Kitabı oku: «Añorantes de un país que no existía», sayfa 3
FRAGMENTOS DE VIDA
Antonio Deltoro nació en Chulilla a finales de 1906, en una familia de campesinos adinerados y de arraigadas convicciones católicas que al poco tiempo, para atender la educación de sus seis hijos, se trasladó a Valencia. Acabado el periodo escolar, la infancia y la juventud de Deltoro las constituyeron largos veranos en el pueblo: «Doy gracias al cielo por haber nacido allí», afirma con entusiasmo.
Chulilla fue enciclopedia del mundo natural y escuela de vida en el trato con algunos jóvenes algo mayores de edad, lectores del anticlerical semanario La Traca, y con el blasfemo Tisera, también jornalero de su familia y trovero procaz con quien tuvo una relación cercana. Deltoro destaca, como ya había hecho Cavanilles a finales del siglo XVIII, la medianía como rasgo social característico de aquel pueblo de mil quinientos habitantes: «Como no había grandes terratenientes, no había nadie que no tuviera su parcelita de tierra […] y compensaban esa economía con el jornal». Fue, con los años, destino de frecuentes excursiones de los amigos –artistas de la Valencia de los años treinta– y de visitas de su novia Ana, y ocasional refugio de Renau, necesitado de ocultarse en algún lance de la militancia comunista. Allí, en ese pueblo colgado sobre el Turia, recordará su hijo la infancia feliz del padre «nadando por el río, corriendo entre las peñas».1
Se trataba de un mundo familiar de acusado contraste entre la piadosa familia paterna y la más liberal y descreída de su madre, de la que recuerda a su abuelo Baltasar, bon vivant con maneras de hidalgo a quien veía a hurtadillas porque vivía amancebado con la tía Francisca. Había diversificado su economía y se dedicaba a la ganadería y al transporte de madera que desde los pinares de Cuenca bajaba por el río Turia. Un oficio arriesgado del que se ocupaban las cuadrillas de madereros de la cercana Chelva, que le hablaron por vez primera del Danubio. Deltoro atesoró en su memoria las imágenes de los gancheros colgados de la hoz cuando los troncos se enclavaban y había que subirlos. Una escena que desapareció con la construcción de una central eléctrica hacia 1920. Por un tiempo, el pueblo se llenó de obreros y de barreneros leoneses y asturianos que pervirtieron las contenidas costumbres campesinas.
«En mi casa no solamente conservaban la religión, la petrificaban», afirmaba al evocar el rezo diario del rosario y la lectura de La Hormiga de Oro, semanario carlista promovido por Luis María de Llauder. De cuidada impresión, trascendió el umbral de lo piadoso y se adaptó al periodismo moderno. En el recuerdo de Deltoro –que menciona el impacto que le causó una fotografía del pope Gapón ahorcado– quedaron latentes muchas imágenes de aquella publicación. Fue, señala, «mi primer contacto con el mundo, era la única revista que tenía información».2
De acuerdo con ese ambiente acomodado y severamente católico, tuvo una escolarización religiosa. Tras un periodo en los Maristas –allí se sintió como pera en tabaque, precisa–, estudió en el Colegio de San José de Valencia, donde ya lo habían hecho sus dos hermanos. A los jesuitas dedica una larga diatriba contra sus métodos pedagógicos, la solemne escenografía en la lectura de las calificaciones y contra el recurso a las terroríficas escenas del Infierno y el Juicio Final –que tanto afectaron también a Luis Buñuel, alumno del colegio de Zaragoza–, frecuentes en las pláticas de los ejercicios espirituales. Y todo ello sazonado con episodios de homosexualidad por cuenta de algún padre de la Compañía.
El rechazo de Deltoro hacia los jesuitas es coincidente con el programa de reforma educativa institucionista y con la denuncia del elitismo social de la Compañía de Jesús, que cristalizó con A.M.D.G., la novela autobiográfica de Ramón Pérez de Ayala, publicada en 1910. No fue el único estudiante que guardó un recuerdo adverso. Ángel Gaos consideró su educación aberrante y Luis Galán criticó la marginación de los alumnos externos en la concesión de las distinciones escolares, la llamada Promulgación de Dignidades –uno de los motivos de la crítica de Rafael Alberti en el poema «Colegio (S.J.)», escrito en 1934–.3 «Yo si tengo algo de rebelde, que es mucho –afirma Deltoro–, se lo debo precisamente a mi estancia en los Jesuitas». Debió de estudiar entre 1916 y 1920, como Ernesto Alonso Ferrer, que llegaría a ser un reconocido otorrino, con quien mantuvo una larga amistad y de cuyo inicial entorno familiar ofrece un detallado relato. Entre sus compañeros estaban Ángel Gaos y José Carbajosa, que fueron, al igual que Deltoro, tempranos militantes del Partido comunista en Valencia. Fue expulsado por mala conducta al cuarto año.
«Y entonces en vez de llevarme al Instituto de Enseñanza oficial, me llevaron a los Escolapios, que eran más liberales. He de confesar –precisaba a Perujo– que los escolapios tenían una formación pedagógica muy superior a la de los jesuitas». Conservó siempre un agradecido recuerdo de sus profesores de dibujo, Constantino Castellote, y de literatura, el padre Vicente Ten, un hombre con formación musical y literaria que en ocasiones llevaba a algunos alumnos al teatro. Fue una revelación: «Fíjate lo que supone para un muchacho de catorce años ir al camerino de la Josefina Díaz y ver los entresijos del Teatro Eslava. Pues cambió por completo mi mentalidad». En 1924 obtuvo el grado de bachiller; en aquel año están fechadas unas caricaturas que revelan su destreza con el lápiz. Deltoro admite haber sido un estudiante desigual, salvo en las materias de arte, preceptiva literaria e historia de la literatura.
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Antonio Deltoro, Caricatura, 1924. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Tampoco fue un buen estudiante universitario. Por imposición familiar se matriculó en un curso preparatorio de ingreso en las licenciaturas de Ciencias o Medicina. Apenas estudió dos años y tras un enfrentamiento violento con los catedráticos Enrique Castell y Antonio Ipiens en un examen de química, se le abrió, al parecer, un expediente académico y abandonó los estudios médicos.4 Ese incidente, viva aún la expulsión del Colegio de San José, quebró la relación con su familia. «Esto sería largo de contar, algo de tipo barojiano o galdosiano. Primero mi estancia con mi familia, en Valencia, luego la ruptura con mi familia. Independizarme, ser el consabido habitante de las casas de huéspedes. Me llevaría horas contar sobre los tipos que conocí». Una observación cuyos pormenores, por desgracia, no interesaron a Perujo en su entrevista.
No fue un alumno aplicado salvo en las materias literarias, pero fue un atento y apasionado lector –en particular de literatura del Siglo de Oro– y, como todos, algo desordenado. «Todo aquel aluvión de cultura adquirida al modo corso, entrando a saco sin orden ni concierto en los libros que devoraba», afirmó Juanino Renau –también estudiante aquellos años– de sus erráticas lecturas.5 Algunas de ellas fueron las ediciones de la Revista de Occidente y los catálogos de Prometeo o de Sempere –muy completos en la Biblioteca Popular de Valencia, frecuentada por Deltoro–, los autores del hoy discutido marbete de la Generación del 98, en especial Valle-Inclán, Baroja y Unamuno, los ensayos de Ortega –«lo veíamos con cierto recelo, pero contribuyó mucho a mi formación»–, la literatura soviética –bien atendida en la Biblioteca de la FUE–, los libros de Cenit o la edición de El Capital preparada por Manuel Pedroso para la editorial Aguilar; «en fin, conocimientos dispersos que nos fueron formando», admitía. «Estudiante –malo– de leyes (de los que iban “a aprobar” a Murcia), de todas las personas que he conocido de cerca es la más y mejor versada en poesía y literatura españolas de cualquier tiempo y, sin duda alguna, la más culta de nuestra redacción», escribió Josep Renau a propósito de Deltoro y de Nueva Cultura.6
Arthur Schopenhauer: Fundamento de la moral, Valencia, Sempere, ca. 1912.
José Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente, 1930
Con la excepción del marqués de Lozoya y de José Deleito y Piñuela, a quienes elogiaba, el resto del profesorado de Letras era, a su juicio, «un almacén de cachivaches». Particular mordacidad muestra con Pedro María López Martínez, catedrático de Lógica entre 1895 y 1931, de quien recuerda una definición repetida en sus clases: «Lógica es aquella ciencia filosófica, derivada de la psicología, que estudia mediante la razón, apoyada en los datos que le suministra la inteligencia íntima, el conocer la inteligencia conociendo, y el orden que debe poner en su ejercicio para llegar como fin a la verdad y conquistar la ciencia». «Genial», concluye. La figura de López Martínez fue blanco de un buen número de comentarios satíricos de alumnos como Gil-Albert, Vicente Llorens y, sobre todo, José Gaos. Resulta, sin duda, un caso extremo de mediocridad rayana en lo extravagante, pero no debe tomarse como patrón de medida. En el claustro, formado por unos cuarenta y cinco catedráticos numerarios, había docentes valiosos como José Castán Tobeñas, Mariano Gómez, Francisco Beltrán Bigorra, Roberto Araujo, Juan Peset o Fernando Rodríguez-Fornos. Por lo demás, en aquellos años entre la Dictadura y la República llegaron jóvenes profesores, como los médicos José Puche y Luis Urtubey, el historiador del derecho José María Ots Capdequí, el físico Fernando Ramón o Dámaso Alonso, que en 1933 ocupó la cátedra de Lengua y Literatura española. Fue una etapa de grandes expectativas de reforma en la enseñanza superior, aunque los logros fueron discretos. En 1930 se formalizó en Valencia la Federación Universitaria Escolar (FUE), primer sindicato democrático de estudiantes –creado en Madrid en 1927– que tuvo gran protagonismo en los años de la República; se impulsó el campus universitario del Paseo de Valencia al Mar; se mejoró la dotación para laboratorios y bibliotecas y, tras el incendio que asoló parte de la universidad en mayo de 1932, se acometió con empeño la construcción de la Facultad de Ciencias, ahora ajustada al proyecto racionalista y moderno de Mariano Peset Aleixandre.7
A diferencia de Deltoro, Ana Martínez Iborra fue una aplicada estudiante de Filosofía y Letras. En el curso académico 1919-1920 había en España 345 universitarias; diez años más tarde el número se había multiplicado de manera sensible, elevándose a 1744.8 Acompañando ese crecimiento irrumpió la generación de Martínez Iborra. Fue una de las diecinueve matriculadas en Letras en el curso 1925-1926 y formó parte –como también su compañera Presentación Campos– de una generación de universitarias activas en la reforma pedagógica y en la defensa del ideario político y cultural republicano. Entre 1929 y 1931 cursó el doctorado en Madrid, unos estudios orientados hacia la historia de arte que compartió con Josefa Callao, José López-Rey y Carmen Caamaño, un entorno muy cercano a la FUE. A su regreso a Valencia trabajó por un tiempo como ayudante de José Deleito y Piñuela, catedrático de Historia Universal Antigua y Media. Fue por entonces cuando inició la relación con Antonio Deltoro, a quien había conocido a través de su hermano, Manuel Martínez Iborra, estudiante de Medicina y uno de los líderes de la FUE en Valencia. En 1933, Ana obtuvo por oposición una cátedra de Geografía e Historia en el Instituto de Enseñanza Media de Irún, que atendió hasta el comienzo de la guerra. Ese año, Deltoro se incorporaba como profesor de Lengua y Literatura a la Escuela Cossío de Valencia, creada en octubre de 1930 por iniciativa del ingeniero y pedagogo José Navarro Alcácer y de un grupo de amigos del que formaban parte María Moliner, la futura lexicógrafa, su esposo Fernando Ramón, decano de la Facultad de Ciencias, y los catedráticos Puche y Ots Capdequí. Otro repertorio de estirpe institucionista. Deltoro dio clases hasta julio de 1936. La Escuela Cossío se mantuvo en activo durante la guerra y fue cerrada en 1939.9
Martínez Iborra y Deltoro fueron miembros de la FUE, aunque en 1932 Deltoro se vinculó al sector más radical, el recién creado BEOR, Bloque Escolar de Oposición Revolucionaria, controlado por las Juventudes Comunistas, en las que debió de ingresar ese mismo año. También fueron miembros del Bloque Manuel Martínez Iborra y Juanino Renau, que lo calificó de reacción sectaria e intransigente ante la pérdida del «aliento renovador» de la FUE tras la llegada de la República. «Es una etapa –escribió– de admirable euforia deportiva y de vergonzoso olvido de la función reivindicativa que animó su origen».10 Por entonces, la nueva dirección del Partido Comunista impuesta por la Comintern, con José Díaz en la secretaría, se esforzaba en atraer intelectuales y mostró un repentino interés por las cuestiones universitarias y las organizaciones estudiantiles, culpando a la FUE de haber quedado estancada en el reformismo. La cercanía de muchos fueístas la recordó Josep Renau en 1977: «Creo que poco antes o poco después de la proclamación de la segunda República, el Partido Comunista de Valencia sacó la cabeza a una semilegalidad de hecho en la Universidad, entre los estudiantes de la FUE. Y a través de estos pedí el ingreso en las Juventudes Comunistas». Fue en 1931, año en el que también se afilió Ángel Gaos.11
En una ciudad pequeña como Valencia, la vida universitaria se entreveraba de continuo con las actividades políticas y culturales. Lo consignan diferentes memorialistas como Juanino Renau o Gonçal Castelló, quien da cuenta de episodios y nombres –apenas camuflados, en ocasiones, que no resulta complicado identificar–. El personaje de Antoni Pons, enemistado con el catedrático Antonio Ipiens por un inesperado suspenso que le obligó a abandonar Medicina, y luego eterno estudiante de Derecho, es, sin duda, trasunto de Antonio Deltoro. Aparece compartiendo habitación en una casa de huéspedes con un compañero de estudios, Bernat Claramunt –tras el que se oculta a Bernat Clariana–. Exaltado miembro de la FUE y asiduo de la concurrida tertulia del café Lyon d’Or, encontramos a Pons discutiendo de arte con un Mijail Dublic –serbio instalado en Valencia y vendedor ambulante de libros–, en defensa del cubismo y del arte revolucionario. El realismo pictórico había alcanzado su punto más alto con Velázquez, pero en nuestros días dejaba de tener sentido. «Ja tenim les fotografíes», sentencia. Algo después, Castelló lo recuerda en marzo de 1932 visitando la exposición de arte Novecentista presentada en el Ateneo Mercantil de Valencia. Iba acompañado de su novia, una bella estudiante de Letras cuyo nombre –Carme Rovira– enmascara a Ana Martínez Iborra. «Una jove alta i opulenta, bruna de cabells i ulls negres com l’atzabaja […] Va cofada amb una boina posada lleugeramemt de gairell, és molt atractiva!».12 Elegantes en el porte, los vemos caminando por una calle de Valencia, en una fotografía fechada ese año. Unos versos del poeta Antonio Deltoro evocan a su madre con «el traje sastre y los tacones bajos de una muchacha epigramática de los años treinta».13
Ana Martínez Iborra y Antonio Deltoro, Valencia, 1932. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
«Yo tenía una vocación bien definida por la literatura y por la pintura, y me conecté pronto con el movimiento artístico valenciano», afirmaba Deltoro. A tono con el combate contra el naturalismo de Blasco Ibáñez y la luminosidad de Sorolla, quienes propugnaban aires nuevos colaboraron en la exposición de José Gutiérrez Solana con la que se inauguró la Sala Blava en junio de 1929. Creada por el ilustrador y ceramista Ferrán Gascón Sirera, Nano, la Sala acogió exposiciones, conferencias, conciertos y debates y pronto se convirtió en la principal promotora de la renovación artística y literaria en Valencia. «¡Fíjate lo que suponía la pintura de Solana en oposición al sorollismo!, ese impresionismo fácil de retina limpia», le comentaba a Perujo. «Improvisadamente: a un grupo muy joven de jóvenes valencianos se les ocurrió abrir una Galería de Arte (La Sala Blava), llevar la obra de Solana y llevarme a mí», escribió Ernesto Giménez Caballero. El director de La Gaceta Literaria, presentado por Maximilià Thous en nombre de Taula de les Lletres Valencianes, pronunció la conferencia «Articulaciones sobre lo violento. Solana en Valencia».
«¡Qué bien está Solana en Valencia! –proclamó Gecé, que por entonces iniciaba la deriva hacia la literatura nacionalista de corte fascista–. ¡Qué bien se bebe su vaso de vino tinto con Ribera y con Ribalta a la sombra de la violencia, a la sombra del negro y del pardo, del ascetismo, de la fuerza, del pus y de la sangre!». Las arrebatadas acrobacias literarias de Giménez Caballero sobre Valencia, en las que hilvanaba a Blasco Ibáñez con Sorolla, César Borgia y san Vicente Ferrer, no convencieron demasiado a Adolf Pizcueta, pero la exposición fue muy elogiada y mereció algunas reseñas. Entre otros, de Almela i Vives y de Pérez del Muro, quien, entusiasta, propuso que el Museo Provincial de Bellas Artes adquiriese Santos de pueblo (1929), bodegón compuesto con tallas religiosas populares que, al decir de Eugenio Carmona, es uno de los motivos en los que mejor trasmite Solana el inquietante extrañamiento de su obra.14 Deltoro tendría ocasión de ver de nuevo al pintor –y de referir algún encuentro con él–. Gutiérrez Solana fue uno de los intelectuales y artistas evacuados de Madrid en noviembre de 1936 que formaron parte de la Casa de la Cultura en la Valencia capital de la República.
Francisco Carreño Prieto, Retrato de Antonio Deltoro, 1931, lapiz sobre papel, 41 x 29 cm. Colección Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
Francisco Carreño Prieto, Retrato de Antonio Deltoro, 1931, óleo sobre tela, 125 x 94 cm. Colección Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
En torno a 1931, su amigo Francisco Carreño Prieto le hizo tres retratos, dos dibujos y un óleo de líneas y coloración cezannescas que emparentaba con el interés que en aquel momento tenía Carreño por el poscubismo y por la obra de Daniel Vázquez Díaz, a quien había tratado en Madrid. El lienzo que muestra a Deltoro absorto en la lectura, acodado en un escritorio, se exhibió en la muestra organizada ese año por la Agrupación Republicana Valencianista.15 Por entonces, Deltoro estrechó su relación con Josep Renau. Fue una amistad larga y muy cercana que alcanzó también a sus entornos familiares. Renau lo fotografió en 1934 y lo pintó diez años más tarde en el exilio mexicano. También en México, Manuela Ballester retrató a Ana Martínez Iborra apenas llegada. El trato entre ambos se convirtió en epistolar a partir de 1958, cuando el artista se instaló en Berlín este, en la República Democrática Alemana, aunque, en alguna ocasión, a finales de los años setenta, se encontraron de nuevo en Valencia. «Un hombre excepcional, un autodidacta con un talento natural como pocas veces he visto en mi vida», afirmaba Deltoro al referirse a las lecturas y discusiones del grupo formado por Carreño Prieto, Manuela Ballester, Francisco Badía y Tonico Ballester. Un círculo aglutinado en torno a Renau que comenzó a formarse hacia 1926, al que universitarios como Gaos o Deltoro se incorporaron más adelante: «Habíamos sido uña y carne» –recordó Deltoro en 1983–, «aunque a veces muy separada la carne de la uña». Junto a las afinidades –no siempre fáciles de sobrellevar, escribió Gil-Albert acerca de su estrecha amistad con Gaya–, debió de haber ocasionales distanciamientos, enfados y rupturas. Algo apuntó Renau en 1977, al referirse a Nueva Cultura: «Nos unía –y une– una mutua y “dura” simpatía fraternal salpicada –por mi parte y por entonces– por frecuentes accesos de ira, pues nunca logré sacarle, mientras fui animador de la revista, ni una sola línea para su publicación en ésta».16 Deltoro escribió algunas notas, pero lo hizo en la segunda etapa de la revista, en 1937.
Josep Renau, Retrato de Antonio Deltoro, 1934, 23 x 16 cm. Colección Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.
En torno a 1932 fue creciendo la actividad comunista del grupo de Renau. Deltoro mencionó las algaradas dominicales –«treinta muchachotes vociferantes»– de un agit-prop de escasa repercusión en unos sectores obreros encuadrados por el blasquismo, el anarquismo y el socialismo. La imagen coincide con la de Gonçal Castelló: «L’aïllament del partit era total, ell mateix s’havia creat un ghetto del qual no en sortia, el moviment no creixía, els obrers se’l miraven amb indiferencia», quien además apuntaba que en esa fecha, sumando los afiliados a las Juventudes y al Partido, había en Valencia 150 militantes, aunque tan activos que producían el espejismo de ser miles.17 La necesidad de quebrar el aislamiento político al que conducía el dogma bolchevique e insurreccional acabaría llevando a los comunistas, sobre todo tras el fracaso de la revolución de octubre de 1934, a abandonar la línea sectaria y a postular un frente de carácter popular que tuvo como ingrediente esencial la denuncia del fascismo. No se apelará tanto al proletario como al pueblo.18 Entre los comunistas valencianos ese oscilante proceso se manifestó de una doble manera: en la creación de la UEAP, la Unión de Escritores y Artistas Proletarios (1933), y en la aparición de la revista Nueva Cultura (1935).
La UEAP fue la primera filial española de la Association des Écrivains et Artistes Révolutionnaires, creada en París en marzo de 1932. «Éramos muy jóvenes, gente de veintitrés, veinticuatro años –indicaba Deltoro– y con la pedantería propia de la edad nos dirigimos a la AEAR […] Nos contestó Vaillant-Couturier con una carta muy emocionada, y al poco tiempo se presentó en Valencia. Un tipo finísimo, de procedencia casi aristocrática, un hombre no de extracción proletaria, sino un intelectual, buen poeta y buen escritor». El contacto con Paul Vaillant-Couturier, uno de los fundadores del Partido Comunista francés, debieron de establecerlo Renau y Gonçal Castelló. De aquel viaje en la primavera de 1933 dejó testimonio en dos artículos publicados en L’Humanité: «Espagne: Republique sang et or. Le dragon rouge d’Alcalá» (30 de abril de 1933) y «Espagne: Republique sang et or. Révolution» (1 de mayo de 1933). Vaillant-Couturier relata su encuentro con un soldado comunista de nombre Juan, a quien acompaña a una corrida de toros –imagen de la que se vale para el título de sus notas– y con camaradas que le citan en el Café Colón –muy concurrido por cartelistas e ilustradores–, con quienes asiste a una conferencia sobre esperantistas. En el local que acoge el acto –en una estrecha calle del centro de Valencia–, unas grandes fotos reúnen a Lenin, Kropotkin y Pablo Iglesias. «Toutes les difficultés de la confusion résumées», escribía alarmado. «Les étudiants –observaba entusiasta en la segunda entrega–, qui sont sympathisants au communisme dans la proportion de 33 % au sein de leur organisation professionelle, la F.U.E., les écrivains et les artistes –dont un groupe vient de fonder une A.E.A.R. à Valence, avec déjà 70 membres–, les autonomistes –dont la jeunesse de gauche se rapproche de nous, tous parlent de l’U.R.S.S. avec sympathie, avec espoir, avec flamme».19
Finalmente, la filial de la AEAR se denominó Unión de Escritores y Artistas Proletarios por exigencias del gobernador civil de Valencia, Luis Doporto, que no admitió el término Revolucionarios.
No sé qué concepto tendría del proletariado y de la revolución. […] Excuso decirte –observó Deltoro– que en el grupo no había ningún proletario, todos éramos estudiantes, algún artista, algunos artesanos, en fin. […] Marcó la tónica de nuestra actuación en Valencia, que luego tuvo repercusiones nacionales cuando nos encargamos de la Dirección de Bellas Artes.
La Unión se dio a conocer en el Ateneo Científico de Valencia el 7 de mayo de 1933 y ese día el diario El Pueblo publicó el Llamamiento de la Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios, declaración programática de la que Renau fue autor principal. La UEAP participó en la Primera Exposición de Arte Revolucionario, presentada en el Ateneo de Madrid, en 1933, y un año después promovió una muestra análoga en la Sala Blava. En los comienzos de la Guerra Civil se unió con el grupo Acció d’Art y se convirtieron en la Aliança d’Intel·lectuals per a Defensa de la Cultura.20
A finales de 1933 Renau concibió Nueva Cultura, pero «incidencias políticas de la época», que no precisa –aunque no olvida apuntar la hostilidad de Miguel Prieto y de Rafael Alberti–, retrasaron la aparición hasta enero de 1935. Fue la publicación marxista que mejor expresó el tránsito que se produjo en el Partido Comunista entre un discurso exclusivamente proletario y otro de carácter populista que apeló al antifascismo como urdidura de alianzas democráticas. Renau comentó el proyecto con Antonio Mije y con José Díaz, quienes, como recordaba Deltoro al referirse al viaje de Renau a Madrid, «nos dieron el banderazo para que hiciéramos lo que quisiéramos», si bien la revista no fue órgano de la UEAP ni de los comunistas. «Con pocos medios y sin grandes pretensiones, en fin […], empezamos a ejercer una dirección en Valencia y a conectarnos con los grupos del exterior». La tirada del primer número –mil ejemplares– ilustra el deseo de lograr una amplia presencia en la calle, más allá del restringido circuito de las librerías. «Fue concebida y diseñada para ser –recordó Renau al preparar la edición facsimilar en 1977– una modesta revista de kiosko».21
Los más próximos a Renau en las tareas editoriales fueron Gaos, Deltoro y Carreño Prieto, a quienes recordó, como ya he señalado, en el prólogo al facsímil de Nueva Cultura.
Escribió poco y bueno y podría haber sido –estoy seguro– uno de los más altos escritores o poetas o críticos –¿quién sabe?– de hoy. Mas prefirió y dedicó su tiempo y empeño a leer lo que otros habían escrito o escribían, a comentarlo y criticarlo, verbalmente por desgracia. […] Casi por pura rutina eufemística, he aludido antes a «la pluma» de Antonio Deltoro, en vez de haber dicho, más propiamente, su lengua. «Borracho» de leer, toda su ciencia y conciencia se le iba por la boca.
Renau reconocía en él un agudo e implacable polemista y –¡ay!– lamentaba la pasividad de su mano. Algo similar vino a decir, también años después, el escritor Manuel Andújar, que calificó a Deltoro de «docto catador de nuestros escritores principales», y lamentó que «el amargo deliquio de la perfección» le inhibiera de la escritura. La concisión y el ingenio de Deltoro le fueron útiles a Renau para componer «Testigos negros de nuestro tiempo», una sección de la revista en la que combinaba fotografías y fotomontajes con textos literarios o de prensa internacional para denunciar el colonialismo o el fascismo y para criticar a las derechas católicas y a intelectuales liberales como Marañón, Madariaga, Bergamín y Ortega y Gasset.22 Nueva Cultura, defensora de la crítica cultural marxista, se publicó entre enero de 1935 y julio de 1936, y reapareció por unos meses en 1937, al tiempo que comenzaba Hora de España, revista ideada por Rafael Dieste a la que puso título Moreno Villa, que acogió y promovió la libre creación literaria y ensayística.23
José Luis Almunia: «Las exposiciones vanguardistas de Valencia», La Semana Gráfica, 2 de mayo de 1931.
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«Ya uno no tenía ganas de estudiar ni de nada, la vida estaba en la calle. […] Creo que fui uno de los tres o cuatro españoles que no estuvimos en el Cuartel de la Montaña, porque, si oyes, todos estuvieron en el Cuartel de la Montaña», afirmó Deltoro de aquellos inciertos días de finales de julio. El inicio de la guerra les sorprendió en Madrid, donde Ana –alojada en la Residencia de Señoritas– preparaba unas oposiciones restringidas a cátedra que no llegaron a celebrarse. Profesora en el Instituto de Irún, como se ha indicado, fue expedientada apenas ocupada Guipúzcoa por los franquistas, en agosto de 1936. «Conceptuada como comunista», se lee en el informe de la Guardia Civil. En sus clases –informaba la Alcaldía– «se ha complacido en suprimir siempre las lecciones referentes a la Iglesia y a las gloriosas cruzadas de la Edad Media, dando, en cambio, gran importancia a la última y nefasta época republicana». Fue separada de la cátedra en enero de 1937. Para entonces, era profesora del Instituto-Escuela y del Instituto Obrero de Valencia.24
En los primeros días de agosto regresaron a Valencia, pero volvieron a Madrid casi de inmediato. En septiembre de 1936, en el Gobierno de Francisco Largo Caballero, los comunistas lograban dos ministerios, un hecho inédito en Europa. La cartera de Agricultura –que desempeñó Vicente Uribe durante toda la guerra– y la de Instrucción Pública y Bellas Artes, que recayó en Jesús Hernández, hasta entonces director de Mundo Obrero. Wenceslao Roces ocupó la Subsecretaría y Josep Renau fue nombrado director general de Bellas Artes. La tarea debía centrarse en la defensa del patrimonio y resultaba necesario –le habría dicho Pedro Checa– «un camarada con disciplina militante y con experiencia de organización». Renau pidió a su amigo Deltoro que le acompañara como secretario personal.25
El trabajo del grupo comunista valenciano desde 1933 en la UEAP y en Nueva Cultura fue, sin duda, garante del nombramiento. Renau era –a juicio de Rueda– «el eslabón entre las iniciativas culturales anteriores y posteriores al 18 de julio». Con un elevado presupuesto, solo inferior al del Ministerio de Obras Públicas, el ministro Hernández diseñó y llevó adelante un programa educativo y cultural que representaba la asimilación por parte del Partido Comunista del proyecto republicano, popular y democrático de raigambre regeneracionista, si bien ahora resignificado.26
Renau, Deltoro y Martínez Iborra se alojaron en el Palacio de Revillagigedo, sede de Cultura Popular, organización creada por el Frente Popular en abril de 1936 que desde el inicio de la guerra se ocupó de la dotación de bibliotecas y de la distribución de la prensa en frentes y hospitales. En octubre de 1936, Ana y Antonio contrajeron matrimonio, una decisión que adoptaron por entonces muchas parejas para garantizar mejor que los destinos, en tanto durase la guerra, pudieran ser compartidos o que, en cualquier caso, no estuvieran demasiado alejados.