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CAPÍTULO II
CONTEXTO DE LOS CONFLICTOS SOCIOAMBIENTALES EN AMÉRICA LATINA Y EN COLOMBIA: EL CASO DE SANTURBÁN

En este capítulo se presentan, en primer lugar, los referentes teóricos que permitieron comprender las dimensiones de los conflictos socioambientales en América Latina y en Colombia, y se analiza la situación de los páramos en el país. En segundo lugar, se exponen los resultados del estudio de caso y su discusión; y finalmente, se plantean las conclusiones alcanzadas.

Los conflictos socioambientales en América Latina

Aunque en América Latina los Gobiernos parecen mostrar un equilibrio entre la derecha y la izquierda, sus políticas están cada vez más determinadas por el modelo de mercado que se consolida en el ideal capitalista neoextractivista, esto es, la extracción de recursos naturales bajo procedimientos intensivos orientados básicamente a la exportación (Gudynas, 2014, p. 80). En el último siglo, advierte Svampa (2012, p. 16), se ha intensificado en la región la expansión de proyectos tendientes al control, la extracción y la exportación de bienes naturales –especialmente metales, minerales e hidrocarburos–, los cuales representan una gran riqueza de materia prima para los países centrales y las potencias emergentes; mientras que para los locales se constituyen en una dinámica de expropiación de tierra, recursos, territorios, culturas e identidades, así como en nuevas formas de dependencia y dominación. Este “consenso de commodities”, es decir, “productos de fabricación, disponibilidad y demanda mundial, que tienen un rango de precios internacional y no requieren de tecnología avanzada para su fabricación y procesamiento” (Svampa, 2013, p. 31), es hoy el eje de la reprimarización de las economías regionales con poco valor agregado; y por otro lado, está suscitando nuevas discusiones alrededor de alternativas de desarrollo al modelo hegemónico y poniendo en tela de juicio el rol de la democracia en los países de la región.

Desde la perspectiva de Toro (2011, p. 22), América Latina se debate en dos frentes. El primero de ellos es promovido por los Gobiernos, que contemplan el desarrollo bajo el precepto de que la explotación minera se constituirá en el siglo XXI en la base de la economía aumentando las divisas y la competitividad de los países en el contexto global. En consonancia, los Gobiernos implementan políticas que ofrecen condiciones excepcionales a las grandes transnacionales, las cuales aprovechan el escenario para aplicar sus modelos de neoextractivismo en detrimento de la calidad de vida de las poblaciones originarias, que se ven presionadas a desplazarse o a conformarse con el nuevo rol de subordinación que les plantean estas empresas. El segundo frente surge como consecuencia del primero: las disputas socioambientales, desencadenadas por la aplicación de este modelo extractivista, consolidan resistencias sociales que se están empoderando con los estudios ambientales y los enfoques emancipadores de la ecología política.

La autora resalta que estas políticas de desarrollo y expropiación no solo son promovidas desde los marcos legales, sino que van acompañadas de estrategias de violación a los derechos humanos de las comunidades que ancestralmente han habitado los territorios. En consecuencia, están promoviendo la explosión de conflictos socioambientales que “expresan diferentes concepciones sobre el territorio, la naturaleza y el ambiente, así como van estableciendo una disputa acerca de lo que se entiende por desarrollo y de manera más general por democracia” (p. 19).

Un marco conceptual para aproximarse a los conflictos socioambientales

Como señala Gudynas (2014, pp. 85-85), resulta difícil establecer una caracterización única de los conflictos socioambientales, dada su naturaleza diversa –en cuanto a actores, intereses, valores, recursos en disputa, daños causados y lenguajes de valoración, entre otros elementos– y los variados enfoques que los abordan: economía ambiental, economía ecológica, ecología política, enfoque ecosistémico, enfoques de mercado, etc. No obstante, este autor presenta una conceptualización propia del conflicto socioambiental que pretende abarcar esa multiplicidad de dimensiones:

Dinámicas en oposición, que resultan de diferentes valoraciones, percepciones o significados sobre acciones o circunstancias vinculadas con la sociedad y el ambiente, que discurre como un proceso que se expresa en acciones colectivas, donde los actores en oposición interaccionan entre sí en ámbitos públicos. (pp. 86-87)

Gudynas hace énfasis en el carácter colectivo de estos conflictos, puesto que en ellos entran en discusión las visiones de grupo, y no los intereses individuales; señala también que su dinámica es compleja, por tanto cambiante, debido a los elementos que se van incorporando en el camino: en algunos casos, por ejemplo, el uso de la violencia puede redireccionar los objetivos. Clasifica estos conflictos en tres modalidades: de baja, media y alta intensidad, lo cual depende de las acciones y estrategias implementadas por los diversos actores en su lucha: desde marcos legales, uso de redes, derechos colectivos, hasta protestas, acciones de resistencia ciudadana y violencia, entre otras. En suma, la tipología es determinada por la intensidad de la confrontación, que puede iniciarse en un primer nivel e ir escalando hacia la cota más alta.

Gudynas destaca también que en los conflictos socioambientales los intereses son variados y diversos (pp. 97-98), pero los agrupa en tres tendencias eje que pueden coexistir: reconocimiento y legitimación, gestión y reforma, y compensación e indemnización.

En el primer caso, hay intereses que van más allá de las externalidades ambientales para propugnar el reconocimiento de las identidades y los derechos de las poblaciones afectadas, con frecuencia desconocidos o rechazados por los gobiernos de turno y las empresas. A veces, como ocurre en Colombia, los demandantes son vinculados con grupos armados a fin de criminalizar sus intereses, situación que afecta los modos de vida y la supervivencia de comunidades que exigen reconocimiento y legitimación.

En el segundo caso, los grupos afectados aspiran a conseguir modificaciones de los proyectos, tales como mejores tecnologías para la extracción de los recursos o cambios en la gestión, a fin de minimizar los impactos ambientales o ampliar las garantías sociales. Pretenden que se los involucre de una forma digna, tanto en el monitoreo ambiental como en los beneficios económicos y sociales que pueda significar la extracción. Así, por ejemplo, aceptan la minería, pero bajo ciertos parámetros de responsabilidad social y mitigación del impacto ambiental. Sin embargo, esa aceptación no significa estar de acuerdo con los proyectos extractivos, sino reconocer que, pese a sus resistencias, de todas maneras estos se llevarán a cabo; entonces, la única opción es lograr el mayor beneficio posible. También se encuentran en esta categoría las comunidades extremadamente pobres que ven en los megaproyectos la única opción para mejorar su vida, lo cual evidencia la profunda inequidad social de los países de la región. Igualmente, responden a este tipo de interés las disputas por la anulación de los proyectos en consideración a las serias alteraciones ambientales que pueden implicar, de acuerdo con estudios técnico-científicos (p. 99).

El tercer caso se refiere a los conflictos de intereses sobre compensación e indemnización, orientados a solicitar resarcimientos económicos por los impactos socioambientales o una retribución por el derecho del proyecto a operar. Estas reparaciones pueden ser de diversos tipos, como aseguramiento de nuevas áreas agrícolas, otorgamiento de una cuota de empleos para las comunidades, construcción de infraestructura que mejore la calidad de vida en la región, o asignación de regalías a los gobiernos locales.

Estas tipologías, señala Gudynas, pueden coexistir en un determinado conflicto, y también puede haber otras variables. Por eso plantea los umbrales. Estos “permiten delimitar entendimientos y sensibilidades a partir de los cuales se considera que los impactos no pueden ser resueltos por instrumentos reduccionistas tecnológicos o mercantiles, o incluso que impactos antes invisibilizados ahora están en el centro del conflicto, como pueden ser cuestiones culturales, ambientales, etc.” (pp. 102-103). Finalmente, señala que estos conflictos tienen como punto de origen marcos éticos diversificados que contemplan distintas escalas de valoración culturales, éticas o religiosas, entre otras (p. 110).

Una historia de extractivismo y expropiación

Por su parte, Machado (2011) señala que los últimos años del siglo xx representaron en América Latina el reinicio de la colonización, pero ahora con nuevos matices tecnológicos y simbólicos que, proyectados en la explotación minera metalífera, aniquilan territorios y cuerpos, contaminan recursos naturales y humanos, extinguen economías locales, expropian estilos de vida y judicializan la diferencia. Se trata, en suma, de una violencia material y simbólica que se constituye en el motor de los conflictos socioambientales. En esa medida, considera que no es posible comprender el fenómeno neocolonizador extractivista y los conflictos que genera sin examinar la Conquista y la Colonia de América, períodos que constituyen el capítulo fundacional del orden colonial moderno y, por tanto, el punto de partida de la economía-mundo capitalista. Como afirmó Marshall Berman (citado en Machado, 2011, p. 43), “la modernidad es enteramente una vivencia mineral”; esto significa que la minería se constituye en “la madre de las industrias”. Y hoy es impensable la vida sin los objetos que ellas nos proporcionan.

El autor expone (pp. 159-160) que en el siglo xx, las políticas neoliberales promovidas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, entre otras entidades multilaterales, se encaminaron a redefinir las estrategias y modalidades de dominación mediante la re-estructuración de los flujos productivos y comerciales a gran escala; así consolidaron el boom minero en América Latina. Este se inició bajo el régimen de Pinochet en Chile (1973-1988), el cual facilitó el escenario de experimentación para las políticas extractivas neoliberales que, a la postre, representaron el saqueo institucional de la explotación de cobre –la gran riqueza mineral del país austral–. Este se constituyó en el modelo “exitoso” para la región.

Estas políticas se afianzaron mediante la plena seguridad jurídica sobre la propiedad de las concesiones mineras, el otorgamiento de grandes beneficios fiscales y comerciales y la consolidación de un sistema de controles ambientales extremadamente laxos, inferiores a las disposiciones de la Organización Mundial de la Salud y a las regulaciones de los países del Norte. Estas bases legales e institucionales fueron adoptadas de modo paulatino por los países de la región: Perú (1991), Bolivia (1991), México (1992), Brasil (1996), Guatemala (1997), Honduras (1998) y Colombia (2001), entre otros, se convirtieron así en escenario privilegiado para la exploración y explotación minera a manos de las grandes transnacionales, que también se empoderaron gracias a la privatización de las empresas mineras estatales. Esta incursión posicionó a América Latina a principios del siglo XXI como la gran proveedora de los recursos mineros demandados en todo el mundo, cuya explotación se incrementó en un 50 %. Sin embargo, esta dinámica megaminera transnacional no ha representado solo exploración y explotación, sino que ha significado procesos de expropiación geográfica, económica, ecológica y política. La expropiación geográfica no se refiere solo a lugares, sino también a territorios y cuerpos: aniquila la diversidad ecoterritorial y sociocultural. Entre tanto, la expropiación económica representa:

La fenomenal transferencia de recursos financieros que involucra la localización de las operaciones mineras en las condiciones geográficas y político-institucionales establecidas (…). Los territorios intervenidos, los dispositivos extractivos instalados en las geografías nacionales a través de las mega-infraestructuras al servicio de los flujos de materiales exportados (carreteras, hidrovías, electroductos, mineraloductos, presas hidroeléctricas, etc.) operan como correas geográficas de transmisión de grandes flujos financieros. (p. 167)

Por su parte, la expropiación ecológica se refiere a la apropiación diferencial de bienes y servicios ambientales en los países del Norte y los del Sur. En el caso de la megaminería, esto implica grandes desigualdades, puesto que los primeros son consumidores y los segundos ponen a disposición de ellos todo su capital natural para ser explotado. “Actualmente de nuestros países se extrae el 47,3 % del cobre, el 41,4 % de la plata, el 29 % del hierro, el 27 % de la bauxita, el 22 % del zinc y el 16 % del oro y el níquel que se consume en el mundo” (Alvabera y Lardé, citados en Machado, 2011, p. 169); mientras tanto, América Latina solo consume entre el 3 % y el 6 % del total mundial. Esto implica degradación de los ecosistemas, contaminación de los suelos y el agua y amenazas a la salud y a la seguridad alimentaria, entre otros efectos que se traducen en la aniquilación o el desplazamiento de formas de vida humanas y no humanas y el agravamiento de la crisis socioambiental.

La dimensión ecológica también contempla las grandes cantidades de bienes y servicios ambientales, como agua y energía, que se consumen con la megaminería y que son expropiados y negados a las poblaciones locales: dada la gran cantidad de agua y energía que se requiere para la extracción, las políticas priorizan los intereses transnacionales en detrimento de los derechos de las comunidades, cuya subsistencia depende de esos bienes. En el caso de Chile, los conflictos socioambientales son en su mayoría por el agua, que debe ser disputada a las grandes mineras transnacionales en los territorios donde es escasa.

Por último, la dimensión política se relaciona directamente con la expropiación por parte de los Gobiernos del territorio y los cuerpos que lo habitan. Expropiación que desconoce los derechos humanos y civiles de esas identidades culturales, como la participación, la autonomía y la toma de decisiones sobre su presente y su futuro. Por el contrario, se ven sometidas a políticas de represión y criminalización.

De este modo, la historia ambiental latinoamericana devela la historia de expropiación de una región cuya diversidad ecológica y cultural, su más rico patrimonio, hoy por desgracia representa el motor de los conflictos socioambientales que la atraviesan.

Los actores de los conflictos socioambientales

En el contexto del extractivismo en la región, estos conflictos involucran tres actores (Göbel y Ulloa, 2014, pp. 20-21): los pobladores locales, el Estado en sus distintos niveles y dimensiones, y las empresas o corporaciones nacionales o transnacionales que realizan los megaproyectos.

El primer grupo lo constituyen las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas afectadas de manera directa en las formas de vida que ancestralmente han configurado en relación con la naturaleza, y que por tanto demandan el derecho a ser consultadas y a tomar decisiones sobre las acciones o proyectos que se adelantan en sus territorios. Estos actores son protagonistas eje de los conflictos socioambientales, cuyas visiones se constituyen en alternativas de desarrollo al modelo hegemónico.

El segundo actor es el Estado, que detenta funciones esenciales en el aprovechamiento y control de los recursos mineros y del subsuelo y fundamenta el modelo económico en el bienestar y el desarrollo social mediante la extracción de recursos y la consecuente distribución de regalías. Para las autoras, el rol del Estado frente a los conflictos socioambientales se mueve en tres horizontes: es aliado de las empresas que realizan los megaproyectos, mediador entre ellas y las poblaciones locales, o generador y legitimador de la exclusión y la desigualdad.

En tercer lugar están las empresas o corporaciones nacionales o transnacionales, con sus diversos representantes. Ellas son determinantes en la economía y el desarrollo y promueven dinámicas locales al alterar las condiciones sociales, económicas, culturales, ambientales y territoriales, entre otras, de las poblaciones involucradas.

Adicionalmente, las autoras reconocen otros actores, entre ellos las organizaciones no gubernamentales (ONG), tanto nacionales como internacionales, los grupos armados y los empresarios de la minería ilegal.

De igual manera, Saade Hazin (2013, pp. 8-9) identifica como actores eje de los conflictos socioambientales a las poblaciones afectadas, los gobiernos centrales y locales y las empresas mineras, especialmente en Colombia, México y Perú. La autora señala que estos conflictos son de dos tipos: entre las empresas mineras y las comunidades vulneradas y entre los Gobiernos centrales y las autoridades locales. En el primer caso, los conflictos se suscitan a raíz de los impactos ambientales, los derechos territoriales, las violaciones a los derechos humanos y el incumplimiento de las políticas de responsabilidad social frente a las comunidades vulneradas. En el segundo, se centran en la distribución que hacen los Gobiernos centrales a las autoridades locales de los ingresos tributarios provenientes de las actividades mineras. Sería conveniente, entonces, evaluar los beneficios económicos de estas actividades, así como las posibilidades de aminorar, eliminar o evitar esos conflictos al proyectarlas.

Los conflictos socioambientales en Colombia

En Colombia se hace cada vez más densa la literatura sobre conflictos socioambientales, debido a que el país incursionó con fuerza en la actividad minera en los últimos quince años. Bajo las políticas del gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010), “la inversión extranjera directa dirigida a la actividad minera y de los hidrocarburos en Colombia aumentó su participación al pasar del 21 % al 82 % entre 2000 y 2009, superando en 2010 el 85 %” (Cancino, citado en Toro, 2011, p. 23). Estas políticas se acentuaron en el primer gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2014) bajo la consigna “La locomotora minera como motor del desarrollo”, lo que profundizó los conflictos socioambientales, al organizarse las poblaciones afectadas en movimientos de resistencia por la defensa de sus territorios, autonomías y formas de vida alternativas que les aseguran el presente y el futuro.

Por eso, cada día se documentan en el país más casos de conflictos generados por las políticas de explotación minera y las resistencias sociales a esta actividad. El estudio de Pérez-Rincón (2014b), profesor de la Universidad del Valle e investigador del grupo EJOLT, presenta una visión panorámica de lo que han significado las políticas extractivistas en todo el territorio nacional. El estudio identifica y caracteriza 95 conflictos socioambientales en Colombia, que se constituye así en el segundo país del mundo con más disputas de este tipo, después de la India. También establece que estas tienen relación directa con el modelo extractivista desarrollado en los últimos gobiernos, el cual afecta sobre todo a las poblaciones más vulnerables: indígenas, campesinos y afrodescendientes. Además, concluye que estos conflictos van más allá de la extracción, dado que implican la construcción de la infraestructura requerida para la comercialización y la exportación, lo que agudiza las tensiones.

Con el enfoque de la ecología política, que examina estas luchas de poder desde su condición de inequidad y desigualdad, el autor analiza los factores económicos, políticos y económicos decisivos en el acceso, la apropiación y el control de los recursos naturales, pero también el impacto ambiental que generan. Señala que la reprimarización de la economía nacional en la actualidad se concentra en las exportaciones, y que el 64 % de estas provienen del sector minero-energético, que ha desplazado a los sectores agrícola e industrial. Este reordenamiento de la economía no solo responde a decisiones económicas, sino también políticas, apoyadas en marcos legales que han promovido una serie de reformas a los códigos mineros. Esta dinámica extractivista se fortaleció a partir del año 2000.

De acuerdo con Pérez-Rincón (p. 69), las principales zonas de conflicto socioambiental en Colombia se ubican en la región andina y en la costa caribe. En la primera zona, los conflictos tienen su origen en la minería y en la generación de energía eléctrica; los de mayor impacto son el del páramo Santurbán y el de La Colosa, ambos por la extracción de oro. Los conflictos en la región andina, donde habita el 80 % de la población colombiana, afectan a 6,3 millones de personas. En la segunda zona, los conflictos responden a la extracción de energía fósil, y entre ellos se destacan el del Cerrejón (La Guajira), el de La Loma (La Jagua de Ibirico, Cesar) y el de las barcazas de Drummond, los tres por la extracción de carbón. En la región caribe, la población afectada corresponde a 1,4 millones de personas, lo que equivale al 18 % de la población. En suma, 68 de los 95 conflictos estudiados (72 %) se producen en esas dos regiones: 23 en la caribe y 45 en la andina. Respecto de los principales impactos ambientales, el autor apunta:

El agua es el recurso más afectado, en un 32 % de los casos, seguido por la biodiversidad con 21 %; el paisaje y el suelo tienen igualmente una participación del 21 y 20 % respectivamente. Finalmente, el aire es afectado en un 6 % de las veces por los proyectos generadores de conflictos. Estas cifras coinciden con el principal ecosistema afectado que son los ríos (32 %), después los bosques con un 25 %; los páramos y los humedales con un 7 % y 6 %, respectivamente. Otros ecosistemas tienen un 19 %. (p. 71)

En cuanto a la población, los más afectados son los campesinos (23 %), seguidos por la población urbana (15 %), los grupos indígenas (14 %), los pescadores (10 %), los mineros (7 %) y, en menor proporción, los afrodescendientes (6 %). No obstante, el mayor número de conflictos, 58 de los 95 (62 %), se genera en territorios indígenas y afrodescendientes.

Entre estos conflictos se encuentran: el Cerrejón, el territorio u’wa y la exploración de la Oxy, los embera-katío y la represa de Urrá, los puertos Brisa, Tribugá y Bahía Málaga, los proyectos turísticos en el Parque Nacional Tayrona, la actividad minera en el Macizo Colombiano, el coltán en Guainía, etc. Todos ocasionan violaciones del derecho a la vida, a la salud o a la autonomía. (p. 72)

Esta vulneración a las poblaciones más pobres, enfatiza el autor, es lo que se ha denominado “racismo ambiental”. Muchos de estos grupos han sido despojados de sus formas de vida, y aun de sus territorios, constituyéndose esa expropiación en el motor de los conflictos socioambientales en Colombia.

Finalmente, Pérez-Rincón señala que hay una manifiesta inequidad política, económica y sociocultural, puesto que el Estado –a nombre del desarrollo– recurre a mecanismos legales e ilegales (como amenazas a los activistas, represión, desplazamiento y muerte) a fin de lograr los propósitos extractivistas, sin importar que esto represente el detrimento de las culturas que configuran nuestra identidad. Además, se pretende reparar los impactos ambientales con compensaciones o beneficios que nunca serán suficientes para resarcir el daño ecológico y social producido.

Por su parte, las comunidades afectadas luchan con mecanismos como los marcos legales, entre ellos la consulta previa consagrada en la Ley 70 de 1993 y el Convenio 169 de la oit, la acción popular y la tutela, instrumentos que permiten la defensa de los derechos colectivos e individuales. Pese a lo desigual de la lucha, las poblaciones vulneradas han logrado detener, de forma parcial o total, diecinueve proyectos extractivos, que equivalen al 20 %. El autor se refiere a “triunfos de la justicia ambiental”.

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9789587391756
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