Kitabı oku: «Asja», sayfa 4
La primera encrucijada
Scholem lo había convencido. Walter encontró en sus consejos un camino transitable que le permitía aliviar los sentimientos de culpa que arrastraba, y le ayudó a tomarse más en serio que nunca su carrera académica. Pilas de libros altas como torres. Se evadía en el trabajo, se dejaba invadir; cualquier tarea lo obnubilaba y tendría a sus padres deslumbrados cuando lo contara. Iba a ser profesor, repetía convencido cuando le reclamaban por teléfono que regresara y se pusiera a trabajar. Nada podría distraerlo de su misión, de su camino hacia el saber, hacia el reconocimiento. Casi nada.
Un día, Gershom, con el que ya había viajado a los Alpes bávaros hacía poco y al que había descubierto frágil y contradictorio como él, señaló como un oráculo, con insistencia, otro camino de lo más extraño: le hizo notar que una tal Dora Sophie había acudido con un ramo de flores para Walter a escuchar una de sus conferencias en la Sprechsaal, esa nueva y estimulante sala de tertulia que el joven filósofo había fundado en la conservadora Universidad de Berlín, un foro de debate independiente para estudiantes críticos que acogía conferencias semanales. Scholem dijo que eso era una señal.
—¿Una señal de qué, Gershom?
—Trata de impresionarte, pero es la hija de un prominente sionista. Esa vienesa te conviene, Walter.
Qué ambicioso era, cuánto tenía aún que aprender de él…
En la conferencia había mujeres encantadoras, algunas asiduas, con las que Walter no se atrevía a hablar. La presión de tener que mostrar la mejor versión de sí mismo lo paralizaba y, sin embargo, una especie de liberación emanaba de aquella desconocida delicada, elegante, hermosa, de cabellos de color rubio oscuro y algo más alta que Walter… Tal y como le había sugerido Scholem, habló con ella, más allá de darle las gracias por las flores, receloso, y, en efecto, resultó de lo más extraña.
Tenía Dora Sophie Kellner una excelente posición social y no era que le faltaran pretendientes, pero le gustaba Walter, lo que a sus confidentes les pareció no solo una extravagancia, sino una temeridad. Estaba casada y Walter, con veinticinco años, ni había terminado sus estudios. Pero Dora se había fijado en él. Alguien le había contado que su padre, el señor Benjamin, era el ejemplo de perfecto burgués en que Dora esperaba verlo convertido en unos años. Algo así como un refugio. Una absurda barbaridad, un despropósito.
Y no había quien la frenara. Fría y feliz, lo miraba como quien contempla, seguro, el mar desde la orilla. Dijo que estaba allí porque ella y su marido deseaban aprender sobre el alma humana, que eran anarquistas y nihilistas, ni más ni menos. Sin embargo, parecía inteligente. Le tendió la mano y dijo:
—Posee usted un gran talento, Walter.
No tenía mucho sentido. Él había improvisado su conferencia con desgana, sin dirigir siquiera una mirada a su público. Había contemplado con los ojos fijos un rincón remoto del techo, al que parecía arengar con intensidad. Walter aceptó el cumplido como había aceptado las flores y se marchó por el pasillo polvoriento, pensando que, en verdad, nunca unas flores le habían producido tanta emoción. Supo que durante toda su vida había tenido ese deseo: que alguien viniera a tomarlo de la mano y se ocupara de él.
A las pocas semanas, la atracción entre ambos era evidente, así que Scholem propició nuevos encuentros: como colegas, decía, pues, si Dora estaba casada, Walter estaba, a su vez, comprometido con una novia que vivía fuera. Se limitarían a hablar largo y tendido de proyectos, de lingüística, de Sócrates; comentarían poemas de Hölderlin en largas tertulias con el marido, el periodista Max Pollack, y otros amigos… Poco a poco, Walter se fue relajando y le confesó a Dora que había tenido una infancia con muchas carencias de orientación judía. Entonces Dora se rio y dijo que aquello tenía remedio. Con Gershom y Walter habló de la posibilidad de hacer algo juntos al respecto, como estudiar hebreo, marcharse a Palestina… Y, mientras tocaban el piano —Dora estaba maravillosamente dotada para la música—, bebían, cantaban, inventaban futuros libros conjuntos y todo aquello resultaba de lo más estimulante e inofensivo.
Otro día, Dora observó que Walter miraba con atención un libro que ella acababa de cerrar y halló el atajo que buscaba. Se lo prestó y a él le gustó recomendarle otro. Hubo nuevos libros y encuentros, ya a solas, y Dora ya no hablaba solo del ambiente sionista de su familia, de filosofía, cábala, política, del compromiso de despertar a sus compañeros de universidad… Ella demostraba que sabía ser paciente con él. En largas conversaciones sobre el futuro, balanceaba de un lado a otro la cabeza, ligeramente, en señal de discreto acuerdo o desacuerdo. Finalmente, también viajaron juntos a los Alpes y a Ginebra y ahí él le confesó que había algo que le quitaba el sueño. La guerra estaba empantanada, parecía eterna, y de nuevo lo habían llamado a filas.
—Esta vez va en serio, Dora.
Se había resistido con nuevas tretas burocráticas, pero lo más probable era que tuviera que incorporarse en unos meses. Entonces Dora se sacó un as de la manga. Era discípula de un psicoanalista que, ante un numeroso auditorio de estudiantes y especialistas, había hipnotizado a una mujer, aquejada de parálisis histérica, y la había hecho caminar.
—Podría ser tu solución.
—¿A qué te refieres?
—Podría hipnotizarte.
No era una mujer común, desde luego. Dora había aprendido esas técnicas y le proponía a Walter ponerse en sus manos. Mediante ejercicios de respiración y de meditación, Walter se causaría a sí mismo unos dolores histéricos de ciática que lo librarían de la guerra: ¡garantizado! Las palabras se embarullaron en la cabeza de Walter. Aunque había mejorado sus dotes literarias, tenía aún serias dificultades para expresar sus emociones. Solo levantó la cabeza y la miró, con sus ojos como canicas, y dijo «sí». Dora se encargaría de organizar un viaje de fin de semana a un hotelito apartado, moderno y de paredes muy finas, para hipnotizarlo.
Hablaban suavemente. Qué voz tan delicada la de aquella mujer de ademanes exquisitos… El primer día, Walter fue incapaz de ponerle una mano encima y Dora no pareció sorprenderse. El segundo, acarició sus brazos, su cadera y su pecho con sus pequeñas y calientes manos. Su voz le quitaba los escalofríos y toda preocupación parecía menos importante; estaba a salvo. El último día, se había puesto flores en el pelo y le regaló toneladas de paz después del miedo; lo hizo renacer como el pianista revive una partitura. Averiguó que aquella mujer tenía muslos de seda y un lunar en la parte baja de la espalda y, por supuesto, se dejó hipnotizar.
La decisión de Dora
Walter y sus extrañas relaciones con las mujeres… Aunque ella tampoco podía considerarse ejemplo de nada. Asja estaba incómoda. Se daba cuenta de que, quizás, lo que hacía con esa rememoración que había emprendido en su largo viaje de tren era reconquistar a Walter. Quería recuperarlo de ese foso de muerte al que él se había lanzado sin ella en Portbou, sin nadie que lo acompañara; quería ponerse por encima de todos, sobre todo de Dora, y por eso se narraba quién había sido con él: para congraciarse, para llamar su atención. Quería dirigirse a él más allá de sus trucos y máscaras de mujer de teatro que había sido; se sinceraba, se entregaba, más allá de su defecto de hacerse la difícil.
Sí, iba a contarle lo que le había ocultado durante tantos años: lo feliz que había sido al amarlo, mientras trataba con todas sus fuerzas de hacerle creer todo lo contrario.
* * *
En un principio, Dora había sido casi infalible, pues poseía todo lo que Walter podía desear en ese momento de su vida: inteligencia, belleza y estatus social. ¡Era tan bella! Una mujer estilizada que lucía vestidos ligeramente ceñidos, que hablaba dos lenguas extranjeras, tocaba el piano y —el aspecto de su personalidad que le resultaba más cautivador— tenía una gran fe en el romanticismo. Los encuentros con ella y su incesante trabajo académico lo llenaban por completo y eso aceleró los días hasta esa tarde en que Dora añadió, en una conversación intrascendente sobre lecturas compartidas —lecturas de Rimbaud, Lautréamont, los grandes alquimistas, los presocráticos—, como de pasada, que se iba a separar de su marido.
Como si aquellas palabras fueran un relámpago, la voluntad de Walter ardió. Todo, de pronto, se volvió frenético.
—Sé que no tienes aún recursos para casarte, pero mi familia sí y ya soy libre, Walter —decía con una caída de ojos de esas suyas, irresistible.
Ella ya se veía en el altar con un traje de encaje Chantilly y un magnífico manto de gasa plateada, y él, qué remedio, abandonó a la que había sido hasta entonces su novia en la distancia, Grete Radt, una espigada activista del Movimiento Juvenil, y le pidió formalmente a Dora que se casara con él.
Era una situación horrible, una especie de intercambio, pero qué mayor muestra de amor podían ofrecerse… Cuando Walter informó a sus padres, quedaron de lo más sorprendidos. Aquello supuso todo un acontecimiento. Resultaba cuanto menos curioso que aquella mujer quisiera casarse con él, pero averiguaron, con sofoco, que en el pueblo de donde venía, Seeshaup, cerca del lago Starnberg, donde Dora había vivido en la rica villa de su marido hasta hacía unas semanas, la consideraban una mujer «intensa», por decirlo de algún modo. También supieron que de lo que estaba deseosa aquella mujer no era de amar a Walter, sino de marcharse, para que los vecinos la dejaran en paz.
—¿Así que está casada, Walter?
—No, ya no.
No quería hablar más, contar que la amaba con la esperanza de que le contagiara su energía, de que lo salvara de su melancolía; que la había elegido porque ella sí sabía lo que había que hacer para ganarse la vida mediante la labor intelectual, pues Dora también escribía poesía y cuentos; porque los unía el exceso de imaginación y podrían dedicarse a la docencia o a hacer milagros con su melancolía; porque lo ayudaría a vivir de una manera adulta, fluida… Ella lo comprendería y amaría. Era la mujer de su vida: lo apoyaría en todo y Dora jamás pretendería que fuera banquero ni nada parecido.
El matrimonio fue el dieciséis de abril, y de luna de miel Dora lo acompañó a Dachau para cumplir su palabra: en un sanatorio especializado en ciática, Walter logró el anhelado certificado médico que le permitiría librarse de tener que participar en la guerra. Parecía imposible que la hipnosis surtiera efecto, pero funcionó y la parálisis y los dolores propiciados fueron todo un éxito. En fin, liberado de participar en la guerra, felizmente casado, podría continuar sus cursos en la Universidad de Berna. ¡Qué más podía desear!
Una ilusión y un desengaño
Aquello representaba un gran triunfo: ella lo había elegido, a pesar de su pobreza y su ateísmo, decían los amigos más conservadores. Y no por su libertad de pensamiento, no, se decía su hermana, sino por su ingenuidad. Por eso, cuando se revolcaron por primera vez en Berlín, en casa de los padres de Walter, justo después de la boda y ya como marido y mujer, surgieron nubarrones.
—Walter, ¿no te gustaría más vivir en Berlín?
—Cuanto más lejos de mis padres, mejor.
—Es una lástima que tengamos que marcharnos ahora a Suiza. Berlín me encanta en esta época del año.
Era de lo más cariñosa, pero Walter se mantuvo firme. Así era como había que tratar a las mujeres, había aprendido de su padre.
Sin embargo, el hecho de refugiarse en Suiza para no correr más adelante el peligro de ser movilizado fue motivo de muchas conversaciones más. A partir de cierto momento, Dora dijo que ya no era preciso y que él quería seguir en Berna por capricho. Sin embargo, no se salió con la suya. Fueron meses de perspectivas amplias y sin obstáculos, como las vastas llanuras que los rodeaban, y Benjamin se graduó con la más alta calificación, summa cum laude.
—Felicidades, Walter. Estoy embarazada.
Parecía una noticia alegre, pero sus consecuencias no lo fueron tanto. Solo los primeros meses fueron armoniosos, pues, a medida que crecía su barriga, Dora transformó también su tono. Insistía, vehemente, en que lo mejor sería marcharse a Berlín o a Viena y él se mantenía en sus trece, hasta que esa otra frase que había salido de los labios de Dora, «Tener un hijo nos hará sentar la cabeza», en unos meses se hizo carne. Ciertos planes no se pueden reducir a un esquema previsible y, finalmente, nació Stephan Rafael Benjamin y, con él, el pozo de las inseguridades, los purés de verduras y aprietos económicos que obligaron al joven matrimonio a viajar primero a Viena, a casa de los padres de Dora, y luego a Berlín, a depender de nuevo de la ayuda de los de él. Necesitaban que alguien les echara una mano.
—… y no estaremos tan solos, Walter.
Él era feliz cuando estaban solos. Con el bebé ya no lo volverían a estar jamás. Pero no podía responderle eso a Dora, que con la lactancia se ponía a llorar por cualquier nimiedad.
A Walter lo había invadido, de repente, una extraña pereza para buscar las palabras adecuadas, así que, desbordado, la dejó hacer. El orden de prioridades había cambiado y, aunque Walter ya estaba doctorado, seguía siendo, a ojos de todos, un joven estudiante sin trabajo. Debía dejarse de ensoñaciones, repetía Dora, como si se hubiera transformado en el señor Emil Benjamin o en su madre. «Dora te hará sentar la cabeza» era lo que sus padres y sus tíos habían dicho jocosos en la boda, con inquietante insistencia, en un tono que no le gustó: como el de quien da a un niño una galleta.
* * *
Un sobresalto sacó a Asja de sus cavilaciones de manera brusca. El corredor del vagón se había llenado de voces —entre ellas la del jefe de estación, que anunciaba la salida tras el cambio de locomotora—, cuando, de pronto, apareció una pareja joven: debían de ser suizos o alemanes, su edad indicaba que no habían conocido la época zarista y llevaban con ellos un bebé. Entraron en el compartimento cargados de paquetes, bolsas y maletas y la cara del hombre estaba colorada. Habían discutido, sin duda, ajenos a que, con sus voces, le habían robado el hilo de sus recuerdos, y cuando pasó el revisor para reclamar los billetes, el marido empezó a buscar nervioso en sus bolsillos, sin éxito. Tiró la colilla de su cigarro por la ventanilla y se levantó a por la maleta. No había manera de escribir, con aquel ajetreo.
A todo esto, la esposa resoplaba y miraba distraída por la ventana, como si quisiera marcharse lejos; como si ella y su marido fueran dos individuos aislados que viajaban por casualidad en el mismo compartimento. Asja se dio cuenta de que, sin querer, sin hablar con ella, acababan de contarle su historia: una muy parecida a la que rememoraba de Walter y Dora.
Esa coincidencia le produjo una sensación de vértigo. Era como si dos actores de sus obras de teatro hubieran salido a escena. Justo así había imaginado Asja a Dora y a Walter, juntos en Berlín o en Viena: él tan despistado como lo había conocido y ella tensa, contrariada, ausente.
* * *
Una vez estuvieron instalados en Berlín, Pauline empezó a sentirse celosa de la joven esposa de Walter. ¡Qué incómoda situación! Encima, Emil hablaba continuamente de dinero y se había vuelto avaro. A fuerza de inventos, casi había logrado arruinarse y la inflación que asolaba Berlín lo tenía ansioso.
—Hijo, tienes que hacer algo —repetía día y noche—. Hay demasiadas bocas en casa. Estudias y estudias y eso está muy bien, Walter, pero la vida no es barata y tienes que ponerte a trabajar cuanto antes.
—Nada es barato, pero saldría más caro amargarme en un despacho.
Su padre y su esposa lograron que volviera a aquel ostracismo de su adolescencia, una especie de regresión involuntaria que lo llevó a protagonizar violentos ataques de cólera por cualquier nimiedad. Discutía airado, sobre todo cuando también su madre le recordaba su culpa por no haber aceptado, unos años atrás, el puesto en un banco que le había sugerido Emil.
—Lo rechazaste con el absurdo motivo de que te pesaba la simple idea de estar encerrado en una oficina y ahora vuelves a las andadas. ¿Acaso te dignifica estar encerrado así en casa y sin hacer nada de provecho?
Walter no estaba ocioso, ni mucho menos, y le empezaba a dar pena su madre por lo poco que sabía de él y de su amor al conocimiento. Le enseñó un cuaderno. Analizaba, mediante una anotación exhaustiva, el proceso de adquisición del lenguaje de Stefan, como si se tratara de los apuntes de una asignatura más de las que cursaba en la universidad.
—La primera palabra que dijo fue «tranquilo», con un dedo en el aire.
—Eso decía Dora para que se quedara quieto al vestirlo.
En efecto, Stefan y Walter temían a Dora. Tenían que permanecer tranquilos para no alterarla... Por eso, Walter, aparte de esas anotaciones, estuvo mirando a diario, durante todo el invierno, el cielo gris por la ventana. Le gustaba observar que, con el paso de las semanas, poco a poco se teñía de un azul radiante y, también, cómo los arbustos del jardín se llenaban de flores con la llegada de la primavera. Y, como si él hubiera también reverdecido tras la hibernación, tuvo un vago sentimiento de que podría llegar a ser algo en el futuro, de que haría algo maravilloso… Se animó. Retomó sus ensayos, un estudio sobre Goethe y una disertación sobre el concepto de la crítica en el Romanticismo alemán.
Tras unos cuantos envíos a sus colegas, logró recuperar la fama de escritor incomprensible que ya le habían atribuido sus padres y conocidos años atrás. Entonces se desesperó y pensó en abandonar la carrera académica y hacerse librero o editor, pero era un nuevo callejón sin salida. Para todo eso necesitaba que alguien, por ejemplo su padre, le proporcionara algún capital inicial, y eso era imposible… Hizo listas interminables de otras posibles ocupaciones libres de esa presión, como corregir manuscritos ajenos, dar clases de análisis grafológico o hacer traducciones, y se resignó a seguir sus estudios en secreto para evitar las quejas de Dora. Estudiaba por la noche, en cafés, pues la fría sala de estar era también terreno hostil desde marzo. Ella trabajaba y esperaba lo mismo de él. ¡Y qué angustia las campanillas de las puertas, la delantera o la trasera, la señal de que Dora entraba como un gato! Su esposa era ya el mejor depredador disfrazado de animal doméstico.
—¿Se puede saber qué haces ahí sentado? ¿Mirar postales? Hay que llevar al niño al médico.
—Me he concedido media hora de angustia a solas. ¿Ni eso me permites? —trataba de bromear, y, a veces, le arrancaba una sonrisa y la aplacaba.
Por eso, por trabajo, Dora estaba de los nervios y buscaba pelea. Pero cada uno descubre cuál es el trozo de jardín que mejor sabe cultivar, y discutir con Dora no era el suyo, no podía con él. ¿Acaso hacía falta decirle de nuevo que su colección de fotos representaba su libertad de antes de casarse?
Las laderas arboladas de Tabarz, el amarillo de los muelles de Brindisi y las cúpulas azuladas de Madonna di Campiglio… Se precipitaba sobre recuerdos, sobre objetos, para salir de su angustia, mientras que a Dora no le daba tiempo de deprimirse, decía ya a gritos: ella no se lo permitía, no paraba... Había obtenido un puesto de secretaria bilingüe —dominaba el inglés desde niña, pues su padre era profesor y traductor de este idioma— y, luego, pequeñas colaboraciones en radio como guionista por las que le pagaban más que a él por sus artículos de un trimestre. Encima, unos meses más tarde, Dora era ya editora de la revista Die Praktische Berlinerin, un magacín popular para mujeres avanzadas como ella, y hacía jornadas dobles y triples, con toda aquella actividad, y no había forma de alcanzarla. A ojos de todos, Walter, definitivamente, no colaboraba en esa manera que tenía ella de despertar su ambición de la forma más imprudente y provocadora: la de quien quiere que la otra persona tome conciencia de cuán injusta es por ser precisamente como es, y le habría gustado mandarla al cuerno, pero se limitaba a callar e interrumpir sus reflexiones.
Ya había aparcado su deseo de obtener su capacitación para acceder a una cátedra universitaria en la Universidad de Frankfurt y ser profesor universitario. Todos sus planes académicos estaban truncados por el desánimo, e igualmente limitadas eran las oportunidades de obtener ingresos como escritor independiente. Definitivamente, empezaba a sentirse como un hijo más al que todos cuidaban, controlaban y reñían. ¿Qué hacer?
Gershom Scholem, que, de forma indirecta pero eficaz, lo había metido, al fin y al cabo, en aquel lío de casarse, debió de sentirse culpable, porque le hizo varias propuestas. La central era esa vieja idea de marcharse con él a Palestina, con miras a averiguar si había ahora alguna posibilidad para Walter en la facultad de Humanidades de la Universidad Hebrea. Benjamin estaba desesperado por una salida, así que le hizo caso y empezó a estudiar gramática hebrea —por si tenía que huir de Dora, bromeaba— y, entretanto, empezó también a salir más de casa, en busca de otras compañías que lo animaran. Nada más iniciar esa nueva etapa, sin embargo, Dora sufrió una mutación.
Primero lo echó de la habitación; luego, de casa. Es más: dijo a gritos, para que lo escucharan todos, que no pensaba financiar los amoríos de Walter, y en eso no fue justa. Habían establecido un acuerdo. Estaba aclarado que ya no se amaban y ella misma hacía meses que le contaba con todo lujo de detalles lo bien que la trataban otros hombres… Aquel día, Stefan, con el alboroto, lloró y Dora entró como un vendaval a verlo.
—Basta de lloros. Límpiate la nariz y sécate las lágrimas.
Walter no tenía ya duda alguna. Exactamente así lo trataba a él.
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