Kitabı oku: «Nos quitaron la miel», sayfa 5

Yazı tipi:

En diciembre de 1951, con dieciocho años recién cumplidos, ingresé en las filas del PCE. Gracias a mi actividad y compromiso los camaradas de la dirección me eligieron para trabajos especiales dentro del Partido, esto es, clandestina dentro de los clandestinos. Se trataba de tareas de enlace, nada del otro mundo, sencillamente pasar por toda una serie de casas de camaradas franceses y recoger semanalmente el correo que venía de España y entregarlo a un camarada responsable y nada más; o sea, que era cartera con muchas casas a mi cargo. Se trataba fundamentalmente de informes sobre la lucha en España, a veces, anuncios de visitas de camaradas o bien datos urgentes de primera importancia. No se podía encomendar la tarea a alguien que, por aburrimiento, se saltara las visitas, ya que la mayor parte estas eran infructuosas y no había nada que recoger. Yo me desesperaba, pero los camaradas me decían: «Olga tranquila, eso quiere decir que todo va bien». Todos nos conocíamos en ese aparato con nombres falsos. Cuando el camarada Aurelio me explicó mi trabajo me dijo: «Aquí no vas a llevar tu nombre, ¿cuál te quieres poner?» Yo me quedé muda, no había pensado en eso «¿Te gusta Olga?» Y Olga fui cinco años. A los pocos meses Aurelio fue sustituido por otro camarada, pero no se podían hacer preguntas, esa era una regla fundamental. Un montón de años más tarde, al leer Mundo Obrero me enteré que el camarada Francisco Romero Marín había sido detenido en Madrid donde desde hacía veinte años dirigía la lucha clandestina como miembro del Comité Ejecutivo del PCE. Después ya en Madrid y en democracia, tuve ocasión de verlo para compartir otras tareas.

Mi trabajo de cartera no era el único. Compaginaba mi actividad de correo con otras de la JSU y con las reuniones de mi célula de barrio, pero de tanto en tanto. Cuando los responsables de la célula mandaron informes a la dirección quejándose que no participaba suficientemente, les contestaron en varias ocasiones que me dejaran tranquila. Tenía absolutamente prohibido comentar mis tareas, sobre todo porque estaban relacionadas con lo que llamábamos el Interior.

En aquellos años el Partido debatía el asunto de «La reconciliación nacional», que había planteado nuestro Comité Central. Para muchos camaradas no fue fácil, les parecía una traición a los miles de muertos y encarcelados. Mi padre en esos años ya había pedido su ingreso en las filas del PCE y lo hizo después de sus dos hijas, pese a que él fuera, con su ejemplo, quien nos orientara para hacerlo. Recuerdo que me decía: «Hija es duro para mí, tras saber cómo mataron a mis padres, pero tienen razón los camaradas de la dirección, hay que partir con otro pie, ¡no más muertos, la sangre llama a la sangre, tenemos que evitar una nueva guerra civil!». Él lo asimiló rápidamente. Mi padre pese a no haber podido estudiar tras la Primaria, se formó con sus lecturas y adquirió una gran cultura política; explicaba muy bien las cosas, tenía costumbre de argumentar con paciencia, y convencer. En cambio, fuera del contexto político, ya no hacía gala de tanto cuidado.

Durante cinco años mi vida de militante fue un tanto anómala. Militaba en el Partido, mis tareas eran de Partido, pero solitarias, las reuniones de mi célula de barrio eran con camaradas veteranos, las intervenciones a veces, puros ladrillos, los unos repetían con otras palabras lo que acababa de decir el camarada anterior y cuando llegaba mi tumo, me ponía toda colorada y no podía hablar, sólo atinaba a farfullar que estaba de acuerdo con ellos. Mi soledad militante me impedía evolucionar en el aspecto teórico y como mis compañeros de la JSU sabían que estaba dedicada a tareas del Partido, no me exigían nada, pero tampoco participaba en reuniones, ni cursillos, ni nada que me ofreciera formación teórica para aprender a intervenir y expresar mis opiniones.

Así pues, sin formación política seria me formaba como mi padre sola, contrastando lo leído en prensa y libros con la realidad y participando en todos los actos, mítines, concentraciones, manifestaciones o huelgas del pueblo francés. Muchas veces he oído en mi entorno comentarios elogiosos sobre la valía de tal o cual camarada, lo bien que hablaba. Sin embargo a mí no me lo parecía. Los talentos residían más bien en sus capacidades de comunicación, en la claridad con la que exponían sus ideas que, por otro lado, se me antojaban simplonas. En aquellos días nadie podía saber si yo tenía o no ideas, además no les preocupaba. Yo no estaba integrada en el circuito del ámbito orgánico, estaba aparcada en otra vía, olvidada. Interiormente me sentía frustrada pero no me atrevía a rebelarme, porque me habían escogido por ser una camarada firme y sacrificada. ¡No podía fallarles!

En el mes de junio de 1952, la JSU organizó la primera salida campestre del año en un sitio muy bonito al borde de la Mame. Mi amiga Enriqueta Roca y yo llegamos el domingo por la mañana y nos reunimos con quienes habían llegado la noche anterior. Habían formado un gran círculo y el del medio lanzaba el balón a cualquiera. Si éste fallaba al recoger la pelota tenía que ocupar el centro. Me incorporé al círculo. El chico que estaba en el centro me vio y me tiró el balón. Lo paré y me lo devolvió con más fuerza. De nuevo lo recogí y volvió a intentarlo con furia aunque logré pararlo por tercera vez. Los otros comenzaron a protestar para que abriese el juego. Cuando lo sustituyeron en el centro vino a mi lado y ya no nos separamos en todo el día. Para mí fue un flechazo, o como dicen los franceses, «le coup de foudre»15, que ilustra mejor lo que me pasó.

Toda mi infancia y formación había sido de españolismo militante, así que desde siempre el hombre ideal para mí tenía que ser español, de tez morena, de ojos negros y pelo rizado o ondulado. Ni renacuajo, ni gigantón, ni gordinflón y, por supuesto, tenía que ser comunista. Cuando iba al cine con las amigas y al ver que se pasmaban ante cualquier galán rubio de ojos azules, yo les decía con cara de asco: «¡Bah, es un rostro pálido!» Las amigas me tomaban el pelo: «¡Seguro que Rosalía se nos casa con un senegalès!». Y de pronto, la imagen que me había forjado en mis sueños se hacía presente en carne y hueso, andando, riendo y hablándome. Era el que estaba esperando y me volví tonta perdida. Supe por las amigas que formaba parte de nuestro club. Era un camarada con mucha experiencia y acababa de llegar a París desde Toulouse donde había vivido hasta entonces. Por la situación ambigua en que me encontraba, organizada pero sin participar en todo, no lo podía ver muy a menudo, sólo en las fiestas o salidas al campo. Pero en cuanto él me veía me sacaba a bailar en las fiestas y en el mes de agosto, en el camping que organizamos en el parque del castillo de Baillet que pertenecía a la CGT, comprendí que no le era indiferente. Por suerte para mí, los camaradas de la dirección solicitaron a mis padres ayuda para a un joven que vivía solo, porque sus padres estaban deportados. Tengo que señalar que el gobierno francés, cada vez más de derechas, había expulsado de Francia a muchos camaradas destacados del PCE, a unos los acogieron las repúblicas populares y a sus padres les tocó ir a Argelia. El joven en cuestión era Antonio Palomares, así que lo veía para cenar cada noche. Estaba que no cabía en mí, andaba flotando.

A los pocos meses ya fuimos novios pero yo era una chica muy romántica, atiborrada de literatura, sin ninguna experiencia de nada. Mi madre nos había inculcado una moral muy rígida, nada de ligues ni cosas parecidas y así de alelada andaba yo, que no sabía qué decir ni qué hacer. El por el contrario era un guaperas de tipo latino con mucho éxito. Además de otras novias españolas había tenido ligues con francesas. Sus formas me desconcertaban y nuestros gustos eran diferentes. A mí me encantaba el teatro, la música clásica, los conciertos, unas veces iba con mis amigas francesas del instituto, otras con las amigas y camaradas de la JSU que compartían los mismos gustos. Él no estaba acostumbrado ni a teatros, ni conciertos, hablaba poco, devoraba cualquier periódico y si íbamos al cine no hacía el menor comentario. Aquello no marchaba bien y antes de los tres meses me dijo: «No estamos hechos el uno para el otro, así que mejor dejarlo».

Fue terrible, no comía, no reía, lloraba por todos los rincones. A pesar de ello mi madre insistió en que acudiese a la fiesta de fin de año que estaba prevista con centenares de españoles, para comer juntos las uvas al ritmo de las campanadas de la Puerta del Sol retransmitidas desde Madrid. «¿Cómo que no quieres ir?» Gritó mi madre: «¡Ahora mismo estrenas la falda y la blusa que te habías comprado y te tomas esto!». Un gran tazón de café con una yema de huevo y un vaso de coñac, una pócima que me producía arcadas: «¡Estaría bueno que se riera el Palomo!», refunfuñaba ella. Y estrené una falda estilo Christian Dior que me habían hecho para la fiesta, de tafetán negro, en forma de capa, con enorme vuelo y la blusa de seda blanca con mangas anchas cerradas en el puño y cuello mosquetero. El conjunto resultaba airoso además, a causa del tazón que mi madre como un sargento me obligó a tragar hasta la última gota, mis mejillas ardían. Llegué a la fiesta antes que él y los amigos, al verme sola preguntaban: «¿Dónde está tu costilla?» «No sé», decía yo, «vendrá luego». Informé a mis allegados y primos de lo ocurrido y estuvieron toda la noche pendientes de que lo pasara bien. Cuando él llegó yo estaba radiante, riendo y bailando y él se puso taciturno y con mala cara toda la noche.

Fue el sistema que luego empleé: tragarme los disgustos y no enseñar mi pena. Tuve otros jóvenes interesados, pero no me hacía tilín ninguno, ni me sentía capaz de dar esperanzas a nadie sólo para darle en las narices a Antonio, tal y como me aconsejaban las amigas. No sé si hice bien, porque hubo chicos que sinceramente me querían y eran realmente buenas personas, pero como se dice: el amor es ciego.

A la vuelta del Festival de Verano de Bucarest, me percaté de que Antonio quería volver, pero me daba miedo porque, en efecto, éramos muy diferentes. Esperaba que la atracción que sentía por él se disipara pero no ocurrió. La última jugada que hice para hacerlo rabiar un poco fue en mi veinte cumpleaños. Di una fiesta en la que hubo veinte invitados a comer. Éramos todos jóvenes de la JSU, los que habitualmente también rodeaban a Antonio. A él no lo invité y se quedó solo pero supo lo bien que lo pasamos, porque todo el mundo lo comentó después. A la semana siguiente vino a esperarme a la salida de mi trabajo, y cinco meses después nos casamos.

MATRIMONIO

Él fue mi primer y único amor y yo muy romántica, muy pura en todos los sentidos. Me eduqué en Francia, pero entre españoles y entre camaradas, rodeada de una sana hermandad. Luchábamos contra la injusticia y deseábamos formas de vida nuevas que excluyesen la explotación del hombre por el hombre, sin racismo, sin mentiras. También las parejas debían ser distintas, basadas en la confianza, la igualdad y el respeto mutuo.

Antonio tenía veinticuatro años y yo veinte, entre los dos cuarenta y cuatro. Nos casamos el 24 de abril de 1954. Toda una serie de cuatros. El ayuntamiento franquista que debía enviamos su partida de nacimiento no lo hizo y no pudimos formalizar nuestra unión ese mismo día. Represalias, porque su padre ya era comunista en guerra. El cura nos envió la fe de bautismo tres años más tarde y ese papel bastó para casamos legalmente, esta vez el 25 de abril cuando yo estaba encinta de ocho meses de mi hijo. Pero aquel formalismo no fue algo que nos importara demasiado, así que para nosotros la boda fue el día 24 y fue esa noche cuando celebramos una fiesta en casa, una fiesta en la que no cabía una aguja. Mis padres guardaron el secreto de nuestra dirección para que mis primos no tuvieran ocasión de gastamos las bromas al uso, claro que, un mes más tarde, durante una visita a los tíos a Mignières, se vengaron bien, con las mil perrerías que en los pueblos dedican a los recién casados.

Nuestro primer nido estuvo en el Square du Laonnais, en el 20ème arrondissement, pero muy alejado del centro. Se reducía a una sola habitación amueblada, con luz y agua dentro y el aseo colectivo en el pasillo. Dividimos la estancia con cortinas para aislar el espacio de la cocina. Se trataba de una planta baja que lindaba con el parque La Butte Rouge, la colina regada con la sangre de los últimos communards, los resistentes defensores de la Comuna de París. A nosotros ese recuerdo nos emocionaba como lo hacía la canción de Yves Montand que rememoraba la gesta:

La Butte Rouge c’est son nom, l’bathème s’fit un matin,

Où tous ceux qui montaient, roulaient dans le ravin,

Aujourd’hui y’a des vignes, on y plante du raisin,

Qui boira ce vin là, boira Psang d’mes copains.16

Allí perdí mi virginidad. Nada de viajes exóticos a Canarias o Venecia, no teníamos dinero, sólo disfrutamos de los cuatro días reglamentarios y a trabajar, yo en Bernard Scherschneider y Antonio como fresador en una fábrica. Ambos militábamos, yo en mis tareas de «correo» y él en la dirección nacional de la JSU. Por seguridad y responsabilidad nunca hablábamos de nuestro trabajo.

Nos veíamos poco. A la seis de la mañana preparaba el desayuno y su bocadillo para el almuerzo. Al poco se levantaba él, desayunaba y se iba; yo arreglaba la casa, compraba lo indispensable para la cena y luego salía pitando para mi oficina. Antonio comía en la fábrica y yo en casa de mis padres, que estaba cerca de mi oficina y, después de cada jornada, nos ocupábamos de las tareas de militante. Difícilmente regresábamos a casa antes de las once y él aún más tarde. Los fines de semana Antonio se ocupaba de tareas de control o participaba en reuniones fuera de París y yo me quedaba sola con frecuencia.

Pero a pesar del rigor en el que vivíamos, la entrega a nuestros ideales era absoluta. Jamás dijimos que no. El Partido era lo primero, una misión sagrada. Hemos tenido que renunciar a muchas cosas y hemos dedicado nuestro trabajo, no a ganar dinero para vivir mejor, sino a la lucha, a las reuniones, a organizar el Partido, a formar nuevos militantes, a elevar su nivel político y ayudar a la lucha del Interior. Hemos sido marido y mujer pero también dos camaradas. Por eso he asumido la vida que me ha tocado vivir: un marido a ratos, entre dos reuniones, entre dos viajes. Cualquier problema que surgiera debía resolverlo sola y afortunadamente he tenido temple para ello, pero la soledad ha sido amarga. Ni siquiera las vacaciones lo eran del todo. En Dives-Sur-Mer, Normandía cerca de la playa de Cabourg, se organizaban los campamentos de verano de la JSU, en las escuelas que el ayuntamiento nos cedía. Eran campamentos de veraneo pero sobre todo de formación. Antonio era el responsable del campamento y yo del economato. No obstante guardo un grato recuerdo del pueblo, de sus gentes, de su alcalde, comunista, como la mayoría de la corporación. Organizábamos fiestas de todo tipo pero, la que más gustaba, era la corrida que celebrábamos el último domingo del campamento con un toro de madera. Contábamos con picadores, banderillas, torero con traje de luces, majas, mantillas, todo confeccionado con papel rizo de colores. Formábamos un círculo con sillas y bancos y acudían el alcalde, concejales y camaradas del pueblo con sus mujeres. Todos tenían mucho cariño a España y algunos de ellos habían sido brigadistas en nuestra guerra. Dirigimos varios años el campamento de Dives-Sur-mer, la última vez con Antoñín de quince meses. Ese verano fue el juguete de todos.

Si bien el ambiente en que vivíamos era duro, al mismo tiempo nos sentíamos alegres y esperanzados. Los acontecimientos nos daban la razón. Para nosotros no existían dudas sobre la validez de nuestros ideales. En cincuenta años la URSS había pasado de ser un país atrasado, con el noventa y siete por ciento de analfabetos a situarse como la segunda potencia del mundo. En China, el país más poblado de la tierra, ocurría otro tanto. Iban vestidos todos igual, sí, ¡pero todos iban vestidos! Recuerdo artículos nostálgicos en la prensa burguesa hablando con añoranza de la delicadísima y selecta comida china de Cantón y Shangai. Cierto que ahora tal vez no disfrutaban de variedad de platos pero todos comían. Habían desterrado la hambruna de donde, para sobrevivir, habían comido hasta moscas.

En todas las esferas de la vida nos parecía que las democracias populares destacaban de forma espectacular. Desde la carrera espacial, ¡menuda alegría fue para nosotros el lanzamiento del primer Sputnik en 1957!, pasando por los deportes, las artes -el Bolchoi o el Kirov, el Circo de Moscú, el conjunto Moïseyef, las marionetas de Obrazov, los coros del Ejército Rojo, o bien el conjunto Mazowse de Polonia—, avanzábamos arrolladores. Estas compañías eran tan famosas como las colas en las librerías de Moscú que tanto llamaban la atención a los periodistas. ¿Cuándo se ven largas colas en nuestros países para comprar libros?

Tras la Revolución de Octubre, en la URSS, la ópera y el ballet se transformaron de meras diversiones exclusivas de los poderosos, en una afición o una profesión al alcance de todos. Cualquiera que tuviese talento podía desarrollar sus gustos artísticos en cualquier disciplina, en las casas de cultura de los pioneros y konsomoles existentes en todos los barrios y pueblos como aficionados y perfeccionarse en las escuelas especiales, como sucedió con Rudolf Nureiev, hijo de campesino pero apasionado del ballet. Él recibió gratuitamente del Estado todas las clases y las mayores facilidades hasta alcanzar el Bolchoi. También era gratis el resto de la enseñanza en las dieciséis repúblicas.

Los artistas estaban bien pagados pero no tanto como en Occidente. La diferencia de ingresos en la URSS entre sus grandes del cine, del deporte o de las artes en general y el resto de la población no era tan enorme como en nuestros países. Constituía una verdadera obsesión para Occidente «capturar» una estrella refulgente del firmamento socialista en cuanto sus compañías salían de gira. Algunos caían y entonces se montaba una campaña política enorme: «¡Ha escogido la libertad!», decían.

Me encontraba en París cuando Nuréiev nos encandiló con aquellos saltos prodigiosos con los que atravesaba el escenario volando majestuoso, elegante, grácil y con una técnica perfecta. Cuando se quedó en Francia, me dio mucha rabia, la verdad. Supongo que a Nureiev nunca se le pasaría por la cabeza que, de haber nacido en Inglaterra o Francia, nunca hubiera sido bailarín estrella. Más bien continuaría siendo campesino, porque nadie le hubiese ofrecido la educación que él pudo recibir. Eso demuestra que en la URSS y en el resto de países comunistas, no se supo transmitir a las nuevas generaciones el hecho de que si bien toda la plusvalía del trabajo de los ciudadanos iba al Estado, éste a su vez la devolvía en forma de sanidad, enseñanza y demás servicios totalmente gratuitos. Hasta los estudiantes universitarios recibían un salario durante la carrera si superaban unos muy duros exámenes. Muchos podían casarse, incluso tener hijos y continuar estudiando. Sin embargo, como hemos visto después, no siempre los funcionarios se comportaron como debían. Pero, ¿quién nos iba a quitar la alegría con la que contemplábamos entonces a Gagarín dando una vuelta a la tierra, o a Valentina Tereshkova, la simpática Alondra, que conocí en 1978, sonriéndonos desde el espacio mientras los americanos seguían en tierra? Éramos felices. ¿Cómo podíamos sospechar todo lo que luego pasó en la URSS?

En cuanto a nuestro compromiso en la lucha, la entrega no decaía. Y crecíamos constantemente. Cuando los trabajadores españoles temporeros nos conocían en Francia, admiraban nuestra camaradería y el ambiente sano en que vivíamos. Admiraban nuestra solidaridad, nuestra rectitud. Inmersos en el sistema de chapuzas y desconfianza necesarios para sobrevivir en los años negros de los cuarenta y cincuenta en España, para ellos no había duda: nosotros representábamos el hombre y la mujer del mañana.

Antes de nacer los chicos, los fines de semana que podíamos pasar juntos, disfrutábamos de las diversiones que ofrece París. Además del cine, logré llevar varias veces a Antonio al teatro y lo pasamos muy bien. Vimos, entre otras, Les sorcières de Salem de Arthur Miller y nos divertimos mucho con las comedias de André Roussin y Marcel Achard: La petite hutte, Patate, Lorsque l’enfant paraît. Tampoco faltábamos a ningún espectáculo procedente de la URSS o de las democracias populares. Como a ninguno de los que venían de España. Todavía recuerdo cómo me dolían las manos de tanto aplaudir a la gran Carmen Amaya. Y menos aún a los actos culturales solidarios con la España antifranquista. Conservo la carpetilla-programa de la interesante exposición, Espagne-Mai 1965, que tuvo lugar en la Galerie Peintres du Monde, 43 rue Vivienne de París, con obras de José Ortega, Antonio Saura, Manolo Millares y Mariano Hernández. El texto de presentación era de José María Moreno Galván. En esos años nuestros artistas tenían que salir fuera para poder expresar su arte en libertad y conocer las nuevas tendencias. París les abría sus puertas generosamente y contaban con nuestro apoyo, especialmente con la ayuda de la comisión que dirigía el camarada José Ortega, quien además de ser un pintor de prestigio, era miembro del Comité Central del PCE.

Muchas de nuestras salidas eran en grupo. El mismo año que nosotros se casaron varias parejas y además de camaradas, éramos amigos. Para Luis Bachiller, un gran amigo de Antonio, y para Dolores Sánchez, su mujer, pasé a ser la soeurette, hermanita, puesto que, siendo Antonio hijo único, entre ellos bromeaban diciendo ambos eran hermanos. Como Luis era un forofo del fútbol, asistí, sin entender nada, a un partido de la selección española cuando vino a París. Eso sí, apoyé a tope a nuestros compatriotas. Otra vez fui yo quien los llevó a la famosa Ópera de París y pasamos los cuatro una noche inolvidable. Fueron otra pareja entregada a la causa. Regresaron a España pocos meses después que nosotros, a Madrid, puesto que ambos eran madrileños. Y en Madrid siguieron participando en todas las luchas con el mismo entusiasmo. Hace unos años Luis murió pero la larga amistad con Lolita continúa, un afecto forjado en tantos acontecimientos vividos juntos y tantas esperanzas compartidas.

Tras largas búsquedas y a cambio de un traspaso encontramos otro piso más cerca de mis padres en la rue d’Aubervilliers. Contaba con una habitación, un comedor y un rincón que hacía de minicocina y aunque significaba el doble de espacio del anterior y estaba mejor situado, desgraciadamente no tenía ni agua ni desagüe. Lo decoramos con mucha ilusión con objetos españoles, abanicos, guitarra y quedó precioso. Pero dos años y medio de tanto acarrear agua resultó demoledor para mí. Allí pasé la gestación de Antoñito y sus primeros once meses de pañales. No sé cuántos cubos y jarras subí y bajé, incontables. Durante todo el embarazo tuve que llevar un corsé con hierro sujetándome la maltrecha columna vertebral, pero todo eso lo hice sin malas caras, sin protestas. Como lo más normal del mundo, cumpliendo todo con alegría y buen humor.

En 1959 dejamos al niño al cuidado de mi madre y fuimos a España. Era la primera vez que ambos regresábamos. Estábamos emocionadísimos. Nos fuimos en Vespa. Enviamos la moto a Perpignan en tren y desde allí nos dirigimos hacia Barcelona. Visitamos a mi tía Inés, hermana de mi madre, en Olesa de Monserrat. Ella era el ama de llaves del párroco. El sacerdote nos atendió muy bien y mi tía se llevó la sorpresa del siglo al verme ya que, según dicen, soy idéntica a ella, y la mujer no me había vuelto a ver desde mis cinco años.

Visitamos en Tarrasa a la tía Pilar, otra hermana de mi madre pero a tía Carmen, la tercera, no nos fue posible verla porque se había convertido en monja de clausura. De las cuatro hermanas, dos son de izquierdas y las otras dos muy beatas. Para ellas lo que digan los curas es lo que vale. En casa de tía Pilar nos sentíamos como en la nuestra; su marido, Vicente Ortas estuvo preso en las cárceles franquistas catorce años, durante los que mi tía Pilar pasó todo tipo de apuros para sacar adelante a su hijo recién nacido. Nos habíamos carteado siempre desde Francia con ellos y cuando podíamos les enviábamos ayuda. Ella se ocupaba de mi abuela Francisca y reencontrarnos fue muy emocionante.

Vivían en el barrio Can Anglada, poblado por aragoneses, murcianos y andaluces, charnegos que venían a Cataluña huyendo de la miseria. Mi tío se mostró muy ansioso por saber cómo se vivía fuera, qué perspectivas veíamos nosotros para España; estaba al tanto de la lucha ya que escuchaba Radio España Independiente. No se cansaba de hablar con Antonio y a su vez, él nos explicaba cómo marchaban las cosas en las fábricas.

Aprovechamos el viaje para conocer nuestros respectivos pueblos de nacimiento. Pasamos un día en Albalate de Cinca, donde nací y la gente nos saludaba: «¿Chiqueta cómo está tu padre?». «Muy bien, gracias». «Me alegro chiqueta, dale recuerdos, ¡cuánto me gustaría verle aquí!». Desgraciadamente no quedaba en el pueblo familia cercana y no pudimos quedarnos más tiempo. Recorrí sus calles y aparecieron ante mis ojos los decorados de tantos relatos de mis padres: la calle de la Sartén, donde tenían la casa mis abuelos paternos, la era, donde se situaba la casa de mis abuelos maternos. Conmovida, contemplé la gran higuera que tanto añoraba mi madre y que se erguía delante de la puerta de la casa, el molino, el ayuntamiento, el torreón, el puente y el caudaloso Cinca, que da riqueza a todo el valle. Pero lo que más me emocionó fue ver los restos de nuestra casa.

¡La famosa casa nueva que tantas fatigas causara a mis padres! En 1934 mis padres compraron un terreno al Sindicato en las afueras del pueblo y levantaron una bonita casa con patio para los animales. Ellos vivían trabajando parte de las parcelas que se compraron al Duque, y papá pagó las acequias y la puesta en valor de las tierras de secano. Una epopeya cuyos pormenores, relatados por mis padres, había oído una y otra vez. Leyendo Réquiem por un campesino español, de Ramón J. Sender, me di cuenta de que se inspiraba en lo ocurrido, puesto que relata la recuperación y parcelación de las tierras del duque. Aunque él modifica un poco los hechos para adaptarlos a su novela.

En los años treinta se adquirieron legalmente las tierras de caza del duque de Solferino, que él visitaba de tarde en tarde. El Banco Hipotecario adelantó el ochenta por ciento del importe que se pagó al conde de Centelles, heredero del duque. Del veinte por ciento restante, una parte, ciento sesenta mil pesetas amortizables en dieciocho meses prorrogables, la proporcionó el Banco de la Pequeña Propiedad y el resto, cien mil pesetas, correspondía a los socios que eran unos doscientos cincuenta. El Sindicato vendió unas fincas urbanas, y con lo que aportaron los socios, se hizo frente a esas cien mil pesetas. Mi padre era por elección secretario del Sindicato para la distribución de las tierras que, naturalmente, habían despertado la voracidad de los tres o cuatro grandes propietarios de la zona. Los socios en Asamblea General del Sindicato Agrícola consideraron que las cuentas anteriores no eran conformes y votaron por una Comisión Revisora de Cuentas cuyo presidente fue papá. La Comisión pidió explicaciones por una partida que no estaba clara y provocó la dimisión de la Junta y al elegir una nueva, papá obtuvo más votos que nadie y fue nombrado su presidente.

El reparto de las tierras del duque se hizo en 1932, proporcionalmente, según las tierras que tenían los socios, reservando una parte para socios venideros. Así obtuvieron parcelas quienes no tenían tierras o quienes tenían muy pocas, pero el reparto se detuvo en los socios. Los terratenientes, que no eran socios del Sindicato, quedaron fuera. Para efectuar el reparto vino un ingeniero de Madrid y a cada socio se le asignó tres o cuatro hectáreas de secano y huerta. Una vez hechas las parcelas se iniciaron las tareas de irrigación.

En 1933 había grandes dificultades para sacar producción de la tierra que continuaba siendo de secano. Los socios no tenían dinero y debían amortizar cada año la deuda contraída con el Gobierno. En diciembre de ese año, los anarquistas salieron a la calle, metieron en la cárcel a los burgueses y proclamaron el Comunismo Libertario. Aquello duró treinta y cinco horas, hasta que llegó la tropa de Barbastro. Después encarcelaron a muchos y a papá el primero, pero no por lo del Comunismo Libertario, él ya no militaba en la CNT, sino porque los terratenientes le guardaban rencor por el reparto de las tierras que el Sindicato había hecho en beneficio de los pobres. Estuvo en prisión cuatro meses.

Papá continuó siendo presidente del Sindicato Agrícola hasta 1935 pero una vez solventadas parte de las deudas y estando asegurado el resto, dimitió porque creyó que era momento de cambio. Mi padre fue un gran luchador entregado en cuerpo y alma a la causa de los pobres. En las elecciones de 1936 fue elegido concejal de Izquierda Republicana, Sección de Abastos. Papá fue anarquista de 1919 a 1931, y después, junto con mi madre, militó en Izquierda Republicana. Muchas veces le oí criticar las actuaciones «de los pistoleros de la FAI», aunque, el ideal anarquista, a pesar de reconocer que era una utopía irrealizable en el contexto actual, siempre le cautivó.

En plena Guerra Civil alguien quemó la casa que con tanta ilusión y esfuerzo habían levantado mis padres con sus propias manos. Los fachas del pueblo se apropiaron de sus tierras y del corral que emplearon como aparcamiento de sus herramientas y maquinaria. Y de esa casa tantas veces evocada en los relatos de mi niñez que ahora tenía ante mí, sólo restaba la chimenea que contemplaba con un nudo en la garganta, recta en el medio del patio, sola, como un monumento de protesta contra las barbaries cometidas.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
518 s. 31 illüstrasyon
ISBN:
9788437094205
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi: