Kitabı oku: «Lady Felicity y el canalla», sayfa 6
—¿Tiene un nombre?
—Diablo.
Su corazón se aceleró al escuchar esa palabra, que parecía totalmente ridícula pero sencillamente perfecta.
—Ese no es su verdadero nombre.
—Es extraño el valor que le damos a los nombres, ¿no cree, Felicity Faircloth? Llámeme como quiera, pero soy el hombre que puede dárselo todo. Todo lo que desee.
Ella no le creyó. Estaba claro. En absoluto.
—¿Por qué yo?
Él tendió entonces su mano hacia ella, y ella supo que debería haber retrocedido. Sabía que no debería haber permitido que la tocase, sobre todo cuando sus dedos le recorrieron la mejilla izquierda dejando un rastro de fuego a su paso, como si estuviesen dejando su marca sobre ella, la marca de su presencia.
Pero el ardor que provocaba su tacto no se parecía en nada al dolor. Especialmente cuando respondió.
—¿Por qué no?
¿Por qué no ella? ¿Por qué no debería tener lo que deseaba? ¿Por qué no debería hacer un trato con este diablo que había aparecido de la nada y que pronto desaparecería?
—Deseo no haber mentido —dijo.
—No puedo cambiar el pasado. Solo el futuro. Pero puedo cumplir su promesa.
—¿Convertir la paja en oro?
—Ah, así que estamos en un cuento, después de todo.
Hacía que todo pareciera tan fácil, tan posible, como si pudiera hacer un milagro en la noche sin esfuerzo alguno.
Claro que era una locura. No podía cambiar lo que ella había dicho. La mentira que había contado, la mayor de todas. Las puertas se habían cerrado en torno a ella esa noche, bloqueándole cualquier camino posible, cercenando su futuro y el futuro de su familia. Recordó la impotencia de Arthur. La desesperación de su madre. La resignación de ambos. Como cerraduras que no se podían forzar.
Y ahora, ese hombre… blandía una llave.
—¿Puede hacerlo realidad?
Él giró la mano, y ella sintió su calor contra la mejilla y a lo largo de su mandíbula y, durante un fugaz instante, Diablo se convirtió en el rey de las hadas, que la tenía cautiva.
—El compromiso es fácil. Pero eso no es todo lo que desea, ¿verdad?
¿Cómo lo sabía?
Su tacto prendió fuego por su cuello, y sus dedos le besaron la curva del hombro.
—Cuénteme el resto, Felicity Faircloth. ¿Qué más desea la princesa de la torre? Que el mundo esté a sus pies, que su familia sea rica de nuevo, y…
Las palabras se fueron apagando y llenaron la habitación hasta que la respuesta brotó de lo más profundo de Felicity.
—Quiero que él sea la polilla. —Él levantó la mano de su piel, y ella sintió una aguda pérdida—. Deseo ser el fuego.
Diablo asintió, sus labios se curvaron como el pecado, sus ojos incoloros se oscurecieron entre las sombras y ella se preguntó si se sentiría menos cautiva si pudiera ver su color.
—Desea que se sienta atraído por usted.
Un recuerdo le sobrevino, un marido desesperado por su mujer. Un hombre desesperado por su amor. Una pasión que no se podía negar, todo por una mujer que poseía todo el poder.
—Sí.
—Tenga cuidado con la tentación, milady. Es una palabra peligrosa.
—Hace que suene como si ya la hubiera experimentado.
—Eso es porque lo he hecho.
—¿Su barbera? —¿Sería esa mujer su esposa? ¿Su amante? ¿Su amor? ¿Por qué le importaba a Felicity?
—La pasión quema en ambos sentidos.
—No tiene por qué —dijo, sintiéndose de repente profunda y extrañamente cómoda con ese hombre al que no conocía—. Espero poder llegar a amar a mi esposo, pero no tengo por qué estar consumida por él.
—Quiere ser usted quien lo consuma.
Quería que ser deseada. Más allá de la razón. Deseaba que se murieran por ella.
—Quiere que vuele hasta su llama.
«Imposible».
—Cuando las estrellas te ignoran —repuso ella—, te preguntas si alguna vez serás capaz de brillar. —Inmediatamente avergonzada por las palabras, Felicity se dio la vuelta y rompió el hechizo. Se aclaró la garganta—. No importa. No puede cambiar el pasado. No puede borrar mi mentira y convertirla en verdad. No puede hacer que me desee. No podría ni aunque fuera el diablo. Es imposible.
—Pobre Felicity Faircloth, tan preocupada por lo imposible.
—Era una mentira —proclamó—. Ni siquiera he conocido al duque.
—Y aquí tiene la verdad… El duque de Marwick no ignorará su reclamo.
Imposible. Y aun así, una pequeña parte de ella esperaba que fuera verdad. De serlo, podría ser capaz de salvarlos a todos.
—¿Cómo?
Él sonrió.
—La magia de Diablo.
Ella levantó una ceja.
—Si puede conseguirlo, señor, se habrá ganado su estúpido nombre.
—La mayoría de la gente opina que mi nombre es inquietante.
—Yo no soy la mayoría de la gente.
—Eso es cierto, es Felicity Faircloth.
No le gustaba la calidez que se extendió a través de ella al escuchar esas palabras, así que las ignoró.
—¿Y lo haría porque tiene un corazón bondadoso? Perdóneme si no me lo creo, Diablo.
Él inclinó la cabeza.
—Por supuesto que no. No hay nada bueno en mi corazón. Cuando esté hecho y lo haya conseguido, tanto su corazón como su mente, vendré a cobrar mi deuda.
—Supongo que esta es la parte en la que me dice que su deuda será mi primogénito.
Él se rio. Su risa sonaba contenida y secreta, como si hubiera dicho algo más divertido de lo que ella pensaba, antes de continuar.
—¿Qué haría yo con un bebé llorón?
Sus labios se curvaron al escucharlo.
—No tengo nada que darle.
La miró durante un largo momento.
—Se vende mal, Felicity Faircloth.
—A mi familia ya no le queda dinero —afirmó—. Usted mismo lo ha dicho.
—Si lo tuviera no estaría en este aprieto, ¿verdad?
Ella frunció el ceño ante su objetiva evaluación de los hechos, ante la impotencia que le provocaron aquellas las palabras.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que el conde de Grout y el marqués de Bumble han perdido una fortuna? Querida, todo Londres lo sabe. Incluso aquellos que no estamos invitados a los bailes de Marwick.
Ella hizo una mueca.
—No lo sabía.
—Hasta que no han necesitado que lo supiera.
—Ni siquiera entonces —refunfuñó—. No lo he sabido hasta que no he podido hacer nada para solucionarlo.
Él golpeó el suelo dos veces con su bastón.
—Estoy aquí, ¿no es así?
Ella lo miro con los ojos entrecerrados.
—Por un precio.
—Todo tiene un precio, cariño.
—Y supongo que ya sabe el suyo.
—De hecho, sí, lo sé.
—¿Cuál es?
Sonrió con picardía.
—Si se lo contara se perdería la diversión.
Sintió un hormigueo, cálido y excitante, que se extendía hacia sus hombros y a lo largo de su columna vertebral. También era aterrador y esperanzador. ¿Qué precio tenía la seguridad de su familia? ¿Qué precio tenía su reputación de rara pero no de mentirosa?
¿Y qué precio tenía un esposo que no conocía su pasado?
¿Por qué no hacer un trato con ese diablo?
La respuesta la atravesó en un susurro, la promesa de algo peligroso. Pero, a pesar de ello, todavía sentía aquella profunda tentación. Aunque primero debía asegurarse.
—Si acepto…
Esa sonrisa de nuevo, como si fuera un gato delante de un canario.
—Si acepto… —repitió frunciendo el ceño—, ¿él no negará el compromiso?
Diablo inclinó la cabeza.
—Nadie se enterará nunca de su mentira, Felicity.
—¿Y me querrá?
—Como al aire que respira —le respondió, y sus palabras sonaron a una maravillosa promesa.
No era posible. Ese hombre no era el diablo. E incluso aunque lo fuera, ni siquiera Dios podría borrar los acontecimientos de esa noche y hacer que el duque de Marwick se casara con ella.
Pero ¿y si pudiera?
Los tratos tenían doble filo, y este hombre parecía más excitante que la mayoría.
Quizás si no conseguía la pasión imposible que él le prometía, podría obtener algo distinto. Se enfrentó a su mirada.
—¿Y si no puede hacerlo? ¿Me deberá usted un favor?
Él se quedó en silencio antes de contestar.
—¿Está segura de que desea que Diablo le deba un favor?
—Me parece que sería un favor mucho más útil que el de alguien que sea bueno todo el tiempo —señaló.
La ceja que quedaba sobre su cicatriz se elevó divertida.
—Me parece justo. Si fracaso, puede reclamarme un favor.
Ella asintió y extendió la mano para estrechar la de él, algo de lo que se arrepintió en el momento en que su enorme mano tomó la de ella. Era cálida y grande, con la palma áspera, como si realizara trabajos de los que no solían ocuparse los caballeros.
Era deliciosa, y ella la soltó de inmediato.
—No debería haber aceptado —manifestó él.
—¿Por qué no?
—Porque los tratos en la oscuridad no conducen a nada bueno. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita—. La veré dentro de dos noches, a menos que me necesite antes. —Dejó caer la tarjeta en la mesita junto a la silla que Felicity pensó que él nunca abandonaría—. Cierre esa puerta con llave cuando salga. No querrá que entre ningún bellaco mientras duerme.
—Las cerraduras no han impedido que entre el primer bellaco esta noche.
Él sonrió de lado.
—No es la única que sabe forzar cerraduras en Londres, querida.
Ella se sonrojó cuando él inclinó el sombrero y salió a través de las puertas del balcón antes de que ella pudiera negar que forzara cerraduras, y su bastón plateado brilló bajo la luz de la luna.
Para cuando ella llegó al borde del balcón, él ya había desaparecido, amparado por la noche.
Volvió a entrar y cerró la puerta con llave para después fijar la mirada en la tarjeta de visita.
La levantó y estudió la elaborada insignia que contenía:
En la parte trasera había una dirección —una calle de la que nunca había oído hablar— y, debajo de ella, con la misma caligrafía masculina, había escrita la siguiente frase:
«Diablo le da la bienvenida».
Capítulo 6
Dos noches después, mientras los últimos rayos del sol se desvanecían en la oscuridad, los Bastardos Bareknuckle recorrían las sucias calles de los rincones más apartados de Covent Garden, donde el barrio popular por sus tabernas y teatros daba paso al conocido por el crimen y la crueldad.
Covent Garden era un laberinto de calles estrechas que se retorcían y giraban sobre sí mismas de forma que sus ignorantes visitantes quedaban atrapados en su telaraña. Un solo giro equivocado después de salir del teatro, y cualquier ricachón podía verse despojado de su cartera y arrojado a la cloaca, o algo peor. Las calles que conducían hacia el interior del suburbio del Garden no eran amables con los extraños —en especial con caballeros impecables vestidos con atuendos todavía más impecables—, pero Diablo y Whit no eran impecables ni tampoco eran caballeros, y todo el mundo sabía que era mejor no cruzarse con los Bastardos Bareknuckle fueran como fueran vestidos.
Es más, los hermanos eran venerados en el vecindario, pues ellos también provenían de los bajos fondos, habían peleado, robado y dormido entre la inmundicia con muchos de ellos, y a nadie le gustaba tanto un rico como a los pobres que habían tenido los mismos comienzos. No hacía daño a nadie que la mayoría de los negocios de los Bastardos se cerraran en ese suburbio en particular, donde había hombres fuertes y mujeres inteligentes que trabajaban para ellos y buenos chicos y chicas listas que permanecían atentos ante cualquier cosa extraña que sucediera para informar de sus hallazgos a cambio de una corona de oro fino.
Allí, una corona podía alimentar a una familia durante un mes, y los Bastardos se gastaban el dinero en la chusma como si fuera agua, lo que los convertía a ellos —y a sus negocios— en intocables.
—Señor Bestia. —Una niña pequeña tiró de la pernera del pantalón de Whit, usando el nombre que él utilizaba con todos menos con su hermano—. ¡Aquí! ¿Cuándo vamos a tomar helado de limón otra vez?
Whit se detuvo y se agachó, su voz áspera por el desuso y con el profundo acento de su juventud, que solo regresaba cuando estaba allí:
—Escucha, muñeca. No se habla de helado en la calle.
Los brillantes ojos azules de la niña se abrieron de par en par.
Whit le revolvió el pelo.
—Guarda nuestros secretos y tendrás tus dulces de limón, no te preocupes. —Un hueco en la sonrisa de la niña indicó que acababa de perder un diente. Whit le indicó que se marchara—. Ve a buscar a tu mamá. Dile que iré a buscar mi ropa limpia cuando termine en el almacén.
La niña corrió como un rayo.
Los hermanos reanudaron su camino.
—Está bien que le des a Mary tu ropa sucia —dijo Diablo.
Whit gruñó.
El suyo era uno de los pocos arrabales de Londres que disponía de agua fresca comunitaria, porque los Bastardos Bareknuckle se habían asegurado de ello. También se habían asegurado de que hubiera un cirujano y un sacerdote, y una escuela donde los pequeños pudieran aprender las letras antes de verse obligados a salir a las calles y encontrar trabajo. Pero los Bastardos no podían conseguirlo todo y, de todas formas, los pobres que vivían allí eran demasiado orgullosos para aceptarlo.
Así que empleaban a tantos como podían, una combinación de viejos y jóvenes, de fuertes y listos, de hombres y mujeres de todos los rincones del mundo: londinenses y norteños, escoceses y galeses, africanos, hindúes, españoles, americanos. Si llegaban hasta Covent Garden y podían trabajar, los Bastardos los colocaban en uno de sus numerosos negocios. Tabernas y rings de pelea, carnicerías y pastelerías, curtidurías y tintorerías, y otra media docena de comercios repartidos por todo el barrio.
Por si no fuera suficiente que Diablo y Whit hubieran medrado de entre la mugre del lugar, el trabajo que proporcionaban —con salarios decentes y en condiciones seguras— compraba la lealtad de los residentes del suburbio. Era algo que los propietarios de otros negocios nunca habían comprendido sobre los barrios bajos: pensaban que podían traer a trabajadores de otros lugares mientras había barrigas a tiro de piedra que se morían de hambre. El almacén que había en el extremo más alejado del vecindario, y que ahora pertenecía a los hermanos, se usó una vez para producir brea, pero había sido abandonado mucho tiempo atrás, cuando la compañía que lo construyó descubrió que los residentes no les tenían lealtad y robaban todo lo que no estaba bajo vigilancia.
Pero no había ocurrido lo mismo cuando el negocio había empleado a doscientos hombres locales. Al entrar en el edificio que ahora servía como almacén centralizado para todo tipo de negocios de los Bastardos, Diablo saludó con la cabeza a la media docena de hombres diseminados por la oscuridad que vigilaban los contenedores de licores y dulces, de cuero y de lana; si la Corona cobraba impuestos por algo, los Bastardos Bareknuckle lo vendían, y barato.
Y nadie les robaba por temor al castigo que prometía su nombre, uno que les había sido adjudicado décadas antes, cuando eran mucho menos corpulentos, cuando solían luchar con unos puños más rápidos y fuertes de lo que deberían para reclamar su territorio y no mostrar misericordia ante los enemigos.
Diablo fue a saludar al hombre fornido que dirigía la vigilancia.
—¿Todo bien, John?
—Todo bien, señor.
—¿Ha nacido el bebé?
Los dientes blancos y brillantes brillaron con orgullo sobre la piel marrón oscura.
—La semana pasada. Un niño. Fuerte como su padre.
La sonrisa satisfecha del flamante padre brilló como la luz del sol en la habitación poco iluminada, y Diablo le dio una palmada en el hombro.
—No tengo ninguna duda al respecto. ¿Y tu esposa?
—Sana, gracias a Dios. Es demasiado buena para mí.
Diablo asintió y bajó la voz.
—Todas lo son, hombre. Mejor que todos nosotros juntos.
Le dio la espalda al sonido de la risa de John para encontrarse con Whit, que estaba ahora con Nik, la capataz del almacén, una chica joven —poco más de veinte años— y con una capacidad de organización que Diablo no había conocido en otra persona. El pesado abrigo, el sombrero y los guantes de Nik escondían la mayor parte de su piel, y la escasa luz ocultaba el resto, pero extendió una mano para saludar a Diablo cuando él se acercó.
—¿Dónde estamos, Nik? —le preguntó Diablo.
La rubia noruega miró a su alrededor y luego les hizo señas para que se acercaran hacia el rincón más alejado del almacén, donde un vigilante se agachó para abrir una compuerta en el suelo que daba paso a una oscura y enorme caverna.
Diablo sintió un escalofrío de inquietud y se volvió hacia su hermano.
—Después de ti.
El gesto de Whit con la mano fue mucho más expresivo que cualquier palabra que hubiera podido pronunciar, así que se agachó y se introdujo en la oscuridad sin dudarlo.
Diablo entró después, estiró una mano para aceptar una lámpara apagada que le ofreció Nik mientras los seguía, y miró al vigilante de arriba solo para ordenarle que cerrara la puerta.
El vigilante obedeció sin dudarlo, y Diablo estuvo seguro de que la negrura de aquella gruta solo rivalizaba con la de la muerte. Se esforzó por controlar la respiración. Por no recordar.
—Joder —gruñó Whit en la oscuridad—. Luz.
—La tienes tú, Diablo —añadió Nik con un pronunciado acento escandinavo.
¡Jesús! Se había olvidado de que la llevaba en la mano. Buscó a tientas la abertura de la lámpara, pero la oscuridad y su propia inquietud hicieron que tardara más de lo habitual. Finalmente, localizó el pedernal y se hizo la bendita luz.
—Rápido, pues. —Nik le quitó la lámpara y le indicó el camino—. No queremos provocar más calor del necesario.
El área de almacenamiento, oscura como boca de lobo, daba a un estrecho corredor. Diablo siguió a Nik y, a mitad del pasillo, el aire comenzó a enfriarse. La mujer se giró hacia ellos.
—Sombreros y abrigos, por favor.
Diablo se cerró el abrigo, abotonándoselo hasta arriba, tal y como hizo Whit, y se caló el sombrero hasta las cejas.
Al final del pasillo, Nik extrajo un aro repleto de llaves de hierro y comenzó a afanarse con una larga línea de cerraduras que había en una pesada puerta de metal. Cuando todos los cerrojos se abrieron, la puerta cedió y se afanó con otra tanda de cerrojos; doce en total. Se dio la vuelta antes de abrir la puerta.
—Entremos rápido. Cuanto más tiempo dejemos la puerta…
Whit la cortó con un gruñido.
—Lo que mi hermano quiere decir —intervino Diablo— es que hemos llenado esta bodega durante más tiempo del que tú llevas viva, Annika. —Ella entrecerró los ojos ante el uso de su nombre completo, pero abrió la puerta—. Adelante, entonces.
Una vez dentro, Nik cerró la puerta de golpe y de nuevo quedaron a oscuras, hasta que ella se giró y levantó la luz para iluminar la enorme y cavernosa sala, llena de bloques de hielo.
—¿Cuánto ha sobrevivido?
—Cien toneladas.
Diablo silbó por lo bajo.
—¿Hemos perdido el treinta y cinco por ciento?
—Estamos en mayo —explicó Nik, quitándose el pañuelo de lana de la parte inferior de la cara para que pudieran oírla—. El océano se calienta.
—¿Y el resto del cargamento?
—Todo está contabilizado. —Sacó un albarán de embarque de su bolsillo—. Sesenta y ocho barriles de brandy, cuarenta y tres cubas de bourbon americano, veinticuatro cajas de seda, veinticuatro cajas de naipes y dieciséis cajas de dados. Además, una caja de polvos de maquillaje y tres cajas de pelucas francesas, que no están en la lista y que voy a ignorar, aunque supondré que quieres que se entreguen en el lugar habitual.
—Exactamente —le respondió él—. ¿No hay daños por el deshielo?
—Ninguno. Estaba bien empaquetado en la otra punta.
Whit emitió un gruñido de aprobación.
—Gracias a ti, Nik —dijo Diablo.
Ella no ocultó su sonrisa.
—A los noruegos les gustan los noruegos. —Hizo una pausa antes de continuar—. Hay algo que quería contaros.
Dos pares de ojos oscuros se posaron en ella.
—Había un vigía en los muelles.
Los hermanos se miraron el uno al otro. Aunque nadie se atrevería a robar a los Bastardos en el suburbio, su transporte terrestre había corrido peligro dos veces en los últimos dos meses; sus caravanas habían sido asaltadas a punta de pistola al salir de la seguridad de Covent Garden. Era parte del negocio, pero a Diablo no le gustaba el aumento de los robos.
—¿Qué tipo de vigía?
Nik inclinó la cabeza.
—No podría describirlo con seguridad.
—Inténtalo —insistió Whit.
—Por sus ropas, diría que pertenecía a la competencia del muelle.
Tenía sentido. Había un gran número de contrabandistas que trabajaban con los franceses y americanos, aunque ninguno tenía un método de importación tan impenetrable.
—¿Pero…?
Ella apretó los labios.
—Sus botas estaban demasiado limpias para tratarse de un chico de Cheapside.
—¿La Corona?
Siempre era un riesgo en las operaciones de contrabando.
—Puede ser —respondió Nik, pero no parecía segura.
—¿Y los contenedores? —inquirió Whit.
—Ocultos todo el tiempo. El hielo se desplazó con carros de plataforma y caballos, y los contenedores estaban seguros en su interior. Y ninguno de nuestros hombres ha visto nada fuera de lo común.
Diablo asintió.
—El producto se quedará aquí durante una semana. Nadie puede entrar ni salir. Diles a los chicos de la calle que estén atentos a cualquier persona fuera de lo común.
Nik asintió.
—Hecho.
Whit dio una patada a un bloque de hielo.
—¿Y el embalaje?
—Impecable. Lo suficientemente bueno como para venderlo.
—Asegúrate de que las tiendas de despojos del barrio reciban algo esta noche. Nadie debe comer carne rancia cuando tenemos cien toneladas de hielo para repartir. —Diablo se detuvo—. Y Bestia prometió a los niños helado de limón.
Las cejas de Nik se alzaron.
—Muy amable por su parte.
—Eso es lo que todo el mundo dice —replicó Diablo en tono cortante—. Oh, ese Bestia, es tan amable.
—¿Vas a mezclar el jarabe de limón también, Bestia? —preguntó ella con una sonrisa.
Whit gruñó.
Diablo se rio y puso una mano en un bloque de hielo.
—Envía uno de estos a la oficina, ¿quieres?
Nik asintió.
—Ya está hecho. Y una caja de bourbon de las colonias.
—Me conoces bien. Tengo que regresar.
Después de un paseo por el barrio iba a necesitar un baño. Tenía negocios que atender en Bond Street.
Y después tenía otros negocios que atender con Felicity Faircloth.
Felicity Faircloth, que tenía una piel que se tornaba dorada a la luz de una vela y unos grandes e ingeniosos ojos castaños, llenos de miedo, fuego y furia. Y era capaz de discutir como nadie que hubiera conocido hasta donde la memoria le alcanzaba.
Quería volver a discutir con ella.
Se aclaró la garganta ante ese pensamiento y se volvió para mirar a Whit, que lo observaba con una mirada cómplice.
Diablo lo ignoró y se apretó el abrigo contra el cuerpo.
—¿Qué? Hace un frío de cojones aquí.
—Vosotros sois los que habéis elegido comerciar con hielo —terció Nik.
—Es un mal plan —le dijo Whit sin dejar de mirarla.
—Bueno, es un poco tarde para cambiarlo. Se podría decir que el barco —agregó Nik con una sonrisa burlona— ha zarpado.
Diablo y Whit no sonrieron ante aquel mal chiste. Ella no sabía que Whit no estaba hablando del hielo; estaba hablando de la chica.
Diablo les dio la espalda y se dirigió hacia la puerta de la bodega.
—Vamos, Nik —exhortó—. Trae la luz.
Lo hizo, y los tres salieron. Diablo evitó encontrarse con la astuta mirada de Whit mientras esperaban a que Nik cerrara con llave las puertas dobles de acero y los guiara hacia el almacén a través de la oscuridad.
Continuó esquivando la mirada de su hermano mientras recogían la colada de Whit y se dirigían de nuevo al corazón de Covent Garden, abriéndose camino a través de las calles empedradas hasta sus oficinas y apartamentos en el gran edificio de Arne Street.
Después de un cuarto de hora de caminata silenciosa, Whit habló finalmente.
—Le estás tendiendo una trampa a la chica.
A Diablo no le gustó aquella acusación.
—Les estoy tendiendo una trampa a los dos.
—Todavía tienes la intención de seducir a la chica delante de sus narices.
—A ella y a todas las que vengan después, si es necesario —respondió él—. Es tan arrogante como siempre, Bestia. Piensa tener su heredero.
Whit agitó la cabeza.
—No, él quiere tener a Grace. Piensa que se la entregaremos para evitar que le endiñe un pequeño duque a esta chica.
—Está equivocado. No conseguirá ni a Grace ni a la chica.
—Dos carruajes que se abalanzan, a gran velocidad, el uno contra el otro —refunfuñó Whit.
—Él girará.
Los ojos de su hermano se encontraron con los suyos.
—Nunca antes lo ha hecho.
Un recuerdo le vino a la mente. Ewan, alto y delgado, con los puños levantados y los ojos hinchados, el labio partido y negándose a ceder. Poco dispuesto a echarse atrás. Desesperado por ganar.
—No es lo mismo. Nosotros hemos pasado hambre durante más tiempo. Hemos trabajado más duro. El ducado le ha reblandecido.
Whit resopló.
—¿Y Grace?
—No la va a encontrar. Nunca la encontrará.
—Deberíamos haberlo matado.
Matarlo habría hecho que todo Londres se les echara encima.
—Demasiado arriesgado. Ya lo sabes.
—Sí, lo sé, y también que le hicimos una promesa a Grace.
Diablo asintió con la cabeza.
—Eso también.
—Su regreso es una amenaza para todos nosotros, para Grace más que para nadie.
—No —le contestó Diablo—. Su regreso hace que la amenaza se cierna sobre él. Recuerda, si alguien descubre lo que hizo… Cómo consiguió su título… Terminará colgando de una soga. Es un traidor a la Corona.
Whit negó con la cabeza.
—¿Y si está dispuesto a arriesgarse para tener una oportunidad con ella?
Con Grace, la chica que una vez amó. La chica cuyo futuro había robado. La chica a la que habría destruido si no hubiera sido por Diablo y por Whit.
—Entonces lo sacrificará todo —replicó—, y no conseguirá nada a cambio.
Whit asintió.
—Ni siquiera herederos.
—Herederos, nunca.
Después, su hermano continuó.
—Siempre está el plan original. Le damos una paliza al duque y lo enviamos a casa.
—No detendrá el matrimonio. Ahora no. No cuando cree que está cerca de encontrar a Grace.
Whit flexionó una mano y el cuero negro de su guante crujió con el movimiento.
—Sería gloriosamente divertido, eso sí.
Caminaron en silencio durante varios minutos, antes de que Whit prosiguiera.
—Pobre chica, no podría haber imaginado que su inocente mentira la llevaría a la cama contigo.
Era una absurda fantasía, por supuesto, pero la imagen le sobrevino igual, y Diablo no pudo resistirse a ella: Felicity Faircloth, con el pelo oscuro y las faldas rosas extendidas frente a él. Inteligente, hermosa y con una boca que incitaba al pecado.
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