razón y principios metafísicos contra el instinto y principios biológicos; Dios y religión contra el superhombre y su culto egoísta; moral contra la libertad y voluntad de poder; y contra el arte, el cristianismo, que Nietzsche junta y confunde con el wagnerismo”38. También, y más específicamente, cabe acudir a su misma palabra confesadamente rupturista con la modernidad: “Yo conozco mi destino. Un día mi nombre irá unido a algo formidable: el recuerdo de una crisis como jamás la ha habido en la tierra… el recuerdo de un juicio contra todo lo que hasta el presente se ha creído… Yo no soy un hombre, yo soy la dinamita… Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que jamás ha existido… Yo soy el primer inmoralista. Por eso soy el destructor por excelencia”39.
La realidad para Nietzsche se presenta como “fuerza”, “caos”, ausencia de “finalidad”, “eterno retorno” o “eterno devenir”: “La condición general del mundo es… para toda la eternidad, el caos; no por la ausencia de una necesidad, sino en el sentido de una falta de orden, de estructura, de forma, de belleza”40 o “La contradicción es el motor del mundo”41. No hay ninguna posibilidad de metafísica, y Nietzsche reivindica a Heráclito declarando: “el ser es una ficción vacía” o una “ilusión”, y que “la cosa en sí es absurda”, concluyendo explícitamente que la metafísica: “es la ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si éstos fueran verdades fundamentales”42, y “no, hechos precisamente no los hay, lo que hay es interpretaciones… Todo es subjetivo”43. En definitiva, la verdad es despreciable o “fea” dice Nietzsche, y concluye: “¿Qué es la verdad? Un ejército movible de metáforas, metonimias, antropomorfismos… metáforas que paulatinamente pierden su utilidad y su fuerza”44.
La disolución de la realidad y el conocimiento impacta de manera similar en la visión antropológica. Con su típica y provocativa contundencia Nietzsche rechaza la distinción entre alma y cuerpo: “No hay ni espíritu, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni voluntad, ni verdad; éstas no son más que ficciones inútiles. No se trata de ‘sujeto’ y ‘objeto’, sino de una cierta especie animal que no prospera sino bajo el imperio de una justeza relativa de percepciones”45. Sin restricciones escribe: “Yo soy cuerpo todo entero y nada fuera de él”; pero llega a más: “El continuo devenir no nos permite hablar de individuos…; el número de seres cambia constantemente... El principio de identidad tiene como fondo la apariencia de que hay cosas iguales... la idea de individuo y la idea de especies son igualmente falsas y solo aparentes”. El rasgo distintivo de la vida es “la voluntad de dominio”, y en esto lo humano remite a lo animal: “Las funciones animales son, en línea general, millones de veces más importantes que todos los bellos estados de ánimo y la alteza de la conciencia”, es que “la razón es una fantasía” y una “vieja hembra engañosa” y la “causa por la cual nosotros falsificamos los sentidos”. Profundizando esa asimilación a lo animal, niega el libre albedrío, que es otro invento al servicio de la dominación vía la responsabilidad y la culpa.
Nietzsche presta atención al problema de la moral apartándose de todas las filosofías anteriores. Esa originalidad se refleja al denunciarla como “una especie de tiranía contra la naturaleza” en tanto freno a los instintos y a la vocación dionisíaca, pues el placer es el criterio supremo de lo bueno. En La Genealogía de la Moral confronta la moral de los señores a la moral de los esclavos: “Según la moral de los esclavos, el hombre malo inspira pues temor; según la moral de los señores, el hombre bueno es el que inspira temor y quiere inspirarlo, mientras que el hombre malo es el hombre despreciable”46. En esa moral de esclavo o de rebaño, el cristianismo ha tenido influencia decisiva fomentando las virtudes de la obediencia, sociabilidad, benevolencia, igualdad, respeto al prójimo, etc.; de ahí el reclamo respaldado por Zaratustra en favor del superhombre (el bruto rubio), de la muerte de Dios y de superar al hombre común. Una idea repetida en la obra de Nietzsche es la “transmutación (inversión o puesta al revés) de todos los valores”, es que los valores se miden según potencien la “voluntad de dominio o poder”, o más contundentemente: “¿Qué cosa es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que aumenta el poder… no paz en general, sino guerra; no virtud, sino habilidad… Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es nuestra primera proposición de amor a los hombres… ¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo”47.
Con Nietzsche, se inaugura un nuevo tiempo nutrido por el desencanto del proyecto que alentó el siglo de las luces y la modernidad. Solo cabe asumir el instinto egoísta que ninguna razón o voluntad puede controlar, y reconocer a Dionisio y al inmoralismo como modelo. Por ese camino hay que darle la espalda a aquellos que pregonan la verdad, la razón o el bien, y en particular denunciar a los que intentan —ocultando su voluntad de dominio— enseñarnos su significado. Quizás cabe aquí traer a colación la pesimista, aunque coherente, conclusión sartreana que vivir es una pasión inútil o un éxtasis inconcluso, y como juristas reconocer que el infierno son los otros con su vocación de dominarme y convertirme en su instrumento.
7. LA INDISPENSABLE COLABORACIÓN ENTRE RAZÓN Y VOLUNTAD (ARISTÓTELES Y TOMÁS DE AQUINO)
En la tradición que se remonta a Aristóteles (385-323), y consolida Aquino (1225-1274), la dirección de la praxis humana requiere de la razón práctica y de la voluntad, aunque no puede prescindirse de la totalidad del ser humano, incluidos los afectos o emociones. Por supuesto que esa tesis vale para el derecho. Veamoslo con algún detalle.
En el hombre se comprueba la existencia de aquello que es propio de la vida vegetativa, también lo propio de la vida sensitiva o animal, y, por fin, la vida racional, pero el hombre es uno en tanto constituye una unidad sustancial, poseedor de una materia y con una única forma: el alma racional o espiritual. Esta forma superior a las otras almas o formas inferiores posibilita las operaciones de las mismas. Dado que el alma es la forma sustancial del ente vivo, ella afecta a la totalidad de éste, de modo que el alma “se halla entera en el todo y entera en cada una de sus partes”48. Esta mirada comprensiva explica que etimológicamente se hable de la sicología como la ciencia que estudia el alma, abarcando la vegetativa, la animal y la humana.
Vayamos sintéticamente —siguiendo a Verneaux49— a las cuatro funciones principales que se verifican en el hombre.
7.1. El conocimiento sensible
Con el que cuentan también los animales, y que, por medio de los sentidos externos (los cinco clásicos: vista, oído, gusto, tacto, olfato que remiten a los órganos respectivos), se logra conocer cosas externas en su forma corpórea, individual y concreta por medio de sensaciones. Los sentidos son la única función que pone al ser humano en contacto con lo real o lo existente. La imaginación construye representaciones, y la inteligencia conoce por conceptos abstractos que refieren a las esencias. Pero, además de los sentidos externos, están los “sentidos internos”, que tienen por objeto un estado de conciencia referido a las cosas aprehendidas por la sensibilidad externa. En terminología tradicional, además de los cinco sentidos externos, están los sentidos internos que son: a) el sentido común, conciencia sensible o sensorio común (atiende a las diferentes sensaciones, distinguiéndolas y comparándolas, así en un mismo terrón de azúcar distinguimos el blanco y lo dulce referido al mismo objeto); b) la imaginación (nos re-presentamos un objeto real pero ausente, mientras que en la sensación lo presenta al objeto); c) estimativa o cogitativa (tiene por objeto la conveniencia o nocividad de las cosas percibidas que los animales y los hombres captamos natural e instintivamente, ejemplo: la oveja que huye del lobo, aunque en el hombre está conectada con la inteligencia y le permite confirmar de manera sensible lo captado como bueno por aquella); y d) memoria (es la reproducción y conservación de sensaciones pretéritas, que en el hombre está perfeccionada posibilitando organizando los recuerdos y facilitando su evocación).
7.2. El conocimiento intelectual
Es una actividad inmanente al sujeto, el que es enriquecido por el objeto conocido al unirse intencionalmente con el mismo. De ese modo, en el conocer se capta o se alcanza algún aspecto de la realidad o de las cosas conocidas, apelando a impresiones sensibles y conceptos. El animal solo conoce formas concretas que impresionan a sus sentidos, pero el hombre puede captar que esas cosas “son”, que cuentan con el “ser”. El entendimiento puede abstraer (simple aprehensión) de cada ente las esencias predicables de todos los que participan de las mismas. Por supuesto que esta captación de la quidditas no es directa y la alcanzamos progresivamente, con el riesgo de confusión. También el entendimiento tiene esa capacidad de juzgar, formulando juicios en donde se conoce la adecuación o correspondencia de los mismos con la realidad, y, asimismo, conectar juicios que permitan por medio del razonamiento ir de lo conocido a lo que llegamos a conocer. La inteligencia posee ciertas leyes propias, las leyes lógicas, que la regulan, aunque pueden violentarse y en tal caso se frustrará las posibilidades cognoscitivas. “La inteligencia es no solo consciente, sino reflexiva, es decir, capaz de examinar su propia actividad, su orientación y su función”50. Esa inteligencia la reconocemos en dos modalidades: especulativa y práctica, la primera tiene por objeto la verdad en sí misma para contemplarla, ella nos permite conocer las cosas; y en la segunda pretende dirigir la conducta hacia el bien cuyo conocimiento proporciona (campo del obrar y de la moral o ética) o hacia la transformación de las cosas para potenciar su provecho estético o utilidad (campo del hacer y del arte o técnica).
7.3. El apetito racional o espiritual
Del conocimiento se sigue el apetito. En el plano intelectual al apetito se lo llama voluntad que es appetitus rationalis en tanto tendencia (querer) hacia un bien conocido por la inteligencia. Mientras que el otro apetito, el sensible, tiende o desea un bien sensible, percibido o imaginado. La voluntad quiere un bien inteligible, por ende, lo que no se conoce nunca se puede querer, y tampoco el mal nunca es querido como tal sino bajo la apariencia de un bien (un placer, una emoción, la cesación de un mal mayor, etc.). En cuanto a las relaciones entre inteligencia y voluntad hay una influencia recíproca entre ellas, pues, la inteligencia mueve a la voluntad per modum finis, especificándola al presentarle un bien que debe ser querido y procurado, y la voluntad mueve a la inteligencia per modum agentis, aplicándola a la consideración de su objeto. Es tradicional en la literatura tomista la distinción en un acto voluntario de doce momentos: 1. la aprehensión o captación de un objeto como bueno; 2. simple volición o complacencia espontánea no necesaria respecto bien presentado; 3. juicio de la posibilidad de alcanzarlo; 4. la intención de conseguir el bien convirtiéndolo en fin; 5. la búsqueda de los medios capaces para alcanzar el bien; 6. consentimos esos medios; 7. deliberamos en orden a conocer cuál es el mejor medio; 8. elegimos uno de esos medios, y es éste el momento de la libertad; 9. imperamos a los actos que corresponde ejecutar; 10. la voluntad pone en movimiento las facultades que hay que operar, así por ejemplo: la imaginación para explicar esa historia, la inteligencia para resolver ese problema, etc.; 11. las facultades actúan dirigidas por voluntad: y 12. obtenido el bien, se genera el disfrute (fruitio). De esos actos tenemos que el 1, 3, 5, 7 y 9 pertenecen a la inteligencia y los restantes a la voluntad, y, por otro lado, los cuatro primeros refieren al fin, los cuatro siguientes a los medios y los siguientes a la ejecución. Por supuesto que ese esquema tiene centralmente un propósito explicativo, por lo que corresponde no perder de vista la unidad del acto humano, que pueden faltar alguno de ellos, que se da una interrelación y solapamiento entre entendimiento y voluntad, y también destacar que en aquel esquema aparece demasiado oculta la vida afectiva cuando ella se hace presente en la unidad del ser humano51. Sintéticamente puede concluirse —reiterémoslo— que el entendimiento mueve a la voluntad proponiéndole el fin, determinando su objeto en tanto que es un bien particular conocido, y la voluntad puede mover al entendimiento para que se aboque a su objeto, pues se requiere de ambos, dado que ni el entendimiento “quiere”, ni la voluntad “conoce” o entiende; en fórmula aristotélica puede decirse: “inteligencia deseosa y deseo inteligente”52. De ahí la advertencia de Aquino: “cuando los actos de dos potencias se ordenan entre sí, en cada uno existe algo de la otra potencia, y ambos pueden designarse con el nombre de ambas potencias”53, y la respectiva conclusión: “en diversos aspectos, la voluntad precede a la razón y la razón a la voluntad. Por eso, el entendimiento puede llamarse voluntario, y el acto de la voluntad puede llamarse racional”54. En el acto central de la elección es donde se manifiesta el libre albedrío, y ella precede o es donde se inicia luego propiamente la ejecución del acto.
7.4. Apetito sensible
Verneaux lo define; “tendencia hacia un objeto concreto, aprehendido como bueno por los sentidos”55, y precisamente los actos del apetito sensible reciben en la terminología tradicional el nombre de “pasiones”, que corresponden en un sentido amplio a lo que hoy llamamos sentimientos, estados afectivos (así, Verneaux) o emociones (Rodriguez Luño56). Sobre esta cuestión se detiene Aquino precisando: “… dice San Agustín que ‘los movimientos del ánimo que los autores griegos llaman pathe y los latinos —como Cicerón— perturbaciones, los llaman algunos afecciones o afectos, y otros, más expresivamente, como en griego pasiones’. De lo cual se infiere que las pasiones del alma son lo mismo que los afectos. Pero es claro que éstos pertenecen a la parte apetitiva del alma y no a la aprehensiva. Luego, también las pasiones residen en la parte apetitiva más bien que en la aprehensiva”57. Se dividen esas pasiones en base a los dos apetitos sensibles que tienen todos los animales (incluido el hombre), a saber, el apetito concupiscible y el irascible. Aristóteles reconoce en la Retórica tres pasiones principales: deseo, ira y miedo58, pero en Aquino se amplía y precisa su nómina en once pasiones. Así, en cuanto al apetito concupiscible referido al bien deleitable que atrae y suscita el “amor”, pero cuando no lo poseemos se genera el “deseo” y si está poseído el bien contamos con la “delectación” o goce, a esos tres corresponden sus contrarios: “odio”, “aversión” y “tristeza”. Respecto al apetito irascible cuyo objeto es el bien arduo o difícil, en el esquema tomista se distingue: la “esperanza” (si el bien aparece como posible de alcanzar), “desesperación” (si aparece el bien como imposible), “cólera” o “ira” (luchamos contra el mal presente), “audacia” (vamos al encuentro del mal al que consideramos vencible), y “temor” (nos alejamos del mal porque lo estimamos invencible).
Como se advertirá, no nos proponemos un análisis del proceso de conocimiento en clave aristotélica-tomista, sino concentrarnos en la praxis humana en donde directamente están comprometidas la facultad humana de la razón y la voluntad, sin perjuicio de la intervención del sentido de la “estimativa” animal, que en el hombre recibe el nombre de “cogitativa” o “razón particular” en tanto posibilita que capte lo singular y circunstancial, y así la razón práctica puede concluir en torno a conductas concretas. Se trata de dos facultades distintas que se requieren y se auxilian, pues ni el entendimiento se puede dar sin la voluntad, ni ésta sin aquél, y así lo ratifica Tomás de Aquino: “Estas dos potencias a saber, el entendimiento y la voluntad, no han de pensarse como situalmente distinguidas en el alma”. En torno a la relevancia y centralidad de dichas facultades humanas es oportuna la advertencia de Cornelio Fabro: “El conocimiento y la tendencia, el momento estático contemplativo y el momento dinámico atractivo, repulsivo y operativo… estas dos cosas constituyen los dos polos de la vida; polos que se entrecruzan y se implican en el tejido vivo de la existencia, orientada a la posesión del ser y la conquista de la felicidad. Al entendimiento y la voluntad se remontan los dinamismos de las respectivas esferas aprensiva y tendencial, de la misma manera que del entendimiento y de la voluntad parten los estímulos que presiden a su organización”59.