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XIII. LA CARRERA DE ALESSANDRO SCARLATTI
La vida de Alessandro Scarlatti no tuvo nada de fácil ni de cómoda. Se le acusó de haber tenido parte en la «mala» conducta de una de sus hermanas, artista de canto con otras calificaciones que la justicia trató de establecer. El escándalo no logró malograr, sin embargo, su carrera, aunque siempre estuvo mal pagado, y con retrasos frecuentes en el cobro por parte de la administración de los virreyes españoles (el duque de Medinaceli, en los años últimos del siglo XVII, fue un administrador desastroso y caótico), y por esto, a pesar de la importancia de su cargo musical, Scarlatti aprovechó todas las ocasiones posibles para huir de Nápoles —sin renunciar a su posición— y trabajar en Roma o donde fuese posible. Lo encontramos reiteradamente en la ciudad papal y a partir de 1702 se quedó unos años al servicio del cardenal Ottoboni, gran cultivador de la música, que gozaba de una excelente posición política y económica por haber sido sobrino del papa Alejandro VIII (1689-1691). Aparte de su trabajo en Roma, Alessandro Scarlatti trató de abrirse camino económicamente en otras ciudades, como Florencia, donde el príncipe Fernando de Medici, músico competente y amante de la música, le encargó varias óperas que se han perdido. Scarlatti también probó fortuna en Venecia, pero parece que las óperas que presentó allí no gustaron mucho.
Preocupado por la carrera de su hijo Domenico Scarlatti (1685-1757), tuvo pronto la suerte de verlo bien encaminado en el mundo de la música, y después de haber estrenado algunas óperas en Italia, consiguió que se estableciera finalmente en la corte de Bárbara de Bragança, princesa real portuguesa que acabaría casándose con Fernando de Borbón (heredero del trono español (Fernando VI), de quienes se hablará en otro capítulo). Domenico Scarlatti creó un gran número de vistosos y difíciles esercizi para clavecín que luego se denominaron «sonatas» y que su noble discípula aprendió a dominar con gran soltura, convirtiéndose en una apasionada amante de la música, tanto instrumental como vocal, y una clavecinista consumada.
Desengañado en cambio Alessandro Scarlatti de sus perspectivas de éxito, lo encontramos de nuevo ocupando el cargo de maestro de capilla de la corte virreinal de Nápoles, aunque ahora en manos de los austríacos, dueños del reino napolitano en 1707, durante la Guerra de Sucesión española. Alessandro continuó ofreciendo óperas nuevas en el teatro, que después pasaron a otras ciudades de Italia y en algunos casos llegaron al extranjero. Algunos de estos títulos incluso han tenido eco modernamente, como Il Mitridate Eupatore, 1707; Il Tigrane, 1718, la ópera bufa Il trionfo dell’onore (1718), y su última creación escénica, La Griselda, 1721, una de las pocas óperas de Alessandro Scarlatti que ha llegado hace poco al CD, aunque en una discreta y muy cortada versión «en vivo». Lo cierto es que en esta época en que se verifican tantos redescubrimientos de compositores olvidados y de óperas desaparecidas, llama la atención que todavía no se haya dedicado prácticamente ningún esfuerzo a poner en pie las óperas de este compositor.
La vocalidad de las obras de Alessandro Scarlatti, cuidada y refinada, no llega a exigir todavía los extremos de virtuosismo de los compositores posteriores. Por otro lado, su orquesta es en exceso sencilla, reducida muchas veces a un pequeño grupo de cuerda y un par o dos de instrumentos de viento.
XIV. LA FALLIDA INTRODUCCIÓN DE LA ÓPERA ITALIANA EN FRANCIA: LA ÓPERA FRANCESA
A pesar de los esfuerzos del cardenal Mazzarino por aclimatar la ópera italiana en París, después del semifracaso de Cavalli con su ópera (1662) algunas personas estaban dispuestas a tomar las medidas necesarias para introducir la ópera en Francia, pero tratando de evitar los errores cometidos con la ópera italiana, que, en cuanto a forma teatral, no había dejado de causar una cierta impresión.
El primer error era el idioma: para los franceses, la lengua italiana está demasiado distante para que se dé un nivel mínimo de comprensión como el que se da, por ejemplo, en España. La ópera tenía que cantarse en francés, para satisfacer, además, el exacerbado chauvinismo local.
En segundo lugar, no era viable utilizar castrati cuya presencia y cuya voz no gustaban. Había que escribir óperas en las que hubiese sólo voces «normales», acordes con la personalidad de los personajes de la ópera.
En tercer lugar, había que solventar el problema del baile o ballet, al que los espectadores franceses, fascinados por los bailes de corte en uso desde un siglo atrás, no estaban dispuestos a renunciar.
En estas circunstancias, un grupo formado por Robert Cambert (ca. 1628-1677), compositor, Pierre Perrin, poeta-libretista, y un oscuro marqués de Sourdéac, que ejercía como financiador de la iniciativa, decidieron solicitar un privilegio al rey Luis XIV para introducir definitivamente un espectáculo de ópera en París.
El sistema de «privilegio», típico del llamado Antiguo Régimen, consistía en solicitar del gobierno el derecho a explotar en exclusiva un invento, una iniciativa, o un tipo determinado de negocio, por un tiempo limitado (solía ser de diez años), protegido por la autoridad del Estado.
Consecuentes con la idea de que en Francia, el Estado era el rey, como éste mismo gustó de formular en cierta ocasión, acudieron al monarca, obteniendo una entrevista para mostrarle su proyecto de ópera francesa.
Luis XIV —cuya afición a la música era medianamente importante— se mostró encantado con la iniciativa, y no sólo concedió el privilegio solicitado, sino que decidió darle rango académico: un honor muy notable. La organización de Cambert, Perrin y Sourdéac sería llamada Académie Royale de Musique, y su fecha fundacional (1669) es, considerada todavía, en teoría, la de la creación de la Ópera de París, que durante tres siglos se tomó muy en serio esta condición académica, con consecuencias que en algunas épocas fueron funestas para el desarrollo de la ópera francesa.
Respaldados por este inusual favor del monarca francés, Cambert y Perrin pusieron manos a la obra y escribieron una ópera cuyo título era el de Pomone (1671). De hecho, Perrin y Cambert ya habían escrito alguna otra obra juntos, La Pastorale d’Issy (1659), pero con esta obra aspiraban a lograr la preeminencia en la vida musical francesa. La obra gustó y el público acudió a la Sala del Jeu de Paume donde se representaba, dejando algún beneficio, pero el marqués de Sourdéac, que no tenía los recursos que había anunciado, tuvo que recurrir a prestamistas que reclamaron los beneficios. Los autores fueron encarcelados por deudas, aunque Cambert había intentado salvar el negocio con otra ópera cuya música se ha perdido.
Éste fue el momento que aguardaba el compositor de origen florentino Giovanni Battista Lulli (1632-1687), que había entrado al servicio del rey Luis XIV cuando éste era un muchacho, y había cautivado al monarca por sus habilidades con el violín y como actor. Lulli, que fue nombrado director del grupo de «Los 24 violines del rey», se había naturalizado francés adoptando el nombre de Jean-Baptiste Lully ya había mostrado un considerable interés por los intentos de introducir la ópera en Francia; ya vimos que escribió las piezas de ballet que faltaban en la ópera de Cavalli, cuando éste estuvo en París en 1662.
Ahora ofreció comprar el privilegio a los asendereados autores de la Académie Royale de Musique, que se libraron así de la cárcel pero dejaron la nueva institución en manos del avispado florentino. Robert Cambert emigró pronto a Inglaterra, donde intentó prosperar con nuevas creaciones, sin mucho éxito.
Lully, por su parte, acentuó la adaptación del género a los gustos de los franceses, que él conocía bien: adoptó la forma lento-rápido para la obertura o pieza instrumental inicial de las óperas que escribió a partir de entonces; cortó la longitud de las arias, porque las italianas eran consideradas por todos como excesivamente largas; empleó un tipo de recitativo adaptado a la declamación francesa, y trufó el espectáculo de pasajes orquestales, corales y, sobre todo, coreográficos, dándole una estructura mucho más variada, es decir, dividida en muchos episodios. Dividió el drama en cinco actos no muy largos y no olvidó introducir prólogos con unas extensas, reiteradas y sonoras alabanzas al vanidoso monarca Luis XIV —que, por supuesto, era quien pagaba las óperas—. Precisamente por esto las óperas de Lully usaban una orquesta más densa que la de las óperas italianas, y un coro, sin descuidar la brillantez escenográfica, el vestuario y la variada coreografía del ballet, ahora ejecutado por profesionales, y no por los nobles, como antaño.
Así, a principios de 1673 Lully presentó al monarca su primera ópera: Les Noces de Cadmus et Hermione, con todos los requisitos para que causara impacto en Versalles y también en su presentación al pueblo de París, formando parte de las actividades de la Académie. A partir de entonces, y juzgando adecuada la fórmula utilizada, cada año presentó una ópera nueva, o dos como máximo: en 1674 estrenó una de sus óperas más logradas: Alceste, con un argumento que es un cruce entre la historia de la reina Alkestis (Alceste) y la fábula de Orfeo. Desde el primer momento Lully confió sus libretos al elegante escritor parisiense Philippe Quinault (1635-1688), que se inspiró habitualmente en temas clásicos grecolatinos, como fue costumbre muy arraigada también en la ópera francesa (Thésée, 1675, Bellérophon, 1679; Proserpine, 1680; Acis et Galathée, 1686, y alguna más), aunque a veces dirigió su atención a temas relacionados con las Cruzadas (Armide et Renaud, 1686) o a historias de corte medieval (Amadis de Gaule, 1684; Roland, 1685). Desde hace algunos años han surgido orquestas y formaciones musicales que han emprendido la recuperación de estos títulos de Lully, casi todos ausentes de los teatros desde tiempo inmemorial. La recuperación parece haber perdido impulso, aunque han quedado notables muestras discográficas de esta labor restauradora, con criterios variables, no siempre del gusto de todos los críticos.
La curiosa muerte de Lully, acaecida en 1687 a causa de la gangrena surgida de un golpe que él mismo se propinó al llevar con un gran bastón el compás de una pieza que dirigía en presencia del rey, dejó la Académie de Musique abierta a cualquier compositor que deseara presentar una ópera nueva a la consideración de sus responsables; las normas establecidas por Lully, en tanto que «académicas», eran de obligado cumplimiento, y así sólo se aceptaban en la Ópera de París —como empezó a llamarse a la Académie— aquellas obras que se ajustaran fielmente a lo dispuesto por Lully. Entre los autores cuyas óperas fueron aceptadas figuró pronto Marc-Antoine Charpentier (1636-ca. 1694), cuya Médée (1693) ha merecido los honores del disco en más de una ocasión.
Otro autor que se distinguió, más que el propio Marc-Antoine Charpentier, fue el provenzal André Campra (1660-1744), que supo introducir en la Ópera de París una variante nueva de la ópera francesa, a pesar de las estrictas normas establecidas, creando la llamada opéra-ballet, género híbrido en el que la proporción de escenas danzadas es todavía superior al de la ópera francesa «normal», y en el que la parte propiamente narrativa de la acción se reduce a escenas sueltas en torno a usos y costumbres, casi siempre amorosos, de distintos países (L’Europe galante, 1697, la primera opéra-ballet de este tipo; Les Fêtes vénitiennes, 1710, en torno al Carnaval de Venecia, etc.). Campra escribió también óperas francesas «normales», como Tancrède (1702) e Idoménée (1712), curioso precedente de la ópera de Mozart de sesenta y nueve años más tarde.
Paralelamente a la difusión de la ópera francesa del tipo cortesano representado por Lully y sus sucesores, surgió en París un tipo de ópera popular, la opéra-comique, que estaba basada en piezas de teatro hablado de tipo ligero, mezcladas con algunas arias breves (comédie mêlée d’ariettes). Los actores y cantantes del nuevo género lograron en 1715 permiso para abrir un teatro propio, pero los responsables de la ópera oficial intrigaron y lograron cerrarlo en 1745. Pero por estos años, bajo el impulso de Charles-Simon Favart (1710-1792), y de su esposa Marie-Justine Favart (1727-1772), hija del compositor André-René Duronceray, la opéra-comique adquirió mucha mayor entidad y se convirtió en un género que se podía parangonar hasta cierto punto con la ópera bufa italiana, sobre todo desde el momento en que un sector del público francés, encabezado por los enciclopedistas y por Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) se pusieron de parte de los intermezzi cómicos italianos y trataron de acercar la opéra-comique al género bufo. Estas ideas enfrentaron a los partidarios de la moderna música teatral italiana de dicho género bufo y los tradicionalistas defensores del género francés, sobre todo a raíz del grandioso éxito de La serva padrona, de Pergolesi, en el momento de su reposición en París (1752). Esta fue la llamada «Querelle des bouffons», llamada también «Guerre» y generadora de un gran número de artículos y opúsculos a favor y en contra de la ópera bufa. Ese mismo año Rousseau daba a conocer su pieza cómica «a la italiana», pero en francés, Le Devin du village, con la que quiso demostrar que la fusión entre los dos estilos era posible, incluso en francés.
Escena de la única representación en España de Le Devin du village (1752), obra de Jean-Jacques Rousseau. (Sala Toldrà, Conservatorio Municipal de Música de Barcelona, 1990.)
Estas ideas teatrales fueron seguidas también por Antoine Dauvergne (1713-1797), cuya ópera cómica Les Troqueurs (1753) lleva recitativo a la italiana en lugar del tradicional diálogo hablado francés. Otros autores, como François-André Philidor (1726-1795), siguieron brillantemente su ejemplo.
Uno puede preguntarse cómo era posible que las cuestiones relativas a la ópera apasionasen de tal modo a los particulares como para emprender la publicación, a su propia costa, de encendidos opúsculos en defensa de una postura u otra. Pero hay que tener presente que en estos años el género operístico era el máximo exponente del mundo del espectáculo, con una trascendencia que hoy no nos resulta fácil de imaginar.
El gran creador operístico francés del siglo XVIII: Rameau
El mundo musical francés giraba sólo parcialmente en torno de la ópera: muchos compositores dedicaban sus esfuerzos al género muy popular de la suite y dedicando una gran cantidad de obras a las piezas para clavecín, entonces género predilecto en muchos salones parisienses. Fue un género en el que sobresalió el compositor de Dijon, Jean-Philippe Rameau (1683-1764). Dedicado a su Traité de l’Harmonie (1722) y a sus libros de piezas para clavecín, Rameau no orientó su actividad hacia la ópera hasta los cincuenta años de edad. En 1733 estrenó su primer título: Hippolyte et Aricie (1733), y aunque mal acogido por algunos, el público le favoreció con el éxito, por lo que inició una serie de creaciones operísticas de gran calidad, como la ópera-ballet Les Indes galantes (1735), Castor et Pollux (1737), Dardanus (1739), Zaïs (1745), Naïs (1749, para celebrar la paz de Aquisgrán, del año anterior), Zoroastre (1749) y Les Paladins (1760), aparte de algunas otras óperas-ballet, como La Princesse de Navarre (1745). Rameau nunca entró en el género de la opéra-comique, pero dejó una divertida comedia lírica, Platée (1745).
Grabado, por Machi, realizado a partir del diseño escénico para una representación de la ópera Dardaus, de Jean-Philippe Rameau, realizada en París, en 1760; el grabado alude, concretamente, al acto IV.
Con la vejez y la desaparición de Rameau pareció haberse ido fundiendo el ideal de la ópera francesa, pero la llegada de Gluck a París (1774) le dio nueva vida, y un nuevo motivo de querellas. Como veremos en su lugar, el concepto de ópera francesa fue defendido por Gluck frente al asedio del género italiano, defendido tenazmente por los cada vez más numerosos partidarios del género foráneo.
No se puede desconocer la importancia histórica de las creaciones de Rameau, pero lo cierto es que ni su influencia ni su presencia escénica después de su muerte contribuyeron a su conocimiento, y la reposición de sus óperas, incluso después del «revival» barroco de fines del siglo XX, sigue siendo bastante modesta y se ha dado en pocos teatros europeos. En España ha transcurrido todo el siglo XX sin ningún estreno escénico de sus óperas, que nunca se habían visto tampoco en su propia época.
XV. FLORECIMIENTO DE LA ESCUELA NAPOLITANA
Mientras tanto en Italia, si Alessandro Scarlatti era un compositor que todavía tenía un pie en los procedimientos operísticos del siglo XVII, con el otro en la modernidad dieciochesca, la nueva generación de compositores napolitanos puede decirse que florece con la aparición del joven y enfermizo compositor Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736), quien se distinguió no sólo por sus excelentes piezas religiosas (en las que se aproxima al estilo galante y usa una vocalidad netamente operística), sino también por sus óperas, especialmente por la extensa pieza bufa Lo frate ‘nnamurato (1732). También escribió óperas serias, como Il prigioniero superbo (1733) e Il Flaminio (1735), que han sido repuestas en estos últimos años, aunque no muy difundidas todavía. Pero la pieza que dio un lugar a Pergolesi en la historia de la ópera fue un intermezzo cómico, titulado La serva padrona, escrito en 1733 en dos partes, para situarlas como pieza cómica para ser representada en los entreactos de la ya citada Il prigioniero superbo.
La serva padrona sobrevivió muchos años como pieza de repertorio; la encontramos en Barcelona en 1750 y en París en 1746 y 1752; en esta última ocasión, su éxito inmenso dio pie a una viva controversia en pro y en contra de la ópera italiana comparada con la francesa, la llamada «Querelle des bouffons», antes citada.
Pergolesi murió tuberculoso a los veintiséis años de edad, y dejó truncada una carrera operística que habría podido ser ejemplar. Dejó todavía otro intermezzo menos divulgado, pero también gracioso: Livietta e Tracollo (1733).
Retrato de Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736).
El intermezzo y la opera buffa
Hay que advertir, a raíz de lo que se ha dicho sobre la producción de Pergolesi, que desde el principio del siglo XVIII cuando menos, se había introducido en Nápoles la costumbre de dividir el género operístico en piezas de carácter bufo (opera buffa) y otras de carácter totalmente serio (opera seria). Esta división se había hecho imprescindible puesto que los libretistas «de calidad» rechazaban, como se ha dicho, poner en escena personajes cómicos que rompieran esa «unidad de acción» exigidas por las normas del teatro clásico a la que todos les parecía deber obedecer.
Pero a los empresarios este sistema, en los primeros años, no les convenía, pues había un contingente de público sencillo, no ilustrado, al cual las historias de la Antigüedad clásica y de la mitología no ofrecían ningún aliciente. Este público quería reír de las chanzas groseras e incluso, a veces, algo subidas de tono de los personajes bufos de las óperas, y como pagaba su entrada con «dinero fresco», a diario, no era cuestión de prescindir de él. Por ello en las óperas serias, en los primeros años del siglo XVIII, se había introducido la costumbre de intermediar las óperas serias con intermezzi cómicos, pequeñas farsas en dos breves actos, que se colocaban en los entreactos.
El lector de hoy difícilmente comprenderá que se pudiera intermediar una ópera con dos actos de una pieza bufa totalmente diferente, justo en el tiempo del «descanso». Pero hay que advertir que en la época el descanso era sólo para cantantes y músicos: el público que asistía a los teatros de ópera no lo necesitaba, porque no estaba cansado. No asistía al teatro de ópera de la manera rígida que solemos adoptar cuando hoy en día vamos, de modo poco frecuente, a la ópera. El público hablaba, comía, bebía, fumaba, entraba, salía, cerraba tratos comerciales o tal vez amorosos, reía, chismorreaba, visitaba amigos y a lo mejor iba un buen rato a tomar un refresco o a jugar (casi todos los teatros de ópera eran, además, casinos con juegos de azar). Llegado el intermedio, bueno era ver las excentricidades y bromas de los cantantes bufos, que ahora, desterrados de las funciones serias, reservaban sus mejores chistes y gracias para estos intermezzi. No eran los grandes castrati ni las famosas prime donne, ni siquiera las seconde donne, los que cantaban en estos actos bufos, sino los cantantes hábiles en estos roles (en muchos de los cuales se aprecia la tradición teatral de la antigua commedia dell’arte). En los primeros años, hasta mediados del siglo XVIII, los personajes bufos solían cantar en el dialecto napolitano, quedando el toscano para la gente más «fina». En los papeles bufos brillaban los barítonos y los bajos que nadie quería escuchar en las óperas serias, y también las sopranos graciosas y los jóvenes y tal vez todavía inexpertos tenores. Primaban las piezas sencillas, de poca envergadura, y en las que se situaba la acción en la época del mismo espectador, es decir, una acción contemporánea, con alusiones a costumbres, modas, defectos de la sociedad del momento, centrados estos defectos en las figuras bufas por excelencia: los bajos que cantaban papeles de padres regañones y tiránicos, viejos galanes que pretendían casarse con jovencitas más o menos desobedientes a sus padres, puesto que estaban enamoradas de un joven que al final solía ser de buena familia, tal vez noble. También era esencial la presencia de un criado astuto, que se ponía al servicio del galán joven, mientras la criadita astuta de la muchacha conspiraba con ésta para burlar al padre y al vetusto pretendiente. Salvo casos especiales, los castrati no intervenían en este tipo de óperas.
Lo esencial en la ópera bufa era que los personajes solían tener la voz que era propia de su edad y situación: el tenor y la soprano eran la pareja enamorada, y los papeles de bajo bufo (no se distinguía entonces todavía mucho entre bajo y barítono) se distribuían entre el criado del tenor, el padre tirano y el viejo amante despechado. La acción se daba en recitativo, procurando que éste fuera ágil y rápido —no siempre era el caso— y las arias eran cortas, basadas a veces en una forma A-B-A, pero sin nada que ver con las exigencias musicales y técnicas de un aria da capo, al menos al principio, aunque casi todas tenían sus ritornelli a cargo de la orquesta, más modesta en principio que la de la ópera seria. No había aquí los impedimentos de las otras óperas para que se cantaran dúos, y pronto hubo también tríos y hasta cuartetos (como puede apreciarse ya en la ya citada Il trionfo dell’onore, de Alessandro Scarlatti).
Se ha dicho que los intermezzi fueron el origen de la ópera bufa, y en cierto modo es verdad, porque el género bufo evolucionó cuando el público se mostró dispuesto a ocupar toda una sesión con una ópera de este tipo, en lugar de aguardar al intermedio de la ópera seria para escucharla. De su división en dos entreactos nació la costumbre de que la ópera bufa tuviera una división en dos actos, en lugar de tres, y que su trama y sus arias fueran más breves que las de una ópera seria.
Entre los autores de intermezzi bufos de este tipo merece ser mencionado el sajón Adolf Hasse (1699-1783), antiguo discípulo de Alessandro Scarlatti y notorio autor de óperas de todos los tipos, incluyendo intermezzi muy notables, como La contadina (ca. 1730). Su popularidad en Italia fue enorme y fue conocido con el sobrenombre de il caro sassone («el querido sajón»).
Sin embargo ya hemos anotado antes la presencia de algunas óperas bufas en el siglo XVII napolitano, y hacia 1720 ya se habían desarrollado en Nápoles unas piezas extensas, de una comicidad un tanto arcaica, muy convencional, pero que constituyen verdaderas óperas bufas, de autores como Leonardo Vinci (1690-1730), Leonardo Leo (1694-1744) y, un poco más tarde, Gaetano Latilla (1711-1788) algunas de cuyas creaciones más significativas se han difundido en estos últimos años por grupos vocales y por grabaciones discográficas especializadas.
Entre los autores de óperas bufas de ámbito napolitano y dignos de mención en esta etapa podemos citar también a Rinaldo Da Capua (ca. 1715-1780), Francesco Corradini (o Coradini, ca. 1700-ca. 1750), activo algunos años en Valencia y más tarde en Madrid, Girolamo Abos (1715-1760), Francesco Araja (o Araia, 1709-ca. 1770), introductor de la ópera italiana en Rusia, y otros muchos.
Aparte de estos compositores activos en Italia, hay que señalar también la importancia de la labor musical y teatral de Antonio Caldara (ca. 1670-1736), activo en la corte de Viena, alguna de cuyas producciones llegó a Barcelona a la corte del archiduque Carlos de Habsburgo, durante la Guerra de Sucesión española (1708).
Hay que señalar que casi todos los compositores que se han citado en el campo de la ópera bufa dieron también óperas serias a la escena. Lo mismo, pero a la inversa resulta igualmente cierto: casi todos los autores de óperas serias se permitieron escribir algunos títulos bufos. Entre los autores napolitanos de este grupo hay que mencionar a Niccolò Porpora (1686-1766), que empezó su carrera operística en Nápoles en 1708 y la prosiguió durante cerca de cuarenta años con más de cincuenta óperas, de las que sólo hay un corto número de títulos bufos. Ya viejo, el compositor explotó su antigua fama, haciendo demostraciones musicales y dirigiendo conciertos. En Viena fue el maestro malhumorado y regañón, pero eficaz, de Franz Joseph Haydn.
También hay que mencionar, aunque sea brevemente, al compositor napolitano Francesco Durante (1684-1755), que aunque no escribió óperas (sí, en cambio, algunos oratorios) ejerció una fuerte influencia sobre la generación siguiente de compositores napolitanos, hasta el punto que a veces se cita su nombre como fundador de la escuela.