Kitabı oku: «El ataúd en uso», sayfa 2
03
La señorita Carmen había llegado de la capital hacía dos meses. Era la primera maestra que llegaba al pueblo, como gesto tardío de algún político que de repente se acordó que Chumico existía. Los habitantes del pueblo habían mandado peticiones por muchos años para que se les asignara una maestra, pero estas fueron ignoradas. A pesar de que San Miguel estaba más lejos, allá tenían cura y maestra permanentemente con la consiguiente indignación de los chumiqueños.
La maestra que llegaba era muy joven. De ojos oscuros, serios y la boca de labios delgados apretados casi en un mohín de amargura; el largo pelo negro estirado sobre las sienes y amarrado detrás de la cabeza en un rodete. No era bonita, pero sus delicadas facciones de piel muy blanca no acostumbrada a los rayos del sol, inspiraban simpatía al momento de conocerla a pesar de que sonreía poco. Había desembarcado de una panga que la trajo del barco anclado bahía afuera, muy erguida y sin pedir apoyo. Al pisar la playa se notaba turbada cuando los alborozados chiquillos que la esperaban gritaban al unísono: ¡Viva la Maestra! ¡Viva la Maestra!
Carmen Teresa Bermúdez era la hija menor de un matrimonio pobre de la capital. La madre, doña Evarista, quedó viuda a los treinta y cinco años y se dedicó a sus hijas con lo que le producía una pequeña fonda en donde daba de comer a casi toda la guarnición de colombianos acantonados en Panamá. Educó a las muchachas con la gentileza de las clases pudientes. Las cuatro aprendieron a pintar al óleo, a bordar primorosamente al pasado y punto de cruz, y algo de latín, además asistían a diario a los actos piadosos de las iglesias vecinas. Las muchachas pasaban los días entre misas, lecciones y novenas. La viuda se entendía sola con el trabajo en la fonda y nunca permitió que las hijas se rozaran con la soldadesca que acudía a comer allí.
—Yo no he criado a mis hijas para manos de soldados, —solía decir.
Carmen era la única que a diario se rebelaba en contra de la gentileza artificial impuesta por la madre. A ella, poco le gustaba la costura y siempre acababa la clase de dibujo tirando los pinceles contra la pared ante las constantes críticas del maestro, un español pintor de santos de iglesia que llevaba muchos años en Panamá. Él, le decía a doña Evarista después de cada lección:
—Carmen no tiene paciencia señora. A ella lo que le gusta es leer. No tiene ninguna vocación para el arte. Sería mejor que no la fuerce usted; a empujones no va a aprender nada.
—Déjese usted de tonterías. Mi hija es inteligente y va a aprender como las hermanas. Usted cobra bien por las clases que da y yo le pago con puntualidad, así que no tiene porqué quejarse tanto.
Resignado, el español no se atrevía a contrariar a la señora, pero de continuo le prestaba a Carmen tomos y volúmenes que él había traído consigo de España, una mezcla de novelas clásicas, libros de historia y filosofía. Finalmente, Carmen acabó por convencer a la madre de que ella no había nacido para artista del pincel y le expresó su deseo de matricularse en la Escuela de las señoritas Rubiano en donde las jóvenes recibían educación superior. Sus hermanas trataron de disuadirla de sus propósitos de estudiar, arguyendo que nadie se iba a casar con una sabionda. Carmen se encogía de hombros negándose a escucharlas.
—No me importa —le decía—, prefiero quedarme soltera a ser una ignorante toda la vida.
Doña Evarista, espantada, no sabía qué hacer con la hija cada día más retraída en su mundo de libros y que poco participaba de la vida social de la familia. Cuando cumplió los catorce años, acabó por acceder a dejar que se matriculara en la Escuela de las Rubiano.
Las veladas transcurrían alegres en la vieja casa de madera grande y cómoda situada en la loma de Las Perras. Las muchachas conversaban animadamente con los jóvenes invitados, bajo la atenta mirada de doña Evarista que desde su mecedora bien situada supervisaba la tertulia. En verano, el aroma del jazmín del Cabo que crecía en profusión en el patio central de la casa, inundaba las habitaciones con su dulzura. La mayor de las hijas llamada Irene, ya tenía novio a los diecisiete años. Se había comprometido con un joven español, dueño de una pequeña mueblería situada cerca de la playa de San Felipe. Las otras dos se entretenían con los oficiales de la guarnición y algunos jóvenes del vecindario. Carmen participaba muy poco en la conversación del grupo. De costumbre se sentaba en una esquina de la salita enfrascada en la lectura de uno de los libracos que el Profesor español le prestaba y hasta entrada la noche leía a la luz de una lámpara de querosín, sin importarle las idas y venidas de visitantes y parientes. En secreto, doña Evarista era de la opinión que la muchacha acabaría por aburrirse de tanto estudio.
—Ya se le quitarán los humos de la cabeza, —les decía a las otras hijas.
Pero Carmen, imperturbable, siguió estudiando bajo la tutela de las Rubiano. Por tres largos años se levantaba bien temprano y recogiendo sus libros salía veloz sin hacerle caso a las amonestaciones de Evarista que la llamaba a desayunar, aunque fuera un pedacito de bollo. En el día de la graduación, la madre por primera vez sintió el orgullo de tener una hija educada. Con su vestido vaporoso de volantes blancos y el negro pelo amarrado sencillamente detrás de las orejas con una cinta rosada, la muchacha se veía casi hermosa, con el rostro ruborizado de emoción al leer el discurso de graduación que tuvo el honor de pronunciar por ser la mejor alumna.
Armada con su flamante diploma, la joven comenzó la ardua labor de solicitar trabajo de las autoridades del Gobierno. Por esos días se preocupaban por las actividades liberales de los pueblos del interior y tratando de apaciguar las quejas por falta de atención, que a diario llegaban a las oficinas del Estado, decidieron despachar a las jóvenes maestras a los pueblos del litoral sur que nunca antes habían recibido educación formal. Es así como Carmen fue nombrada maestra de Chumico, el último pueblo de la región del sudeste del Istmo de Panamá. •
04
—Mamá, me voy a trabajar a un pueblo que se llama Chumico, —anunció Carmen.
—¡Dios mío! ¿y en dónde queda eso? —Preguntó Evarista.
—En la costa sur. Hay que embarcarse tres o cuatro días para llegar hasta allá.
Al oír la palabra «embarcarse» a doña Evarista le dio un vahído.
—¡Dios mío, Dios mío! ¿qué he hecho yo para merecer este castigo? Mi pobre hija quiere irse a la selva a trabajar. ¡Quién sabe qué clase de peligros hay por allá! ¡Todos esos pueblos son de negros casi salvajes! —La pobre mujer se retorcía las manos con desesperación y lágrimas en los ojos.
—No importa de qué color es la gente por allá, —replicó la muchacha—. Han pedido una maestra y el Gobierno me pagará diez pesos al mes por trabajar. Para eso estudié mamá, para enseñar a los que más lo necesitan.
—Hija mía, piénselo bien. Ese trabajo es una locura. Usted es todavía una niña. ¿Cómo va a irse tan lejos?
Fueron días de discusiones y llanto. Finalmente la madre acabó por acceder a los deseos de la muchacha. A regañadientes aceptó que Carmen se fuera a Chumico, pero eso sí: tenía que ir acompañada de la tía Eugenia, vieja solterona hermana de Evarista que había vivido con ellas desde hacía muchos años.
—Una chiquilla no puede viajar sola tan lejos por muy maestra que sea. Eugenia irá con usted o no va. —Carmen accedió. En el fondo le daba un poco de miedo la gente desconocida. Además, ella se llevaba muy bien con la vieja Eugenia, a pesar de lo rezongona que era. Las hermanas de Carmen se persignaban cada vez que se mencionaba Chumico en su presencia.
«¿Habrase visto, loca? —comentaban con burla—, quiere irse a un pueblo de negros y culebras. Allí no hay más que mosquitos y enfermedades.
—Irene ya se había casado con el español de la mueblería y llegaba todas las tardes a regañar a la hermana menor, vanidosa luciendo sus prendas y vestidos de tafetán y el coche nuevo. Carmen, sin hacer caso de sus argumentos, seguía preparando su baúl para embarcarse en el próximo bongo que saliera rumbo a Chumico.
Por esos días doña Evarista estaba pensando seriamente en volver a casarse con un Oficial de la guarnición que por meses la había estado cortejando entre bocado y bocado en la fonda. Don Francisco Biendicho y Larrañaga era hijo segundón de una familia muy importante de Madrid, como decían los rumores que de él corrían por el Cuartel. Solterón empedernido y asiduo concurrente de la fonda, el romance comenzó con alabanzas a los guisos que salían de las manos primorosas de Evarista y terminó con una proposición formal de matrimonio.
—Por favor Evarista, cásese conmigo. Yo necesito compañía en este destierro a que mi pobreza me condena y usted también está muy sola.
A Evarista el corazón se le saltaba del pecho entre suspiros y silencios y para disimular su turbación, tapaba y destapaba ollas en la cocina tratando de librarse sin conseguirlo de las manos del español cada vez más audaces que hasta allá iban a buscar su cintura. Cuando Carmen anunció que había conseguido trabajo de maestra en Chumico, en el fondo de su alma se alegró aunque jamás lo hubiera confesado a sí mismo. Al librarse de la responsabilidad de la hija más joven podría realizar los deseos que tenía de casarse con el español. Las otras dos ya tenían novio y era seguro que se irían de la casa en pocos meses.
Cuando Evarista anunció sus intenciones de contraer nupcias con don Francisco Biendicho, el escándalo en la familia fue de tales proporciones que todas se olvidaron de Carmen y de su trabajo en Chumico. Las hijas se ahogaban de vergüenza por la conducta de la madre y la llenaron de recriminaciones. Ella se sentía tan feliz que olvidó a las hijas y la fonda. Por las calles de Panamá paseaba su romance sin importarle el qué dirán; después de todo, tenía solamente cuarenta años cumplidos y todavía se sentía joven y atractiva. Los años de viudez no habían apagado los fuegos de la cama matrimonial. Había sido una buena madre para sus cuatro hijas y ya necesitaba pensar en sí misma. Aunque la fonda prosperaba, era un trabajo muy agotador y ninguno de los empleados había logrado aprender a cocinar como ella. Anhelaba dejar todo ese trabajo atrás y dedicarse solamente a las labores hogareñas en compañía de don Francisco. Cada vez que veía el apuesto perfil del oficial, se decidía aún más a casarse con él, a pesar de las objeciones de sus hijas.
Irene acudió llorosa a consultar al párroco de la familia. Ella deseaba que el cura bonachón disuadiera a la madre de la locura que estaba a punto de cometer. Pero el sacerdote, sabio conocedor de la naturaleza humana, acabó por convencerlas de que no había nada pecaminoso en los deseos de Evarista y les aconsejó resignarse a los hechos para bien de toda la familia.
Doña Evarista Muñoz contrajo matrimonio con don Francisco Biendicho el día antes de salir Carmen hacia Chumico. En sencilla ceremonia en la Catedral después de la Misa de seis, unieron sus destinos acompañados por las cuatro hijas llorosas y acongojadas, la tía Eugenia rezongando y algunos oficiales de la guarnición, compañeros de armas del español.
—Bonita que está la viuda. Y dicen que tiene dinero. ¡Suerte que tiene el Capitán!
—¡Bah! Las hijas están mejor y son jóvenes.
—¿Será verdad lo que dicen que él estuvo casado en España y dejó a la mujer allá?
—Yo nunca me tragué el cuento de que era de familia noble. Todos estos españoles vienen a América con esas historias de grandeza para hacerse los importantes.
Las frases malévolas de los oficiales eran recogidas por el fino oído de Carmen. Con los ojos llenos de lágrimas y la tez cada vez más pálida trataba de concentrar su atención en el altar mayor, mientras rezaba fervorosamente para no oír las habladurías de cuartel.
Después de la ceremonia, los recién casados se dirigieron a la casa de Evarista, acompañados por los invitados que a pie seguían el coche nupcial. A esa hora de la mañana aún quedaba en el ambiente la caricia de las brisas de la madrugada y la caminata se hacía agradable por las estrechas calles. Felizmente no llovió en todo el día. El decoro exigía que siendo Evarista viuda, se sirviera a los invitados un sencillo desayuno compuesto de chocolate caliente y bizcochos mandados a hacer en la panadería francesa. A medida que llegaban los celebrantes la conversación subía de tono en la salita mientras Eugenia y las muchachas ayudadas por algunas amigas se esforzaban por atender a todos los invitados y curiosos que venían a presentar sus felicitaciones a los novios. Carmen era la única que se mantenía alejada del bullicio de la fiesta. Encerrada en su cuarto se dedicó a empacar su baúl para el viaje a Chumico. Todo el día fue un entrar y salir de gente casi hasta el anochecer. Al partir el último huésped fueron cerradas las puertas de la calle. Los novios se retiraron a la habitación de Evarista con un «buenas noches» lleno de reticencias y rubores. Eugenia se encargó de llevar los platos y tazas a la cocina, rezongando entre dientes. La pobre vieja no comprendía nada. Primero fue el asunto del viaje de Carmen a Chumico que la había llenado de terror. Accedió a acompañarla pero estaba segura de que algo terrible les iba a suceder durante ese viaje.
—Embarcarme yo que nunca he metido ni los pies en el mar! ¡Qué locura! Te ofrezco Señor este sacrificio como expiación a mis culpas, —recitaba piadosa arrodillada al lado de su cama.
Carmen sin poder conciliar el sueño deseaba intensamente que la mañana llegara cuanto antes. Los ruidos del amor se filtraban a través de las paredes y la llenaban de una intensa desazón. Estaba convencida de que nunca más podría vivir junto a la madre y el nuevo marido. Le sería difícil adaptarse a la presencia del militar en la casa. Todos fueron temprano a despedirla a la playita del mercado. Con la marea llena ella y Eugenia se embarcaron en el bongo caracaballo dejando atrás los consejos y recomendaciones que les hicieron hasta el último minuto las mujeres, mientras se enjugaban los ojos de un llanto de despedida lleno de temores. •
05
El calor pesaba en el cuerpo como un puño de hierro presagiando la lluvia que se avecinaba. Los muchachos, que en forma desordenada iban saliendo de la escuela, se entretenían tirando piedras a los pájaros.
—Sigan directo a sus casas y no se distraigan en la playa que va a llover —amonestó la maestra desde la puerta de la escuela.
Con gesto de cansancio volvió a entrar y se puso a recoger los útiles escolares regados por la mesa que le servía de escritorio. A lo lejos se escuchaban los truenos que desde la montaña anunciaban con sus redobles la tormenta que se aproximaba. La improvisada aula de pisca de tierra y paredes de caña brava, malamente acomodaba a los cincuenta y tres chiquillos de todas las edades que allí acudían a recibir sus enseñanzas. Algunos sentados en banquetas y la mayoría en el suelo a duras penas trataban de aprender el abecedario.
—Usted se queda castigado Pedro —dijo la maestra dirigiéndose a uno de los alumnos—. Se ha portado peor que nunca. No crea que no me di cuenta de que estaba halándole los moños a sus compañeras. Si continúa así voy a tener que decirle a su mamá que no puedo tenerlo más en la escuela.
—¡Ay no maestra! No llame a mi mamá que me van a dar una buena rejera. Le prometo que no volverá a suceder. ¡Por favor! Que no se entere mi papá que me mata.
—Bueno, bueno, ya veremos si cumple sus promesas. Coja una escoba y póngase a barrer.
La lluvia comenzó de golpe batiendo con furia el alero de pencas, hasta apagar con su estruendo los ruidos de la tarde. Casi sin aliento, Manuel entró corriendo en la escuela sombrero en mano y un ramo de flores en la otra, mojado de pies a cabeza por el torrente de agua que arreciaba.
—Buenas tardes, Carmencita. ¡Qué barbaridad de lluvia tan fuerte! Aquí le traigo estas flores que recogí en la montaña. Espero que sean de su agrado.
Sin poder disimular la turbación que le producía la presencia del hombre, la muchacha las aceptó sin decir nada e hizo un gesto al chiquillo que había interrumpido la tarea y curioso los contemplaba.
—Pedro, haga el favor de traerme una vasija con agua para las flores y termine de barrer que se hace tarde.
Con una mueca traviesa en los labios, Pedro agarró un pote de barro de un rincón y saliendo del aula lo llenó con agua de lluvia.
—Gracias Manuel son muy bonitas, pero no debía haberse molestado, —dijo Carmen mientras las arreglaba en el improvisado florero. Aprovechando la distracción, el chiquillo salió corriendo sin importarle la lluvia que seguía cayendo torrencialmente, contento de haberse librado de su castigo tan fácilmente.
Desde el día en que Carmen llegó a Chumico, Manuel la cortejaba asiduamente. A él le tocó llevarle los baúles hasta la casita que le habían asignado a la maestra, situada a un costado de la improvisada escuela. A su llegada, casi todo el pueblo había bajado a la playa a recibirla y algunos escépticos al verla murmuraban entre sí.
—¿Esta es la maestra que nos han mandado? ¿Qué podrá saber si es casi una niña?
Eugenia tuvo que ser cargada desde la panga a la playa todavía mareada por la travesía. Con ademanes hoscos, rechazaba las ofertas de ayuda de las mujeres del pueblo que solícitas acudían a sujetarla, cuando puso pie en tierra. Ella y Carmen se sentían tan cansadas que preferían que las dejaran solas lejos de la curiosidad de los chumiqueños. Juancho y Manuel cargando los pesados baúles, las llevaron hasta la casa que le habían construido a la maestra. De eso ya habían transcurrido casi cuatro meses. Manuel pasaba por la humilde vivienda todos los días, haciéndose útil en varios menesteres. Algunas veces ayudaba a la vieja a encender el fogón o a arreglar el aula que malamente acomodaba a todos los alumnos.
Las primeras semanas habían sido muy difíciles para Carmen. No se imaginó que las cosas estuvieran tan mal en Chumico; la mayoría de los muchachos, algunos hasta de quince años de edad, nunca habían tenido ningún tipo de enseñanza. Estaban acostumbrados desde niños al bregar del trabajo diario pero muy pocos dispuestos a aprender el abecedario. Lo peor de todo era tener muchachos de edades tan distintas en la misma aula. Los más grandecitos añoraban la libertad de la playa y el monte y no era fácil dominarlos pero poco a poco los fue domando. Algunos acabaron interesándose en aprender a leer y escribir y otros acataban la disciplina que administraba con la fuerza de su personalidad, ya que a pesar de sus cortos años, Carmen impresionaba a los que bajo su tutela estudiaban. A veces, comenzaba leyéndoles algo interesante y para mantener la atención de sus pupilos los dejaba en suspenso con la promesa de continuar la historia al día siguiente. Manuel se las arreglaba para llegar siempre a la hora de la lectura y embelesado escuchaba las palabras de la maestra. Era entonces cuando ella leía más elocuentemente páginas y más páginas de las historias que había traído de Panamá. Las hazañas de Napoleón eran seguidas por las vicisitudes de Ulises o la historia de los emperadores romanos.
Por las tardes, después de terminar sus labores en la escuela, iba al chorro de las mujeres a bañarse acompañada por la vieja Eugenia que no la dejaba salir sola ni un instante.
—No confío en esta gente, —refunfuñaba—, y menos de ese joven Manuel. Está viniendo demasiado por aquí.
A regañadientes, accedió a acompañar a la pareja en largos paseos hasta la playa y a veces al otro extremo del pueblo cerca del río Tatumí. Caminando lentamente no se le escapaba la más mínima palabra que los jóvenes intercambiaban. Varios meses habían transcurrido desde su llegada a Chumico pero Eugenia tenía poca amistad con los habitantes del pueblo porque los consideraba inferiores a su persona. Ella venía de la capital y desdeñaba las costumbres sencillas y algo primitivas de los chumiqueños.
—Este pueblo de micos y alacranes, —le decía a Carmen— la mayoría vive en pecado mortal. Ni siquiera hay un sacerdote permanente y además todos son negros.
—Tía, por favor, déjese de hablar así —le suplicaba Carmen—. Alguien la puede oír y me daría mucha vergüenza. Estas señoras han sido muy amables con nosotras.
—¡Bah! —Continuaba la terca vieja—, esta gente vale poco. Comen hasta carne de loro; carne negra y dura. ¡Qué asco me da… Nosotras seguiremos comiendo solamente pescado. Por lo menos es más civilizado. Gracias a Dios que ya llegaron las camas de Panamá, de tanto dormir en hamaca la reuma me está matando.
Habían arreglado la casita poco a poco con muebles y cortinas que Evarista les había mandado a petición de Eugenia. Hasta un viejo armario que tenía en la casa de la capital llegó a Chumico y fue desembarcado con gran dificultad del bongo.
—Habrase visto tal lujo, —murmuraban las comadres del pueblo—, ni que fueran ricas…
La mayoría de las mujeres no gustaban de Eugenia por sus ademanes altaneros y desplantes, pero la joven maestra con su dedicación al trabajo y sus modales amables se había ganado el respeto y cariño de todo el pueblo. A diario le traían de regalo pescado, verduras o carne de monte. Los tiempos eran duros, pero en Chumico la comida no faltaba. Mientras que los hombres cortaban monte adentro los preciosos maderos que tan buena ganancia traían en las mueblerías de la capital, los muchachos jóvenes se dedicaban a la pesca en la bahía en pequeños chingos que manipulaban con gran destreza. Unos cuantos como Manuel, buceaban la ostra perlífera, tarea peligrosa porque a catorce varas de profundidad abundan los tiburones. Ya a los veinte años, Manuel estaba un poco sordo del oído derecho, dolencia que se le agravó con el transcurrir de los años. Carmen se estremecía al oír las historias que contaban los buzos. Rocas negras en las profundidades del abismo que guardaban sus tesoros. Los muchachos más tímidos se tiraban del barco amarrados con una soga por la cintura; otros más arriesgados, no tomaban tal precaución y buceaban en las áreas más profundas aguantando hasta casi dos minutos debajo del agua sin salir. Cada día las perlas disminuían y los riesgos aumentaban.
—Manuel, hasta cuándo va a seguir arriesgándose usted tanto?, —le preguntaba Carmen.
—No se preocupe Carmencita. Después de este mes no buceo más. Tengo suficientes perlas para comenzar un buen negocio. Quiero comprar dos barcos grandes para transportar mercancía a la capital, —anunció Manuel ufano.
La amistad entre los jóvenes asustaba a Eugenia. Ya no encontraba la forma de disuadir a Carmen del interés que le despertaba la persona de Manuel. Con sus modales corteses y las muchas atenciones que a diario les hacía, se había hecho casi imprescindible en el hogar de las dos mujeres. A menudo, se quedaba hasta tarde leyendo en voz alta a la luz de la guaricha, con el pretexto de refrescar los conocimientos adquiridos hacía años en la escuela de San Miguel. Las comadres del pueblo trataban por todos los medios de enterarse de los pormenores de la vida que llevaban las capitalinas y con cualquier pretexto se llegaban a visitar a Carmen muy llenas de motivos, precisamente a las horas en que Manuel se encontraba allí estudiando. Maliciosamente una que otra le comentó a Eugenia:
— ¡Habrase visto el enamoramiento que tienen esos dos. Si parecen tortolitos…!
Ante estas insinuaciones, ¡la vieja tía negaba lo que a la vista de todos saltaba! Carmen y Manuel se notaban muy enamorados. Ese batir de miradas y rubores por cualquier frase sin consecuencia, esas sonrisas misteriosas, esos enfados por tonterías, esas interminables despedidas Sin embargo, entre los dos no se había intercambiado ni una sola frase de amor.
«¿Cómo me declaro si ella es tan seria», se preguntaba Manuel.
«¿Por qué no me dirá nada, será porque soy fea y no le agrado?», suspiraba Carmen.
Ya le habían contado los rumores cada vez más persistentes de las aventuras amorosas del muchacho.
—Tenga cuidado con Manuel, hija. Él es muy mujeriego, —le comentaba Leonor—. No estoy segura, pero dicen que la hija mayor de Tiburcio Peña, la que se llama Lastenia, estuvo muy enredada con Manuel.
El ir y venir de beatas y comadres que a su puerta llegaban con toda clase de chismes y rumores de Manuel llenaban a Carmen de angustia. A veces, le parecía injusto no darle oportunidad al muchacho para que se defendiera de sus acusadoras. Ella no tenía derecho a reclamarle nada; eran solamente amigos y la vida privada de Manuel no era de su incumbencia. Eugenia, mientras tanto, rezaba para que llegara el verano y la hora de regresar a la capital. A través de las influencias del flamante marido, Evarista le había conseguido el traslado a Carmen para una escuela en Panamá a partir del próximo año. En vano le había rogado a la muchacha que regresaran antes del final del año escolar. Evarista se sentía muy preocupada por el tono ominoso de las cartas de Eugenia, quien no se había atrevido a contarle a la madre que el motivo de su ofuscación era el romance de la hija con el pescador. En sus cartas, insinuaba toda clase de oscuros problemas, si la muchacha no era trasladada cuanto antes a un lugar más civilizado. Por todos los medios trataba de mantener a Carmen y a Manuel alejados, pero sin tener mucho éxito en sus gestiones. Por lo menos, nunca los dejaba solos, aunque a veces le costaba trabajo ahuyentar el sueño que se apoderaba de ella durante las largas tertulias que sostenían los jóvenes. En esas ocasiones apelaba a todas las huestes celestiales para que le dieran fuerza y resistencia. Ella tenía el deber sagrado de cuidar a su sobrina y por nada iba a cejar en este empeño.
Y fue así como en una tarde lluviosa Carmen se quedó sola en la casa. Eugenia había ido a visitar a la partera Rosa, una de sus pocas amigas, que se encontraba postrada con un mal en las piernas. Como era sábado no había clases y Manuel se había ido a bucear a las islas hacía más de cuatro días. Agobiada por el calor, Carmen se sentó cerca de la ventana a leer uno de sus libros. La humedad de la tarde pegaba la fina camisola de batista al cuerpo sudoroso de la muchacha. Gruesos nubarrones negros cubrían el cielo, presagiando la tormenta que estaba por caer. De vez en cuando una ráfaga de aire refrescaba el ambiente, levantando en vuelo las cortinas de la casa. La lluvia llegó de repente con la fuerza de un torrente.
De la puerta llegó el sonido urgente de una mano presurosa. La fuerza del toque sobresaltó a Carmen que no esperaba que Eugenia regresara tan rápidamente de su visita. Al abrirla se sintió gratamente sorprendida al ver a Manuel en el umbral, mojado de pies a cabeza, cargando una canasta llena de pescados y jaibas que pugnaban por salirse de su prisión.
—No lo esperaba hasta mañana, Manuel. Pase adelante.
—El buceo se hacía difícil. La mar está muy picada y tuvimos que regresarnos. Aquí le traigo estas jaibas y unos pescados. Espero que le gusten.
Silenciosa, la muchacha lo dejó entrar, cerrando la puerta.
—Perdone que haya tocado tan fuertemente. Está lloviendo muy duro y temía que no me oyeran.
La sintió temerosa y turbada. La intimidad de la tarde, oscura por el aguacero, les golpeaba los sentidos y por primera vez notó la sencilla camisola que dibujaba el cuerpo joven.
—¿Y doña Eugenia? —preguntó Manuel extrañado de no oír la voz estridente de la vieja, que acudía corriendo en cuanto se daba cuenta de que él había llegado.
—Fue a casa de la señora Rosa. Le avisaron que estaba enferma y usted sabe que mi tía la aprecia mucho.
—Entonces me retiro. Usted perdone Carmen.
—Está lloviendo mucho Manuel. No se moje más que puede hacerle daño.
—No se preocupe; yo estoy acostumbrado, —le contestó riendo. La idea que un poco de agua fuera a enfermarlo le parecía jocosa. Él, que había pasado la mitad de su vida en el agua.
«Estas capitalinas tienen cada ocurrencia, pensó, la gente por allá es medio melindrosa».
—Espere a que escampe. Por favor, siéntese acá.
—Gracias Carmencita, le agradezco su amabilidad.
Pero en vez de sentarse ambos se dirigieron a la ventana para contemplar la lluvia que seguía cayendo con fuerza. La cortina gris oscurecía la calle y casi no se divisaba el mar.
«Estamos solos; finalmente puedo hablarle», pensó Manuel. «¡Cómo me excita verla así con esa ropa pegada al cuerpo!». La agarró por los hombros estrechándola contra su pecho con fuerza y sus labios buscaron los de ella besándola con pasión. La sintió palpitando entre sus brazos con la timidez del deseo incipiente y le besó la frente, los ojos, la boca, él cada vez más ardiente y ella muy asustada.
«¡Dios mío, ayúdame! No quiero cometer un pecado», pensaba la muchacha tratando de negar el placer que sentía por las caricias del hombre.
Al darse cuenta del intenso desasosiego de la joven, abruptamente Manuel la soltó.
—Perdóneme Carmencita. No he querido faltarle el respeto. No sé qué bicho me picó. Perdone mi atrevimiento.
Carmen no atinaba a decir nada. Se sentía tan nerviosa que las palabras no le salían. Inclinó la cabeza sobre el pecho mientras las lágrimas se deslizaban por sus tersas mejillas. Él, al verla llorar, se sintió aún más culpable.
—Carmen no he querido ofenderla, créame. Usted se merece todo mi respeto y admiración. La quiero mucho Carmen, perdóneme.
Lágrimas y más lágrimas. La muchacha sollozaba inconsolable y el asustado Manuel acabó por cogerla entre sus brazos nuevamente esta vez con gran ternura. Entre besos y caricias le declaró sus honestas intenciones.
—Cásese conmigo Carmen. Yo quiero tenerla de esposa. Quiero compartir el resto de mis días con usted. Desde el primer día que llegó a Chumico me di cuenta de que era la mujer para mí. Cásese conmigo. Poco a poco la fue calmando y la muchacha se entregó de lleno a la emoción que la embargaba.