Kitabı oku: «Honorables», sayfa 3

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4. Sin padrinos no se puede
Matías Tello

El timbre intermitente que avisa a los diputados del próximo inicio de la sesión sonó por tercera vez. Se escuchaba en todo el edificio del Congreso: en el hall El Pensador, donde estaba la prensa, en las oficinas de los diputados y del personal administrativo, en los comedores, las cafeterías, los ascensores, el gimnasio, los estacionamientos, la peluquería. Y también en la Sala de Prensa del segundo piso, donde estaba Matías Tello.

Se paró de su escritorio y se dirigió a las escaleras que llevaban a las tribunas sobre la Sala de Sesiones. Aunque en los tres años que reporteaba el Congreso nunca le había interesado la ceremonia de cambio de Mesa, esta vez había decidido verla hasta el final.

Llegó a La Crónica hace cinco años, después de haber pasado por varios medios escritos y radiales. Aunque se consideraba buen periodista, no había destacado demasiado. Le había prometido a su editor –y a sí mismo– que si lo destinaban al Congreso, haría la diferencia. Lo hizo bien al principio, con un par de notas que lograron cierta connotación, pero luego había pasado por un largo periodo sin publicaciones relevantes. Hasta fines del año pasado, cuando nuevamente logró notoriedad con un reportaje sobre los privilegios de los honorables. Pero de eso ya varios meses. Necesita golpear de nuevo. Su propio editor se lo había dicho. Sin ánimo de preocuparlo, claro, pero lo había dicho. También le dijo que sus colegas más jóvenes venían con energía, ambición y menos exigencias de sueldo. Y que querían su puesto. Sin ánimo de preocuparlo, insistió. Como si Matías no lo supiera. La competencia era enorme. Y desleal. Los periodistas jóvenes efectivamente eran muy ambiciosos, no trepidaban en su objetivo de conseguir información exclusiva. Algunos usando incluso artilugios no muy éticos, por decirlo de alguna manera. Nada con lo cual él pudiera ni quisiera competir. Porque, si bien era informal, creía en la ética periodística, en resguardar la fuente, en respetar el off, en contrastar los datos antes de publicar. A la antigua.

Pero estaba convencido de que éste sería un buen año. Había mucha información dando vueltas. Estaba dedicado a su trabajo ciento por ciento y se tenía confianza. Era lo que mejor sabía hacer y lo que más satisfacciones le daba. Porque de la vida personal no había mucho que rescatar. A sus 45 años, no había matrimonio, ni hijos, ni casa. Ni nada parecido en el horizonte. Solo había tenido una relación seria, que había terminado hace más de diez años. El resto habían sido vínculos pasajeros y sin importancia. Era el único de los cuatro hermanos que no se había casado. Pero no era tema. Su meta era ser un periodista exitoso y disfrutar de la vida. Y sus preocupaciones actuales tenían que ver con la seguridad laboral y económica, no con otra cosa. Tenía que pensar en su futuro.

Cuando entró a las graderías vio a la gente del distrito del diputado Ignacio Cruz, próximo presidente de la Cámara. Juntas de vecinos, clubes deportivos, centros de madres y representantes de otras organizaciones comunitarias hablaban, se ponían de pie, se sentaban, reían. Sostenían banderas y pancartas. Matías se preguntó qué los motivaría a viajar al Congreso. Qué obtendrían a cambio del esfuerzo. ¿Viajarían por un monto de dinero? ¿Por una canasta con comida? ¿Por un paseo a Viña del Mar? Porque estaba claro que esa gente no asistía al Congreso por convicción política. ¿Quién tenía convicción política hoy en día? ¿Quién podía tenerla? Él no. Eso terminó cuando salió de la Universidad. No había cómo creer en los políticos. Menos ahora con tantas denuncias dando vueltas.

No se sentó con los otros periodistas. No era muy comunicativo. Ni en el trabajo ni en lo personal. Su vida social se circunscribía a una junta mensual con dos ex compañeros de periodismo, también separados, muy ocasionales encuentros con mujeres, o un par de cervezas después del trabajo con colegas –colegas, no amigos– de La Crónica. El resto eran muchas noches solo en su departamento, mirando televisión o trabajando.

Desde su asiento veía gran parte de la Sala. Observó la testera: un mesón largo con asientos para ocho personas, emplazado sobre una plataforma de un metro de altura. Detrás se alzaba un muro verde oscuro, de cobre, de aproximadamente siete metros de alto por seis de ancho, que le daba a la Sala un aspecto sombrío. Más abajo estaba la testera chica, ahora ocupada por seis ministros. «Buen número», pensó Matías, y anotó los nombres en su libreta. Frente a ellos, y sentados en semicírculo, se ubicaban los ciento veinte honorables.

En la testera principal estaba el Secretario General, Augusto Catalán. Lo conocía. A veces le daba información exclusiva a cambio de decidir el carácter de la nota. Matías siempre quedaba con la sensación de salir perdiendo. Quizás por la sonrisa con la que Catalán se despedía. Satisfecho. La misma que tenía ahora. A su lado estaba Alfonso Pesutic, el Prosecretario, también fuente de Matías. Pesutic odiaba a Catalán; decía que le había tendido una trampa para robarle el cargo de Secretario. Matías siempre tenía la duda de si ellos estaban al tanto de que él conversaba con ambos y solo aparentaban no saberlo.

Algunos diputados conversaban de pie o cruzaban de un lado a otro del hemiciclo; otros esperaban sentados, leían las pantallas de sus computadores o revisaban su celular. Matías conocía a varios desde sus tiempos en la universidad, de reuniones, tomas y protestas; principalmente a socialistas y demócrata cristianos, con quienes había desarrollado una relación de cierta confianza que lo ayudaba en su reporteo. De los diputados jóvenes que venían del movimiento estudiantil, le llamaba la atención la diputada comunista Antonia Moreno. Por sus opiniones pero también por sus labios rojos. Pero no había hablado mucho con ella. Las mujeres no eran su fuerte; más bien lo contrario.

En la tribuna, además del público general, había funcionarios de la Cámara. Todos muy formales. Las secretarias con uniforme de pantalón y chaqueta celeste, y una delgada blusa blanca. Casi todas con zapatos de taco alto y peinado de peluquería. Los hombres vestían ternos oscuros, camisas blancas, corbatas y zapatos relucientes.

«…De conformidad a lo dispuesto en el Reglamento de la Corporación, corresponde proceder a la elección de los miembros de la Mesa…», se escuchó desde abajo. Los diputados volvieron a sus asientos. Los invitados se sentaron. Los periodistas levantaron la vista y los fotógrafos y camarógrafos apuntaron sus lentes.

De pronto escuchó su nombre:

–Pero, ¿ si no es Matías Tello…?

De pie al costado de su asiento estaba una señora de traje dos piezas. No la reconoció, pero se paró a saludarla.

–¡Hola!, ¿como está?

–¿Así es que ahora me tratas de «usted»? –contestó ella.

La miró de nuevo. Ahí estaba Javiera Koch, ex compañera de curso de la universidad. Se veía mucho mayor que la última vez que se encontró con ella. Pero seguía bonita. Como cuando la conoció en la Escuela de Periodismo. No es que le hubiera gustado, o al menos no tanto. Y nada pasó entre ellos. Es decir, casi nada. Salvo un encuentro apasionado en una toma de la Escuela. Nada más.

–¿Qué haces acá…? –le preguntó–. No me digas que estás cubriendo Congreso… Yo te hacía dedicada a las asesorías, eso me dijeron en el último encuentro del curso; al que no fuiste, por cierto.

–Estaba dedicada a las asesorías –respondió ella–, y se puede decir que sigo en lo mismo: asumí como la nueva Directora de Comunicaciones de la Cámara.

–¿En serio? ¿En qué partido estás…?¿O tienes a un diputado como padrino…?

Ella rio.

–Me han hecho la misma pregunta varias veces. Aparentemente, nadie cree que se pueda acceder a un cargo en el Congreso sin «patrocinadores» políticos –dijo–. Pero no milito en ningún partido: llegué por concurso público.

Él le sonrió. Lo enternecía de alguna manera. No recordaba por qué nunca pasó nada después de la toma. Solo sonrisitas y miraditas. Él no se había atrevido.

–En el Congreso que yo conozco no es posible no tener padrinos políticos –dijo–. Pero de cualquier forma te va a tocar harta pega. Uno cree al principio que los diputados no son tan importantes. Hasta los encuentras medio ridículos. Pero al final te das cuenta de que no solo son importantes, sino también peligrosos y que hay que andarse con cuidado.

Ella dejó de sonreír.

–No, no quiero asustarte –continuó él–. Solo digo que es más difícil cuando estás sola.

–¿Quién dijo que estoy sola?

–Tú lo dices. Que no militas. Que no tienes padrinos.

Se quedaron en silencio. Escucharon una voz desde el hemiciclo: «Para Presidente de la Cámara, don Ignacio Cruz, 62 votos».

–¿Lo conoces? ¿A Cruz? –preguntó él.

–¿Al Presidente? No. Pero ya lo conoceré.

–No es mal tipo. Para ser diputado. Pero mucha farándula. No sé si tiene el carácter suficiente. Es medio gringo para sus cosas. Creció en Estados Unidos…

–¿Suficiente para qué?

–Para hacer cambios. Escuchar los reclamos de la gente. Enfrentarse a la máquina política y administrativa. Que se supone que es lo que quiere hacer, por las entrevistas que le he leído… A propósito, ¿ya conociste a Catalán?

–Sí…

–Un personaje. El verdadero rey detrás del trono. El que controla la Cámara.

–¿A ti tampoco te cae bien? A mí me pareció bastante amable. Pero los colegas tienen algo contra él. Seguro que es porque no habla con la prensa.

–¿Quién dijo que no habla con la prensa?

–Él lo dice. Mi equipo lo dice. Es uno de los problemas que tienen con él, que no quiere hablar con la prensa. No le gustan los periodistas.

Matías le sonrió de nuevo. Ya no le pareció tierna, sino un poco tonta.

En la Sala, un funcionario puso un pequeño pódium portátil al centro de la testera y Catalán se acercó al micrófono:

–Honorable Cámara: quiero dejar con ustedes al nuevo Presidente de la Corporación, diputado Ignacio Cruz de la Fuente.

«Señoras y señores diputados, señoras y señores ministros de Estado, autoridades presentes, queridos familiares que nos acompañan, amigas y amigos …», se escuchó.

–¿Por qué todos los discursos son iguales? –preguntó Matías.

–A lo mejor no te das el tiempo de escucharlos bien –contestó Javiera.

–Veo que rápidamente te has transformado en una relacionadora pública ejemplar…

Ella se puso de pie y le dio un beso en la mejilla. Él la miró. Sí, seguía bonita. Pensó que iría a tomarse un café con ella.

Un grupo de cuatro secretarias pasó hacia la puerta.

–Esto está cada vez más fome –dijo una.

–¿Viste a la diputada Aguilar? Parecía arreglada como para una fiesta.

–¿Y los otros dos, Kovacevic y Navarrete? Muy jóvenes serán, pero encuentro que se les pasa la mano, ni siquiera planchar la camisa. Al final esto es el Congreso, no una sede universitaria…

Rieron. Abajo, el nuevo Presidente de la Cámara había terminado su discurso. Algunos diputados se acercaban a la testera, otros salían de la Sala. Cruz y Catalán conversaban.

«Será un buen año», pensó Matías.

5. Política y rabia
Antonia Moreno

Antonia Moreno estaba molesta. No sabía bien por qué. O sí sabía, pero no quería pensar en eso. Miró a su alrededor. Una oficina ni muy grande ni muy pequeña, de seis por siete metros, paredes blancas, librero de dos metros de alto –lleno de papeles y carpetas–, dos sillas para visitas, mesita con impresora al lado del escritorio. Todos los muebles de madera enchapada, color caoba. Ventanas con persianas. Igual de feo que cuando lo vio la primera vez, hace un año. Igual al resto de las oficinas de los diputados. Ni la foto de Gladys Marín, ni el afiche de los 100 años del Partido Comunista, ni sus fotos familiares lograban dar a este espacio un aire distinto. Demasiado formal. Deshabitado. Lo único que le gustaba era la vista a la bahía de Valparaíso.

Sonó el timbre llamando a bajar a la Sala se Sesiones: partía un nuevo periodo legislativo. Recordó el mismo momento el año pasado. Casi irreal. Había sido electa diputada cuatro meses antes, en noviembre, por su comuna: San Miguel. A sus 25 años, llevaba más de doce en el Partido, pero jamás había soñado con ser una «profesional» de la política. Cuando ingresó a la Jota, todo era convicción, rebeldía y compromiso. Quedarse en el colegio planificando la marcha del día siguiente; comprar papel y pintura para los lienzos; conseguir botellitas de Pepsi y monedas para las bombas de ruido; o comprar Poxipol para el «chapazo». A lo largo de los años, hubo distintas responsabilidades y tareas, pero la pasión fue siempre la misma. Pero eso estaba cambiando, lo sentía. Y la tenía preocupada. Y molesta.

A la ceremonia de instalación del Congreso del año pasado, ella y otros tres diputados llegaron atrasados. Así es que tuvieron que prestar juramento solos, delante de los otros ciento dieciséis. Cuando tuvo que responder a «¿Juráis o prometéis guardar la Constitución Política, desempeñar fiel y legalmente el cargo que os ha confiado la nación, consultar en el ejercicio de vuestras funciones sus verdaderos intereses y guardar sigilo acerca de lo que se trate en sesiones secretas?», prometió. Pero en silencio. Y con dudas, por qué no decirlo. ¿Qué hacía ahí? Sentía rabia con ese lugar, con esos viejos acomodados que llevaban años empotrados en sus asientos, orgullosos de sus rituales burgueses, sumergidos en la pompa, las apariencias. Y no quería que nadie pensara que ahora era parte de todo eso. Por el contrario, ella venía a cambiar todo eso.

Pero después de un año estaba decepcionada. Pensó que iba a ser fácil llevar la visión de la calle al Congreso, «ciudadanizarlo». Pero no había sido así. El conservadurismo que estaba en todos lados, también en su partido, era capaz de detener casi cualquier cambio, de forma y de fondo. Conoció las peores prácticas: el egoísmo, la hipocresía, el doble estándar, el oportunismo, el personalismo, las peleas de poder por el poder; incluso dentro de su partido, que fue lo más decepcionante. Y desmoralizante. Y contra eso, lo único que hasta ahora encontraba para resistir era la rabia.

Tenía rabia con algunos de sus compañeros, que veía acomodados al cargo parlamentario y los beneficios asociados. Ya en su campaña se había llevado sorpresas. Cuando la propusieron como candidata al parlamento, hubo reparos. «Reparos políticos», dijo la Dirección. Pero ella supo que eran personales, machistas. Hubo comentarios que jamás pensó escuchar. Como que era una aparecida, una cabra chica, que otros militantes tenían más derecho a ser diputados porque habían luchado contra la dictadura y eso tenía más valor que ser figura del movimiento estudiantil. Pero ella decidió que una diputada joven, mujer y revolucionaria le haría bien al país, al Congreso y al partido. Y ganó.

En el proceso perdió a Alex, su novio desde hacía años, el secretario político del Comité Regional de la Jota de la Octava Región, con quien el amor, la militancia y el futuro eran parte del mismo proyecto, con quien se hizo dirigente comunista. Y con quien fue feliz.

Pero los roles se invirtieron. Antonia adquirió una relevancia pública y política que a Alex parecieron no gustarle. A poco andar, se transformó en su principal crítico y comenzó a sugerir que ella era políticamente débil.

El principio del fin fue una discusión sobre Claudio Kovacevic, también líder del movimiento estudiantil y su amigo personal. A juicio de Alex, pasaba demasiado tiempo con Antonia. Por supuesto que no eran celos, dijo, sino preocupación por la influencia política que pudiera tener en ella. Eso la indignó:

–¿Y no piensas que yo puedo influenciarlo a él?

Cuando Alex se opuso a su candidatura al Congreso, el quiebre fue inevitable. Dijo que otros compañeros tenían mayor experiencia y manejo político para el trabajo parlamentario. Ella respondió que se había transformado en un funcionario del aparato y le propuso terminar. Él dijo que se rehusaba a mezclar la política con temas personales. Ella lo mandó a la mierda.

Pero no solo perdió a Alex: también a sus padres –a quienes casi no veía– y a algunos amigos importantes. Como Claudio –el ahora diputado Kovacevic–, de quien se distanció por diferencias «legislativas». Algunos decían que así era la política, un cliché que acá se usaba para justificar casi todo. Pero Antonia lo echaba de menos.

Escuchó el timbre de la Sala sonar por segunda vez. Tenía que bajar. Salió al pasillo. «Diputada Antonia Moreno», decía en la puerta de su oficina, al igual que en su estacionamiento, su pupitre en la Sala y sus tarjetas de visita con el escudo de la Cámara impreso en cuño seco. Le seguía pareciendo raro. Y le preocupaba la posibilidad de finalmente acostumbrarse.

La ceremonia de hoy era simple. Iban a elegir a Ignacio Cruz, diputado PPD, como nuevo Presidente. Era lo acordado. Antonia lo conocía desde la época del movimiento estudiantil. Y de la tele. Aparecía en muchos programas que no tenían nada que ver con política. También había coincidido con él en la Comisión de Familia el año pasado. Tenía que reconocer que era uno de los pocos con los que había podido trabajar. Las comisiones no le importaban a nadie, salvo cuando se discutían proyectos más mediáticos; en general, los diputados entraban, completaban el quórum, esperaban que sonara la campanilla, que se abriera la sesión en nombre de Dios y la Patria, y después se levantaban y se iban. Casi todos. Quedaban tres o cuatro. Entre los que generalmente estaba Cruz.

Entró a la Sala y fue a su asiento. Casi todos habían llegado. Miró a su alrededor. Claudio Kovacevic conversaba con otros diputados. Miró hacia las galerías: en primera línea, los camarógrafos y fotógrafos apuntando hacia el hemiciclo. Varios la fotografiaron. Más atrás, familiares de diputados, gente de los distritos y funcionarios de la Cámara. Un grupo levantaba un lienzo que decía «Diputado Ignacio Cruz, Presidente de la Cámara 2015-2016».

Cuando el Secretario General anunció la elección de Cruz media hora después, la Sala estalló en aplausos. Él se notaba orgulloso. Antonia escuchó su discurso con desgano. Palabras escritas por encargo, con mea culpas, promesas y compromisos. Que después se hundirían en el pantano del Congreso. Ella era parte de ese pantano ahora. Ya no representaba al movimiento estudiantil sino a quienes detentaban poder. La habían criticado, confrontado, pifiado. Antes marchaba y gritaba. Ahora se sentaba en una comisión y discutía una ley. Se decía a si misma que mantenía las mismas ideas y objetivos. Que ahora podía influir en las decisiones legislativas. Que no estaba arrepentida. Pero a veces dudaba. Y entonces se refugiaba en lo único que no había cambiado: la rabia. Y hoy, cuando se reanudaba el periodo legislativo, sentía rabia.

ABRIL

Martes 14 de Abril de 2015

Tabla sesión de sala

Valparaíso 10:30 a 14:00

Informe de Comisión Mixta de proyecto que moderniza el sistema de relaciones laborales. Boletín 9835.

En segundo trámite, proyecto relativo al fortalecimiento de la regionalización del país. Boletín 7963.

Homenaje al bombero Álvaro Plaza Ramos, desaparecido en acto de servicio con ocasión de los aluviones que afectaron a diversas ciudades y localidades de la Región de Atacama, y a todos los caídos en esa catástrofe.

1. Personas de confianza
Javiera Koch

–Gracias por recibirme, Ramiro, sé que estás muy ocupado con la preparación del presupuesto, así es que me imagino que no te sobra el tiempo…

–No se preocupe Directora. Estamos aquí para servirle… Dígame, ¿en qué la puedo ayudar?

Ramiro Sotomayor, Director subrogante de Finanzas, me había enviado diez días antes un memorándum: «PROCESO PRESUPUESTARIO 2015: «Con el fin de dar cumplimiento al proceso presupuestario para el año 2016, agradeceré a Ud. se sirva hacer llegar a esta Dirección de Finanzas, antes del 31 de mayo del 2015, la estimación de gastos del área que dirige y que deberá financiar el Presupuesto que se formula para el próximo período presupuestario. Dios Guarde a US.».

O sea, tenía un mes para revisar las finanzas de toda la Dirección de Comunicaciones, concordar un plan de trabajo y hacer una proyección de gastos para el próximo año. Le pedí a los encargados de cada área que me entregaran sus balances de costos, gastos e inversiones y pasé días y noches revisando números y tablas. Para mi sorpresa, no me cuadraban. Me llamó la atención la disparidad de los presupuestos. De los cerca de mil millones de pesos aprobados para Comunicaciones, más del 80 por ciento estaba destinado al canal de televisión. Y, más extraño aún, a diferencia de las otras áreas, no existía por parte de la estación una contabilidad detallada, sino solo gastos generales. Abundaban ítems como «Contratos de producción externa», «Compras y arriendos varios», «Equipamiento menor», «Costos menores de Producción», etc. No decían nada y, sin embargo, podían llegar a sumar más de 100 millones de pesos. Pedí el detalle de esos gastos al Canal, pero su Director, Ricardo Fuenzalida, se negó a entregármelos. Al principio estuve luchando sola contra glosas, acápites, plantillas, anexos y terminología desconocida, porque nadie fue destinado a apoyarme. Hasta que Joana me contactó con un funcionario de la Dirección de Finanzas, Esteban, contador y amigo suyo, quien se ofreció a socorrerme, «pero de manera anónima». Lo que significaba que mientras no supiera si su apoyo implicaba ventajas o problemas, prefería mantenerlo en reserva. Nada personal.

Esteban fue un gran colaborador y coincidió conmigo, aunque no explícitamente, en que la mayoría de los gastos de Comunicaciones no tenía respaldo y que había procedimientos de chequeo contable mínimos que no se estaban llevando a cabo. Por eso decidí solicitar información directamente Director de Finanzas, Ramiro Sotomayor.

Ramiro me miraba sonriendo. No tenía más de 40 años. Era moreno, bajo, no muy bien parecido, pero se notaba que dedicaba tiempo y dinero a mejorar esa falencia. Usaba el pelo engominado y, como muchos, vestía un terno caro, en esa ocasión de color gris perla, con camisa blanca y corbata de seda, azul. Un funcionario exitoso y ambicioso. O eso proyectaba. Hace más de un año que subrogaba a su anterior jefe, que había jubilado.

–Una de las cosas negativas de la Cámara, Directora, es que todos se ponen mañosos y delicados y a veces solo complican la pega de uno, siendo que podrían hacerla más fácil –dijo ante mi exposición–. ¿Y qué información necesita del Canal?

–Bueno… toda. Porque no sé cómo estructuran su presupuesto, cuánto gastan, por ejemplo, en compra o mantención de equipos; cuánto en producción de programas, en contratación de personal; cuáles funcionarios son permanentes y cuáles subcontratados, si tienen otros servicios o asesorías externas… En fin, todo.

Ramiro dejó de sonreír.

–Pero, ¿es necesario ese nivel de detalle, Directora?

–¿Te parece muy detallado? A mí me parecen más bien las áreas gruesas de gasto. E imagino que hay ítems separados dentro de cada una. Si voy a presentar un presupuesto tengo que saber en qué se gasta el dinero.

–Mmm… es que la verdad no sé si lo tenemos tan especificado.

–No entiendo. El Canal recibió un presupuesto de más de 800 millones de pesos este año, similar a lo que obtiene desde hace varios años. Son montos importantes y supongo que se sabe cómo se gastan.

–¿Está segura de que ése es el monto? ¿De dónde sacó esa información?

–Es la información que estaba en la carpeta que me entregó el Prosecretario cuando llegué...

–Ah. El Prosecretario… Pero yo tendría que revisar esas cifras…no tengo claro que ése sea el presupuesto… el Prosecretario no necesariamente tiene la información actualizada de finanzas.

–¿No? ¿Y de dónde habrá sacado esa información? No creo que la haya inventado.

–No, no se trata de eso, Directora. Lo que pasa es que, como usted es nueva, hay muchas cosas que desconoce. Créame, hacerse cargo de las finanzas de esta Corporación es un puzzle. Porque los diputados tienen requerimientos permanentes y disímiles. Quieren que les solucionen una cosa, luego otra… y uno tiene que ver cómo les da en el gusto porque, de lo contrario, son capaces de dejar la grande. Ya sabe, son temperamentales. Entonces el Secretario me ha encargado estar pendiente y resolver siempre sus problemas. Lo peor que nos puede pasar es que un diputado nos presente un requerimiento del que nosotros no nos hagamos cargo.

–Pero, ¿y si ese requerimiento está fuera de lo que ustedes pueden solucionar?

–Eso es lo que digo: hay que solucionarlo todo. Porque además está tan poco tipificado qué corresponde y qué no, que hemos optado por hacernos cargo de todas sus solicitudes. Esas son las instrucciones del Secretario. Así es que, aunque quisiéramos, no siempre se puede funcionar de acuerdo al presupuesto original, y preferimos poner ítems generales de gastos para no amarrarnos.

–¿Eso quiere decir que los fondos se gastan en cosas distintas a las que se señalan, para responder a los requerimientos de los diputados? ¿Es eso lo que ocurre en el Canal?

Me miró unos segundos.

–No dije eso –respondió serio–. Solo le estaba tratando de explicar un poco cómo funcionan las cosas acá y aclararle que ponerse purista no siempre sirve.

La amabilidad había desaparecido. Pero insistí.

–Estimado Ramiro: llegué a la Cámara para reordenar las comunicaciones institucionales. Así, en el presupuesto 2016, que debo presentar en dos semanas, estoy obligada a reasignar recursos en función de esos cambios. Y para eso necesariamente debo entender en qué se gasta actualmente el presupuesto de mi área, en detalle.

Me observó en silencio.

–¿Están aprobados esos cambios en Comunicaciones? Porque no he escuchado nada al respecto –dijo.

Mi solicitud de información no era bienvenida; ni por parte del Director del Canal ni del Director de Finanzas. Había escuchado acerca de la carrera funcionaria de Ramiro. Se decía que se basaba en su cercanía con el Secretario y no en capacidades profesionales. Eso generaba críticas, porque en la Cámara la estratificación del poder institucional se ceñía a normas establecidas. Supuestamente. En nuestra primera conversación, el prosecretario Alfonso Pesutic se explayó sobre el punto y me entregó el «Reglamento de la Cámara de Diputados de Chile», un libro azul de 360 páginas con la normativa, reglas, procedimientos y deberes que rigen el funcionamiento institucional. También me dio el «Estatuto del Personal de la Cámara de Diputados», de 40 páginas, donde se explicitaban las normas que definían la relación de la Corporación con sus funcionarios. Hojas y hojas que explicaban los tipos de empleados, los cargos de confianza, los requisitos de ascenso, la carrera funcionaria, los escalafones, los concursos, las calificaciones, etc.

Pero al parecer, las cosas funcionaban de otra forma en la vida real. Se decía que había una decena de casos similares al de Ramiro, donde el Secretario había ubicado a personas de su confianza en los cargos de jefatura vacantes, saltándose los procedimientos reglamentarios.

–Los cambios en Comunicaciones están aprobados por el Presidente –mentí–. Solo falta el visto bueno de la Comisión de Comunicaciones, que se reúne dentro de dos semanas, entre otras cosas para ver el presupuesto 2016. Así es que sería de gran utilidad contar con toda la información antes de ese entonces.

–No se preocupe Directora, le haré llegar todo lo que tengo –respondió serio.

Una semana después recibí una carpeta con información financiera del Canal casi idéntica a la que ya tenía, con listas generales de insumos, servicios, asesorías, que podrían estar contenidos en los gastos. Pero nada sobre los desembolsos efectivamente ejecutados.

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