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2. El podio: un lugar definitivo e implacable
Ignacio Cruz

–Les ruego a los señores y señoras diputadas que tomen asiento. De conformidad a lo dispuesto en el artículo 49 del Reglamento de la Corporación, corresponde la elección de los miembros de la Mesa, de manera secreta y en un solo acto. Para tal efecto, el señor Secretario procederá a llamar a las señoras diputadas y señores diputados para que emitan su voto mediante la cédula respectiva.

El diputado Oscar Céspedes, Presidente en ejercicio de la Cámara, leía un tarjetón y trataba de poner orden en la sala de sesiones. Muchos conversaban de pie sin prestar atención a la ceremonia. El diputado Ignacio Cruz miraba la escena. Estaba nervioso, pero no se notaba: sonreía.

Los diputados se fueron sentando y Augusto Catalán comenzó a llamarlos en voz alta y por orden alfabético:

–¡Señor Abarca…!

–¡Señora Aguilar…!

–¡Señor Amenábar…!

El diputado Ignacio Cruz miraba atento cómo cada uno se paraba de su asiento y caminaba hacia la mesa en el centro del hemiciclo.

–¡Señor Jiménez…!

–¡Señora Miranda…!

Todos dejaban el papel con su voto para la presidencia y vicepresidencias en el recipiente de plata sobre la mesita al centro del hemiciclo. Cruz observaba cada detalle. Llegar acá le había costado mucho trabajo. Y un par de amigos. Pero no había dudado ni un momento: sería Presidente de la Cámara. Sentía un vértigo interior ahora que todo estaba sucediendo. Calculó que cada diputado se demoraba en promedio alrededor de quince segundos en votar. Los antiguos, con más rodaje, tardaban diez. Los más nuevos, que aún lo consideraban un acto simbólico, se tomaban más tiempo: mostraban el papel antes de dejarlo y saludaban al funcionario que custodiaba la mesita y a la galería. La votación de los ciento veinte tomaría alrededor de media hora. Paciencia, pensó Cruz. No era nada comparado con el tiempo que había esperado para vivir este momento. Ser Presidente de la Cámara de Diputados marcaba una inflexión en su carrera política. Se transformaría en la cuarta autoridad del Estado, un actor político nacional, con llegada directa al Gobierno, al Presidente de la República, incluso. Las leyes de este periodo llevarían su firma y él incidiría en qué proyectos se discutirían y con qué prioridad. Y accedería a las asignaciones extras, que le permitirían contratar a profesionales y asesorías, algo fundamental para crecer y estar en condiciones de ser senador. Porque de eso se trataba todo esto: de su futuro.

Anoche había estado despierto hasta tarde contando los votos que necesitaba. Había repasado cada uno de los nombres que lo apoyaban y evaluó cuáles podrían, a pesar de todo, cambiar de parecer a última hora. Era posible. Él mismo lo había hecho muchas veces, aun después de haber dado su palabra. Era parte del juego. Los volvió a llamar a todos. Cuidadoso y metódico. Había dado confianza, seguridad y se había comprometido con muchas solicitudes.

No había sido fácil. Sobre todo porque el nombre propuesto originalmente por su colectividad –el Partido Por la Democracia– para presidir la Corporación este año no era el suyo, sino el del diputado Paredes, uno de los más votados a nivel nacional en las últimas elecciones. Pero Cruz se le atravesó en el camino. Contra la opinión del propio Paredes, de la directiva del PPD, e incluso de su círculo más cercano, desafió todas las probabilidades de éxito, con el apoyo casi exclusivo de su equipo, encabezado por Francisca, su fiel y eficiente secretaria, posterior asistente y futura jefa de gabinete. La vida política le había enseñado a ser solitario y desconfiado. No creía tener amigos, y si los tuvo, los había perdido. No pensaba en eso. Eran costos que había que pagar. Había mucha envidia, sobre todo cuando alguien tenía potencial. Como él. Por eso había aprendido a desconfiar de casi todos, exceptuando a su mujer y Francisca.

Dentro de breves momentos, el Secretario General lo proclamaría Presidente de la Cámara, un cargo que se merecía y que, además, desempeñaría con honores, como lo había hecho en todas las responsabilidades que había asumido: la presidencia del centro de alumnos de la Facultad de Derecho, de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica, de la Juventud del PPD y como diputado. Esta Presidencia brillaría con temas nuevos y ciudadanos y sería su trampolín para el Senado. Y luego, quien sabe, hasta podría llegar a ser candidato a la Presidencia de la República. Todo era posible si uno se abría camino. Como él lo estaba haciendo.

En la testera, el diputado Céspedes, los vicepresidentes Hernández y Urrutia, el Secretario General y el Prosecretario esperaban el fin de la votación. Abajo, en la testera más pequeña, los ministros de Trabajo, Salud, Minería, Transporte, Mujer y Secretaría General de la Presidencia observaban atentos. Cruz sabía que no eran de los ministros más importantes –como Interior, Hacienda, Relaciones Exteriores–, pero era un buen número y eso valía. También a ellos tuvo que reconfirmarlos uno a uno anoche. Y también se hicieron de rogar hasta el final, exigiendo cada uno algo a cambio. Pero valió la pena. Tener seis ministros en la sala indicaba un respaldo del Gobierno a su presidencia. Y significaba muchos proyectos de ley, mucha presencia pública, muchas posibilidades.

–¡Señor Cruz de la Fuente, don Ignacio…!

Su turno de votar. El Secretario General pronunció su nombre con especial énfasis. Se escucharon aplausos cerrados. Sonrió a sus colegas y bajó al hemiciclo. Se demoró. Estrechó la mano del funcionario antes de dejar su papeleta. Saludó a la galería. Vio a Isabel, su mujer, y a su hijo haciéndole señas entre la gente. Los ministros aplaudían de pie. «Estoy listo», pensó.

–¿Hay algunos señores diputados o diputadas que no hayan emitido su voto? –preguntó Catalán cuando todos hubieron pasado adelante.

Hizo un gesto para que le pasaran el recipiente con las papeletas y comenzó a sacarlas una por una, secundado por una abogada. Cinco minutos después, leyó:

–Han votado 99 diputadas y diputados, y el resultado es el siguiente: para Segundo Vicepresidente: diputado Álvarez: 58 votos. Para Primer Vicepresidente: diputada Valdebenito, 68 votos, Y para Presidente de la Cámara, don Ignacio Cruz, 63 votos.

Cruz sonrió. Todos cumplieron. Se puso de pie entre aplausos, saludó y recibió las felicitaciones, abrazos, apretones de mano y bromas de sus colegas. Desde las tribunas se escucharon vítores y gritos. Estaba sucediendo.

Avanzó hacia la testera, con el discurso apretado en su mano derecha. Lo había modificado hasta las tres de la mañana. Quería que fuera un mensaje potente, que marcara un nuevo estilo, ciudadano, progresista, cercano. Como tenía que ser su presidencia. Como quería proyectarse. Un político llamado a hacer grandes cosas.

Era importante marcar la diferencia porque el ambiente estaba complejo. Denuncias de financiamiento irregular, de privilegios, de colusión entre políticos y empresas, de aprobación de leyes de manera poco transparente. Los periodistas buscando cualquier cosa que significara un titular. La aprobación del Congreso bajaba en cada nueva encuesta pública y el prestigio de los políticos caía en picada. Muchos diputados tenían tejado de vidrio y estaban nerviosos, porque nadie sabía bien qué estaba permitido y qué no. Ya no bastaba con haberse ceñido a la ley, o a lo que la ley no prohibía, porque –como le había dicho Francisca– ahora las cosas tenían no solo que ser legales sino también éticamente correctas. Cruz no estaba cien por ciento seguro de pasar esa prueba pero lo intentaría. Enfrentaría cualquier cuestionamiento y, si era necesario, haría un mea culpa público. Él iba a enarbolar las banderas de probidad y la transparencia. No se trataba solo de sacar cuentas políticas –que ya las había sacado–, sino también de defender principios. Y, aunque a muchos no les gustara, era lo que la gente quería. Tenía un año y lo iba a aprovechar al máximo. Su presidencia lo consolidaría como político.

Subió a la testera y tomó el asiento del centro. Miró hacia la tribuna y vio a Francisca. Estaba de pie y con la vista fija en él. Orgullosa. Lo habían logrado juntos. Pensó en todo lo que le había costado llegar ahí. En todos los que habían tratado de impedirlo. Y en qué dirían ahora, cuando apareciera en todos los medios como el nuevo Presidente de la Cámara. Cuarta autoridad del Estado.

Sonrió. Esperó que se hiciera el silencio. Y comenzó a leer.

Señoras y señores diputados, señoras y señores ministros de Estado, autoridades presentes, queridos familiares, amigas y amigos. El podio es un lugar único, definitivo, implacable. Una vez que uno se instala acá, miles de miradas se fijan en ti y esperan lo que viene. Y uno aquí solo

3. Reality con nuevos capítulos a diario
Fernando Müller

–(…) El podio es un lugar único, definitivo, implacable. Una vez que uno se instala acá, miles de miradas se fijan en ti y esperan lo que viene. Y uno aquí solo…

El diputado Müller bostezó. Y no le importó que se notara. Estaba aburrido. Antes de entrar a la sala ya estaba aburrido. De hecho, cuando despertó esa mañana estaba aburrido. Una vez más la misma cantinela. Veinticinco años en la Cámara de Diputados. Un exceso. Y una injusticia. Porque hace más de diez que debería haber pasado al Senado, como ya lo habían hecho varios. Muchos que llegaron después que él. A la Cámara y a la política. Eso lo tenía disconforme. Y no estaba acostumbrado. Sus logros siempre habían sido el resultado natural de un camino que había seguido con la rigurosidad y disciplina que se esperaba de él. Era lo que tenía que suceder. Así fue en el colegio, en su trayectoria política y cuando se postuló a diputado. Así fue cuando se casó con Magdalena. Lo que tenía que suceder. Cuando eso no pasó con su senaduría, se dio cuenta de que las cosas estaban cambiando.

A sus 64 años, llevaba más de cuarenta en la política. Fue presidente del centro de alumnos de la Universidad de Concepción después del golpe militar. El 77 participó en el acto del Cerro Chacarillas, encabezado por el presidente Pinochet, que después lo nombró alcalde de Talcahuano. Cuando lo invitaron a integrar el Comando del Sí, a principios de 1988, se mudó a Santiago y desde que el Congreso se reabrió, en 1990, era diputado por el distrito N° 25, de La Granja, Macul, San Joaquín. Además, desde 2012 hasta la fecha era presidente de su partido, la Unión Demócrata Independiente. Así que nadie podía cuestionar su trayectoria.

Pero algunos lo hacían. En los últimos años las cosas estaban cambiando demasiado rápido y de manera muy profunda. Los principios básicos ya no estaban tan claros, sobre todo no para la juventud, incluyendo la de su partido. Había quienes estaban a favor del divorcio, del matrimonio entre homosexuales y que incluso no se negaban a discutir el aborto. ¿En qué momento el país se alejó tanto de los valores fundamentales? ¿Qué pasó con el orden moral, la familia, base de nuestra convivencia? ¿Y en qué momento perdió importancia la opinión de los dirigentes con más experiencia, como él? En las reuniones de bancada, los diputados jóvenes se ponían incómodos cuando él tomaba la palabra. Discrepaban con él, pero no abiertamente. Se juntaban entre ellos, después, y acordaban posturas distintas, escondidos, como un partido dentro del partido. Eran ambiciosos y calculadores y, aunque Müller no creía que ellos, los viejos, necesitaran consideración especial, la desfachatez de los diputados jóvenes a veces lo tomaba desprevenido, como si no existieran normas mínimas a las que atenerse.

Fueron ellos los que se opusieron a su candidatura a senador en las últimas elecciones. La UDI necesitaba caras jóvenes y modernas en el Senado, menos ligadas al pasado. Eso dijeron. Que no era un buen candidato porque se le asociaba al gobierno militar. Y aprovecharon de endosarle los malos resultados en las últimas elecciones, bajo su presidencia. Fue duro. Más que por sus pretensiones senatoriales, porque nada le molestaba más que le faltaran el respeto a la historia. Y a la importancia del Gobierno Militar. Estos jovencitos que se llenaban la boca con los principios democráticos, los derechos humanos y los «errores» del pasado, no tenían idea de lo que significó reconstruir el país. O el Congreso. Era fácil hablar porque ahora todo estaba funcionando, pero cuando llegaron, el noventa, el edificio estaba sin terminar, no existían las oficinas de los diputados, y había solo dos baños y un comedor para todos. Tenían que compartir. Y eso facilitó los acuerdos. Todo tipo de acuerdos. En ese entonces, hasta las mesas del Senado y la Cámara, y también las presidencias de las comisiones, se acordaban entre todos. ¿Qué tenía eso de malo? Nada. Todo lo contrario. Pero ¿qué sabían ellos de acuerdos, de política, de una visión de país? ¿Qué sabían de Dios, de la fe, de la Patria? Nada.

Cuando se reabrió el Congreso, la Concertación de Partidos por la Democracia, que agrupaba a los partidos opositores al Gobierno Militar, creía que venía a terminar con todo rastro de los últimos 17 años: la Constitución del 80, el sistema binominal, los senadores designados, etc. Y resulta que la primera ley promulgada fue una que suspendía la obligación de un seguro por daños de vehículos. La primera ley de la República. Hasta ahí no más llegaron las consignas. Porque la vida de las personas y del país no tiene que ver con consignas, sino con cosas concretas. Como los seguros de vehículos.

En todo caso, más que rabia, a Müller esto le provocaba cansancio. Se sabía imprescindible para el partido, la bancada y la coalición. Pero estaba cansado. Empezaba su séptimo periodo en la Cámara y estaba cansado. Y aburrido.

–…también agradecer a los parlamentarios y parlamentarias de la oposición, a quienes expreso mi más profundo respeto por sus ideas y mi sincero afecto.

Ignacio Cruz era un payaso. Ahora cualquiera llegaba a Presidente de la Cámara, solo se necesitaba salir en la prensa. No importaba en relación a qué. Lo que importaba era la «cuña». Y en eso los diputados de ahora eran especialistas. Sobre todo este nuevo Presidente, que se la pasaba en programas de televisión, algunos hasta de corte farandulesco. Vergonzoso. Creían que el trabajo en el distrito se resumía a fiestas, bingos, cenas, concursos y entrega de regalos. Por eso la UDI tenía problemas. Ya nadie hacía la labor de los años ochenta en los barrios. Ya nadie se acordaba de cuando trabajaban codo a codo con los pobladores y se los quitaban a los marxistas. ¡Cuántos líderes poblacionales formados en ese trabajo que difundieron los valores de la República, de la familia, la seguridad, y consolidaron la influencia gremialista en la gente. Como Simón Yévenes, dirigente de La Granja, asesinado en 1986 por el grupo terrorista del Frente Manuel Rodríguez. Los militantes posteriores al 2006 no sabían quién era Yévenes. Llegaron cuando el partido ya era el más grande del país, después de veinte años de trabajo. Llegaron a cosechar lo que otros habían sembrado. Lo que, entre otros, Müller había sembrado.

Ya nada era igual: ni el país, ni la derecha, ni su partido. Y menos el Congreso. En el periodo legislativo anterior habían llegado los comunistas. ¡Los comunistas! Porque una cosa era la izquierda moderada, con los que se podía conversar, y otra eran los comunistas. Ideologías y partidos totalitarios como esos deberían estar prohibidos. Que llevaron el país a la debacle, que tenían armas escondidas en las fábricas, en los colegios, en las universidades. En La Moneda. Si hasta el Presidente de la República tenía una metralleta. Y ahora se vinieron a meter al Congreso, dictando cátedra sobre la democracia y los derechos humanos, haciéndose las víctimas. Y ahora llegaron estos dirigentes estudiantiles, chascones, desordenados, irreverentes. ¿Cómo la gente votaba por ellos? ¿A quién podía representar un pendejo que hasta hace poco andaba con una molotov en la calle? ¿Cómo podía votar leyes de la República? Y creían que venían a hacer la revolución en el hemiciclo, como si dirigir los destinos del país fuera lo mismo que gritar consignas. Patético.

La Cámara perdió toda formalidad. Se olvidaron los ritos, la solemnidad, las ceremonias. Todo era un despelote permanente. Mirar la Sala frustraba a cualquiera. Todos conversaban, nadie escuchaba. En las conferencias de prensa, todos estaban en un pasillo, a codazos, peleando por quién hablaba primero, quién hablaba después, quién hablaba más tiempo. Tragicómico. Se había perdido el sentido republicano, del deber, de la responsabilidad, del respeto. Si apenas se estaban abriendo las sesiones en nombre de Dios y la Patria… incluso esa diputada comunista, Antonia Moreno, presentó una moción para prohibir la obligación de hacerlo. No le sorprendía. Ellos estaban por demoler todas las tradiciones.

¿Tenía sentido seguir viajando a Valparaíso, soportar todas las reuniones, las peleas? Se lo había planteado a su mujer, Magdalena. Pero a ella no le interesaba dejar el Congreso. Había llegado lejos en su carrera: desde hace algunos años era Abogado Secretario

de Comisiones y ahora apuntaba aún más alto. Él la había ayudado. Con apoyo de varios diputados. Augusto Catalán se opuso al principio, fundamentalmente porque no quería a una mujer en puestos claves de la Cámara. Pero llegaron a un acuerdo. Como siempre. Incluso diría que habían consolidado su relación a partir de ello. Una relación que había sido beneficiosa para ambos.

Magdalena era una de las pocas personas importantes para él. Era bella, ambiciosa y doce años menor. No sabía si se había enamorado, pero eso nunca fue tema. Ni para ella ni para él. Tenían muchas cosas en común. Ella entendía y valoraba el Congreso, lo que para él era fundamental.

–Tenemos que ordenar la casa, dar señales concretas, dotar a este Parlamento de los más altos estándares de transparencia y participación, y recuperar la confianza de la ciudadanía. Me comprometo a hacer de éste uno de los pilares de mi gestión.

Müller miró al ahora presidente Cruz y sonrió con un mueca. ¿Transparencia? ¿De qué transparencia hablaba? Era el concepto de moda que ahora todos repetían de manera irresponsable, sin medir consecuencias. ¿Acaso todo se puede transparentar? ¡Por favor! Todos sabían que no era así. También Cruz. Esto estaba transformado en un reality, con capítulos nuevos a diario, anunciados por la prensa. Todo se filtraba, hasta las reuniones más confidenciales. Y los periodistas competían por las denuncias de supuestas irregularidades. Donde varios de la UDI aparecían injustamente mencionados. No había nada irregular, nada que la ley prohibiera. Pero ya los habían crucificado a todos. El sistema democrático no era perfecto, tenía baches, y también tenía problemas de financiamiento. Y ellos –todos los parlamentarios– habían tenido que ponerse creativos para sortear esas falencias. Y lo habían hecho sin robarle a nadie. Pero ahora eso se había transformado en el peor de los pecados. Después de que el sistema había funcionado sin problemas por veinticinco años.

Quizás debería olvidarse de la política. Él ya había cumplido. El país funcionaba, estaba seguro, resguardado de cualquier intento marxista, con una Constitución e instituciones sólidas. Quizás debería dedicarse a su mujer y a la familia. Sobre todo a su mujer. No lo habían conversado, pero sabía que no estaban bien. Él siempre había sido de pocas palabras, principalmente porque pensaba que para hablar había que tener un objetivo claro. De lo contrario, mejor callar. Eso le había servido mucho en el Congreso, pero no en la familia. Los temas de familia había que abordarlos con tiempo y energía y él no tenía ninguno de los dos en este momento.

Quizás no era mala idea irse del Congreso y dedicarse a su mujer e hijos. Y dejarle este pastel a otros, a los jóvenes. A ver si eran tan capaces.

–Sí… misión cumplida –murmuró.

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