Kitabı oku: «Añorantes de un país que no existía», sayfa 4

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«Las actividades académicas –recordaba Deltoro– habían desaparecido virtualmente, de modo que todos los esfuerzos se concentraron fundamentalmente en la Protección del Tesoro Artístico». La tarea ya la había iniciado el anterior director general, Ricardo de Orueta, quien poco después de la sublevación de julio creó una Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico e inició el traslado de fondos al convento de las Descalzas Reales y al Museo del Prado, cerrado al público el 30 de agosto para acometer trabajos de protección del edificio y de sus colecciones. Renau y su dinámico equipo continuaron la línea trazada por Orueta, si bien –como observa Cabañas Bravo– supieron imprimir al trabajo de protección del patrimonio un carácter más comprometido, modernizador y publicitario, apoyado en una acción artística y cultural avanzada.27

Una «hazaña de titanes», afirmaba Deltoro en sus comentarios sobre los trabajos de la Junta en la recogida, restauración y custodia de obras y objetos de arte. Elogió la competencia de los conservadores, restauradores –con el recuerdo a Thomas Malonyay, un copista del Greco– y arquitectos que reforzaron el Prado o, después en Valencia, las Torres de Serranos y la iglesia del Colegio del Patriarca. Y sobre todo destacó que fue también una tarea de búsqueda en edificios dañados por las bombas que desbordó el ámbito de los especialistas y cobró aliento popular. Deltoro refería la entrega efectuada por un miliciano en la Dirección General de Bellas Artes de cuatro pequeñas obras de Goya recogidas en algún frente cercano a Madrid: dos bocetos de los cuadros que la duquesa de Osuna había encargado para la catedral de Valencia y dos pequeños lienzos, La fabricación de balas en Tardienta y La fabricación de pólvora en Tardienta, fechados entre 1810 y 1814. El eco de esas dos tablas con lo que la propaganda republicana, a partir de los bombardeos de Guernica y de Almería, consideraba una segunda guerra de la Independencia, las llevó a las páginas de Nueva Cultura en abril de 1937.28

La llegada de Renau a la Dirección General de Bellas Artes vacante la dirección del Museo del Prado y el rápido avance de los sublevados sobre Madrid explican dos decisiones de fuerte calado simbólico y político y de indudable alcance propagandístico: el nombramiento de Pablo Picasso como director del Prado y la orden de trasladar a Valencia las obras más relevantes del Museo. Se alegaba el peligro de los bombardeos y la necesidad de que el patrimonio artístico acompañara al Gobierno en su decisión de abandonar Madrid y convertir Valencia en capital de la República.

La iniciativa de ofrecer a Pablo Picasso la dirección del Prado no ha podido documentarse con precisión. Fue sugerencia de Renau en una reunión con Roberto Fernández Balbuena, miembro de la Junta del Tesoro Artístico, y con Antonio Deltoro. Un encuentro que debió de producirse entre el 9 y 11 de septiembre, ya que el día 12 el ministro de Instrucción Pública, en una entrevista en Mundo Obrero, manifestaba la idea de llevar la propuesta al Consejo de Ministros, que la acordó el 19 de septiembre. Picasso aceptó el nombramiento y mostró su apoyo a la República, pero no tomó posesión del cargo; nunca viajó a España. De acuerdo con un testimonio de Renau de 1981, fue Deltoro –«testigo activo de los hechos que relata»– quien, apenas acabada aquella reunión, redactó la carta enviada a Picasso.

La Dirección del Museo del Prado estaba vacante –escribió Deltoro hacia 1972– y como en otras ocasiones se podía ocupar con cualquier figurón al uso, pero el momento exigía otra cosa. En una conversación con el entonces director de Bellas Artes, José Renau, surgió el nombre de Picasso para el cargo. […] el entusiasmo contagioso de Renau se impuso y allí mismo se escribió una carta de tanteo a Picasso. Pasó el tiempo, cerca de un mes, y cuando se pensaba en una salida en falso llegó la contestación emocionada de Picasso aceptando y poniéndose incondicionalmente al servicio del Gobierno […] Picasso no fue a Madrid por considerar que cualquier manifestación suya tendría mayor repercusión en París que en Madrid, con el Prado bombardeado y sus obras camino de Valencia.29

La cercanía de los rebeldes a Madrid, que el 4 de noviembre lograban quebrar las líneas de defensa de la ciudad, provocó una grave crisis en el Gobierno de Francisco Largo Caballero y la decisión de trasladarlo a Valencia. Deltoro recordó una larga noche previa a que se hiciera pública la medida, en la que se quemaron documentos y expedientes de depuración de funcionarios en los sótanos del Ministerio, «fichero codiciadísimo para los fascistas, si es que llegaban»; una tarea que compartió con Renau y con Roces.

El 5 de noviembre de 1936 Renau comunicó al subdirector del Prado la orden del Gobierno de trasladar a Valencia las obras de mayor valor del Museo alegando el peligro de los bombardeos y la necesidad de que el patrimonio artístico acompañara al Gobierno. Sánchez Cantón –que ya había iniciado la tarea de protección y reacomodo de obras en diferentes espacios del Prado– mostró su desacuerdo por considerar que los lienzos sufrirían daños.

Entonces –relata Deltoro– se procedió de una manera tremenda a sacar obras del Museo del Prado y llevarlas a Valencia, ante la pasividad –no la oposición tajante, pero sí la pasividad– de ese gran erudito y conocedor de la pintura nuestra, Sánchez Cantón, que era subdirector del Museo. Era apolítico por completo, y no sé si consciente o inconscientemente estaba deseando la llegada de los franquistas a Madrid para entregarles el Museo del Prado. […] pero no era cuestión de escoger si mayor o menor humedad, sino de salvarlas o no salvarlas, y se organizó por las noches una salida con camiones custodiados por el ejército.

Las expediciones comenzaron el 10 de noviembre, cuatro días después de la salida del Gobierno hacia Valencia. Algún envío inicial coordinado por María Teresa León –uno de ellos con Las Meninas de Velázquez– fue desacertado, sin embalajes adecuados y con itinerarios no bien previstos. No obstante, desde mediados de diciembre los errores se corrigieron por la intervención de la recién creada Junta Delegada de Madrid, que presidió el arquitecto y pintor Roberto Fernández Balbuena, cercano colaborador de Renau, al igual que Timoteo Pérez Rubio. Fue una decisión controvertida sobre la que no existe completo acuerdo en la historiografía. A juicio de Portús, vincular el destino del Prado al destino del Gobierno «suponía primar los valores simbólicos frente a los valores de conservación», aunque admite que el curso de la guerra amenazó la integridad del edificio. A mediados de octubre se habían intensificado los ataques aéreos sobre Madrid y corrían peligro el Prado y otras instituciones culturales como la Biblioteca Nacional, el Museo de Arte Moderno o la Academia de San Fernando. En Arte en peligro, Renau no ocultó el doble valor de la medida acordada por el Ministerio de Instrucción Pública: «Esta decisión se fundaba en motivos políticos y militares del Gobierno de la República. Mas, aunque solo hubiera sido por razones técnicas, la evacuación de las obras de arte de Madrid estaba plenamente justificada».30


Vicente Vidal Corella: «Crónica en Valencia», Crónica, Madrid, 3 de enero de 1937. Reportaje sobre la inauguración de la muestra de la colección del Palacio de Liria en el Colegio del Patriarca, Valencia, 25 de diciembre de 1936. De izquierda a derecha: Julio Just, José Moreno Villa, Carlos Esplá, Jesús Hernández, Josep Renau, José Gutiérrez Solana, José Puche y Vicente Beltrán.

Las Torres de Serranos y el Colegio e Iglesia del Patriarca –edificios reforzados por José Lino Vaamonde y otros arquitectos de la Junta– fueron los grandes depósitos de las obras procedentes de Madrid. En los primeros días de la guerra el rector José Puche puso el cercano Colegio de Corpus Christi, un bello edificio renacentista, bajo custodia de la Universidad para protegerlo de posibles actos vandálicos. A finales de diciembre de 1936 el Colegio acogió la exposición de obras de arte procedentes del Palacio de Liria, incautado por las milicias del Partido Comunista y arrasado por las bombas el 17 de noviembre. La muestra fue celebrada en el primer número de la revista Hora de España, en enero de 1937. Una nota anónima, quizá redactada por Ramón Gaya, elogiaba el montaje y las obras expuestas, en particular los dos retratos de Goya: la duquesa de Alba –«de esta mujer-muñeco es de donde arranca Solana sus maniquíes vivos con tan extraña vida»– y La marquesa de Lazán, «ángel salvaje y retador» que compendia todo Goya. El comentario destacaba igualmente las pinturas de Mengs, Esteve y Canaletto, así como algunos de los tapices flamencos de batallas.

La exposición de los fondos madrileños de la Casa de Alba tuvo una gran acogida y hubo que prorrogarla unos días. En alguna de las fotos que daba cuenta de la inauguración, el 25 de diciembre de 1936, aparecían en lugar destacado José Moreno Villa y José Gutiérrez Solana.31 Habían llegado a Valencia formando parte del numeroso grupo de intelectuales evacuados de Madrid por el Ministerio de Instrucción Pública con los que se había creado la Casa de la Cultura. Deltoro refirió algún encuentro con Solana, a quien animaba a pintar escenas de la guerra: «Uno pintaría milicianos, pero si uno los pinta como uno los ve, a lo mejor le dan el paseo». «Era todo un personaje Gutiérrez Solana», concluía. Por entonces, Solana manifestaba que no había sentido el menor deseo de abandonar Madrid y que pintaría algún cuadro sobre la heroica defensa de la ciudad cuando estuviera más lejano el estruendo de la guerra.32

La llegada del Gobierno a Valencia convirtió la ciudad en una «urbe promiscua en la que se codeaban los ministros con los milicianos, la gente de la huerta con los funcionarios madrileños, los desocupados con los excedidos por su labor», escribió Gil-Albert, que también la rememoró colmada de «transeúntes ilustres».33 La Casa de la Cultura, instalada en el céntrico Hotel Palace, abrió un periodo que culminó con el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en julio de 1937, en el que Valencia dobló la capitalidad política con la cultural. La ciudad encontró un elevado número de memorialistas. Entre otros, Moreno Villa, que en febrero de 1937 inició un viaje de propaganda cultural a Estados Unidos del que ya no regresó. La joven Elena Garro, recién casada con Octavio Paz, a quien acompañó al II Congreso Internacional, la recordó afeada por los grandes cartelones que cubrían las fachadas de la plaza Emilio Castelar. También Esteban Salazar Chapela, periodista en la Subsecretaría de Propaganda entre enero y junio de 1937, que escribió sobre aquellos días una novela de tinte autobiográfico en la que menudean escritores y artistas con sus nombres levemente alterados.34

El censo de intelectuales que se reunió en la Casa de la Cultura era notable, entre Tomás Navarro Tomás, esforzado en mantener la tarea de la Junta para Ampliación de Estudios, y Pío del Río-Hortega, director del Instituto Nacional del Cáncer, cuyo laboratorio se transportó desde Madrid. Un numeroso grupo presidido por la patriarcal figura de Antonio Machado.35

El entusiasmo inicial fue declinando. Manuel y José Gutiérrez Solana, aconsejados por León Felipe, se trasladaron a París a los pocos meses. Y el escultor Victorio Macho declaró haberse sentido conminado a salir de Madrid, y años después, en sus Memorias, recordó con acritud su experiencia. John Dos Passos refería una triste cena en el Hotel Palace, en abril de 1937, con cuyos comensales «se sienten los hilos asfixiantes del enredo que nadie se atreve a desenredar».36 Los hilos asfixiantes del enredo eran diversos: los problemas de financiación, el eco de los enfrentamientos entre comunistas y anarquistas en la Barcelona de mayo de 1937, el intento de utilización del Partido Comunista –que negó el ministro de Instrucción Pública Jesús Hernández– y el llamado «incidente Gide» en el reciente Segundo Congreso de Intelectuales, precipitaron el controvertido cierre, o refundación, de la Casa de la Cultura en agosto de 1937. «Abigarrada creación del ministerio de Instrucción Pública, después disuelta y rehecha sobre otras bases», observó Manuel Azaña.37

Hubo logros, qué duda cabe. Algunas de las conferencias organizadas en colaboración con la Universidad en las que participaron, entre otros, Julián Bonfante o Demófilo de Buen, fueron editadas en la revista Anales de la Universidad de Valencia. Notable fue el trabajo de Navarro Tomás y de Moreno Villa que se ocuparon de inventariar las treinta y dos cajas de libros de la biblioteca de El Escorial, depositadas en la sucursal del Banco de España. También merece crédito la publicación de los dos primeros números de Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura (enero y mayo de 1937), con espléndidos grabados de Arturo Souto, Aurelio Arteta y de Gutiérrez Solana. Escultores como Victorio Macho pudieron disponer de estudios, y pintores como Arteta, Solana, Castelao o Souto estamparon en el taller litográfico REM, que en 1932 habían abierto Renau, Estellés y Mañó, pero hubo exigencias como las vinculadas a la investigación histórica, que no era posible atender. Ricardo de Orueta, que por entonces concluía su libro sobre la escultura románica española, decidió regresar a Madrid a mediados de julio de 1937. Algo después escribió a Navarro Tomás:

… un historiador del arte no puede dar un solo paso, ni escribir un solo renglón si no tiene a mano libros y revistas españolas y extranjeras y fotografías. Cosas que faltan ahí en absoluto. La Biblioteca de la Universidad tiene poquísimos libros de arte y estos son los más vulgares de aquí, de España; extranjeros, ninguno; en revistas pasa lo mismo. La Casa de la Cultura se puede afirmar que no tiene nada, salvo unos manuales insignificantes. Fotografías mucho menos, porque no hay ni una sola.38


Ana Martínez Iborra impartiendo una clase en el Instituto Obrero de Valencia, en 1937. Fotograma del documental El Instituto Obrero de Valencia, Film Popular, 1937.

En un balance que Emili Gómez Nadal publicó en octubre de 1937, se distinguió una primera etapa –la Casa como residencia–, de una segunda –la Casa como lugar de trabajo y centro bibliográfico, para la que se proponía una nueva dotación de la Biblioteca y un amplio programa de edición de autores que iba del Poema del Cid a Valle-Inclán–. Pero nada pudo lograrse: «Tinc la impressió de que vàrem fer molt poc […] I sobretot no tinc idea d’haver fet gran cosa», afirmó Gómez Nadal años después, al mencionar el traslado de la Casa de la Cultura a Barcelona, en noviembre de 1937.39

En aquel año de la capitalidad republicana, Deltoro y Martínez Iborra residieron en Valencia, donde Ana, como ya he precisado, se incorporó al Instituto-Escuela y al Instituto Obrero como profesora de Geografía e Historia. Fue entonces cuando Deltoro publicó cuatro colaboraciones en la reaparecida Nueva Cultura, cuya dirección atendía en ese momento Ángel Gaos.40 La primera fue un bien trabado comentario sobre El Triunfo de las Germanías, una adaptación de Manuel Altolaguirre y José Bergamín estrenada en el Teatro Principal de Valencia, en enero de 1937, con decorados de Alberto. Por la calidad de los autores y la estirpe épica del acontecimiento podía haber sido –sugería– un primer paso hacia la creación del actual teatro de masas, cuyo punto de arranque estuvo en el drama barroco, pero fue un intento truncado: «La historia tiene sus imperativos de dicción, de acento, que no podemos ni debemos desvirtuar», y la obra se pierde en amplios vuelos líricos o en intrincados juegos conceptuosos, que flotan gesticulantes y se deslizan hacia el tópico. Del gremio al sindicato hubo un paso –concluía–, pero aquí no hay trecho entre la Germanía y la Unión de Hermanos Proletarios.41 En la siguiente entrega reseñó Galicia mártir, el primero de los tres álbumes de guerra de Castelao, editado en Valencia por el Ministerio de Propaganda, una denuncia de los crímenes y abusos cometidos tras la ocupación franquista. En el mismo número, en abril de 1937, escribió una diatriba contra las «disparatadas elucubraciones» del ilustrador Juan Pérez del Muro en la conferencia «Arte necesario y arte innecesario», que formaba parte de un ciclo organizado por la CNT. Finalmente, la nota «Otra vez Juan Ramón» elogiaba la tarea de Juan Ramón Jiménez en defensa de la República en Estados Unidos y en Cuba, y reproducía una de las versiones de la conferencia «Pueblo de España», pronunciada en el Círculo Republicano Español de La Habana, en julio de 1937. Fue la última colaboración y también el último número de la revista.


Carné de Ana Martínez Iborra, profesora del Instituto Obrero. Valencia, 7 de abril de 1937, firmado por el director Enrique Rioja Lo Bianco. Archivo Ana y Antonio Deltoro Martínez, México.

En octubre de 1937, el Gobierno acordaba un nuevo traslado, ahora a Barcelona, donde pasó a vivir Deltoro:

Y entonces Valencia quedó en el recuerdo y pasamos a una nueva etapa, que fue la etapa catalana. […] Me hice cargo de la sección de ediciones de la Dirección de Bellas Artes. Preparamos –no es atribuible a mí, sino a Renau y a todo nuestro equipo– una serie de monografías que hoy tendrían un valor incalculable, pero desgraciadamente se perdieron y ahora, en fin, lamenta uno esa pérdida.

En enero de 1938 Deltoro fue nombrado secretario de ediciones y director de una serie de publicaciones sobre ilustración y política que preparaba la Dirección General de Bellas Artes. El proyecto debió de iniciarse en Valencia y emparentaba con el interés de Nueva Cultura por reconocer el rango artístico del dibujo y el valor de la caricatura como expresión de la sátira popular, una cuestión sobre la que había escrito Carreño Prieto, elogiando la obra de Hogarth, Goya, Daumier y Toulouse-Lautrec.42 El programa proponía editar tres monografías. La primera reunía a cuatro ilustradores que publicaban en diferentes diarios: Luis Bagaria (La Vanguardia), Francisco Rivero Gil (El Socialista), Ernest Guasp (Treball) y Ramón Puyol (Mundo Obrero). Los textos sobre Bagaría y Rivero Gil se habían encargado a Paulino Masip y a Castelao. La segunda obra, con prólogo de Enrique Díez-Canedo, reunía la caricatura española sobre la Gran Guerra con Feliu Elías, Apa, como autor más destacado. La última, centrada en el siglo XIX trataba la ilustración y las guerras civiles en España:

Todo este material estaba ya en prensa, corregidas galeras, hechas las pruebas, cuando por razones de tipo político se cambió el Ministerio […] el de Instrucción Pública pasó a manos de los anarquistas. El subsecretario era un personaje típico de la FAI y consideró que en esas circunstancias de guerra no tenían ningún interés estas publicaciones, ningún valor. El material desapareció por completo. En fin, allá él, allá ellos.

No he encontrado referencias a ninguno de esos tres libros al parecer cancelados por razones políticas. En abril de 1938, en el llamado gobierno de «Unión Nacional», los comunistas perdieron la cartera de Instrucción Pública, que pasó a manos de la CNT con Segundo Blanco como titular y, a juicio de Deltoro –que nunca ocultaba su antipatía por los anarquistas–, el nuevo subsecretario, el pedagogo Joan Puig Elias, paralizó las ediciones. Ciertamente, anarquistas y comunistas, al margen de sus enfrentamientos políticos, aunaban fuerzas en el terreno de la cultura plástica, como ha precisado Mendelson, pero en este episodio pudieron influir que no hubiera ilustradores que trabajaran en prensa anarquista o quizá también las dificultades de producción, ya avanzado 1938.43

Deltoro era vocal del comité ejecutivo de la Casa de la Cultura y pudo haber encontrado algún acomodo profesional en la ciudad, cuyo tono burgués algo le escandalizó, pero decidió alistarse y cambió el despacho por el frente. Debió de ser en junio de 1938. Destinado al Grupo de Artillería de Figueras, tras unos meses en Piedras de Aholo, en el Pirineo de Lérida, fue nombrado comisario político de una unidad organizada por el Partido Comunista, el XIV Cuerpo de Ejército; un grupo guerrillero muy activo en el frente catalán en operaciones de sabotaje e inteligencia militar. En aquel otoño tuvo ocasión de encontrarse con Ana, quien desde agosto residía en Barcelona como directora de la Biblioteca de la Inspección General de Sanidad militar, una tarea que le había ofrecido José Puche, por entonces Inspector General de Sanidad del Ejercito de Tierra.

Deltoro esbozó otra de sus animadas semblanzas y recordó con detalle a diferentes compañeros de aquella unidad: al arquitecto croata Ljubomir Ilić, experto en explosivos al que Trueta salvó un brazo con su novedoso tratamiento de fracturas de guerra; a un asesor soviético oculto tras el nombre de «coronel Andrés», también experto en explosivos, y al mexicano Serrano Andónegui, que coordinaría el atentado fallido contra Trotski en mayo de 1940. Y sobre todo a amigos de Valencia como Antonio Buitrago –que sería responsable del aparato militar comunista en la Francia ocupada y fue asesinado por la Gestapo en 1941–; Peregrín Pérez Galarza, Caragato, muerto en un enfrentamiento con la Guardia Civil en 1948, en una acción guerrillera; Domingo Ungría, atropellado comunista de quien relata un inverosímil y fracasado viaje de Valencia a Odessa hacia 1935; el castizo y mujeriego Pedro Lahuerta, apodado el Frare, y a Pepe Agut, a quien encontraría de nuevo en México convertido en escenógrafo de éxito. Con algunos de ellos pasó su última noche de la guerra. En La Vajol, en una arruinada casa del siglo XVIII, brindando por el regreso a España.44

***

Ana cruzó la frontera francesa el 8 de febrero por Le Perthus. Lo hizo en un coche del XIV Cuerpo de Ejército, acompañada de dos amigas, una de ellas, María, esposa de Antonio Buitrago:

El francés tiene un gran respeto a los burgueses –declaró en 1995, con una coquetería que nunca perdió–, y viendo que íbamos en un coche enorme y yo iba bien vestida –hábito que he procurado conservar–, no nos registraron. Lamento haberme deshecho de una pistola que llevaba. Pasé con ropa, algo de ropa de Antonio, y afortunadamente con todos mis papeles ya que los tenía en Barcelona, el título, el nombramiento, todo.

Fue a Perpiñán y, tras unos días en París, acogida por Mireille Tremoulié, esposa de Ilić, estuvo por un tiempo en la localidad de Saint-Jean-de-Vaux, en la Borgoña.

Deltoro dejó atrás la frontera unos días después.

Pasamos de una manera organizada el día trece, digo de una manera organizada porque los últimos días fueron de una desorganización completa, ya había desbandada. […] Los gendarmes nos indicaron el camino que debíamos seguir y en un retén de policía ya nos quitaron las armas. […] En aquel retén nos pusimos en plan teatral, formamos y cantamos el himno de Guerrilleros, que era el Partisan: «Por llanuras y montañas guerrilleros rojos van, los mejores luchadores del campo y la ciudad…».

La escena, tras la que iniciaron el camino hacia el campo de concentración, tuvo lugar en Le Boulou, donde Deltoro se tropezó con un aturdido y abatido Carl Einstein, notable ensayista y crítico de arte a quien había conocido en Valencia en 1937. Detenido y puesto en libertad, Einstein, angustiado por el avance alemán, se suicidó cerca de Pau un año después de este fugaz encuentro.45

Tras cinco días de laberínticas caminatas llegaron al campo de Saint-Cyprien, playa de enorme extensión acotada por una larga alambrada entre la arena y la orilla del mar, que reunió a cerca de 90.000 refugiados. «Hay escritas toneladas sobre los campos de concentración. Cada uno tiene su campo de concentración y su paso de la frontera con todas sus cosas personales», le decía a Perujo, al referir aquellos miserables días de hambre, frío y enfermedades. Un tanto oculto tras el pseudónimo de cabo Antonio de la Vargas Machuca –la militancia comunista debió de aconsejarlo–, Deltoro estuvo en Saint-Cyprien entre finales de febrero y abril, momento en el que, junto con su grupo y restos del Ejército del Ebro, pasó al cercano campo de Barcarès. Allí recibió alguna carta de Ana con noticias sobre la creación en París de la Junta de Cultura Española y la organización de embarques con destino a México.46

A través de Ana -que se entrevistó en París con Quiroga Pla y Giner Pantoja, miembros de la Junta- el Comité francés de Ayuda a los Intelectuales españoles, que dirigía Jean Cassou, localizó y pudo sacar a Deltoro de Barcarès. Debió ser mediado junio y le fue a recoger el escritor Vladimir Pozner, miembro de la AEAR, que le condujo a Perpiñán y a Narbona, a un Centro de Acogida atendido por el Comité Británico de Ayuda a España. Allí, 18 de julio, pudieron reunirse Ana y Antonio. Alguna foto les muestra felices por el reencuentro. Ya no se separarían. De los días de Narbona, Deltoro traza otra de sus pequeñas galerías de raros con el extravagante y pintoresco director de cine Francisco Camacho, el poeta valencianista Puig Espert –febrilmente prendado de Maruja Camarena, una modelo de los carteles taurinos de Ruano Llopis– y sobre todo con el médico Pedro Vallina, figura notable del activismo anarquista español, a quien evoca con veneración. «Me hizo feliz durante mi estancia en Narbona», declaraba. Aquellos días fueron un dolce far niente, con paseos, pláticas y lecturas. Entre ellas, La Veillée à Benicarlo, versión francesa de la obra de Manual Azaña, publicada en París en agosto de 1939. Esta reflexión sobre la guerra, escrita en abril de 1937, les indignó, una actitud acorde con la severa e injusta condena de Azaña que había lanzado Dolores Ibárruri en París, en marzo de 1939.

El inicio de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939, creó una grave situación económica en el Centro: «El Comité británico que entregaba dinero para el refugio –recordó Martínez Iborra– dejó de hacerlo y nosotros contribuimos con la vendimia». Por un tiempo los más jóvenes trabajaron para un acomodado vigneron y colaboraron al mantenimiento, pero nada se logró. El Centro debió de cerrarse a lo largo del mes de noviembre. Fue entonces cuando Ana y Antonio Deltoro se trasladaron a París, donde residieron hasta enero de 1940. Allí recibieron alguna ayuda económica de la familia de Ana y la noticia de que su hermano Manuel se encontraba en la cárcel.

Todavía desde Narbona, Deltoro había escrito a Juan Larrea –secretario de la Junta de Cultura– interesándose por su salida a México, pero –ausente Larrea, de camino a Nueva York– fue Giner Pantoja quien le contestó el 28 de octubre, ofreciéndose a gestionar su viaje a Chile, «ya que México –le precisaba– ha cerrado por ahora sus puertas». Por entonces estaba reciente el atraque en el puerto chileno de Valparaíso del Winnipeg, un carguero remozado por el SERE, que abría la expectativa de otras travesías al país sudamericano. También por entonces México había suspendido los embarques. El comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los problemas de integración de los primeros refugiados –llegados a Veracruz en junio y julio de 1939– y los conflictos entre prietistas y negrinistas, explican la actitud del Gobierno de Cárdenas, que finalmente levantó la prohibición en junio de 1940.47

Dijeron que había una lista de intelectuales para salir de Francia y venir a México –declaró Martínez Iborra a Francisca Perujo en 1995– y no sé cómo se extravió el pasaporte…, que si estaba en Burdeos, o no sé dónde, pero el caso es que nosotros no pudimos salir ni en el Sinaia ni en ninguno de los posteriores. Y no había más opción que ir a Santo Domingo.

Ana y Antonio achacaron ese inesperado cambio a errores burocráticos en el consulado de Burdeos, pero debieron de ser más determinantes la interrupción de los embarques a México y la creciente amenaza alemana.

Ciertamente, a finales de enero de 1940, José Ignacio Mantecón –secretario general del SERE– recibió un oficio de Fernando Gamboa, de la Legación de México en Francia, notificándole que, a petición de la Junta de Cultura Española, México admitía la llegada de un grupo de treinta intelectuales, entre los que se encontraba Deltoro; pero ese escrito no debió de tener efecto alguno. Por lo demás, el oficio de Gamboa se solapó seguramente con la salida a Santo Domingo.48

Fue Emili Gómez Nadal, en un encuentro algo tenso en las oficinas del SERE, quien comunicó a Deltoro y a Martínez Iborra que el único destino en ese momento era la República Dominicana. «I em veig arribar, entre altres, Deltoro i la muller […]», recordó en 1980 en la entrevista con Manuel Aznar Soler y Francesc Pérez Moragón.

Era després de la ruptura de la famosa bretxa de Sedan i els alemanys estaven a divuit dies en París. Hi havia un barco en Vernon, al costat de Burdeus, i el SERE […] va dir: s’han acabat els cupos. Tot el que siga comunista, prioritari. Que no s’arrisquen més. I us hem fet vindre per anarvos-en. Ara, aneu a Santo Domingo. I em contesta [Deltoro]: «¿I México? Que tenemos todos los amigos y no sé qué…». Dic: «Escolta […] Si vas a Santo Domingo, des d’allí està molt prop. […] Del que es tracta ara és d’eixir de París».

La entrevista debió tener lugar a comienzos de enero de 1940, durante la inquietante calma de la llamada drôle de guerre, cuando la amenaza del avance alemán no ofrecía dudas. La decisión pudo contrariarles, pero, admitía Deltoro: «Yo no quería pasar otra guerra».49

***

Por un error burocrático nos tiramos año y pico en Santo Domingo, cosa que a mí no me desagrada porque fue otra experiencia más, una experiencia estupenda por la edad que teníamos. […] para nosotros fue un sainete tragicómico que me hizo feliz.

A pesar del ambiente opresivo del régimen de Trujillo, Deltoro ofrece un vivo y entretenido relato de las dichas y desdichas de aquellos meses dominicanos, entre febrero de 1940 y abril de 1941.50 Un tiempo que compartieron con Álvaro Custodio, a quien habían conocido durante la travesía, dando inicio a una amistad que prosiguió en México tiempo después. En el largo trayecto entre Burdeos y Puerto Plata, hubo ocasión –lo recordó Custodio entrevistado por Elena Aub– para que Deltoro argumentara de manera convincente que había que admitir el pacto germano-soviético que tantos carnés comunistas había roto: «Deltoro me habló muy bien, en una forma muy consciente y me convenció de que era un paso difícil, pero había que comprenderlo».51

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