Kitabı oku: «Nos quitaron la miel», sayfa 4
También recuerdo los múltiples telegramas de protesta, mítines y manifestaciones que realizamos para exigir la libertad del matrimonio Ethel y Julius Rosenberg, encarcelados hacía tres años, y que los Estados Unidos, en el contexto de la caza de brujas que desencadenó el senador McCarthy, habían condenado a la silla eléctrica. El proceso fue un montaje basado en burdas pruebas y falsos testigos. La derecha del mundo entero cerró los ojos ante las actuaciones de un país que pretendía ser el adalid de la democracia. También lo hizo la mayoría despolitizada norteamericana, manipulada por los medios de comunicación. En fin, ya tenían experiencia en crímenes: el Ku Klux Klan, lo ocurrido con los mártires de Chicago, Sacco y Vanzetti, los miles de quemados por el napalm en Vietnam los «avalaban». Las protestas tuvieron lugar en el mundo entero incluyendo personalidades como el papa, Albert Einstein o Picasso. Pero Eisenhower no quiso oponerse al montaje de su policía, y ese «héroe» de la Segunda Guerra Mundial demostró qué tipo de democracia era la americana. El 19 de junio de 1953 fueron electrocutados. Los Rosenberg eran científicos judíos antifascistas que habían luchado a favor de nuestra República, recogiendo dinero para los huérfanos de la Guerra Civil. Guardaron como recuerdo una de las huchas que emplearon y ello se convirtió en una prueba de «su subversión». El 18 de junio, en su última carta, Ethel escribió: «Somos las primeras víctimas del fascismo norteamericano». Tras el Watergate de Nixon, los dos hijos de los Rosenberg, Michael y Robert, pidieron la reapertura del caso y pese a estar obligado por la ley de libertad de información, el FBI no les permitió acceder más que a una pequeña parte de la documentación, alegando que el resto se había perdido o quemado. Estados Unidos sigue sin revisar el juicio y sin rehabilitar a sus padres.
Las grandes huelgas de la RATP, la red de transportes parisinos, eran jomadas de alegría. Todo quedaba paralizado pero existía un movimiento solidario del resto de la población. Cuando se anunciaba una huelga todos nos levantábamos más temprano para ir a pie, o se organizaban recogidas con coches. Había una gran algarabía feliz por las calles, ríos de trabajadores andando y contentos porque la huelga era un éxito y que los trabajadores de la RATP lograran sus reivindicaciones constituía una victoria de todos. Hasta en las empresas existía comprensión por los retrasos. Me llamó mucho la atención aquí cuando surgieron las primeras huelgas, advertir el malhumor de los que las padecen. El sentimiento de apoyo a otros compañeros trabajadores que luchan por mejorar sus condiciones laborales no existe, ni la solidaridad de clase que yo conocí en París.
La dirección de la JSU nombró a mi hermana delegada a un congreso de la Juventud Democrática que se celebró en Polonia. Ella fue entusiasmada y vino encantada de allí y de esa experiencia. En aquellos primeros años, por la JSU todavía aparecían Santiago Carrillo, Ignacio Gallego, Federico Melchor, todos ellos solteros todavía o recién casados. Luego el gobierno francés, olvidando los servicios prestados por los españoles en la Resistencia contra los alemanes, prohibió la militancia en el PCE y pasamos a ser clandestinos, por lo que dejamos de ver libremente entre nosotros a todos esos camaradas. Por aquel entonces en casa vivía con nosotros mi prima María, cuyos padres seguían en el pueblo en donde recalaron desde los campos de concentración. Trabajaba de modista como mi hermana, así que en el sofá del comedor dormíamos las tres. Cada noche estirábamos el mueble que era antiquísimo y muy pesado y hacíamos la cama. Como yo era la pequeña dormía en medio sobre la madera de separación, y mis ríñones todavía se acuerdan de ese famoso sofá. Luego María encontró una habitación en un hotel con derecho a cocina. Así vivían muchísimas personas en París tras la guerra. Muy pronto otros primos se reunieron en habitaciones cercanas a la de María, con virtiendo el hotel en un hervidero de españoles. Pasaban muchos ratos con nosotros en casa y venían a las fiestas que organizábamos. Mi madre los acogía a todos. Cuando llegaba a París algún familiar o conocido nuevo, hacíamos de guías turísticos y les llevábamos a ver espectáculos, tarea que para mí era diversión; años más tarde, igualmente, fui anfitriona de los camaradas de España que nos visitaban y que querían echarle una miradita al famoso París. Soy una enamorada de París y procuraba transmitirlo a quienes nos visitaban. Me gustaba conocer los lugares en donde se desarrollaron las acciones que había estudiado en la escuela.
Pocas capitales reúnen las características de París, es el corazón y cerebro de Francia. Todos los acontecimientos que han sacudido y transformado a lo largo de los siglos el país, muy a menudo se han desarrollado en su capital. Todos sus barrios, sus calles, sus monumentos, sus bosques, su río, han sido testigos de algún acontecimiento trascendental. En el año 451 los parisinos se encerraron dentro de las murallas de la isla de la Cité para luchar contra las hordas de Atila que la cercaban sin que jamás pudiesen penetrar. Más tarde lucharon contra los invasores que venían navegando por el Sena cuyo caudal permitía a los potentes barcos normandos sitiar la ciudad. A lo largo de los siglos París ha sido golosina de romanos, prusianos y germanos. En la última guerra mundial, Hitler mandó quemar la ciudad antes que sus tropas la abandonaran. Aquello era una monstruosidad y sus generales no le obedecieron. He subido a la torre Eiffel no sé cuántas veces, pero siempre gocé con la vista espectacular que ofrece. Tampoco sé cuántas he paseado por los Campos Elíseos, de día y de noche. Para mí es la avenida más bonita y elegante del mundo. La comparo con las que he tenido ocasión de conocer en ciudades importantes como Madrid y Barcelona, Lisboa, Roma, Milán, Londres, Edimburgo, Dublín, Amsterdam, Viena, Praga, Sofía, Bucarest, Belgrado, Moscú, Leningrado, Lima, México, La Habana, Río de Janeiro, Nueva York, San Francisco y Washington y continúa siendo mi favorita. Todas tienen avenidas estupendas, con un sinfín de cosas que me han encantado e interesado, pero ninguna ha reunido los atractivos de los Campos Elíseos.
Cuando hacía de guía me gustaba hacer vivir a mis invitados lo que veíamos, explicándoles qué había ocurrido allí en tal año, y qué acontecimientos habían visto aquellas piedras. Todos querían ver el Sacré Coeur, pero yo además les hacía recorrer las callejuelas de la Butte, cuyas escaleras impiden la circulación de los coches, la rue des Saúles, la rue Saint Vincent, o la rue Cortot, donde Renoir pintó su Moulin de la Galette. Les enseñaba el pequeño restaurante Le Lapin Agile, donde comían los pintores que habitaban la Butte y, en la plaza Émile Gaudeau, el bateau-lavoir donde residían y trabajaban Picasso y Juan Gris. Ahora ya no existe, un incendio lo destruyó en 1970. También les enseñaba el muro que protegía la viña de Montmartre de los cazadores de recuerdos, gracias al cual cada año podía realizarse la vendimia. Poca gente conoce el dato de que existe un vino de París. Ahora en Valencia, cuando paseo algunas calles y plazoletas del barrio del Carmen que guardan el sabor de las ciudades tranquilas de siglos pasados, recuerdo lugares similares de la Butte Montmartre que conservan el mismo encanto, fuera del tiempo y de la civilización del ruido.
Visitábamos Notre-Dame y sus impresionantes vidrieras y llevaba a los camaradas al Quartier du Marais, que continúa guardando el aspecto que tenía en los tiempos de Luis XIII y XIV. El barrio está lleno de palacetes. Muchos ahora son museos, como el Hotel Carnavalet, Museo de la Ciudad, o el Hotel Cluny, Museo de la Edad Media. En el Hotel de Bourgogne estrenó su obra El Cid, el gran Corneille. Pero la joya del barrio es la place des Vosges, cerrada y señorial, rodeada de palacetes del color rosado de sus ladrillos del siglo XVII. Allí se celebraban fiestas y torneos y, tras las ventanas de un edificio en un ángulo, vivió quince años Victor Hugo. Si pasábamos por la rue Mazarine, les informaba de que antes era el famoso Pré-aux-Clercs, descampado donde tenían lugar los duelos y batallaban con la espada los mosqueteros. Cuando admirábamos el Hotel de Ville, les provocaba un escalofrío al recordarles que era allí, en la famosa place de Grève, donde quemaban o, descuartizaban a los reos ante la vista de los parisinos que acudían en masa. Si caminábamos delante de la iglesia Saint Germain l’Auxerrois, les informaba que desde su bellísimo campanario, la noche del 23 de agosto de 1572, fueron sus campanas las que lanzaron la señal del inicio de la monstruosa matanza de San Bartolomé contra los protestantes, que hizo correr ríos de sangre por París. Cuando nos adentrábamos en el Quartier Latin, parada obligada era el Café de Flore, en el boulevard Saint Germain, donde tomaban su café Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. En el barrio Montparnasse nos parábamos en La Coupole o La Rotonde, donde solían refrescarse Modigliani, Chagall, Bretón o Hemingway. Y mis compañeros miraban con ojos soñadores esperando ver surgir a la pobre Jeanne Hébuterne llevando a rastras a su guapo pero borracho Modigliani en algún momento. Además de estas visitas era obligado llevarlos a algún espectáculo, razón por la cual me ha sido fácil ver casi todos los que se han montado en Les Folies Bergères. Eran espectáculos suntuosos, muy cuidados, con gran riqueza de trajes y efectos especiales de luz y sonido. Todos los que visitaban París querían verlo y se quedaban encandilados ante tanto colorido, tanta luz, tantas plumas y lentejuelas. El espectáculo que más me gustó fue el de Josephine Baker, «La diosa negra», aunque ya no era la jovencita que escandalizó París en 1925 vestida con un cinturón de plátanos como falda, continuaba gozando de una voz preciosa y de una simpatía arrolladora. Nunca estuve en el Lido, sin embargo y sólo en una ocasión, fuimos al Moulin Rouge, unos establecimientos que ya entonces estaban desnaturalizados por el masivo turismo. Y como los restaurantes famosos eran muy caros, mirábamos desde fuera alguno como Chez Maxim’s. Solíamos comprar en cualquier esquina un «Cornet de frites avec une saucisse»11, o bien una deliciosa crêpe con mantequilla. Alguna vez, en plan locura, cenábamos con algunos amigos una choucroute en una brasserie Alsacienne. De las visitas más emotivas que recibimos en París quiero resaltar la que nos hizo el tío José con su hijo Jazmín. Es el menor de los hermanos de papá. La Guerra Civil lo pilló muy joven y, tras la derrota, del frente pasó a la cárcel como tantos otros miles que no cruzaron la frontera. El niño nació cuando él estaba prisionero y para su amargura, además de no verle, su esposa se casó al cabo de los años con un militar. Como en guerra las bodas eran civiles, en la posguerra se anularon. Cuando tras catorce años recuperó su libertad recogió a su hijo, cruzaron la frontera y se vinieron a casa. Papá se lo llevó con él a trabajar fuera de París y nosotras nos quedamos con Jazmín, que dormía en una cama plegable en la habitación de mis padres.
Tras terminar con dieciocho años el primer ciclo de Estudios Empresariales continué los superiores en nocturno. Fue divertido pero incómodo porque, según la asignatura, teníamos que cambiar diariamente de centro de enseñanza. Uno de los centros a los que acudía era el Lycèe Chaptal que se encontraba en el barrio Pigalle. Iba siempre sola y aterrorizada porque era de noche. Las calles eran una continua oferta de cuerpos. En las puertas de los establecimientos, hombres con trajes de lentejuelas y sombreros de copa, invitaban a los transeúntes a pasar. En las vitrinas, resaltadas por potentes neones, fotos de las señoritas en paños menores y desnudas. Yo corría por aquellos lugares cargada con la cartera atiborrada de libros temiendo que me raptaran. Pero aquella gente se daba cuenta que yo no era más que una infeliz que iba a clase. Nadie se permitió la menor ofensa, ni se propasó, incluso me reconocían y lo demostraban con una sonrisa algunas de las chicas o chicos disfrazados, ¡vete tú a saber! con los que me cruzaba: «¡Cours pas si vite ma mignonne, tu vas t’casser la gueule!».12
Mi primer trabajo fue de secretaria-contable en Bernard Scherchneider, empresa al por mayor de prèt-à-porter para mujer, cuyos dueños eran judíos de origen polaco que llevaban mucho años en Francia. Durante los cuatro años que estuve con ellos tuve la oportunidad de conocer de cerca la forma de pensar y vivir de los judíos, ya que además gran parte de la clientela también lo era. Mi apellido Sender y el color verde de mis ojos les inducía a pensar que mi ascendencia era judía. Me adoptaron como uno de los suyos y me convertí de Rosita en Rosette; todas las tardes la dueña preparaba para su marido el té y me traía otra taza con limón para mí. Los siglos de opresión y matanzas han convertido a los judíos en personas muy solidarias entre ellas; en cambio con los gentiles son bastante despectivos. Los llaman goy en tono de desprecio y así, ellos que tanto han padecido el racismo, también lo manifiestan. Lo que sucede ahora en Israel es una buena prueba. Para mí fue una novedad, mis amigas del instituto, D’Artagnan y Porthos eran judías y nunca vi en ellas el menor signo de desprecio y tras conocer el horror del holocausto les tenía mucha simpatía, me caían muy bien, así que constituyó una desagradable sorpresa comprobar su particular racismo.
Al tiempo que continuaba mi trabajo y me implicaba cada vez más en la vida empresarial —incluso llegué a lucir como modelo las colecciones que fabricaba la casa—, me iba incorporando activamente a la militancia. A los 17 años participaba mucho en la JSU y pertenecía al Club de las 13 Rosas. Los clubs tenían nombres como, Trifón Medrano, en recuerdo del dirigente de la Juventud Comunista que en 1936 se fusionó con los socialistas formando la JSU, muerto en la Guerra Civil, Lina Òdena, dirigente de las Juventudes Comunistas catalanas que luchó como miliciana. Defendiendo Granada, Lina Òdena empleó su última bala para quitarse la vida antes de que los moros la capturaran. Otros recibían el nombre de Federico García Lorca, Antonio Machado o Miguel Hernández, los poetas que apoyaron nuestra causa. A nosotras nos emocionaba la triste historia de las jóvenes madrileñas que fusilaron tras la Guerra Civil, saber que el día de la ejecución se maquillaron y se pusieron sus mejores prendas para ir como trece rosas a la muerte.
Me viene ahora a la mente un artículo de Rosa Montero en El País donde, tras leer el libro de Fernanda Romeu Alfaro, El silencio roto y conocer la historia de las «13 rosas», lanza una requisitoria contra los dirigentes del Partido Comunista que olvidaron y silenciaron este drama. ¡Pues no fue así! Nosotros, los refugiados españoles de París y de otros lugares de la emigración honrábamos su memoria y conocíamos su gesta; y si en España no fue posible el reconocimiento, se debió a la feroz represión franquista, pero no a los que lucharon contra ella. Incluso recuerdo que en el local de nuestro club que, por cierto, se situaba en un bajo de la place du Tertre, lugar famosísimo de Montmartre, pusimos a modo de bandera, un gran cuadrado de tela de seda, y Francisco Rabaneda, que pertenecía a nuestro club pintó en él 13 rosas rojas. Él era estudiante de Arquitectura y se le daba bien el dibujo y la pintura. Luego se convirtió en el famoso modisto Paco Rabanne. Quién me iba a decir entonces que, años más tarde, en Valencia, tendría el honor de conocer a Mari-Carmen Cuesta Rodríguez, una de las compañeras supervivientes que encarcelaron con las 13 rosas de Madrid y que por ser demasiado joven entonces no fusilaron. Tras la cárcel, se casó, y estando en Valencia, con la misma fe que en sus años juveniles, se incorporó a la lucha. En la JSU yo era miembro del coro y del grupo de bailes y conocí a Paco Semprún, el pianista que nos acompañaba. Alto, tímido y muy delgado, hermano del que años más tarde fue Ministro de Cultura con el PSOE, así como a su hermano Carlos, que era muy simpático y parlanchín.
Las fiestas en los locales de la CGT de la rue Jean-Pierre Thimbaud continuaron, así como los mítines por la paz en la sala Pleyel. En uno de ellos vi por primera vez a Pasionaria. Su figura alta, vestida de negro me impresionó muchísimo y recuerdo a toda la sala puesta en pie de un solo golpe, aplaudiendo a rabiar. En la sala Pleyel nos juntábamos más de seis mil españoles. En unos de esos mítines fue donde conocí a Picasso. Él era militante del Partido Comunista Francés pero guardaba buena relación con todo lo español. Como estaba en la presidencia del Movimiento Mundial por la Paz, asistía a muchos actos. Dibujó y donó la famosa paloma que encabezaba el Llamamiento de Estocolmo contra la bomba atómica, reproducida por millones en hojas que servían para recoger firmas en el mundo entero contra la bomba. Picasso tenía unos ojos abrasadores, puro carbón ardiendo, difíciles de olvidar. Nos sentíamos muy orgullosos de que el famosísimo Picasso fuese español y además comunista. Otro del que nos sentíamos muy orgullosos era Rafael Alberti. Todavía recuerdo el homenaje que se le tributó en la sala Mutualité de París cuando regresó de América.
Por aquella época me abría apasionadamente a nuestros ideales, pero también a la literatura, y tras haber sido una adicta a la literatura francesa me adentré en la rusa. En una de las sedes de la CGT, rue Jean-Pierre Thimbaud, existía una librería del sindicato donde se podían adquirir a precio de risa libros soviéticos con estupenda encuademación, tanto en francés como en castellano. Descubrí a Pushkin, Turgueniev, Gogol, Dostoievski, Chejov, Tolstoi, Gorki, a Makarenko y su fabuloso Poema pedagógico, a Ilya Ehrenburg con La novena ola o al Nobel Mijaíl Sholojov, que tan magistralmente describe la vida de los cosacos en su obra El Don apacible. También a un montón de otros escritores que relataban las hazañas de la lucha contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, tanto en guerrillas, como en el frente o en los campos de la muerte nazis. Yo vibraba con los relatos de las acciones reales de la heroína Olga Kosmodemienskaya a la que torturaron, violaron y mataron los alemanes, o con los de la Joven Guardia, un grupo de jóvenes guerrilleros que también fueron torturados salvajemente por los nazis. Una de las torturas sufridas por una chica del grupo se me quedó marcada en la mente, y al recordarla me causa siempre el mismo escalofrío: tras muchos intentos para hacerla hablar, le marcaron con un cuchillo una estrella en la espalda y le arrancaron la piel, luego le pusieron sal en la herida, pero no delató a nadie. Esos jóvenes como muchos otros héroes similares murieron por la libertad de su patria y su recuerdo estaba vivo en la URSS ¡Bueno, ignoro como será eso ahora! La gesta que relata el libro Un hombre de verdad fue también un hecho real muy conocido, incluso realizaron una película sobre ella y su héroe, Alexis Maressief, piloto de caza soviético, quien tras ser abatido en combate pasó diecinueve días en la nieve, herido, alimentándose de raíces y animalillos. Unos campesinos lo encontraron medio muerto, lo escondieron y pudieron evacuarlo a un hospital en donde le amputaron los pies y parte de las piernas completamente gangrenados. Con una voluntad de hierro, fijándose como meta volver a volar, le fabricaron dos prótesis metálicas y tras esfuerzos y dolores increíbles, volvió a pilotar un avión. Años más tarde, en un congreso en Moscú, Antonio tuvo ocasión de conocer a Alexis Maressief y le pidió su firma para mí y con mucha simpatía, este hombre fuera de lo común, estampó su firma al dorso de una foto donde estoy con mi hija. La guardo como un tesoro. Yo me identificaba totalmente con esos héroes, con su lucha que también era la nuestra. Sentía y sentíamos todos, una gran admiración hacia la Unión Soviética, la patria de los proletarios. Ni se nos pasaba por la mente que se habían cometido y se cometían crímenes, errores y abusos. Eso no trascendía, era inimaginable. En marzo de 1953 cuando murió Stalin, nos conmovió un dolor inmenso. Para nosotros había sido el hombre que simbolizó la lucha del pueblo ruso contra el invasor, el hombre de las conversaciones de Yalta, donde se reveló como un gran jefe de Estado. Lo considerábamos un genio y fue muy traumático descubrir el lado siniestro de su personalidad y los atropellos cometidos junto a los grandes avances que se realizaron en su tiempo.
En agosto de ese mismo año me delegaron al IV Festival Mundial de la Juventud Democrática que se celebró en Bucarest. Allí nos concentramos más de treinta mil jóvenes de todos los países y razas. Nosotros salimos desde París en uno de los «Trenes de la Amistad» en la Gare de l’Est, directamente a Bucarest, totalmente pintado con consignas, decorado y lleno de banderas. La mitad de los delegados de ese tren eran franceses, pero los había también de países africanos que estudiaban en París, un numeroso contingente de italianos y once españoles de otras ciudades francesas. Francisco Rabaneda y yo de París. Debo decir que Paco y yo éramos muy amigos. Era muy tímido y callado, muy amante de la moda como yo, y se vestía de forma fantasiosa para el criterio de los serios y sectarios chicos de la JSU, que lo llamaban el Zazou. Su madre y su hermana y hermano mayores trabajaban mucho para que él y su hermana pequeña estudiaran. Nos perdimos de vista cuando regresamos a España en 1967. El viaje duró tres días y tres noches. Cruzamos media Europa. Paramos una noche en Viena donde dormimos, lo que me permitió visitar a mi hermana que por aquel entonces vivía allí con su marido y pude conocer entonces a mi segundo sobrino, Rubén, que acababa de nacer. En el transcurso del viaje vimos el famoso Danubio, no sólo en Viena sino en Budapest, y nos desilusionó porque… ¡de azul nada!
Éramos todos jóvenes y todos militantes de diversas organizaciones juveniles democráticas, algunas cristianas. Dominaba la camaradería, la alegría y las diversiones. Los componentes de los diversos vagones nos visitábamos y recorríamos el inmenso tren en plan excursión. Aquí unos senegaleses tocaban el tam-tam, más allá un grupo de italianos cantaban el Bella Ciao; en otro vagón un grupo de Auvergnats bailaba la bourrée. Pero la palma nos la llevábamos los españoles: había cola para ver nuestro espectáculo «de primera». Entre los once españoles había una muchacha andaluza que cantaba divinamente, además de ser salerosa y simpática; los demás tocábamos palmas y bailábamos en el pasillo. Recuerdo que para mayor comodidad, yo vestía un conjunto de pantalón y cazadora de tela roja, y si los camaradas veían que alguno se me acercaba demasiado decían: «¡fais gaffe elle griffe!»13 y como siempre he llevado las uñas muy largas rápidamente me apodaron en el tren «la tigresa roja». Al llegar a Bucarest nos encontramos con el resto de la delegación española, unos treinta y cinco procedentes de varios países. Apenas necesitábamos intérpretes puesto que había españoles delegados que venían de Inglaterra, Francia, Italia, Polonia, Alemania, URSS y también de Argentina y México. Entre nosotros estaba Roberto Carrillo, el hermano de Santiago, alto, guapo y ligón. Carecía de la seriedad de su hermano. De México llegó Vicente Rojo, que más tarde se convertiría en un pintor de gran prestigio. Todavía guardo uno de sus dibujos que me dedicó en Bucarest. Al año siguiente pasó por París y estuvo durmiendo en mi casa varios días. ¡Quién nos iba a decir que la vez siguiente que nos encontrásemos sería en Madrid, 42 años después, en ARCO, él como pintor vedette de una galería mexicana, y yo como galerista de Valencia!
En todas partes nos recibían con muestras de cariño y apoyo al enterarse de que éramos españoles. Siempre me ha llamado la atención el gran afecto que toda la gente progresista manifiesta hacia España, debido en gran parte a las Brigadas Internacionales que vinieron a luchar codo con codo con los republicanos en defensa de la libertad. Ellos han seguido hablando desde entonces en su entorno de esa gesta, de ese idealismo romántico, de ese auténtico internacionalismo proletario, creando simpatía hacia nuestra lucha.
La vuelta a París la hicimos en avión, lo que constituyó mi bautismo aéreo y al regreso, me vi inmersa de nuevo en otro montón de actividades de nuestra organización. No teníamos muchos recursos y no podíamos alojar a los camaradas que nos visitaban en hoteles. Cuando surgían reuniones, congresos o festivales los distribuíamos por las casas, pero no eran muchas, la mayoría de los camaradas vivía en hoteles de barrio o en chambres de bonnes14, amontonados, por lo que, muy a menudo, teníamos invitadas en casa y a veces en el famoso sofá dormíamos cuatro. La ayuda al Partido de mis padres fue constante. Por casa han pasado muchísimos camaradas, de algunos no recuerdo sus nombres, pero de otros sí, como los inolvidables Julián Grimau, o Manuel Azcárate. También recuerdo al simpático Agustín Sánchez, que estuvo en varias ocasiones. ¡Quién podía prever que en septiembre 1981, como dirigente del Partido en Murcia, tras regresar en autocar con otros camaradas desde la fiesta del PCE en Madrid, el vehículo chocara con otro y murieran 24 camaradas, entre ellos Agustín! Con su seriedad característica había estado dando conversación al conductor para que no se durmiera. Pero, desgraciadamente aquello no bastó. Los camaradas a veces se quedaban quince días o un mes en casa, porque venían de España tras salir de la cárcel y precisaban ir a alguna democracia popular para cuidar de su salud. Otros habían salido clandestinamente huyendo de la policía y mientras les arreglaban los papeles permanecían alojados en nuestro domicilio. Y no éramos los únicos. Formábamos una gran familia, éramos como una colmena.
Las tareas de los militantes del PCE en Francia eran penosas, ya que a las horas de fábrica, taller, oficina o campo, añadían las visitas que realizaban para ver a otros españoles del barrio y llevarles Mundo Obrero, comentarlo con ellos, explicarles nuestra lucha, nuestros objetivos, nuestro programa, recoger sus opiniones y tratar de convencerles para organizar reuniones, cursillos y recoger dinero para la lucha. Ello sin dejar de participar en las luchas y huelgas junto a los trabajadores franceses. Estas tareas se incrementaron muchísimo cuando llegaron los temporeros a partir de los años cincuenta. Españoles que salían de España en busca de trabajo: miles de jóvenes chachas por un lado y miles de peones en la construcción y fábricas, sin contar los que acudían a la vendimia. Llegaban a Francia sin conocimiento alguno de lo que es conciencia de clase, en plan rompe huelgas, pero poco a poco cambiaban. Algunos camaradas incluso tomaban sus vacaciones en septiembre para ir al sur, a los lugares de la vendimia, para hablar y concienciar compatriotas que venían por miles. El Partido se iba desarrollando rápidamente y regresaban a España convertidos en militantes. No era tarea de uno o dos, sino todos los camaradas trabajábamos como abejas, siempre a favor de España, siempre para lograr la democracia y terminar con el franquismo. Los temporeros adquirían conciencia y se incorporaban a las luchas en sus centros de trabajo, una rica experiencia que luego resultó importantísima para el desarrollo de Comisiones Obreras en España.
Una de las actividades de los franceses en donde los camaradas españoles nos implicábamos mucho, era la fiesta de L’Humanité. Se realizaba en un principio en el Bois de Vincennes, uno de los maravillosos bosques que rodean París. En su inmensa pradera se realizaba el mitin final y el desarrollo del programa central. Acudían centenares de miles de franceses, no sólo de París, sino de toda Francia. Nos traían sus productos y las especialidades de cada región para degustarlas en sus casetas. Además contábamos con las de los partidos hermanos, y entre ellos el nuestro que, modestia aparte, era una de las más concurridas. Siempre despertábamos el afecto de los visitantes progresistas de forma particular. Nuestra causa era apoyada siempre sin reservas. Centenares de camaradas trabajaban para la caseta de España, comprando las mercancías, haciendo las paellas, sirviéndolas, limpiando luego todo y siempre de forma voluntaria, para recoger dinero y ayudar en la lucha en España. Y éramos los jóvenes los encargados, hucha en mano y banderitas en ristre, de recoger dinero recorriendo todos los rincones del inmenso recinto. Nos tragábamos la vergüenza pensando que ayudaríamos a alguna familia cuyo padre estaba en las cárceles franquistas, o haciendo posible la adquisición de una multicopista para una organización en España.
En el escenario central de las fiestas de L’Humanité pasaron a lo largo de los años los mejores artistas del mundo de la canción, de la música y de la danza. Cantar allí era un reto para ellos, nadie movía a tanta gente como los comunistas. Cuando cantaba Yves Montand en la época en la que la radio estatal lo vetaba por comunista, aquello se venía abajo. Yo le adoraba y me continúa gustando. Cuando hizo su famoso recital en el Théátre de l’Etoile aux Champs Elysées yo, con un grupo de la JUS estaba allí. Su espectáculo duraba dos horas y media, con él solo en el escenario. Esa fue la noche en que lo grabaron para la casa discogràfica. Ahora, cuando escuchamos la cinta de la grabación y los gritos y aplausos, les digo a mis hijos: «¿Oís eso? Ahí está mamá gritando como una loca con todos ellos». Tenía veinte años, luchábamos por un mundo nuevo, estábamos convencidos que la razón estaba con nosotros, íbamos a terminar con las guerras y las injusticias, con la opresión de los regímenes militaristas y capitalistas, a terminar con el racismo. Nos sentíamos ciudadanos del mundo.