Kitabı oku: «Lady Felicity y el canalla», sayfa 4
Capítulo 4
Felicity atravesó la puerta abierta del hogar de sus ancestros ignorando el hecho de que su hermano le pisaba los talones. Se detuvo para sonreír con educación al mayordomo, que seguía sosteniendo la puerta.
—Buenas noches, Irving.
—Buenas noches, milady —entonó el mayordomo, para después cerrar la puerta tras Arthur y girarse a recoger los guantes del conde—. Milord.
Arthur negó con la cabeza.
—No voy a quedarme, Irving. Solo estoy aquí para hablar con mi hermana.
Felicity se volvió para encontrarse con una mirada castaña idéntica a la suya.
—¿Ahora te gustaría hablar? De regreso a casa has estado callado.
—Yo no lo llamaría callado.
—¿Ah, no?
—No. Yo lo llamaría «enmudecido».
Ella se mofó mientras se quitaba los guantes, utilizando aquella excusa para no mirar a su hermano a los ojos y evitar la violenta culpa que la atormentaba solo de pensar en que debía hablar sobre la desastrosa velada que acababa de finalizar.
—Por Dios, Felicity, no estoy seguro de que haya un hermano en toda la cristiandad que pueda encontrar palabras para tu osadía.
—Oh, por favor. Solo he dicho una pequeña mentira. —Se dirigió a la escalera al tiempo que agitaba una mano en el aire y trataba de no parecer tan horrorizada como lo estaba—. Mucha gente ha hecho cosas mucho más escandalosas. Tampoco es que haya empezado a trabajar en un burdel.
Los ojos de Arthur casi se salieron de sus órbitas.
—¿Una pequeña mentira? —Antes de que ella pudiera responderle, prosiguió—: Y ni siquiera deberías conocer la palabra burdel.
Felicity miró hacia atrás; los dos escalones que había subido la hacían superar a su hermano en altura.
—¿En serio?
—En serio.
—Supongo que crees que no es apropiado que yo conozca la palabra burdel.
—No es que lo crea, es que lo sé. Y deja de decir burdel.
—¿Te hago sentir incómodo?
Su hermano la miró con los ojos entrecerrados.
—No, pero intuyo que esa es tu intención. Y no quiero que ofendas a Irving.
El mayordomo elevó las cejas.
Felicity se volvió hacia él.
—¿Te estoy ofendiendo, Irving?
—No más de lo habitual, milady —contestó el hombre mayor con seriedad.
Felicity soltó una risita mientras el hombre se marchaba.
—Me alegra que uno de los dos aún sea capaz de tomarse nuestra situación a risa. —Arthur miró hacia la gran lámpara de araña del techo antes de continuar—. Dios mío, Felicity.
Y de nuevo estaban donde habían empezado, con la culpa y el pánico y una cantidad no precisamente pequeña de miedo recorriendo todo su cuerpo.
—No quise decirlo.
Su hermano volvió a mirarla.
—¿Burdel?
—Oh, ¿ahora eres tú quien está de broma?
Él abrió los brazos.
—No sé qué más hacer. —Se detuvo, y luego pensó en algo más que añadir. Lo más obvio—. ¿Cómo es posible que pensaras…?
—Lo sé —le interrumpió ella.
—No, no creo que lo sepas. Lo que has hecho es…
—Lo sé —insistió.
—Felicity, le has contado a todo el mundo que te vas a casar con el duque de Marwick.
Se sentía bastante mareada.
—No a todo el mundo.
—No, solo seis de los peores cotillas. A ninguno de los cuales le caes bien, debo añadir, así que no habrá manera de silenciarlos. —El recuerdo del odio que sentían hacia ella no estaba ayudando a que sus entrañas se calmaran. Sin embargo, Arthur continuó presionando sin percatarse de ello—. Tampoco es que importe. Bien podrías haberlo gritado desde la plataforma de la orquesta, a juzgar por la velocidad con la que atravesó el salón de baile. Tuve que salir corriendo de allí antes de que Marwick me buscara para pedirme explicaciones. O, lo que es peor, antes de que se levantara delante de todos los invitados y te llamara mentirosa.
Había sido un terrible error. Lo sabía. Pero habían conseguido que se enfadara tanto. Y habían sido tan crueles. Y se sentía tan sola.
—No pretendía…
Arthur lanzó un largo y pesado suspiro, como si llevara una carga invisible a cuestas.
—Nunca lo pretendes.
Lo dijo tan bajito que parecía un susurro, casi como si no deseara que Felicity lo escuchara. O como si no estuviera allí. Pero lo estaba, por supuesto. Puede que siempre lo estuviera.
—Arthur…
—No pretendías que te descubrieran en la alcoba de un hombre…
—Ni siquiera sabía que era una alcoba.
Era una puerta cerrada con llave. En la planta superior del salón de baile donde le habían roto el corazón. Por supuesto, Arthur nunca lo entendería. En su mente, aquello había sido una estupidez. Y tal vez lo fuera.
Pero ahora ya había cambiado de tema.
—No pretendiste rechazar tres ofertas sumamente adecuadas en los meses siguientes.
Su columna vertebral se enderezó. Eso sí había querido hacerlo.
—Eran ofertas sumamente adecuadas si te gustan la vejez o la ineptitud.
—Eran hombres que deseaban casarse contigo, Felicity.
—No, eran hombres que deseaban casarse con mi dote. Deseaban hacer negocios contigo —señaló. Arthur poseía una mente privilegiada para los negocios y era capaz de convertir las plumas de ganso en oro—. Uno de ellos incluso me dijo que podía seguir viviendo aquí, si así lo deseaba.
Las mejillas de su hermano adquirieron un tono rojizo.
—¡¿Y qué tiene eso de malo?!
Ella parpadeó varias veces.
—¿Te refieres a vivir separada de mi marido en un matrimonio sin amor?
—Por favor —se burló—, ¿ahora hablamos de amor? Es mejor que te vayas metiendo tú misma en el florero, ya puestos.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Por qué? Tú tienes amor.
Arthur exhaló con fuerza.
—Eso es diferente.
Años atrás, Arthur se había casado con lady Prudence Featherstone. Lo suyo había sido un reconocido matrimonio por amor. Pru era la chica que había vivido en la ruinosa residencia que había al lado de la casa de campo del padre de Arthur y Felicity. Todo Londres suspiraba cuando nombraba a Arthur, el joven y brillante conde de Grout, heredero de un marquesado, y a Prudence, su pobre pero encantadora esposa, que no había tardado en dar a luz al heredero de su enamorado marido y que estaba actualmente en casa, esperando el nacimiento del segundo, que le serviría de repuesto.
Pru y Arthur se adoraban de una manera irracional, hasta tal punto que nadie lo creería de no haber sido testigo. Nunca discutían, disfrutaban de las mismas cosas y a menudo se les podía ver juntos por los rincones de los salones de baile de Londres, pues preferían su mutua compañía a la de cualquier otra persona.
Era nauseabundo, de verdad.
Pero no podía ser tan inalcanzable, ¿no?
—¿Por qué?
—Porque conozco a Pru de toda la vida, y el amor no es algo que le suceda a todo el mundo. —Hizo una pausa y luego agregó—: Y aun cuando sucede, suele venir acompañado de sus propios problemas.
Ella ladeó la cabeza ante aquellas palabras. ¿Qué significaban?
—¿Arthur?
Él agitó la cabeza, negándose a contestar.
—El caso es que tienes veintisiete años, y ya va siendo hora de que dejes de titubear y te cases con un hombre decente. Por supuesto, ahora lo has hecho casi imposible.
Pero ella no quería a un anciano de marido. Quería más que eso. Quería a un hombre que pudiera…, ni siquiera lo sabía. Un hombre que pudiera hacer algo más que casarse con ella y dejarla sola durante el resto de su vida, eso estaba claro.
Sin embargo, no quería que su familia sufriera a causa de sus locuras. Se miró las manos y dijo la verdad.
—Lo siento.
—Tu arrepentimiento no es suficiente.
La respuesta fue brusca. Más de lo que se hubiera esperado de su hermano gemelo, que había permanecido a su lado desde el nacimiento. Incluso antes. Buscó su mirada castaña, una mirada que conocía al dedillo puesto que era igual que la suya, y lo vio. Incertidumbre. No. Peor. Decepción.
Descendió un escalón para acercarse a él.
—Arthur, ¿qué ha pasado?
Él tragó saliva y negó con la cabeza.
—No es nada. Yo solo… pensé que tal vez teníamos una oportunidad.
—¿Con el duque? —Sus ojos se agrandaron de incredulidad—. No la teníamos, Arthur. Ni siquiera antes de decir lo que dije.
—Con… —Hizo una pausa, serio—. Con un buen partido.
—¿Acaso había un grupo de hombres reclamando conocerme esta noche?
—Estaba Matthew Binghamton.
Ella parpadeó.
—El señor Binghamton es terriblemente aburrido.
—Es tan rico como un rey —le recordó su hermano.
—No lo suficientemente rico como para que me case con él, me temo. La riqueza no compra la personalidad. —Cuando Arthur gruñó, ella continuó—. ¿Tan malo sería que me quedara soltera? Nadie te culpará porque sea incasable. Mi padre es el marqués de Bumble, y tú eres conde y heredero. Podemos prescindir de un buen partido, ¿no?
Aunque estaba totalmente avergonzada por lo que había sucedido, había una parte no pequeña de ella que sentía bastante agradecida por haber terminado con aquella farsa.
Él parecía estar pensando en otra cosa. Algo importante.
—¿Arthur?
—También estaba Friedrich Homrighausen.
—Friedrich… —Felicity ladeó la cabeza, sumida en la confusión—. Arthur, herr Homrighausen llegó a Londres hace una semana. Y no habla inglés.
—No parecía tener problemas con eso.
—¿Y no se te ocurrió que yo sí podría tener problemas con eso, ya que no hablo alemán?
Él levantó un hombro.
—Podrías aprender.
Felicity volvió a parpadear.
—Arthur, no siento ningún deseo de vivir en Baviera.
—He oído que es un lugar muy bonito. Se dice que Homrighausen tiene un castillo —hizo un ademán con la mano—, con torrecillas.
Inclinó la cabeza.
—¿Es que estoy en el mercado en busca de torrecillas?
—Puede que lo estés.
Felicity observó a su hermano durante un rato mientras alguna absurda idea le rondaba la mente, algo que no podía pronunciar en voz alta, así que se decidió.
—¿Arthur?
Antes de que pudiera responder retumbaron media docena de ladridos desde el piso superior, seguidos de unas palabras.
—Oh, santo cielo. Supongo que el baile no salió como estaba planeado, ¿verdad? —La pregunta bajó por la barandilla del primer piso tras las patas de los tres perros salchicha de pelo largo, el orgullo de la Marquesa de Bumble, quien, a pesar de tener la nariz roja por un resfriado que la había mantenido en casa, apareció con toda su elegancia, envuelta en una hermosa bata de color vino y con el pelo plateado cayéndole por los hombros.
—¿Has conocido al duque?
—De hecho, no —respondió Arthur.
La marquesa se giró para lanzar una mirada de decepción a su única hija.
—Oh, Felicity. Eso no puede ser. Los duques no crecen en los árboles, ya lo sabes.
—¿Ah, no? —preguntó ella con descaro, deseando que su gemelo permaneciera callado mientras ella trataba de ahuyentar a los perros, que ya se habían levantado sobre sus patas traseras y estaban pisoteándole el vestido—. ¡Abajo! ¡Fuera!
—No eres tan divertida como crees —continuó su madre, ignorando el asalto canino que se estaba produciendo abajo—. Puede que haya un duque disponible al año. ¡Algunos años, ni siquiera eso! Y ya perdiste tu oportunidad el año pasado.
—El duque de Haven ya estaba casado, madre.
—¡No lo digas como si yo no lo recordara! —señaló—. Me gustaría darle una buena charla por cómo te cortejó sin tener siquiera la intención de casarse contigo.
Felicity ignoró el soliloquio que, de todas formas, ya había escuchado miles de veces. No la habrían enviado a competir por la mano del duque de no ser porque no había otros maridos que clamaran por ella, por lo que no le importó demasiado que él hubiera elegido seguir casado con su esposa.
Aparte de que la duquesa de Haven le caía bastante bien, también aprendió una lección importante sobre la institución del matrimonio: que un hombre perdidamente enamorado era un marido extraordinario.
No es que Felicity fuera a tener la oportunidad de encontrar a un marido perdidamente enamorado. Ese barco en concreto acababa de zarpar esa noche. Bueno, había zarpado meses atrás, para ser sincera, pero esa noche se había enterrado a sí misma para siempre.
—Estoy mezclando metáforas.
—¿Qué? —gruñó Arthur.
—¿Que tú qué? —repitió su madre.
—Nada. —Hizo un ademán con la mano—. Estaba pensando en voz alta.
Arthur suspiró.
—Por el amor de Dios, Felicity. Eso no te va a ayudar a atrapar al duque —dijo la marquesa.
—Madre, Felicity no va a atrapar al duque.
—Con esa actitud seguro que no —respondió su madre—. ¡Nos invitó a un baile! ¡Todo Londres cree que está buscando esposa! ¡Y tú eres la hija de un marqués, hermana de un conde y tienes todos los dientes!
Felicity cerró los ojos por un instante, tratado de controlar las ganas de gritar, llorar, reír o hacer las tres cosas al mismo tiempo.
—¿Es eso lo que quieren los duques hoy en día? ¿Que tengamos todos los dientes?
—¡Pues es una parte importante, sí! —insistió la marquesa, y sus palabras llenas de pánico se convirtieron en una tos descontrolada. Sacó un pañuelo para cubrirse la boca—. ¡Maldito frío! ¡Si no hubiera tenido que quedarme en casa os habría presentado yo misma hoy!
Felicity dio gracias en silencio al dios que había hecho llegar el resfriado a Bumble House dos días atrás, ya que si no se habría visto obligada a bailar o incluso a tomar ratafía con el duque de Marwick.
Y a nadie le gustaba la ratafía. El motivo por el que estaba presente en todos y cada uno de los bailes seguía siendo una incógnita para Felicity.
—No podrías habernos presentado —le dijo al fin—. Todavía no conoces a Marwick. Nadie lo conocía. Porque es un ermitaño y un loco, si hemos de dar crédito a los rumores.
—Nadie se cree los rumores.
—Madre, todo el mundo cree en los rumores. Si no lo hicieran… —Se detuvo mientras la marquesa estornudaba—. ¡Jesús!
—Si Jesús tuviera algo que ver, ya se habría encargado él de casarte con el duque de Marwick.
Felicity puso los ojos en blanco.
—Madre, después de esta noche, si el duque de Marwick mostrara algún interés en mí sería un claro indicio de que es el tipo de loco de remate que corretea por esa enorme casa que tiene y colecciona mujeres solteras para ponerles vestidos bonitos y exponerlas en su museo privado.
Arthur parpadeó.
—Eso es un poco grotesco.
—Tonterías —dijo su madre—. Los duques no coleccionan mujeres. —Se detuvo antes de proseguir—. Espera, ¿después de esta noche?
Felicity se quedó en silencio.
—¿Arthur? —le instigó—. ¿Qué ha pasado esta noche?
Felicity le dio la espalda a su madre y miró a su hermano con los ojos muy abiertos y suplicantes. No podía soportar tener que relatarle la desastrosa noche a su madre. Para eso, antes necesitaba dormir. Y posiblemente un poco de láudano.
—Sin incidentes, ¿no es así, Arthur?
—Qué lástima —respondió la marquesa—. ¿No ha picado nadie más?
—¿Nadie más? —repitió Felicity—. Arthur, ¿tú también estás buscando un marido?
Arthur se aclaró la garganta.
—No.
Las cejas de Felicity se levantaron.
—¿No, a quién de las dos?
—No a mamá.
—Oh —replicó la marquesa desde su elevada posición—. ¿Ni siquiera Binghamton? ¿O el alemán?
Felicity parpadeó.
—El alemán. Herr Homrighausen.
—¡Dicen que tiene un castillo! —chilló la marquesa antes de sumirse en otro ataque de tos, seguido de un coro de ladridos.
Felicity ignoró a su madre y no dejó de observar a su hermano, que hizo todo lo posible para evitar mirarla antes de responder al fin con tono irritado.
—Sí.
La palabra desbloqueó el pensamiento que había estado rondándole antes por la cabeza a Felicity.
—Son ricos.
Arthur le lanzó una mirada enfurruñada.
—No sé a qué te refieres.
Ella se giró hacia su madre.
—El señor Binghamton, herr Homrighausen, el duque de Marwick. —Miró a Arthur de nuevo—. Ninguno de ellos es mi pareja ideal. Pero todos son ricos.
—¡Cielos, Felicity! ¡Las damas no hablan sobre la situación financiera de sus pretendientes! —gritó la marquesa, y sus perros salchicha ladraron y brincaron en torno a ella como pequeños y rechonchos querubines.
—Pero no son mis pretendientes, ¿verdad? —preguntó. De repente lo comprendió todo, y dirigió una mirada acusatoria a su hermano —. Y si lo fueran, esta noche lo he echado todo a perder.
La marquesa jadeó al escucharla.
—¿Qué has hecho esta vez?
Felicity ignoró el tono, como si ya hubiera esperado que hiciera algo para espantar a sus pretendientes. El que hubiera sido justo eso lo que hizo era del todo irrelevante. Lo que importaba era lo siguiente: que su familia le ocultaba secretos.
—¿Arthur?
Arthur se volvió para mirar a su madre, y Felicity reconoció la mirada de súplica frustrada de cuando eran niños, como cuando robaba la última porción de tarta de cereza o cuando le pedía que la dejaran ir con él y sus amigos al estanque por la tarde. Siguió su mirada hasta donde se encontraba su madre, vigilando desde arriba y, por un momento, se preguntó cuántas veces habían estado ya en aquella misma posición, los niños abajo y uno de sus padres arriba, como Salomón, esperando una solución a sus ínfimos problemas.
Pero este problema no era ínfimo.
A juzgar por la mirada de impotencia de su madre, el problema era más grande de lo que Felicity se había imaginado.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Felicity antes de colocarse justo frente a su hermano—. No. A ella no. Es evidente que yo también estoy metida en esto, así que me gustaría saber qué ha pasado.
—Yo podría preguntar lo mismo —replicó su madre desde arriba.
Felicity no la miró al responder.
—Le dije a todo Londres que me iba a casar con el duque de Marwick.
—¡¿Que has hecho qué?!
Los perros comenzaron a ladrar de nuevo, esta vez enloquecidos, mientras su ama se sumía en otro ataque de tos. Aun así, Felicity no apartó la vista de su hermano.
—Lo sé. Es terrible. He armado un buen lío. Pero no soy la única… ¿verdad? —La mirada culpable de Arthur se encontró con la suya, y ella repitió—: ¿Verdad?
Él inspiró profundamente y luego soltó todo el aire con lentitud y frustración.
—No.
—Algo ha sucedido.
Él asintió.
—Algo relacionado con el dinero.
Otro asentimiento.
—Felicity, no hablamos de dinero con los hombres.
—Si es así, madre, deberías marcharte, porque tengo la intención de continuar con esta conversación. —Los ojos marrones de Arthur se encontraron con los de ella—. Algo relacionado con el dinero.
Él desvió la mirada hacia la parte trasera de la casa, donde había un largo y oscuro pasillo que finalizaba en una escalera que subía a los aposentos del servicio, donde dormía una docena de sirvientes sin saber que su destino estaba en juego. Igual que lo había hecho Felicity hasta ahora, hasta que su hermano, a quien ella amaba con todo su corazón, asintió por última vez.
—No tenemos nada —dijo.
Ella parpadeó ante aquellas palabras; por más que había reclamado una respuesta, esta era más impactante de lo que esperaba.
—¿Qué quieres decir?
Él se giró, frustrado, y se pasó las manos por el pelo antes de volverse de nuevo hacia ella con los brazos abiertos.
—¿Que qué quiero decir? Que no hay dinero.
Ella descendió del todo la escalera, agitando la cabeza.
—¿Cómo es posible? Eres Midas.
Él rio, aunque fue un sonido totalmente exento de humor.
—Ya no lo soy.
—No es culpa de Arthur —anunció la marquesa de Bumble desde el rellano—. No sabía que era un mal negocio. Pensó que los otros hombres eran de confianza.
Felicity sacudió la cabeza.
—¿Un mal negocio?
—No fue un mal negocio —replicó él en voz baja—. No me estafaron. Yo solo… —Ella se acercó a él y extendió un brazo para tratar de consolarlo. Y luego añadió—: Nunca imaginé que lo perdería.
Ella tomó las manos de él entre las suyas.
—Todo irá bien —afirmó en voz baja—. Solo has perdido algo de dinero.
—Todo el dinero. —Miró sus manos entrelazadas—. Por Dios, Felicity. Pru no puede enterarse.
Felicity no creía que a su cuñada le importara lo más mínimo que Arthur hubiera hecho una mala inversión. Le sonrió.
—Arthur. Eres el heredero de un marquesado. Papá te ayudará a recuperar tu negocio y tu reputación. Hay tierras. Casas. Todo se arreglará por sí solo.
Arthur negó con la cabeza.
—No, Felicity. Papá invirtió conmigo. Todo se ha esfumado. Solo nos queda el título.
Felicity parpadeó y se giró al fin hacia su madre, que seguía de pie con una mano sobre su pecho, y asintió.
—Todo.
—¿Cuándo?
—No es importante.
Ella se volvió hacia su hermano.
—De hecho, creo que sí que lo es. ¿Cuándo?
Él tragó saliva.
—Hace dieciocho meses.
La mandíbula de Felicity se desencajó. Dieciocho meses. Le habían mentido durante un año y medio. Habían tratado de casarla con un montón de hombres totalmente inadecuados para ella, y después la habían enviado a una ridícula fiesta en una residencia campestre para que se uniera a otras cuatro mujeres que intentaban convencer al duque de Haven de que aceptara a alguna de ellas como su segunda esposa. Debería de haberlo adivinado entonces, justo en el momento en que su madre, quien adoraba los buenos modales, a sus perros y a sus hijos —en ese orden—, le había sugerido que la idea de que Felicity compitiese por la mano del duque era sensata.
Debería de haberlo sabido cuando su padre se lo permitió.
Cuando su hermano se lo permitió.
Ella lo miró.
—El duque era rico.
Él pestañeó.
—¿Cuál de todos?
—Los dos. El del verano pasado. El de esta noche.
Su hermano asintió.
—Y todos los demás.
—Eran lo suficientemente ricos.
La sangre le llegó hasta los oídos.
—Tenía que casarme con uno de ellos.
Él asintió de nuevo.
—Y ese matrimonio llenaría las arcas.
—Esa era la idea.
La habían estado usando durante un año y medio. Haciendo planes sin que ella lo supiera. Durante un año y medio. Solo había sido un peón en el juego. Negó con la cabeza.
—¿Cómo no me dijiste que el objetivo era casarme a cualquier precio?
—Porque no lo era. No podría casarte con cualquiera…
Se percató de que dudaba al final de la frase.
—Sin embargo…
Suspiró e hizo un gesto con la mano.
—Sin embargo.
Escuchó las palabras que se quedaron sin pronunciar.
«Necesitábamos ese compromiso».
No había dinero.
—¿Qué hay de los sirvientes?
Él movió la cabeza.
—Hemos recortado el personal en todas partes menos aquí.
Felicity imitó el gesto de su hermano y se volvió hacia su madre.
—Todas esas excusas…, las innumerables razones por las que no nos fuimos al campo.
—No queríamos preocuparte —le respondió ella—. Ya estabas tan…
«Abandonada. Acabada. Olvidada».
Volvió a sacudir la cabeza.
—¿Y los arrendatarios?
Los arduos trabajadores del campo. Que dependían del título para subsistir. Para protegerlos.
—Ahora se quedan con lo que consiguen —respondió Arthur—. Son ellos quienes comercian con su propio ganado y arreglan sus propias casas.
Estaban protegidos, pero no por el título al que estaba atada la tierra.
No había dinero. Nada que pudiera salvaguardar las tierras para las futuras generaciones, para los hijos de los arrendatarios. Para el hijo pequeño de Arthur y el segundo que estaba en camino. Para su propio futuro, si no se casaba.
«No podemos permitirnos otro escándalo».
Las palabras de Arthur volvieron resonar en su interior de manera inesperada, pero esta vez con un nuevo significado, más literal.
Era el siglo XIX, y ostentar un título no aseguraba un estilo de vida acorde con él, como antes solía ocurrir; había aristócratas empobrecidos por todo Londres, y pronto, la familia Faircloth se añadiría a sus filas.
No era culpa de Felicity, pero, de alguna manera, sentía que lo era.
—Y ahora no me aceptarán.
Arthur desvió la mirada, avergonzado.
—Ahora no te aceptarán.
—Porque he mentido.
—¿Qué se te pasó por la cabeza para contar una mentira tan espantosa? —clamó su madre casi sin aliento por el pánico.
—Supongo que lo mismo que os pasó por la cabeza cuando decidisteis ocultarme un secreto tan espantoso —le respondió Felicity, presa de la frustración—: Desesperación.
Rabia. Soledad. El deseo de formarse un futuro sin pensar siquiera en qué podría ocurrir después.
Su gemelo le lanzó una mirada clara y honesta.
—Ha sido un error.
Ella alzó la barbilla, y una intensa sensación de rabia y terror la inundó.
—El mío también.
—Debería habértelo contado.
—Hay muchas cosas que ambos deberíamos haber hecho.
—Pensé que podría protegerte… —comenzó, y Felicity alzó las manos para detenerlo.
—Pensaste que podrías protegerte a ti. Pensaste que podrías ahorrarte el tener que contarle a tu esposa, a quien se supone que adoras, toda la verdad sobre ti. Pensaste que podrías ahorrarte la vergüenza.
—No solo la vergüenza. La preocupación. Soy su marido. Soy quien debe cuidarla. Cuidarlos a todos.
Una esposa. Un niño. Otro en camino.
Felicity sintió una punzada de tristeza, de compasión, teñida con su propia decepción. Su propio miedo. Su propia culpa por comportarse de manera tan impulsiva, por hablar tan alto, por haber cometido un error tan grande.
Arthur continuó después de que se hiciera un silencio.
—No debería haber pensado en usarte.
—No —le respondió ella, lo suficientemente enfadada como para no permitirle salir airoso—. No deberías haberlo hecho.
Soltó otra carcajada desprovista de humor.
—Supongo que me merezco lo que se avecina. Después de todo, no te vas a casar con un duque rico. Ni con nadie que sea rico, ya que estamos. Y no deberías verte obligada a rebajar tus expectativas.
Pero ahora Felicity había propagado una enorme mentira y había arruinado cualquier posibilidad de que sus expectativas se cumplieran, y con ello también cualquier posibilidad de que su familia tuviera el futuro asegurado. Nadie la aceptaría; no solo estaba marcada por su comportamiento pasado, sino también había mentido. Públicamente. Sobre su matrimonio con un duque.
Ningún hombre en su sano juicio juzgaría ese pecado como expiable.
Adiós, expectativas.
—No merece la pena siquiera pensar en las expectativas si no tenemos un techo sobre nuestras cabezas. —La marquesa suspiró, como si pudiera leer los pensamientos de Felicity desde arriba—. Por Dios, Felicity, ¿qué se te pasaría por la cabeza?
—No importa, madre —intervino Arthur antes de que Felicity pudiera responder.
Arthur, siempre protegiéndola. Siempre tratando de protegerlos a todos, el idiota.