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II. LA GRAN EXPANSIÓN DE LA ÓPERA


X. LA ESCUELA NAPOLITANA: OPERA SERIA Y OPERA BUFFA

Alejada de los centros operísticos de los primeros tiempos, y situada bajo el dominio de la monarquía española, Nápoles vivió durante medio siglo al margen de la revolución musical de los primeros años del siglo XVII.

La ciudad era entonces sede del virreinato español, un dominio que los napolitanos habían intentado sacudirse de encima, especialmente con la revuelta (1647) llamada de Masaniello (óperas hay sobre estos eventos, como se verá), pero la presencia española estaba sólidamente afianzada y los virreyes mandados por los reyes castellanos gobernaron a veces con mano dura a los levantiscos napolitanos. Estos virreyes fueron sin duda los introductores de la ópera; la primera ocasión en que consta la llegada de operistas a Nápoles fue durante el gobierno del conde de Oñate (Ognatte, en las crónicas napolitanas): fue una compañía denominada I Febi Armonici que el mencionado virrey habría acogido en su palacio en 1651 ó 1652. Se daba así la curiosa circunstancia de que mientras el rey de España, Felipe IV, no podía sufragar los gastos de una compañía operística italiana en Madrid, su virrey en Nápoles se permitía favorecer las representaciones de ópera en su palacio.

El historiador italiano Benedetto Croce afirmó, después de haber encontrado un libreto impreso en Nápoles en 1651, que la primera ópera representada en esta ciudad habría sido L’incoronazione di Poppea, de Monteverdi, pero más tarde sus afirmaciones fueron puestas en duda y se ha dicho que el primer espectáculo de ópera representado en Nápoles habría sido L’Amazzone d’Aragona, que parece haber sido una adaptación de Veremonda, amazzone d’Aragona, de Francesco Cavalli, estrenada en Venecia aquel mismo año. En Nápoles se habría representado en el palacio real en diciembre de 1652, con motivo de los festejos organizados para celebrar la recuperación de Barcelona por las tropas de Felipe IV de España.

Sea como fuere, lo que queda patente es el origen veneciano de estos primeros espectáculos operísticos napolitanos. La compañía de I Febi Armonici, dirigida por Antonio Generoli, se quedó varios años en la ciudad al servicio de los virreyes españoles, y se estableció en el Teatro San Bartolomeo de Nápoles, iniciando una serie de temporadas operísticas que sin muchas interrupciones se mantuvieron en activo en este teatro hasta que fue derribado en 1737, año en que fue inaugurado el Teatro San Carlo, mucho más lujoso y espacioso, ya en la época de Carlos de Borbón (el futuro Carlos III de España).

Por lo que parece, el paso de los espectáculos de ópera del palacio de los virreyes al teatro público fue motivado por la necesidad de que no gravitasen sus enormes gastos sobre la corte, haciendo que la ópera fuese una diversión pública y de pago, aunque la corte tuvo que apoyar económicamente el espectáculo. Los virreyes, a partir de ahora, se limitaban a invitar a los cantantes a dar alguna representación especial en la corte, sobre todo en ocasión de celebraciones oficiales y solemnidades. A mediados del siglo XVII todavía no era habitual que los monarcas o sus representantes, los virreyes, asistiesen a funciones en los teatros, que en esos tiempos no tenían todavía de la reputación posterior que los ha considerado en cierto modo como templos de la cultura. Aún así, consta que el virrey español de unos años más tarde, el marqués de Astorga, acudió al Teatro San Bartolomeo para ver una ópera, en 1673. Desde entonces, este hecho insólito se fue haciendo cada vez más frecuente, y uno de los últimos virreyes españoles, el duque de Medinaceli, ya asistía con frecuencia a las óperas del teatro público.

Si de momento los títulos operísticos llegados a Nápoles procedían de la escuela veneciana (se citan óperas de Cesti y de P. A. Ziani entre las representadas en estos primeros años, además de otros títulos de Cavalli), con el tiempo empezaron a aparecer los primeros compositores locales, que debían de imprimir en sus obras el carácter típico del país y que debían de reflejar también cuáles eran las preferencias específicas del público napolitano, tal como había ocurrido en la Italia del Norte, igual como lo habían hecho los compositores venecianos en su propia ciudad.


Retrato de Alessandro Scarlatti (1660-1725), verdadero impulsor de la escuela napolitana de ópera.

El primero de estos autores napolitanos parece haber sido Francesco Cirillo (ca. 1623-d.d. 1670?), autor de algunos títulos escritos para I Febi Armonici, en cuya compañía se había integrado, pero no es hasta la aparición de Francesco Provenzale (ca. 1627-1704) que podemos hablar de una escuela napolitana de ópera. Provenzale es todavía hoy muy mal conocido (a pesar de que últimamente se ha recuperado alguna de sus óperas, tanto en teatro como en CD), de modo que no se sabe si realmente se le deben los modelos que después distinguirían a lo que llamamos ópera napolitana. Actualmente se conocen de él un par de óperas: la primera es la titulada Lo schiavo di sua moglie (1671 ó 1672) y que tiene carácter de ópera bufa (opera buffa), a pesar de estar fechada mucho antes del nacimiento «oficial» de este género destinado a ser típico de Nápoles. La otra ópera conservada de Provenzale es Diffendere l’offensore, ovvero La Stellidaura vendicata (1678), que se aproxima más al «género heroico» y parece haber sido representada en ambientes nobiliarios.

Pero la figura galvanizadora de la escuela napolitana fue sin duda Alessandro Scarlatti (1660-1725), compositor nacido en Palermo, pero pronto asociado al mundo musical napolitano, después de haber pasado algunos años en Roma ejercitándose en el campo de la música vocal. En efecto, en Roma se había granjeado un prestigio a través de sus cantatas, escritas para personajes prominentes de la vida musical romana, entre los cuales se contaba la reina Cristina de Suecia. Se había distinguido también componiendo algunas óperas, la primera de las cuales, Gli equivoci nel sembiante, se había estrenado en 1679 y fue representada después en varias ciudades italianas. En 1680, y en presencia de la ex reina sueca, estrenó otra ópera totiñada L’Honestà negli amori.

En 1683, y después de haber estrenado algunas óperas más en Roma, Alessandro Scarlatti se trasladó a Nápoles, donde obtuvo éxitos considerables con Il Lisimaco y sobre todo con la reposición de Il Pompeo, que había estrenado antes en Roma. Fue éste el primero de sus grandes triunfos líricos que obtuvieron un eco general. Posiblemente fue esta ópera la que le abrió las puertas del cargo de maestro de capilla de la corte virreinal (1684), con gran indignación de Francesco Provenzale que confiaba en su mayor madurez y trayectoria para obtener dicho cargo. A partir de este momento, la actividad operística de Alessandro Scarlatti adquirió un impulso creciente y pronto fue el compositor más prolífico de la escuela napolitana.

En cuanto a la ópera bufa, su nacimiento resulta un tanto impreciso. Ya vimos como una de las óperas que se han conservado de Provenzale tenía las características de la ópera bufa. Igual que en Venecia, había empresarios teatrales pendientes de los gustos del popolino, es decir de la gente de clase social modesta, que gustaba también de la ópera pero no entendía de mitología ni le interesaba la remota historia grecolatina. Hacia 1715, terminada la gran Guerra de Sucesión Española (1702-1714), debió de renacer en Nápoles el gusto por este tipo de teatro desenfadado y a veces paródico de la ópera seria (opera seria), y que no tenía por qué gustar sólo a la gente modesta, sino a todo el público en general. A esto se debe, sin duda, la presencia de una ópera de tipo bufo en medio de la producción, generalmente seria, de Alessandro Scarlatti: Il trionfo dell’onore (1718).

Aunque se ha querido ver el origen de la ópera bufa en el intermezzo buffo surgido en los teatros napolitanos para intermediar las óperas serias con números cómicos del agrado del público más sencillo, parece que esto sólo en parte es verdad, porque ya entre los autores napolitanos del primer tercio del siglo XVIII encontramos títulos bufos.

XI. LA REFORMA DEL LIBRETO OPERÍSTICO

Hasta este momento, casi todos los libretos operísticos utilizados por los compositores tenían una estructura compleja, con la inclusión de los imprescindibles personajes cómicos que, como ya vimos anteriormente, acababan deformando y desdibujando la acción.

Hacia 1690, sin embargo, empieza a percibirse una corriente de opinión entre los mismos libretistas de mejor calidad literaria, que rechazaba estas interpolaciones y lamentaba la falta de unidad argumental que conferían a los libretos. La influencia del aspecto clásico que ofrecían las obras de teatro francesas de Racine y Molière, por un lado, así como, por el otro, la recuperación del interés por la normativa clásica reintroducida por Boileau, basada en una apreciación muy rigorista de las reglas de Horacio y de Aristóteles, motivó que algunos libretistas italianos, entre los que se distinguió Silvio Stampiglia (1664-1725) y más tarde, pero de un modo muy especial el también historiador y numismático Apostolo Zeno (1688-1750), decidiesen escribir libretos ajustados a las «reglas» de lo que entonces se consideraba «buen gusto», y que además fuesen lo más fieles posible al pasado histórico grecolatino.

Zeno y algunos de sus colegas antes que él, empezaron la costumbre de dar explicaciones previas, en breves prólogos impresos a modo de prólogo de sus libretos, dando las razones por las cuales habían adoptado una determinada interpretación de un hecho histórico, y tratando de justificar por razones teatrales a los personajes que eran mera ficción, procurando reducirlos al mínimo e intentando que sus actitudes en la narración estuvieran de acuerdo con su carácter.

Por otra parte, los libretistas de esta generación estaban imbuidos de la idea de que debía desprenderse una lección moral de toda obra teatral y sus personajes actuaban, por lo tanto, bajo este imperativo, especialmente los de carácter noble (héroes, monarcas, princesas); esto, en definitiva, no era más que un reflejo de las ideas propias del Despotismo Ilustrado, cuyas teorías se basaban sobre la superioridad moral de la nobleza —puesto que tenía un origen «heroico», léase «divino»— empezando por el monarca o gobernante, alguien que por definición poseía estas virtudes en grado máximo. En las óperas, los conflictos del argumento surgen por la fuerza del amor, único elemento que podía deformar, siempre de un modo pasajero, el sentido del deber y de la justicia de los grandes héroes y de los nobles. Al final todo se arreglaba después de que hubiera quedado más o menos clara una lección moral. Esta tarea de propaganda política subliminal va quedando cada vez más clara a medida que entramos en el siglo XVIII, y culmina con la llegada al mundo de la ópera del eximio poeta y libretista Pietro Metastasio (1698-1782). Este gran escritor llevaría a un grado de refinamiento dicha influencia moral sobre el público operístico, de tal modo que parece haber sido adoptada por él y por otros muchos imitadores suyos por propia convicción, en un intento de autoasimilarse a las clases gobernantes a las que servían.

A consecuencia de esta nueva óptica de la vida teatral y operística, en los libretos empezaron a desaparecer rápidamente los personajes cómicos (nodrizas, criados, militares fanfarrones, criaditas, etc.) que tanto éxito habían alcanzado en la ópera veneciana de las generaciones anteriores. Apostolo Zeno ya no utiliza personajes de este tipo y tiende a dar a sus libretos las tres unidades exigidas por las reglas clásicas: unidad de tiempo, de lugar y de trama, y los compositores de su tiempo, encabezados por Alessandro Scarlatti, fueron poniendo en música cada vez más los libretos que se ajustaban a ese nuevo enfoque teatral.

Los principales libretistas de este período trabajaban para el teatro veneciano, pero la progresiva decadencia de éste hizo que los efectos de estos cambios se ejerciesen de modo más claro sobre los compositores napolitanos, y de modo gradual sobre Alessandro Scarlatti. La influencia del ya mencionado Silvio Stampiglia se produjo cuando este libretista romano se trasladó a Nápoles, donde algunos de sus textos fueron puestos en música por Scarlatti en los años finales del siglo XVII y primeros del XVIII.

Ya hacía mucho tiempo que los libretistas habían aprendido a marcar en el texto los pasajes destinados a ser revestidos por el compositor con música de mero acompañamiento (recitativo), procurando en tales pasajes que el texto tuviese importancia narrativa, y cuidando de que hubiese pasajes adecuados para más intensas efusiones líricas, con textos meramente reflexivos o de manifestación de los propios sentimientos (aria). En los libretos venecianos de fines del siglo XVII el número de arias tiende a reducirse, pero esto fue debido al notable crecimiento de la música de estas arias, como no tardaremos en comentar. Por otro lado, disminuye también el número de cantantes que intervienen en las óperas, de modo que a hacia 1695 ya es raro que sean más de seis o siete; esta última cifra acabará siendo la máxima aceptable (en La Calisto, de Cavalli, en 1652, había trece personajes con un papel de cierta entidad). La razón de esta disminución de los papeles operísticos era la defensa de los intereses de los empresarios de ópera, que podían formar así compañías más económicas con un número menor de cantantes, que participaban en casi todas las óperas de la temporada para la que habían sido contratados.

Como las arias eran los pasajes en los que los cantantes se podían lucir, los libretistas ya se ocupaban de distribuirlas teniendo en cuenta la importancia de los personajes y de las voces que iban a tener (seguramente de acuerdo con los compositores, ya que casi siempre coincidían ambos en un mismo teatro antes de crear la ópera que había que poner en escena). Había que tratar este asunto con un cuidado exquisito, ya que era preciso reservar la mejor parte de esas arias para los castrati más famosos y para las prime donne de mayor prestigio. Como por otra parte los grandes cantantes se negaban a cantar combinando sus voces con las de otros cantantes, sus rivales potenciales en el mundo del teatro («¡el público ha venido a escucharme a mí!», era su argumento principal), había que equilibrar muy bien qué es lo que se escribía para cada uno de esos personajes de la ópera, y qué es lo que se destinaba a los aspirantes a ocupar su puesto (la seconda donna, sobre todo) para que no surgieran indebidas competencias. Por esto en los libretos de esta época no hay casi ninguna escena de conjunto salvo cuando el argumento lo exigía por fuerza.

La estructura de las óperas queda reducida, por lo tanto, en los primeros años del siglo XVIII, básicamente a una ristra de arias, separadas entre sí por los necesarios recitativos. Pocas veces queda interrumpida la serie de arias por un dúo o algún pasaje atípico. Las escasísimas escenas de conjunto se sitúan, en el mejor de los casos, en los compases iniciales de la ópera o en los pasajes finales de los actos. Con objeto de distribuir de forma homogénea el material musical, el libretista suele dar un aria a cada personaje; cuando han desfilado todos con sus recitativos previos y sus arias, termina el primer acto. En el segundo ocurre algo parecido, de modo que éste es el momento en que cantan sus arias incluso los personajes secundarios. Pero al llegar el tercer acto, como los cantantes de rango inferior ya habían agotado su cupo de arias (dos como máximo), quedaban sólo por cantar las grandes arias de los protagonistas. Por esta razón el tercer acto de las óperas barrocas solía ser bastante más corto que los dos primeros.

Este sistema, por otro lado, daba un relieve mucho mayor al aria que antes, y así proliferó la costumbre, ya existente, pero ahora reforzada, de que los cantantes añadiesen arias por su cuenta, eligiendo entre las que les habían dado un mejor rendimiento en otros teatros. Como muchos de esos cantantes viajaban con sus arias predilectas en el equipaje (preparadas para ser impuestas a los músicos y empresarios de los teatros a donde fueran a parar), estas piezas recibieron el nombre de arie di baule (arias de baúl). Algunos cantantes tenían incluso reconocido en su contrato el derecho a interpolar arias de su gusto en sus particelas, fuese cual fuese la ópera que se estuviese poniendo en escena. Como se ha dicho, un aria solía llevar un tipo de texto que era fácil de adaptar a una nueva situación escénica. Por lo tanto el cambio favorecía al cantante-estrella y el público lo agradecía con el aplauso.

Aunque todos estos cambios en la praxis operística fueron compartidos a partir de 1700 o poco después también por la ópera veneciana, superada ya la fase especialmente barroca que comentamos en un capítulo anterior, el mérito, por así decirlo, de esta gradual reforma de la ópera corresponde a la ópera napolitana, y suele atribuirse en general a Alessandro Scarlatti, aunque no fuese él el auténtico inventor de algunos de los elementos del cambio.

XII. LA REFORMA INTERNA DE LA ÓPERA

Parece indudable que, en efecto, Alessandro Scarlatti tuvo mucha influencia en establecer que las óperas tuvieran una estructura clara y fácilmente comprensible para el público, al adoptar como pieza nuclear de sus creaciones la llamada aria da capo. Si bien es cierto, como se ha señalado ya, que la fórmula da capo existía anteriormente, y que otros autores también la utilizaron hacia estos mismos años, el hecho de que Scarlatti la adoptase de modo casi habitual (después de 1690), la consagró como fórmula eficacísima de establecer el esquema de las óperas, de acuerdo con las costumbres del momento.

El aria da capo tenía una estructura muy clara, dividida en tres secciones. La primera se iniciaba casi siempre con un tema vivo y animado tocado por la orquesta sola primero, y cantado después por el personaje al que correspondía el aria, hasta que intervenía de nuevo la orquesta con el ya conocido ritornello. Nuevamente la voz cantaba el tema, alternando con otras intervenciones de la orquesta hasta terminar esta primera sección del aria.

A continuación se desarrollaba una segunda idea o tema, más lento que el primero, que servía como «contraste»; esta idea es esencial en la estética barroca, y uno de los mejores modos de establecerlo, en música, era cambiar de ritmo y de velocidad. Sin embargo, esta segunda idea o tema solía ser de relativa importancia, y poco después la orquesta emprendía de nuevo el ritornello de la primera sección, sin ningún cambio (los músicos de la orquesta volvían atrás la página de la partitura y empezaban de nuevo: de ahí el nombre del aria da capo: en la partitura figuraba la indicación de que había que volver al inicio y tocarlo todo como la primera vez (da capo al fine, o simplemente «D. C.»). Pero ahora el cantante, en lugar de cantar lo que tenía escrito en la partitura, podía y «debía» añadir todo tipo de ornamentaciones vocales a la línea melódica que había cantado antes y que casi siempre ya tenía ornamentos. Había, pues, que añadir muchos más, y recurrir incluso a la detención de la orquesta para que el cantante pudiese ornamentar libremente, a su gusto, hasta que decidía «caer» sobre la nota en que la orquesta estaba esperándole (cadenza, es decir, «caída») para terminar juntos el aria. Los cantantes famosos podían pasar varios minutos cantando ornamentaciones solas durante la cadenza, con lo que un aria da capo podía durar ocho, diez, doce y hasta quince o dieciséis minutos, dependiendo de las libertades que se tomara el cantante.1

El sistema del aria da capo encontró un favor completo en la práctica teatral de los primeros años del siglo XVIII. Y se comprende, porque era un tipo de forma musical que favorecía a todo el mundo: al propio compositor, porque se aseguraba de este modo que el público de los teatros tendría ocasión de escuchar, en la primera parte, exactamente lo que el compositor había escrito, y no la versión alterada por algún castrato o prima donna que quería lucirse. A esos cantantes también les vino bien la nueva fórmula, porque les permitía hacer la operación contraria: demostrar que si el compositor había escrito aquello que se cantaba en la primera parte y en la segunda, ellos podían demostrar en la tercera todo lo que podían hacer de más, exhibiendo sus improvisaciones «mucho mejores» que lo que el compositor había escrito, y más difíciles.

Pero también se beneficiaban los músicos de la orquesta, que se ahorraban trabajo; no tenían más que volver la página y tocar de nuevo la pieza ya conocida y no tenían que estudiar e interpretar algo distinto. E incluso los pobres y esclavizados copistas de las partes de orquesta, se ahorraban copiar la tercera parte, ya que la música de ésta era la misma de la primera: sólo cambiaba la parte vocal.

Hasta el público se beneficiaba con este esquema, pues era mucho más fácil saber en qué punto se hallaba una pieza (cuando alguien, como era muy normal, entraba a media representación o regresaba de alguna visita), y además permitía al espectador esperar qué haría el cantante con el material que estaba cantando en la primera parte.

El sistema que ahora se ponía en vigor estaba formado por poco más que una ristra de arias da capo, separadas por trechos a veces bastante largos de recitativo a secco, es decir, con los monótonos acordes del bajo continuo (clavecín y el violoncelo). De vez en cuando se daba a un personaje un aria corta, en un solo movimiento, o cavatina, más que nada para acelerar un poco el avance de la acción (cada aria la entretenía durante varios minutos, como hemos visto). Sólo rompía el esquema un dúo de amor, único motivo suficiente para obligar a las primeras figuras a cantar juntos. Algunas veces un episodio colectivo animaba el final de la ópera, y alguna vez cantaban también todos los intérpretes de la obra al principio de la misma, justo después de la obertura, o al final del primer acto.

En algunas ocasiones un aria podía estar escrita sobre el bajo continuo, sin que interviniese la orquesta al completo. De todos modos, este recurso fue desapareciendo pronto.

Así, pues, aparte de alguna escena añadida, como una marcha o un ballet, la ópera tenía un aspecto totalmente estereotipado, de prolongada duración y nula variedad.2

Este sistema, que iría generando más tarde sus propios inconvenientes, tuvo un fuerte arraigo en el campo de la ópera napolitana y se propagó rápidamente a los autores de la escuela veneciana y a los de toda Europa —Händel fue su más fiel difusor en Inglaterra—, de modo que llegó a ser el lenguaje musical obligado de toda ópera de tema serio o «heroico», durante los cien años siguientes (todavía Mozart y algunos autores de los primeros años del siglo XIX usaron este modelo en algunas ocasiones).

Los excesos ridículos en que caían fácilmente los «divos» y las «divas» de los teatros, la frivolidad de muchos libretistas, la falta de verdaderos conocimientos de más de un músico metido a operista, las arbitrariedades de los empresarios, de los «protectores» de las cantantes, y otros muchos aspectos de una vida teatral basada más en la propia ambición que en un verdadero sentido artístico motivó la publicación, en 1720, de un divertido libro satírico por parte de Benedetto Marcello: Il teatro alla moda, cuya reciente traducción al castellano3 hace hoy asequible esta ácida y divertida diatriba en la que, según parece, Marcello hacía veladas alusiones a su colega y rival Antonio Vivaldi.

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