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La opera seria

Después de 1740 el intermezzo va reduciendo su presencia y la opera seria está ya netamente diferenciada del género bufo. En el serio predominan los argumentos clásicos de siempre, basados en la historia o la mitología grecolatina, aunque también a veces se toma como base un tema medieval (casi siempre sacado de episodios de las Cruzadas, y sobre todo basado en el ciclo de La Jerusalén liberada de Tasso). En algún caso muy excepcional, se acude a temas «exóticos» de Asia (Timur Lang, Gengis Khan) o de América (Moctezuma fue un personaje que apareció más de una vez en escena). La ópera seria se mantuvo como uno de los espectáculos más elegantes que podía ofrecer una corte nobiliaria en estos años, y poco a poco fue quedando reservada para actos oficiales: bodas principescas, celebraciones oficiales, aniversarios de soberanos, victorias políticas o militares, etc. Su tono se hizo más elevado y poco a poco acabó siendo incluso rígido. No parece, sin embargo, que hubiese una neta división en cuanto al público: los teatros se llenaban tanto con las óperas serias como con las bufas, y aunque poco a poco se apreciaron mejor las últimas, también veremos más adelante que las piezas bufas iban adquiriendo poco a poco algunas de las características de la ópera seria.

Ésta se distinguía sobre todo por el tono sumamente decorativo adquirido por las arias da capo, de las que se apoderaban las grandes figuras del canto en detrimento de toda otra consideración musical o artística. La ópera se había convertido en una galería de exhibición vocal, y el argumento, el contenido orquestal, y demás elementos del drama tendían a desaparecer bajo el peso de la fascinación vocal —sin duda excepcional, algunas veces— de esas gargantas privilegiadas, que solían ir acompañadas de una total ausencia de sentido teatral. Si, como vimos, ya en 1720 Benedetto Marcello se sintió inclinado a burlarse de los excesos del género, con el avance del siglo XVIII acabó siendo general la idea de que había que cambiar la ópera para que fuese un espectáculo más inteligente y menos atado a los caprichos canoros de unos pocos, con el beneplácito pasivo de muchos. Cuando Francesco Algarotti publicó en 1755 su Saggio sull’opera, llamando la atención sobre las absurdidades del género operístico al uso, sus opiniones no tardarían en encontrar una respuesta eficaz, como tendremos ocasión de comentar.

Los géneros serio y bufo no agotaron las posibilidades escénicas de la ópera de estos años: ya desde principios del siglo XVIII abundan las llamadas pastorales y serenatas, generalmente de formato mediano y de tema bucólico o campestre, con pocos personajes (cinco son ya muchos). Su sencilla estructura dramática permitía que fuesen puestas en escena en los salones de algún palacio o incluso en la habitación privada de algún noble o monarca. Sus arias y sus recitativos, algo menores en número, no se diferenciaban en gran cosa respecto a los de la ópera seria.

XVI. LA ÓPERA VENECIANA A PARTIR DE 1700

La antigua tradición operística veneciana sufrió una fuerte transformación a partir de los primeros años del siglo XVIII, cuando se fue imponiendo el modelo napolitano y esa clara división entre ópera seria y bufa que fue su resultado más importante.

En el campo de la ópera seria se distinguieron de modo especial algunos compositores que el mundo occidental ha descubierto con el auge de la música instrumental barroca, y que por esta razón son todavía mal conocidos por lo que a sus aportaciones operísticas se refiere: Antonio Vivaldi (1678-1741) y Tommaso Albinoni (1671-1750). Por lo que se refiere al primero, la ola de reconocimiento universal que lo ha llevado a la cumbre del barroco musical a lo largo del pasado siglo XX, ha servido para dar a conocer algunas de sus grandes creaciones operísticas: entre las más divulgadas podemos mencionar L’Orlando furioso (1727) y L’Olimpiade (1734), aunque la primera que fue dada a conocer fue La fida ninfa (1732). Excepto en festivales y ocasiones especiales, las óperas de Vivaldi rara vez alcanzan los teatros, y van siendo dadas a conocer mediante grabaciones discográficas, y aún éstas sometidas a drásticos cortes por la excesiva longitud de las partituras. En cuanto a Albinoni, sus producciones, las pocas que no están perdidas, se hallan todavía en un limbo poco fácil de difundir, aunque en el campo del disco pueden encontrarse un par de títulos editados, uno de los cuales es el intermezzo Pimpinone (1724), sobre el mismo tema que la pieza de Telemann de idéntico título.

Vivaldi se sujeta sin muchos cambios a la nueva estructura de las arias da capo y crea un tipo de espectáculo vocalmente muy brillante, pero teatralmente convencional. En sus partituras, la coloratura está a la orden del día para todos sus personajes, especialmente para los femeninos y los destinados a castrati; ocasionalmente introduce en las óperas algunas ideas de su música instrumental (como un tema de Las cuatro estaciones en un aria de su Orlando furioso).

Vivaldi no fue sólo autor de óperas, sino también empresario y llevó una vida muy activa en este campo durante los años centrales de su carrera, manteniendo incluso relaciones con alguna cantante, pese a su condición de sacerdote (que probablemente ocultaba). Obtuvo notables éxitos musicales y fue bien recibido tanto en la corte de Viena como en la pontificia, donde el papa Inocencio XIII lo felicitó después de una función, ignorando sin duda que tenía delante a un sacerdote de vida azarosa.

Ya se ha citado más arriba la ridiculización que en 1720 hizo el compositor de estirpe noble, Benedetto Marcello, de los defectos e incongruencias de las óperas. Parece seguro que Marcello quiso atacar con su libro la labor operística del «plebeyo» Vivaldi, pero el resultado de su libro, un verdadero best-seller de la literatura musical italiana de su siglo, fue proporcionar material para docenas de óperas estrenadas a partir de entonces y basadas en las pequeñas rencillas de un teatro de ópera con su angustiado empresario y toda la gente que trataba de vivir a su costa.


Retrato del músico Antonio Vivaldi (1678-1741).

Es preciso citar aquí, al margen de los compositores venecianos de estos años, la presencia en Venecia del más tarde célebre compositor alemán Georg Friedrich Händel (1685-1759), que se había adherido a las nuevas normas de construcción operística (parece que conoció personalmente a Alessandro Scarlatti en Roma, y en todo caso fue amigo de su hijo Domenico). Händel obtuvo un éxito inmenso con su ópera Agrippina (1709), y probablemente fue este hecho el que acabó de decidir a los compositores venecianos a adoptar los esquemas operísticos procedentes de Nápoles. Después, cuando Händel pasó a Alemania y a Londres, escribió una considerable cantidad de óperas serias y algunas pastorales, en todas las cuales seguía fielmente el nuevo modelo de ópera que había aprendido en Italia.

La ópera bufa en Venecia

Aunque menos divulgada que la napolitana, hubo también en Venecia una corriente de adaptación del lenguaje operístico al género cómico, a mediados del siglo XVIII. Uno de los impulsos de esta corriente fue la brillante carrera literaria que desarrollaría en Venecia el comediógrafo Carlo Goldoni (1707-1793). Este escritor había sabido introducir en sus comedias unos temas humanos y unos recursos escénicos basados en la brillantez de las situaciones y del diálogo y en la exposición de una idea moral brillantemente ejemplificada a través de la sátira de los pequeños vicios cotidianos de la burguesía, contrastados con las astucias de los personajes socialmente menos afortunados, que ocupan los puestos de criados o sirvientas característicos de la antigua commedia dell’arte, pero con una dialéctica nueva, más moderna, urbana y civil que les sirve para ocultar mejor sus propósitos a la hora de favorecer a los personajes «positivos» de la obra y burlarse de los «negativos».

Desgraciadamente, los profesores de literatura suelen desconocer las vinculaciones de algunos escritores con la música, y el hecho de que Goldoni fuese, de hecho, el libretista de las mejores óperas de su tiempo pasa casi del todo inadvertido, como, por ejemplo, lo es también en España la importante labor operística y teatral de don Ramón de la Cruz, en la misma época.

El gran éxito de las comedias de Goldoni anduvo parejo con el de las óperas bufas escritas por algunos compositores hábiles, entre los que hay que destacar, en primer lugar, el veneciano Baldassare Galuppi (1706-1785), llamado «il Buranello» por ser nacido en Burano. Este compositor escribió entre 1740 y 1760 una larga serie de óperas bufas de tema goldoniano que dieron la vuelta por los mejores teatros de Europa con un gran éxito, equivalente al de los mejores compositores napolitanos. Entre los títulos hoy mejor conocidos de Galuppi (no del «gran público», por supuesto) hay que mencionar la graciosa sátira L’Arcadia in Brenta (1749), con una escena bufa de estornudos que se hizo famosa; Il mondo della luna (1750), con un argumento que usarían también Haydn, Paisiello, y otros para construir nuevas partituras del mismo título; Le pescatrici (1753); Il filosofo di campagna (1754, que se representó en varias ciudades españolas), y otras muchas. La música de Galuppi es refinada, con fuertes dosis de elementos galantes propios de su época, y un sentido melódico muy desarrollado. Naturalmente, es al mundo del disco al que hay que agradecer la recuperación de muchos de sus títulos, algunos de los cuales aparecen a veces en algunos festivales veraniegos con solera.


Grabado de Baldassare Galuppi, realizado por G. Bernasconi.

Aunque hubo otros compositores de calidad activos en la Venecia de los años centrales del siglo XVIII, el único que ha merecido alguna atención modernamente es Ferdinando Gasparo Bertoni (1725-1813), autor de un apreciado Tancredi (1766) y autor de un curioso Orfeo ed Euridice (1776) sobre el mismo libreto de Calzabigi que había utilizado Gluck en 1762.

Baldassare Galuppi tuvo tanta fama en la Europa de su tiempo que fue el primero de los grandes compositores italianos que la zarina Catalina II invitó a trabajar en Rusia cuando subió al trono, abriendo así la serie de compositores italianos que harían de San Petersburgo un escenario importante en el campo de la ópera.

Si bien Venecia tuvo en Galuppi al último de los grandes operistas de su historia, el auge de la ópera italiana continuó a medida que avanzaba el siglo XVIII y fueron muchos los compositores europeos que, aun perteneciendo a otros países y culturas, adaptaron sus creaciones operísticas al estilo de los italianos, lo único posible en una época en la que éstos todavía poseían los secretos de la técnica vocal.

XVII. LA REFORMA DE GLUCK

Mientras en Alemania triunfaba la ópera seria al uso, con todos sus «excesos», representados por Carl Heinrich Graun (1704-1759), que llenó de ornamentaciones de gusto rococó las óperas que escribía en Berlín para el rey Federico II de Prusia (autor del libreto de su ópera antiespañola Montezuma (1755), en Austria se empezaba a destacar un compositor que llevaría a cabo una importante reforma de la ópera. En efecto, Christoph Willibald Gluck (1714-1787), después de haber viajado por Europa y de haber escrito numerosas óperas italianas (La caduta dei giganti, en Londres, en 1746), muy apreciadas por su sobriedad, dentro del culto a la ornamentación que entonces se ejercía, a su regreso a Viena tuvo la suerte de casarse con una viuda rica (Marianne Pergin) y se vio así librado de la esclavitud de una relación teatral con empresarios exigentes. Su boda le abrió las puertas de la corte, donde fue profesor de música de varios de los hijos e hijas de la emperatriz María Teresa de Austria, entre los cuales estaba María Antonieta. Apasionado por la ópera, no dejó de observar la presencia de varias óperas francesas, muy poco conocidas fuera de Francia, que yacían en los estantes de la Biblioteca Imperial de Viena; se interesó en especial por el género cómico francés, y estrenó en Viena varias óperas en las que imitaba el formato e incluso los temas de la opéra-comique, como L’ivrogne corrigé (1760), Le cadi dupé (1761) escribiendo también música para ballets «de acción», como Don Juan (1761).

En estos años Gluck trabó amistad con el libretista italiano Raniero de Calzabigi (1714-1795), que había leído el ensayo de Algarotti sobre los excesos vocales de la ópera italiana, y estaba decidido a llevar a cabo una reforma del género operístico: en realidad no era sino abandonar los esquemas del barroco para adoptar los del neoclasicismo en un momento en que todo el mundo estaba redescubriendo la sobriedad del mundo clásico después del descubrimiento de las ruinas de Pompeia y Ercolano (1748). Gluck se asoció a esta idea, que implicaba la eliminación de las típicas y grandilocuentes arias da capo, suprimía, de paso, los largos y aburridos recitativos con bajo continuo (clave y violoncelo), y los reemplazaba por recitativos «acompañados», es decir, con la orquesta al completo; eliminaba a los castrati y sus abusos ornamentales en la línea vocal de las óperas, y daba un relieve especial a la veracidad de los argumentos, concebidos como verdaderos dramas de la Antigüedad clásica, a fin de producir en el espectador la admiración y el respeto ante los antiguos monumentos literarios del pasado, revividos por su música y convertidos en dramas musicales.


Retrato de Christoph Willibald Gluck (1714-1787).

Su primera ópera «de la reforma» fue, en 1762, Orfeo ed Euridice, estrenada como ópera de cámara con cierto éxito en el teatro de la corte de Viena en presencia de la emperatriz María Teresa y su esposo. Gustó bastante, pero el sentido de la reforma no fue bien entendido por el público y Gluck y Calzabigi emprendieron una segunda ópera, Alceste (1767), mucho más ambiciosa, y en cuya partitura Gluck publicó un prólogo, verdadero y primer manifiesto de un compositor en torno de una obra musical, explicando los objetivos de la reforma y atribuyendo modestamente el mérito a Calzabigi. Con un tercer intento, Paride ed Elena (1770), culminó la labor conjunta de Gluck y Calzabigi, pero estaba muy claro que en Italia, sobre todo, el sentido de la reforma no cuajaba, y en algunas de sus óperas, sobre todo en Orfeo, los empresarios y músicos de las compañías operísticas al uso añadían arias da capo para redondear «el efecto» de estas austeras obras.


Representación de la ópera Orfeo ed Euridice, de Gluck. (Producción de J. P. Ponnelle, con Ruza Baldani en el papel principal, Gran Teatro del Liceo de Barcelona, 1983.)

Convencido Gluck de que el verdadero sentido de la «reforma operística» sólo podía ser apreciado por el público francés, alejado de las tradiciones italianas, se trasladó a París, donde apeló a su antigua alumna María Antonieta, quien era ahora «delfina» de Francia, por su boda con Luis XVI. Gracias a ella, Gluck logró que se le abrieran las difíciles puertas de la Ópera, cuyos regentes se consideraban depositarios de las reglas que tenía la institución como Academia Real de Música. Con el apoyo de María Antonieta, Gluck pudo estrenar en 1774 la ópera Iphigénie en Aulide, que la «delfina» aplaudió ostensiblemente, impulsando la aprobación del público a su favor.

Poco después, fallecido Luis XV y convertida ya en reina de Francia, continuó apoyando a Gluck, que logró estrenar su nueva versión de Orfeo ed Euridice (agosto de 1774, Orphée, en francés), con la que obtuvo el beneplácito definitivo del público, ya que el castrato que por imperativos del teatro de corte vienés había tenido que utilizar en 1762 fue sustituido por un tenor de tesitura muy alta.

De esta forma Gluck se convirtió en el estandarte de los partidarios de la ópera francesa, en contra de los partidarios de la ópera italiana. Estos últimos animaron al compositor italiano Niccolò Piccinni a viajar a París, a fines de 1776, donde, contra su voluntad, se convirtió en bandera de la «facción» italianista («Guerra de Gluckistas y Piccinnistas»). Finalmente, Piccinni aceptó el reto de componer una ópera, compitiendo con Gluck, sobre el tema de Iphigénie en Tauride. Gluck fue más rápido que su rival y presentó su ópera en la Opéra de París (primavera de 1779) con gran éxito. En este título la austeridad de la reforma gluckiana-calzabigiana alcanza el más alto nivel de pureza y concentración, con arias cortas, escenas corales, recitativos y ceremonias griegas «auténticas», sin olvidar el preceptivo ballet.

Pero en su ópera siguiente, Echo et Narcisse (1779) Gluck cosechó un fracaso, y un leve ataque de apoplejía lo decidió a regresar a Viena, cerrando así su etapa parisién. En Viena cultivaría la amistad de Mozart, en cuyas primeras óperas influyó bastante. Una repetición de su apoplejía puso fin a su vida. La influencia de Gluck sería más poderosa sobre los compositores italianos arraigados en París, empezando por el rival de Mozart, Antonio Salieri (1750-1825), cuya ópera Les Danaïdes (1784) fue presentada bajo el nombre de Gluck; una vez obtenido el triunfo, se reveló el secreto de su verdadero autor. Con el tiempo la influencia gluckiana se haría sentir en Luigi Cherubini (1760-1842) y Gasparo Spontini (1774-1851) y, a través de éstos, llegaría a influir sobre los contenidos de la ópera italiana y cambiarlos, como veremos.

XVIII. LA ÚLTIMA Y BRILLANTE ETAPA DE LA LLAMADA «ESCUELA NAPOLITANA»

Al margen de estos hechos, a partir de 1760 se había ido desarrollando un nuevo grupo de compositores napolitanos que tuvo un considerable eco en toda Europa, más por el enfoque de sus óperas bufas que por sus óperas serias, que también escribieron en relativa abundancia.

Pero lo más notable de estos autores fue su visión cada vez más destacada y enriquecida del género bufo. El proceso empezó con el ya citado Niccolò Piccinni (1728-1800), en cuyas óperas bufas se recoge el cambio de sensibilidad artística propia de la era del Rococó, que en el terreno del arte de los sonidos recibe el nombre de «música galante». Basada en la transparencia, la elegancia, la atención especial a la melodía, dejando en un segundo plano la armonía y el contrapunto, la labor de Piccinni y de los restantes autores del grupo que citaremos a continuación, consistió en acercar lentamente el género bufo al serio, introduciendo en el primero muchos elementos que le daban a la ópera bufa una categoría teatral y musical superior a la de los primeros tiempos. Se percibe un cuidado especial en la selección de las voces de los principales personajes, asimilables a las voces «serias» (especialmente los tenores y las sopranos), en contraste con las siempre importantes voces «bufas» (bajos y barítonos, poco diferenciados todavía). Otro elemento importante es el carácter emocional —sentimental, se diría, a partir de los años 1760— de las narraciones teatrales, bajo la influencia de las novelas «para llorar» (la novela larmoyante iniciada hacia 1750 por la Pamela, de Samuel Richardson). Precisamente Piccinni lanzó esta moda al adaptar a ópera la famosa novela, convertida así en La Cecchina, ossia La buona figliuola (1760) cuyo éxito fue tan extenso en toda Europa que influyó incluso en las modas y los peinados de las damas, que lloraban «elegantemente» ante las desgracias de la pobre Cecchina, expulsada de su trabajo por una mal informada marquesa. La Cecchina se iba llorando, no sin cantar un aria conmovedora (en cuya melodía se inspiraría el astuto Gluck para su aria final de su Orfeo). Al final —la época «feliz» del Rococó difícilmente aceptaba finales tristes— se descubría el origen noble de la Cecchina, que podía así casarse con el hermano de la marquesa. Pero quedaba la historia a punto para una segunda parte: La buona figliuola maritata (1762), que también recorrió Europa en triunfo, y donde se narraban nuevas peripecias de la ingenua muchacha.

No era sólo una cuestión argumental: en las óperas bufas se insinuaban temas amorosos y sentimentales que iban más allá de lo convencional: los roles de los enamorados se acercaban a los papeles de la ópera seria en cuanto a exigencias vocales y a la capacidad de obtener nuevos efectos hasta entonces ausentes de la ópera bufa. Crecían las exigencias vocales para interpretar estos papeles, cuyos cantantes eran objeto de homenajes en los teatros. Poco a poco, los bufos entraban también en el Olimpo de las prime donne y de los castrati cuyo dominio en la ópera seria seguía siendo poderoso, pero cada vez más restringido.


Escena de La Cecchina, ossia La buona figliuola, de Piccinnni. (Representación en el Festival della Valle d’Itria, Italia, 1990.)

No debe olvidarse, sin embargo, que todos los autores de ópera bufa que se mencionan aquí alternaron sin especial problema las óperas bufas con las óperas serias: hasta el final del siglo XVIII la ópera seria no empezará a batirse en retirada, y algunas muestras de esta forma llegarán hasta los años 1830.

Los compositores de esta última etapa de la ópera bufa (y seria) napolitana son, además del ya citado Piccinni, Niccolò Jommelli (1714-1774), Davide Pérez (1711-1778), el tarentino Giovanni Paisiello (1740-1816), Pietro Alessandro Guglielmi (1728-1804), Pasquale Anfossi (1727-1797), Tommaso Traetta (1727-1779), Giuseppe Gazzaniga (1743-1818), Angelo Tarchi (1759-1814) y, quizás el más brillante de todos, Domenico Cimarosa (1749-1801). No todos eran napolitanos, pero formaron parte de un conjunto de músicos muy destacados en su época, de rasgos parecidos y de un alto nivel de calidad compositiva, aunque no siempre su talento se dedicara a textos teatrales de suficiente valor.

De los antes mencionados, Davide Pérez, de origen español, tuvo un considerable prestigio y pasó a ejercer su profesión en Portugal, donde murió; Tommaso Traetta se distinguió por haber trabajado en la corte de Parma, al servicio de Felipe de Borbón y haber aproximado su estilo al género francés, preferido por su soberano; más tarde fue llamado a la corte de Catalina II (1768-1775), donde volvió al estilo de sus primeras óperas. Niccolò Jommelli fue especialmente apreciado por su calidad orquestadora, favorecida por los años que trabajó en Viena y en Stuttgart; fue de todos quien con menor frecuencia entró en el género bufo; sus últimas óperas no alcanzaron el éxito que merecían por su excesiva densidad. Pasquale Anfossi fue muy valorado en su tiempo y sus óperas se representaron por toda Europa. Mozart escribió algunas arias para incluir en alguna de las piezas de Anfossi.

Figura estelar en el conjunto fue Giovanni Paisiello, en el candelero desde 1765, aproximadamente; sus grandes éxitos en ambos géneros, así como en el campo del oratorio e incluso de la música instrumental lo hicieron célebre. Favorecido por los libretistas mejor situados de Nápoles (Francesco Cerlone y el prolífico Giambattista Lorenzi), se hizo notar pronto en los teatros italianos y alcanzó una rápida fama. Fue invitado a la corte de Catalina II cuando Traetta dejó el puesto y permaneció allí casi ocho años (de 1776 a 1784); fue durante esta estancia que compuso su universalmente famoso Barbiere di Siviglia (1782) precursor del de Rossini; es una ópera con elementos bufos de raíz veneciana (su «trío de los estornudos» tiene su modelo en Galuppi). A su regreso a Nápoles, Paisiello causó furor con otros varios títulos, entre ellos La molinara (1788) y Nina, ovvero La pazza per amore (1789), en donde aparece por primera vez como recurso musical y teatral un aria de la locura de la protagonista; la ópera puede considerarse, además, el inicio del género llamado «semiserio». Otros éxitos de Paisiello, como un curioso Don Chisciotte della Mancia (1769), La Frascatana (1774), que fue la primera de sus óperas que llegó a España, e Il Socrate immaginario (1775), recorrieron Europa en triunfo. Su estilo, un poco menos brillante que el de sus rivales, con tintas de colores tenues, muy de acuerdo con la moda de su tiempo, lo distinguieron entre los autores de la escuela napolitana. Los últimos éxitos los logró en París, al servicio de Napoleón, para cuyo ceremonial y coronación (1804) escribió música religiosa.

Giuseppe Gazzaniga (1743-1818), asimilado más o menos a la escuela napolitana, aunque era de Verona, ha quedado en la historia de la ópera por su Don Giovanni Tenorio (1786) en el que se inspiró el libretista de Mozart, Lorenzo Da Ponte, para crear su versión de esta historia.


Retrato de Giovanni Paisiello (1740-1816).


Programa de una representación en catalán de Barbiere di Siviglia, de Paisiello, en el Teatro Principal de Barcelona, 1999.

Sin embargo el más ilustre de la escuela napolitana fue, sin duda, Domenico Cimarosa (1749-1801), quien supo labrarse un primer lugar en la escuela a pesar de tener que luchar contra la fama de Paisiello. En los año 1780 Cimarosa era ya una primera figura de la escuela, con éxitos como L’italiana in Londra (1778), Il pittore parigino (1781), I due baroni di Grotta-Azzurra (1783), Chi dell’altrui si veste, presto si spoglia (1783), Il marito disperato (1785), L’impresario in angustie (1786), Le trame deluse (1786) y otros muchos títulos, tanto largos como breves, todos ellos revestidos de una música muy galante, de modesta pero cuidada instrumentación, y con momentos musicales superiores, aunque muchas veces perjudicados por la inanidad de los libretos de baja calidad. Sus óperas circularon por toda Europa, e incluyeron también valiosos ejemplos de ópera seria, como Artaserse (1781), Caio Mario (1781) o Giunio Bruto (1782). Invitado como casi todos sus colegas a la corte de Catalina II de Rusia, no conectó bien con los gustos de la soberana y estrenó pocas óperas, la mejor de las cuales fue Cleopatra (1789). Por esta época debió de escribir la escena cómica para barítono y orquesta Il maestro di cappella, que ha sido muy cantado en el siglo XX.

Huyendo del tremendo clima ruso, Cimarosa y su segunda esposa regresaron a Nápoles, pero a su paso por Viena el célebre compositor fue festejado por la corte y el emperador Leopoldo II le encargó la que sería su obra maestra, Il matrimonio segreto (1792), con libreto de Giovanni Bertati, y que se extendió por Europa como la pólvora, después de haber alcanzado una enorme serie de funciones en Nápoles en 1793, en cuanto regresó el compositor. La influencia de esta ópera fue inmensa, empezando por su brillante tratamiento de las voces de los bufos (bajos o bajo y barítono), enfrentados en un inmenso y famosísimo dúo «Se fiato in corpo avete». La ópera tiene también sus aspectos sentimentales y hasta prerrománticos, como el aria «Pria che spunti in ciel l’aurora», para el tenor, envuelta en una sugestiva nocturnidad realzada por un clarinete solista.

Il matrimonio segreto (que tuvo que repetirse íntegra el mismo día de su estreno en Viena, en 1792), es la primera ópera italiana del repertorio internacional que no ha dejado nunca de representarse, y es un anuncio directo de lo que sería el célebre estilo bufo rossiniano de veinticinco años después.

De su estancia en Rusia, Domenico Cimarosa supo extraer detalles folklóricos audibles en su nuevo éxito Le astuzie femminili (1794), además de dar nuevas óperas serias de calidad, como Gli Orazi ed i Curiazi (1796). Su actitud prorrevolucionaria (escribió un himno republicano, a raíz de la revuelta de 1799) estuvo a punto de costarle la vida, que salvó gracias a su fama —el autor del texto del citado himno fue ejecutado—. Liberado, Cimarosa se refugió en Venecia, donde murió sin haber acabado su última ópera, Artemisia.

Con él terminó prácticamente la llamada escuela napolitana de ópera, aunque el romano Valentino Fioravanti (1764-1837) vino a ser un apéndice de dicha escuela y alcanzó un éxito perenne con la ópera bufa Le cantatrici villane (1798), que no ha llegado a desaparecer nunca del todo del mundo de la ópera italiana. Fioravanti fue además padre de un compositor (Vincenzo) y de un bajo bufo (Giuseppe), padre a su vez de dos celebrados bajos bufos del siglo XIX (Valentino y Luigi Fioravanti).


Escena del primer acto de Il matrimonio segreto de Domenico Cimarosa. (Carlos Chausson como Geronimo y Malin Hartelius como Elisetta, Zúrich, 1996.)

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1 La cantante italiana Nella Anfuso ha grabado las arias que solía cantar el famoso castrato Farinelli, con todas las ornamentaciones, trinos, gorjeos, escalas y exhibiciones vocales del caso; puede apreciarse que un aria cantada así en su forma original, podría durar más allá de quince minutos de canto ornamentado.

2 En una representación del Artaserse (1744) de Terradelles, compositor catalán afincado en Italia, un crítico que desconocía sin duda las características de la ópera barroca, se levantó indignado reclamando que al menos hubiera un dúo de vez en cuando. El único dúo de esta ópera llegó en su momento, bastante más tarde.

3 Marcello, Benedetto, El teatro a la moda, Alianza Editorial, colección Alianza Música n.° 7, Madrid, 2001 (traducción castellana y edición de Stefano Russomanno).

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