Kitabı oku: «Asja», sayfa 3
Intuición filosófica
La tarde de su duodécimo cumpleaños, Walter leía en un rincón cuando sonaron las cinco menos cuarto con más ajetreo que de costumbre, pues entró la criada con unas manzanas para hornear en la estufa y, con ella, un mozo que se encargaría de encender todas las lámparas. En todas las habitaciones las había, grandes y de cristal de roca, pero no se encendían más que la mitad de sus bombillas. Excepto cuando lo ordenaba el señor Benjamin.
Solía ser cuando tenían visitas y los niños debían subir a sus cuartos con la madre, pero esta vez mandaron al piso de arriba a sus hermanos y Watt —así le llamaban en casa— tuvo que quedarse en el salón. Con su padre.
—Deja ya de leer, hijo: vas a perder la poca vista que te queda.
¡Qué le importaban sus dioptrías a Walter! Lectura, música y chocolate, excelentes divinidades para su edad; pero, dócil, abandonó ese libro espléndido que describía con grandes ilustraciones el desarrollo de los planes de batalla y los acontecimientos de la guerra franco-prusiana y aguardó instrucciones con ojos dubitativos, mientras Emil untaba mantequilla sobre un panecillo.
Watt era tan enclenque que no aparentaba ni nueve años, y que su padre quisiera tenerlo cerca era una situación incómoda. No tenían apenas relación y el pequeño hubiera preferido mil veces ayudar a su madre a ordenar el armario de ropa blanca, como la tarde anterior.
A veces, los adultos no entienden lo solitario que es ser niño.
Pauline estaba también en el salón. Apartada, junto a la antepuerta, inmóvil, con el vestido muy entallado, sugirió que Watt podría estudiar los preparativos de las manzanas con canela y miel que la doncella había dispuesto sobre la estufa. Unos minutos y la piel de las manzanas empezaría a tostarse. El azúcar burbujearía y… Entró el hermano matemático de Pauline, profesor titular en Frankfurt y una eminencia según todos.
—Menuda sorpresa, hermanito. No sabía que ibas a visitarnos hoy —lo saludó, con esa expresión ambigua de cuando anunciaba, un par de veces al año, que había que deshacerse de una camada de gatos.
Arthur Schonflies también estaba incómodo y Emil, que se había citado con él durante semanas, le guiñó el ojo con una burlona mueca de tristeza y dio un sobresalto a Watt: lo llamó Walter de nuevo y lo invitó a darle la mano a su tío y a sentarse a su lado. La doncella podía servir las manzanas y el té.
Walter recibió la suya, pero no se atrevía a comer ni a moverse. Solía tener calor a todas horas en aquella casa, pero se había quedado helado, así que pensó en calentarse las manos bajo el bol de la manzana, como un ave que incuba, y no podía dejar de pensar en la cara que había puesto Pauline. Sí, sería peor cuando se enterara de que aquella familiaridad se debía a que su tío Arthur le había hecho numerosas pruebas de matemáticas durante semanas, a escondidas, por orden del señor Benjamin.
El tío Arthur se colocó las gafas sobre la punta de la nariz y empezó a hablar con su característica voz gangosa, levantando la cabeza de vez en cuando para mirar a Emil con una sonrisa enigmática que intrigaba a Pauline.
—… No hay duda: después de las pruebas a Walter, puedo constatar que está dotado —e hizo una pausa, pomposo— de intuición filosófica.
Walter apretó las manos. ¡Su madre entraría en cólera si lo descubría todo! Le dio vueltas al bol y, sin saber por qué, lo dejó caer al suelo. Un golpe seco y el cuenco quedó partido en media docena de pedazos.
Rompía cosas a menudo y era un alivio, la reprimenda: esa cantinela «Herr Ungeschickt lässt grüssen» —«el señor torpeza te saluda»— de su madre para espabilarle cuando cometía cualquier despropósito, olvidaba algo o tropezaba. ¡Tan a menudo…! ¿Y ahora? Quizás la niñera lo acostaría sin cenar y luego Pauline pasaría unos minutos por el cuarto y le contaría un cuento para sentirse buena madre tras haber tenido que castigarle… Pero aquella tarde todo cambió. Pauline ni se inmutó con los pedazos de porcelana desperdigados por el suelo y, en cambio, el señor Benjamin empezó a gritar a Walter como nunca. ¡Que dejara de hacer estupideces de niño malcriado, que ya estaba mayorcito para esas cosas, que…! Ordenó a la doncella que recogiera de inmediato el estropicio y les sirviera a él y a su cuñado una copa de vino dulce.
Walter rompió a llorar y se lanzó a los brazos de su madre con el deseo de aferrarse eternamente a ella, a ese amor excluyente, y esta vez Pauline, como si le hubiera leído el pensamiento, no lo rechazó como solía hacer, ya que en los ojos húmedos y oscuros de su hijo le había parecido ver la cristalización de todas esas penas inciertas que ella no podía evitar desde que se había casado. Entonces, ¿su hijito era filósofo, le decía el traidor de su hermano a su marido? ¿Ese era el truco, decir que el niño era filósofo? ¿Así iban a quitárselo? Apretó su cabecita contra el pecho.
Sí. Emil había dejado de reírse en los cabarets, en los cafés, en la pista de patinaje… Había decidido tomar cartas en la educación del hijo mayor, según él en peligro por culpa de Pauline y sus influencias. Desde hacía meses, se esmeraba en supervisar sus estudios y había solicitado la opinión de Arthur para tomar una decisión. Drástica, si fuera necesario. Temía que su esposa pudiera convertir a Walter en un pusilánime… Pauline se iba a poner a llorar de un momento a otro, mientras escuchaba todo aquello y apretaba los dientes, llevada por una rabia que no quería demostrar de hecho ni de palabra. Su hermano no se atrevía a mirarla siquiera.
—Walter, hijo, hubiera preferido una carrera con más futuro para ti, pero confío en el criterio de tu tío. Ha llegado el momento de mandarte a estudiar fuera y, si tienes que ser filósofo, pues lo serás.
—Bien pensado, es una carrera de buen gusto y perfectamente compatible con los negocios familiares —intervino el cuñado.
Emil pagaría los mejores colegios, resumió pomposo, y miró a Pauline de reojo y apuñaló el aire con su regordete dedo índice para añadir:
—Pero tendrás que ser el mejor cada año, ¡o recibirás un buen castigo! —y lo enfatizó con un manotazo en su hombro de pajarito: un golpe muy parecido al del martillo con que Emil remataba las ventas de subasta en su tienda.
De la paz a la guerra
Walter fue enviado lejos de Berlín para pasar dos años en un internado en el campo y Emil estaba pletórico. El aire libre, el senderismo y la rutina escolar robustecerían a su retoño. Así fue. Y se sintió radicalmente distinto al resto de sus compañeros desde el primer día y tuvo que transformarse en una especie de tortuga que, a la mínima, se escondía en su caparazón. Funcionaba. Se había despedido de sus hermanos y de su madre con lágrimas, con ese miedo mezclado con euforia tan palpable como la pérdida de los dientes de leche, pero fue empezar a vivir fuera y ya tenía mejor color, ni siquiera le costaba conciliar el sueño sin los cuentos de su madre. Como solución, decidió dormir menos y pasar las noches dedicado a la lectura; luego desayunaba, acudía a las clases y se permitía breves siestas. Así, se ahorraba tener que tratar con nadie, mientras su prodigiosa agilidad mental se revelaba inversamente proporcional a su lento desplazamiento corporal y ese caminar pesado devenía en frecuentes paradas para reflexionar, acompañadas de la doble exclamación francesa, «Tiens, tiens», que había aprendido de la nurse.
Por ello, algunos compañeros lo apodaron jocosamente «Tiens-tiens» y esas burlas lo obligaron a sacar un mal genio que nadie habría imaginado que tenía. El Walter bonachón se había esfumado y sufría violentos ataques de cólera por nimiedades, como perder una partida de ajedrez, y en esa atmósfera se sucedieron los cursos, hasta que ganó el acceso a las universidades más reputadas de Berlín y Friburgo y el pequeño melindroso pasó a ser un jovencito desmañado que sacaba cada vez mejores calificaciones académicas, pero que también le sostenía cada vez mejor la mirada a su padre. A esto último el señor Benjamin le quitaba hierro, confiado en que la disciplina de la vida universitaria le pondría fin en poco tiempo. Todo lo contrario.
—Tendría que darme algún dinero más esta semana, padre.
Emil miraba muy serio.
—¿Cuánto dinero y para qué?
—He encargado libros y tengo que pagarlos sin falta.
—¿Cuánto? —insistía.
—Me arreglo con sesenta o setenta marcos —respondía con respeto, pero sin bajar la mirada.
—Hace poco te di ochenta —recordaba Emil, despacioso—. ¿Se puede saber qué haces con el dinero?
—Lo empleo bien —respondía el hijo, sombrío y con la lección aprendida, pues entonces preguntaba a Emil por sus negocios: a eso sí jugaba con agrado el señor Benjamin. Se le llenaba la boca, como si su hijo fuera uno de sus colegas, al contarle lo bien que iban últimamente sus proyectos urbanos, tan innovadores: esos que lo mantenían durante horas al nuevo aparato de teléfono que habían instalado en casa entre el cesto de la ropa sucia y el gasómetro.
—Pronto, hijo, estarás preparado y podrás ayudarme en mis prósperos negocios. Así podrás disponer de tu propio dinero…
Walter no tenía la más mínima intención de hacer eso. Esbozaba una sonrisa tras cada ingenuidad burguesa de su padre. ¿Qué prósperos negocios? Estaba informado.
Sabía que los sucesos de octubre de 1917 en Rusia y las tormentas políticas que habían conmocionado a Europa entera avanzaban de nuevo, tras una aparente tregua. Su padre era un iluso de tomo y lomo. ¡Menudas discusiones tendrían, si le dijera lo que pensaba!
Pero el señor Benjamin no sabía ni la mitad de lo que hacía y pensaba Walter; haberlo averiguado entonces lo habría dejado atónito. Emil se limitaba a pagar facturas académicas, mientras la sangre revolucionaria hervía en las venas de su hijo mayor, pues Walter estaba perfeccionando esa habilidad para rebelarse en silencio que le había faltado durante la infancia y sus únicos proyectos de futuro eran leer, escribir, recortar, pegar, armar y desarmar historias. Sin embargo, Emil insistía y, finalmente, durante unas vacaciones, decidió que era el momento de que entrara a trabajar en un banco, como había hecho él a su edad. Se lo anunció en la mesa a la hora de los cafés.
—Por desgracia, voy a tomar otro camino, padre.
Walter no quería dejar la universidad y lo que le proponía su padre era todo lo contrario de lo que había empezado a soñar. Emil se lo tenía merecido, por haberle hecho caso a su cuñado y haberlo embarcado en el dolor de la lucidez, por haberle hecho estudiar entre desconocidos y vivir solo, así que no hubo manera. Por más que Emil se soliviantó, no logró quitarle a su hijo la idea de que hacer carrera como docente universitario era el camino más adecuado. Walter lo decía tan seguro que intimidaba, con esa sonrisa madura que había empezado a curvarse en sus labios desde que firmaba polémicos artículos en una revista subtitulada «Arte y literatura del futuro», y se había empezado a interesar por corrientes de pensamiento extrañas, por todo aquello que solo compartía con su hermano Georg —quien, por su parte, se había vuelto un comunista del todo discreto—, y juntos se interesaban por lo que fuera en contra de la burguesía. No sabían qué les depararía el futuro ni en qué condiciones lo vivirían, pero habían resuelto que sería en un mundo más ancho que el de los convencionalismos en que se habían criado, lejos de esa forma de entender la vida a la que pertenecían por familia, aunque ya no por sus ideas, invadidos ambos por una energía desconocida.
Le gustaba a Walter reír y gastar ocurrentes bromas a los catedráticos envarados y su pseudónimo para que no descubrieran sus artículos era Ardor. Walter, el estudiante de filosofía que costaba una fortuna, iba a por todas contra cualquier hipocresía y el señor Benjamin también se habría llevado las manos a la cabeza, de haberlos leído.
—Hijo, ahora eres joven y te crees que lo sabes todo, pero ya hablaremos cuando empieces a ver mundo...
Y Walter decidió, de inmediato, empezar a viajar en serio.
Engañó con facilidad a su padre cuando le aseguró que escribiría crónicas sobre su encuentro con la pinacoteca de Brera, La última cena de Leonardo da Vinci o la Arena de Verona. El veto de las fronteras tras la guerra acababa de levantarse. Luego, otro viaje a Italia en Pentecostés, con dos amigos, y, al cabo de unos meses, a Suiza. El año siguiente fue a París… Y en todas partes nunca se acostaba antes de las dos o las tres de la madrugada y leía filosofía cuando empezaba la verdad de la noche, literatura de Heinrich Mann, Hermann Hesse y Guy de Maupassant. Las mañanas las pasaba en el Louvre, Versalles, Fontainebleau y el Bois de Boulogne; por las tardes, las calles, las iglesias y los cafés le hacían señas, y sucumbió a películas y cabarets. En el teatro y en el bulevar se sentía en casa.
De pensar por sí mismo, de niño tímido y acomplejado, había derivado en joven osado, autónomo, bello, intocable, pero que aún conservaba rosadas mejillas, el cabello negro rizado de querubín y la frente amplia. Adquirió también un brillo cínico en los ojos después de desvirgarse con una mujer de pago como aquellas que, años atrás, su madre no había querido que su padre imaginara siquiera. Sin embargo, sus amistades eran superficiales y todavía le costaba tener amigos de verdad. Generaba algo indescriptible, parecido a la desconfianza.
Sus labios gruesos y sensuales, mal ocultos por un bigote espeso, eran un rasgo que no encajaba con su vehemencia, su postura corporal tan apocada y sus gestos tensos. En definitiva, carecía de espontaneidad, excepto cuando hablaba de los asuntos en que estaba involucrado.
Entonces sí se hacía oír.
A la vuelta de sus viajes, fundó un círculo literario, alrededor de una mesa sostenida por caballetes que cojeaban, y empezaron a discutir textos de Marx y Engels, junto con obras de Shakespeare, Hebbel e Ibsen.
—Los lazos que mantienen la burguesía son el aburrimiento y el dinero —repetían en Suiza, entre copas de vino y tabaco de pipa, Walter y los amigos que habían empezado a leer a Marx.
Era un apartamento alquilado entre todos y podían acudir también —en riguroso secreto, porque estaba prohibido— muchachas que hubieran perdido el recato por completo, ávidas de conocimientos y con las que Walter y sus amigos tratarían de tener disparatadas, gallardas, inagotables aventuras… Aunque sufrieron reiterados desengaños con las jovencitas burguesas, quienes, a la hora de la verdad, no se dejaban ni besar, las reuniones en ese estudio, su célula de resistencia contra lo establecido, fueron fructíferas. Eran pensadores. Eran rebeldes y, definitivamente, el señor Emil Benjamin, como los padres de los demás compañeros, había perdido su autoridad.
Aquellos jovenzuelos se especializaron en el ataque a lo antiguo y a las contradicciones de sus adinerados padres, y de la soledad de no poder seducir a las estudiantes se consolaban cada quince días con la efímera compañía de alguna meretriz, lo que maravillaba a los compañeros más pacatos, y precisamente de eso querían filosofar también, pues eso sí los unía a sus padres. Resolverlo fue uno de los temas que más prestigio otorgó a Walter en el círculo.
—El sexo y el miedo mueven el mundo. La prostitución puede exigir que se la considere trabajo desde el momento en que el trabajo es prostitución…
Sí. Sus análisis solían ser impecables e incluso escribió relatos sobre esas zonas oscuras de las vidas de los adultos, sobre el deseo, la carne y la economía. Nadie de su edad se atrevía a expresarse así, lo que hacía que lo respetaran cada vez más, pero su padre insistía en contarle por carta los burgueses planes que tenía para él.
Un día, Emil rozó el ridículo. Trató de compartir sus preocupaciones. Por fin el señor Benjamin reconocía todo aquello de que Europa apenas empezaba a recomponerse y de que se avecinaba otra guerra. Y, si las cosas seguían por ese camino y Walter no lo ayudaba y se ponía a trabajar con él de inmediato, podían arruinarse.
—Puede que valga más así, padre: que nos arruinemos del todo y construyamos algo nuevo.
—No seas cínico —le regañó, un poco asustado—; menudas ideas.
Walter ya no le temía; lo deprimía escuchar a su padre. Sabía lo que había sucedido. Emil y los de su generación eran grises, y la vida, en color.
—Es inútil que insista, padre: voy a doctorarme. Este año no iré a casa a pasar las vacaciones, para poder ponerme al día en las materias.
—Te pondremos un plato en la mesa. Y, como no vengas, arruinarás la velada —amenazó Emil, y, tras decir eso, colgó el teléfono.
La unidad familiar navideña era la excusa de Emil para impedir cualquier distorsión y únicamente porque Walter decidió no tensar demasiado la cuerda esta vez aún se salió con la suya. No obstante, aquella Navidad fue diferente. Para vengarse, Walter había decidido abrir la caja de los truenos y propuso la lectura de uno de sus artículos, sentado en el comedor ante la familia al completo. Ya era hora de que supieran cuánto había cambiado y el señor Benjamin —que lo miraba con miedo, mientras el cuchillo de trinchar en su mano goteaba un líquido cremoso— reconoció perfectamente de qué hablaba aquel texto, por mucho que Walter hubiera cambiado nombres y lugares. El Walter protagonista del relato tenía unos doce años y contaba cómo Emil le había rogado que no contara en casa lo de aquella noche del Año Nuevo judío, aquel raro momento. Habían ido juntos a una pista de patinaje y ocio de Berlín, el Palacio de Hielo —con una importante participación financiera de Emil en su construcción, por cierto—, y una meretriz, con un traje de marinero blanco muy ajustado, sentada sola en la barra del bar, les había guiñado el ojo al hijo y al padre y Walter había observado que iba maquillada exactamente igual que Pauline en las ocasiones especiales. Aquella mujer, sin embargo, los miraba mucho más sonriente… Todo eso contaba Walter en aquel texto. Acababa de dejarle claro a su padre que podía contárselo todo al mundo entero: que ya pensaba por sí mismo.
El llanto desconsolado de Pauline fue como si una luz de alerta se encendiera. Emil recogió el guante: se propuso averiguar qué sucedía, qué hacía realmente su hijo en la universidad, y comprobó, desconsolado, que era cierto. Walter era un rebelde, se había convertido en un jovenzuelo engreído con un genio tan vivo que jamás callaba si corría peligro la libertad de pensamiento, que sonreía displicente, con sus dientes manchados de café y de tabaco, a la menor ocasión que tenía de criticar al poder, a los padres, a los catedráticos…
A la primavera siguiente, Emil dejó de ser despreocupado con su asignación, pero a Walter no le importó. Consideró que había ganado con aquello, pues, de regreso a la universidad, había relatado a sus colegas lo que había hecho y, con esa prueba de valentía inaudita, había obtenido la admiración de todos y la aceptación en un nuevo grupo un poco más rebelde aún. Los del nuevo colectivo de debate eran casi todos poetas y unos años mayores que Walter, quien se sentía en el punto álgido de su sociabilidad. ¡Qué feliz fue durante aquel período de bohemia artística y fraternidades!
Aquello duró casi todo un curso y aprendió que los que sueñan de día ven cosas que no verán nunca los que sueñan solo de noche. Descubrió a poetas clásicos y contemporáneos que lo embriagaban más que los licores que compartían de madrugada y que amenazaban con destrozarlos con la resaca posterior… Hasta que, a una semana de la guerra, dos miembros destacados —el joven poeta Fritz Heinle y su prometida, Rika Seligson— abrieron las espitas de gas de la cocina del apartamento de las reuniones y se suicidaron, al parecer, por el pavor que les producía el inicio de la violencia… La guerra había empezado a cobrarse víctimas, sin necesidad de llevarlas al frente.
¿Héroe o culpable?
No hay que dar muchas vueltas para comprender la aversión que el bachiller Benjamin sentía por la propaganda patriótica que había penetrado en su universo académico ni el efecto que tuvo en él aquel doble suicidio que había convertido el fervor liberal e ilustrado en el que había crecido Walter en una profunda conmoción que lo sacudió. No sabía si debía sentirse héroe por seguir vivo o culpable por no haber hecho lo mismo que sus amigos, muertos porque veían la guerra como el sacrificio inútil y espantoso de una generación traicionada… En cualquier caso, aquella confusión agrietó su espíritu y lo silenció durante un tiempo.
—La historia debería poder leerse en los posos de café para evitar estas cosas —confió un día a uno de los mejores amigos de la pareja de jóvenes poetas que había volado de su lado.
Sí. Deberían haberlo previsto. Fritz y Rika se habían llevado con ellos buena parte del desparpajo casi recién inaugurado de Walter y sus amigos: lo habían inhabilitado al volar ligeros como plumas, víctimas del pesimismo que había invadido a los jóvenes ante el inminente alistamiento en una guerra en la que no creían, pero, paradójicamente, para que nadie supiera de su extremo pavor, Walter optó por hacerse el despreocupado y no regresar a casa en verano. Prefería, dijo, pasar más días de viajes caros y llenos de lluvia refrescante, con nuevas excusas académicas que sufragaría su confiado padre. Podía ahora amenazar a sus padres con el suicidio, bromeó, sarcástico.
Pasó así un curso entero de idas y venidas. ¿Por qué no aprovechar que estaba vivo, que su familia aún podía darle una vida acomodada de tabletas de chocolate, muebles nobles, copos de nieve al otro lado de la ventana y saquitos de lavanda en los armarios, además de los mejores estudios?
—No te inquietes más, Pauline. A esta edad los muchachos están en su mundo. Cuando uno es joven, se muestra impaciente con cuantos lo rodean. Ya hablaré con él más adelante…
No era solo eso. Sus amigos suicidas, además de aquella extrema melancolía, le habían inoculado el veneno de la poesía y Walter había empezado a traducir a Baudelaire, con el argumento de que podría ganar dinero si lograba publicar esas traducciones.
Pero no era tan fácil.
La verdad fue que gastó más tiempo del debido en aquella empresa y pronto volvió a quedarse sin dinero, aunque también sus reseñas aparecieron casi cada semana, al menos dos veces al mes, bien visibles en el Frankfurter Zeitung y en el Literarische Welt. Sin embargo, todo era en vano: seguía sin ser independiente… Llegó diciembre —el final del semestre, el frío invierno— y sus padres lograron que regresara y Emil se alegró de haber estado en lo cierto desde el principio: bastaba con cortarle el grifo del dinero.
Walter llegó a Berlín a regañadientes y se sintió perdido entre la multitud de paraguas, invadido por una mezcla de asco y placidez. Ya que no podía huir, podía aplicar la estrategia de asustar a sus padres. Tomó nuevas decisiones curiosas, como hacer una lista en un cuaderno de los libros que había leído desde el bachillerato —más de mil setecientos—, por si Emil se atrevía a echarle en cara que estudiara, o componer y recitar ante todos una triste y casi alevosa historia dedicada esta vez a su madre, Pauline, con ocasión de su cumpleaños. Sin embargo, el resultado no fue el de la vez anterior… Había perdido el desparpajo, la fuerza o lo que fuera que tuviera antes. En esta ocasión, nadie se dio por aludido ni se ofendió. Su temblorosa lectura en voz alta fue considerada, sencillamente, incomprensible y comprobó que había perdido pie: había perdido el rumbo, inmerso en su propia trampa.
Sí, había profundizado en sus estudios de filosofía y había adquirido soltura para pensar, se dijo, pero el problema que lo atenazaba ahora era expresarse. Pasó noches en vela, dándole vueltas al asunto, y, sin decírselo a nadie, a su regreso a la Universidad de Friburgo se matriculó en la facultad de Filología.
Iba a escribir. Con claridad. Para que le entendieran. Enfebrecido, también trató de montar una revista y presidió la Asociación de Estudiantes Libres de Berlín, tan crítica con el nacionalismo alemán que empezó a cultivar enemigos serios fuera de la universidad. Poco después, consideró que el entorno intelectual no era de su gusto y se dedicó a promover una reforma educativa. «¿Deseas impresionar a alguien?», le preguntaban sus compañeros más prudentes, extrañados ante tantos cambios y excitación.
El impresionado era él. Lo acababan de reclamar para que se alistara en el ejército y le temblaban las piernas solo de pensarlo. Justo a tiempo, obtuvo una licencia de estudiante, pero volverían a insistir en menos de un año, y la guerra se había hecho mundial.
—Hijo, si no aceptas esta vez el puesto en el banco, ya puedes despedirte de mi soporte para estudiar. Ya no tienes edad para ensoñaciones juveniles.
Sí. Para colmar el vaso, había una guerra en la guerra: aquella que sostenía con sus padres, que le reclamaban que sentara la cabeza. Por eso decidió marcharse un poco más lejos y se desplazó a estudiar a Múnich, donde no le quedó otro remedio que volver a matricularse en Filosofía; de lo contrario, su padre habría descubierto su vacilación académica, su fragilidad, y, aunque a Pauline la asustó esta decisión, porque iba a estar aún más cerca de las zonas de peligro, finalmente ni hubo peligro ni a Walter le sirvió nada de todo aquello para aclarar las ideas de lo que deseaba hacer en el futuro. Otra experiencia decepcionante.
Era un burgués más, debía reconocerlo. Uno tan solo y aburrido como la mayoría de la gente, solo que él aún podía permitirse cambiar de facultad, de ciudad; cada vez más descentrado, como en una centrifugadora. Y solitario, siempre solitario, salvo por algunas almas afines. Así lo reconoció cuando descubrió la sinceridad despiadada de aquel joven pálido, Rainer Maria Rilke, o la ambición de hacer algo importante en la vida de su nuevo amigo Gershom Scholem, un estudiante de matemáticas como su tío Arthur… Fue precisamente este último quien le hizo notar lo ridículo de seguir dando tumbos, perdiendo el tiempo, mientras miles de hombres morían en las trincheras. Debía ser útil. ¿Cómo? Gershom lo inspiraría.