Kitabı oku: «Bienvenidos a Dietland», sayfa 3

Yazı tipi:

Después de catorce horas en el coche, conduciendo de Boise a Los Ángeles en un solo día, mi madre y yo llegamos al 34 de Harper Lane con las caras y los brazos colorados por el sol. Mi tía abuela Delia y su segundo marido Herbert vivían en una pequeña casa de piedra, cuya puerta delantera estaba cubierta de enredaderas y buganvillas. El jardín era verde con limoneros y palmeras. «Pronto volverás con tu padre», me susurró Delia cuando bajé del coche, «solo tienes que darle a tu madre un poco de tiempo».

Delia había vivido sola en la casa de Harper Lane después de que su hijo Jeremy se marchara a una universidad en el este, pero después se casó con Herbert y más tarde nos acogió a nosotras. Mi madre se acomodó en el estudio, con su televisión en blanco y negro y un sofá cama. A mí me dejaron una habitación libre en la parte delantera de la casa, desde la cual se podía ver una datilera, o más bien su tronco, recubierto de triángulos como el cuello de una jirafa.

Después de dejarme llamar por teléfono a mi padre y de llevarme a la prometida Disneylandia, mi madre se retiró al estudio y lo abandonó muy pocas veces en lo que quedaba de verano. Si quería verla, tenía que entrar de puntillas y acurrucarme junto a ella en su cama. Con las cortinas echadas estaba oscuro; no podía verla pero sí sentir su mano en mi cabeza, acariciándome el pelo. Escuchaba el ruido del ventilador en la esquina; mi nariz se llenaba del olor de su sudor.

Delia era la directora de un restaurante durante el día. Herbert estaba jubilado y se sentaba en el sofá a ver sus «programas», empezando con El Precio Justo por la mañana y siguiendo hasta la cena. No se le podía molestar. Me llevó al centro comercial y me compró una pila de libros, recortables, muñecas, unos patines nuevos y una comba, esperando que me entretuviera yo sola.

Una tarde me senté en el patio delantero bajo la palmera a leerme uno de los libros. Hacía calor en California, mucho más que en Idaho, y empecé a fantasear con la idea de un polo de cereza. Cuando iba a levantarme un coche azul con dos mujeres dentro se paró enfrente de la casa. Una de ellas se asomó por la ventanilla del acompañante y sacó una cámara de fotos negra y grande. Apretó el disparador varias veces. Cuando acabó, se volvió a acomodar en el coche y se fueron. Pude oír el sonido de su risa alejándose tras ellas.

Miré alrededor buscando algo que fuera merecedor de una foto, pero no vi nada. ¿Me las habrían sacado a mí? Entré en la casa y me asomé por detrás de las cortinas del salón para ver si volvían.

Herbert ni siquiera se dio cuenta de mi presencia mientras me sentaba junto a él en el sofá. En la mesita, sus gafas reposaban sobre la guía de televisión, envueltas en su funda de piel de serpiente. Intenté seguir leyendo el libro, pero los aplausos del concurso no me dejaban concentrarme. Volví a apartar las cortinas y miré hacia la calle, pero allí no había nadie. Salí con mi helado y me senté bajo el árbol, quitándole el plástico que lo envolvía y lamiéndome las gotas rojas de entre los dedos.

Un deportivo amarillo se detuvo. Una chica se asomó por la ventanilla y sacó varias fotografías. Me miró y se rio. El deportivo aceleró y la melena rubia de la chica ondeó con el viento, como si fueran llamas de fuego.

Cuando el ruido del coche desapareció, y todo volvió a la calma, tiré el polo a la basura. ¿Qué había visto la chica? Quise correr hacia mi madre pero estaba dentro de la habitación oscura.

«¿Herbert?», pregunté, entrando en la casa. Me hizo señas de que me fuera. El resto de la tarde me quedé escondida en el jardín de la parte de atrás, sentada con mis libros dentro de la piscina, una carcasa de cemento sin agua.


Evité el patio durante varios días, pero no me gustaba la terraza de atrás, que estaba atestada de cosas, con una colección de cañas de bambú en una esquina, muebles de jardín en la otra y un agujero de cemento en el medio. Cuando me aburrí de leer y mis lápices de cera se reblandecieron por el calor, me puse los patines, pensando que la piscina vacía sería perfecta como pista de patinaje. Herbert me vio desde la ventana de la cocina y me gritó que me iba a romper una pierna.

Él guardaba un montón de dulces y bollos escondidos tras la panera de la cocina, así que cogí uno y me fui al patio delantero con mis patines. Mientras me dirigía hacia el buzón, con la boca llena de bizcocho y crema, un coche se paró, y supe lo que iba a suceder. Un hombre salió del coche y se puso a hacer fotos, después se largó.

Delia volvió a casa por la tarde y me vio sentada en la mesa de la cocina, leyendo un libro. «¿Por qué no estás fuera, cariño?». Me encogí de hombros. No quería decirle que la gente se me quedaba mirando, que me hacían fotos y que algunos incluso se reían.

La mayoría de las noches nuestra cena provenía del restaurante. Delia sacaba cajas de poliestireno de una bolsa de papel marrón y las dejaba en la mesa. Me tomaba un sándwich a la plancha y ensalada de col, comidas raras que mi madre nunca hacía en casa. Ella no nos acompañaba en la cena y me dejaba sola con Herbert y Delia, que se ponían a hablar de cosas de adultos. Miré a la calle desde la mesa, esperando ver más coches. No vino ninguno.

Después de la cena, Delia y Herbert salieron a la terraza trasera con una botella de vino y me permitieron quedarme en el salón a ver la tele. Me senté en el hueco que había dejado Herbert en el sofá verde. Vi dos telecomedias y antes de que empezara la tercera, fui a la cocina para ponerme un vaso de leche. Volví al salón y me estaba llevando el vaso a la boca cuando vi a un hombre asomado a la ventana. Era grande y amenazador. Nuestras miradas se encontraron y se apresuró a volver a su coche e irse.

Dejé el vaso en la mesita, salpicando leche en la guía de televisión de Herbert, y me fui corriendo hacia mi cuarto. Metida en la cama y tapada con la colcha, me pregunté: ¿Quién es esta gente? ¿Y por qué se me quedan mirando?


Antes de que nos mudáramos a la casa de Harper Lane, ya había temido que hubiera algo malo en mí. En casa, cuando visitábamos a los primos, se reían de mí y me llamaban cerdita hasta que sus madres les mandaban callar. En primer curso, en la clase de la señorita Palmer, las dos chicas que se sentaban a mi lado, Melissa H. y Melissa D., me dijeron que no me iban a invitar a su fiesta de Halloween porque tenía microbios de gorda. Cuando le pregunté a mi madre qué significaba eso, me dijo que no les hiciera caso.

No sabía qué era lo que otras personas veían cuando me miraban. En el espejo no era capaz de verlo. Y en la casa de Delia las cosas iban a peor. La gente me estaba sacando fotos y yo no sabía por qué. Por el día me escondía en mi habitación y les aguardaba. Una vez estaba armando un jaleo en la cocina con la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y dos chicas escalaron la valla de la terraza. Dejé caer el cuchillo y grité a Herbert para que viniera. Cerró la puerta de atrás y ahuyentó a las chicas. «Condenadas turistas», gritó. Miré a la calle, horrorizada. Herbert volvió a entrar en la casa y me pasó la mano por el pelo. «No les prestes atención, nena».

«Ignóralas». Eso era lo mismo que había dicho mi madre.

Me mantuve alejada de las ventanas para que nadie pudiera verme. La mayor parte del día me quedaba sentada en el suelo del salón, envuelta en una manta para protegerme del frío del aire acondicionado, y veía concursos con Herbert. Cuando mi madre salía de su cuarto para ir a la cocina, me decía que estaba pasando mucho tiempo dentro de casa. «No es la única», le dijo Herbert.

Delia y él me llevaron al centro comercial y me compraron una bicicleta con pompones morados que colgaban del manillar. Cuando volvimos a casa, esperaban que me pusiera a montarla por la calle, arriba y abajo. Estuve así una hora, hasta que una pareja con una furgoneta plateada se paró frente a la casa. «Hola, niñita», dijo el hombre con una voz que me asustó.

Entré en casa llorando.

—¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó Delia, acercándose a mí y pasándome sus uñas postizas por la espalda—. ¿Te has caído de la bici?

—La gente me mira.

—¿Quién?

—La gente de los coches. Se paran frente a la casa y me hacen fotos.

Delia empezó a reírse, poniéndose una mano delante de la boca, tapando la amplia sonrisa y mostrando sus uñas color rosa perlado.

—No te están haciendo fotos a ti, nena. Están haciendo fotos de la casa. Una mujer muy famosa solía vivir aquí. Llevo en esta casa tanto tiempo que ya ni me doy cuenta de los locos que vienen.

Delia me habló acerca de Myrna Jade, una estrella de las películas mudas de los años veinte. Me contó que no había oído hablar de ella cuando compró la casa.

—Estaba hecha un desastre. Se caía a trozos. Jamás hubieras imaginado que una estrella de cine vivía aquí.

Myrna Jade había sido olvidada, sus películas estaban fuera de circulación, hasta que un historiador escribió un libro acerca de ella en los años setenta que se convirtió en una película muy popular en los ochenta, Myrna-manía, lo llamó Delia.

—Ahora mi casa está en El mapa de las estrellas y la gente pasa a cualquier hora del día o de la noche. La mayoría europeos. Sé que es una molestia, nena. Créeme, lo sé. Pero no hay nada que se pueda hacer así que no les prestes atención.

No estaba segura de creer a Delia. ¿Quién iba a pensar que una estrella de cine viviría en una pequeña casa de piedra y no en un castillo? Me pregunté si estaba intentando hacerme sentir mejor. Me fui a mi cuarto el resto de la tarde y cuando llegó la hora de irse a dormir, me puse el pijama y me asomé a la ventana. Un flash. Clic. Otros dos. Clic, clic. Flores eléctricas contra el cielo nocturno.


***


Las mujeres que vinieron antes de mí tenían una figura definida. Mi abuela, la madre de mi madre, murió antes de que yo naciera pero quedaban fotografías de ella. En mi favorita aparece ella de joven junto a su hermana, en el paseo marítimo de Atlantic City, las dos con los brazos entrelazados y sonriendo a la cámara. Me gusta pensar que mi abuela nos estaba dirigiendo la mirada a mi madre y a mí a través del tiempo, aunque en esa época no nos habría podido ni imaginar. Es una adolescente en esa foto, su corte de pelo al estilo de los años veinte. Su hermana y ella llevan vestidos de lunares y las dos son rellenitas. Ya desde pequeña me veía a mí misma en ellas. Sabía que estábamos conectadas, como un collar de perlas blancas extendiéndose hacia el pasado.

Cuando mi madre era pequeña también tenía una figura definida, pero no era rolliza como ellas. El día que nací, me miró y supo que me llamaría por otro nombre, independientemente de lo que pusiera en el certificado de nacimiento. «Tenías el pelo muy oscuro», dijo, «era tan largo que podía enrollar los dedos en él. Tu piel era como una rosa. Eras tan dulce que te hubiera podido comer, mi pequeña Plum».

Una perla, una ciruela... la redondez me definía.

Todos los años, el primer día de colegio, la profesora pasaba lista y cuando llegaba a mi nombre, decía: «¿Alicia Kettle?», y entonces le tenía que decir que me llamaban Plum.

Ciruela. Gordita. Cerdita.

Alicia soy yo pero no soy yo.


Vivimos en la casa de Harper Lane durante cinco meses y después nos mudamos a nuestro propio piso. Mi padre se quedó en Idaho y se divorciaron. El sueldo de mi madre como secretaria del departamento de biología de una universidad nos permitía tener una casa con muebles de madera oscuros, que absorbían toda la luz, y moqueta de color naranja vómito. Vivimos en ese piso unos cuantos años, hasta que Herbert murió de un infarto. Delia se sentía tan infeliz viviendo sola que suplicó que nos volviéramos a mudar a la casa con los mirones, los curiosos, los fotógrafos.

Los colegios que había cerca de la casa de Delia serían mejores para mí, dijo mi madre, y le gustaba la idea de escapar del complejo residencial con los pañales sucios flotando en la piscina. Ya había decidido marcharse, así que nos fuimos.

En la casa de Harper Lane estábamos bajo vigilancia constante. Sentada para desayunar, alzaba la vista de mis cereales y veía una figura asomada a la ventana, que se escapaba como un ratón asustado cuando lanzaba mi zapatilla contra el cristal. En mi habitación siempre tenía las cortinas corridas, pero sabía que estaban ahí fuera. A Delia y a mi madre no parecía importarles las miradas y las cámaras de los extraños. Cuando estaban fuera de casa podían escapar; para ellas era solo un problema temporal.

En el colegio no había ningún sitio donde esconderme. Estaba rodeada. Había tanta gente que nunca tenía la certeza de quién estaba mirando. Todos los días tenía ganas de escaparme, de cerrarme como una flor con el calor.

No le contaba a nadie lo que sucedía en la escuela. Algunas veces, al final del día, me encontraba con que me habían escupido en el pelo o me habían pegado un papel en la espalda que decía: HAZME UN FAVOR Y EXPLÓTAME. El primer día en el instituto, después de que una compañera mayor que nosotras fuera violada en un descampado, me ofrecieron clases de autodefensa. Cuando fui allí, dos chicas se burlaron y dijeron en alto, para que todo el mundo las oyera: «¿Quién querría violar a esta?».

Llamé a Idaho por teléfono y pregunté: «Papá, ¿crees que soy guapa?». Sabía que me diría que sí porque era mi padre.

Durante mi siguiente año de instituto, un chico me pidió ir al baile. No me fiaba mucho de los chicos, puesto que no me prestaban ninguna atención, a no ser que fuera para insultarme o algo peor, pero mi madre me insistió para que fuera. Me dejó en la puerta del gimnasio del colegio y esperé a ese chico en el aparcamiento durante más de una hora, arrastrando los bajos de mi vestido violeta y manchándolos de aceite de motor. El chico no vino y todo el mundo lo sabía. Lo habían visto.

Quise ser más pequeña para que no me vieran.

Si fuera más delgada, no se quedarían mirando. No serían tan crueles.


***


En la cafetería de Carmen, con el portátil abierto delante de mí, no podía concentrarme en los mensajes de las lectoras de Kitty. Había dejado el libro de Verena Baptist en la silla de al lado, y el día anterior ya me había leído unos cuantos capítulos. Seguí echándole miradas de reojo: Aventuras en Dietland. No era el tipo de libro que normalmente leía, pero tenía ganas de volver a casa y devorar sus páginas. No sabía por qué la chica me había dejado el libro ni por qué estaba en la Torre Austen. Parecía imposible que pudiese ser parte del mundo de Kitty y, sin embargo, había estado en su despacho. No la había visto desde entonces, así que me pregunté si ya había terminado su jueguecito.

Desde que había posado los ojos en el libro y en el nombre de Verena Baptist, había sido transportada a Harper Lane. La chica no podía saber nada de mi pasado, o de que yo había sido una baptista, pero gracias a ella no podía dejar de pensar en aquella época, cuando tenía la edad de una de las chicas de Kitty. No es que me apeteciera mucho recordarlo, pero el libro me obligaba a ello.

Me convertí en baptista en mi tercer año de instituto. Estaba con la gripe y me quedé en casa durante tres días, sin hacer nada salvo ver la televisión. La gente que aparecía en los programas matutinos no me resultaban familiares, sobre todo los sonrientes vendedores que anunciaban productos que yo no sabía ni que existían. Jamás había oído antes el nombre de Eulayla Baptist, pero aparecía en una serie de anuncios para la Pérdida de Peso Baptista©. Tampoco había oído hablar de eso.

En todos los anuncios, una vieja fotografía de Eulayla Baptist llenaba la pantalla. Aparecía enorme, enfundada en unos vaqueros desgastados, intentando apartar su cara de la cámara. Una voz en off decía: «Esa era yo, Eulayla Baptist. Estaba tan gorda que ni siquiera podía jugar con mi hija». Unos violines tristes sonaban de fondo, llegando a un crescendo cuando la Eulayla delgada atravesaba la fotografía, destrozándola en el proceso. Esa era su gran entrada, con los brazos extendidos hacia el cielo.

Plano de Eulayla sentada a la mesa de una cocina soleada y con un mantel de cuadros rojos. «Al escoger comer con el Plan Baptista, nunca más tendrás que pasar hambre. Para desayunar y comer, disfruta de un batido baptista, enriquecido con melocotones de Georgia. Para cenar, las posibilidades son infinitas. Ahora mismo, estoy disfrutando de un plato de pollo con patatas». Eulayla, con su pelo rubio recogido en un moño francés y su eterna cruz dorada adornándole el cuello, dejaba el tenedor y miraba a la cámara, que se movía para cerrar el plano. «Con el Plan Baptista, no hay necesidad de ir a la compra ni de cocinar. Mi programa se encarga de todo lo que necesitas, excepto la fuerza de voluntad. Ese ingrediente tan especial tienes que ponerlo tú».

Cada veinte minutos o así esta mujer aparecía en pantalla, destrozando los vaqueros gigantes. En otros anuncios estaba acompañada de otras personas que también rompían sus fotos. Estaba Rosa, veintitrés años: «Si iba a estar gorda en las fotos de mi boda, prefería morir soltera». Violines tristes y ¡ráfaga!, Rosa estaba delgada. Marcy, de cincuenta y siete: «Mi marido quería ir de crucero, pero le dije: “¡Ni de broma! Con estos muslos, no me puedo poner pantalones cortos”». Violines tristes y ¡ráfaga!, Marcy estaba delgada. Cynthia, de cuarenta y un años: «Después de que mi marido muriera en un accidente de avión, me dediqué a comer diez mil calorías al día como mínimo. Si Rodney estuviera vivo, se habría avergonzado de mí». Violines tristes y ¡ráfaga!, Cynthia estaba delgada.

Estuve viendo la televisión durante horas, esperando los anuncios, hipnotizada. Saqué el anuario escolar y busqué mi foto en la página 42. En el pie se leía: «Alicia Kettle trabaja en su proyecto de ciencias en la biblioteca». Me imaginé viendo esa foto en la televisión, con mi eterno vestido negro y mi papada. ¡Ráfaga! Aniquilaría a esa chica tan odiosa.

Apunté el número de información gratuito decidida a convertirme en una baptista, aunque sabía que mi madre no me dejaría hacerlo. Tenía la mentalidad de apañarse con lo que tuvieras en lo que se refería a asuntos del cuerpo, ya fuera la altura, el peso o el color del pelo. Creía que la mayor parte de esas cosas ya te venían prefijadas. «Eres guapa tal y como eres», me decía siempre, y hasta parecía creérselo. Una vez que estábamos discutiendo acerca de las dietas, me dijo: «Te pareces a la abuela», lo que significaba: «Te pareces a la abuela y no hay nada que puedas hacer para remediarlo».

Daba igual lo mucho que le suplicara, no me dejaba ponerme a régimen. La madre de mi amiga Nicolette era miembro de Waist Watchers y fotocopié alguna de sus recetas, manteniéndolas escondidas. Intenté seguir la dieta por mi cuenta, pero no sabía cuántas calorías había en los platos que traía Delia del restaurante, ya fuera lasaña o estofado de pollo. Había demasiados ingredientes que tener en cuenta. Tomaba raciones más pequeñas y algunas veces me saltaba la comida en el colegio, pero no me gustaba pasar hambre. En mi instituto había chicas que ayunaban, pero yo no sabía cómo lo hacían. Si estaba hambrienta, no me podía concentrar y necesitaba hacerlo para sacar buenas notas.

Los anuncios de la televisión decían: «¡Una baptista nunca pasa hambre!». Ese era el reclamo. No sabía cómo iba a pagarlo, pero ya encontraría el modo. Estaba muy emocionada por mi plan secreto. La noche del baile del instituto mi madre me llevó a cenar. Cuando llegamos a casa, nos encontramos a un hombre arrodillado en el patio delantero, en homenaje a Myrna Jade. Cuando me vio hizo una foto. «Chica guapa», dijo. Nadie excepto mis padres y Delia me había llamado guapa jamás. Me gustó. Algo había cambiado en mí desde que había decidido convertirme en baptista. Solo con pensarlo ya me sentía más delgada.

No me importó no haber acudido al baile aquella noche. No necesitaba bailes ni a los chicos de mi instituto. Se acercaban las vacaciones de verano, después sería mi último año, y al final de todo iría a la Universidad de Vermont. Gracias al Plan Baptista estaría delgada cuando empezaran las clases. Nadie sabría que Plum, la gorda, había existido. Ni siquiera diría que me llamaba Plum. Sería Alicia, porque ese era mi verdadero nombre.

Si la gente me preguntaba por Plum, yo diría: «¿Quién? No conozco a nadie con ese nombre».

¡Ráfaga!


***


Después del instituto, no quedaba con nadie ni me apuntaba a ninguna actividad. Hacía los deberes. Siempre fui muy aplicada, no hacía falta que me lo recordaran. Por las tardes, a solas en la casa de Harper Lane, me sentaba a la mesa del comedor con las cortinas corridas y trabajaba a la luz de una lámpara. Algunas veces la gente llamaba a la puerta o tiraban piedrecitas a las ventanas. Intentaban girar los picaportes. Yo hacía lo posible por no ser vista.

Cuando mi madre llegaba a casa del trabajo abría las ventanas, dejando pasar la luz. «Hace un tiempo magnífico ahí afuera», me decía, pero yo me escapaba a la oscuridad de mi habitación. Un día Delia sugirió que fuera al restaurante por las tardes para hacer allí mis deberes. Supongo que ya lo había hablado con mi madre, pero hizo que pareciera una sugerencia espontánea por su parte.

Entre el turno de comidas y el de cenas el restaurante estaba prácticamente vacío. Delia y yo nos sentábamos en un reservado de vinilo rojo al fondo, ella con sus papeles, yo con mis tareas, las dos bebiendo refrescos de cola light con hielo y limón. Me pasaba las horas haciendo ejercicios de geometría y leyendo gruesas novelas rusas para mi clase de literatura avanzada. Algunas veces Nicolette se nos unía y las dos trabajábamos en proyectos de química o hablábamos en francés.

Llevaba yendo al restaurante un par de semanas cuando se me ocurrió una idea. Había estado pensando en cómo financiarme el Plan Baptista y me pregunté si podría aprovechar el restaurante para mis fines. Empecé a meterme en la cocina y observar a la chef Elsa preparar las cosas para el turno de cenas, a expresar interés, a preguntar cosas. Tal como esperaba, me permitió ayudar, enseñándome a cortar y a saltear. Cuando le pedí un trabajo a Delia estuvo de acuerdo, así que durante un par de horas por las tardes trabajaba en la cocina, escuchando ópera en la radio.

Después de un mes, con la escuela a punto de terminar debido al verano, tuve suficiente dinero para unirme a los baptistas. Cuando se lo conté a mi madre, tuvimos una discusión. «Es demasiado radical», dijo. Escuchando tras las puertas, oí cómo mi madre y Delia hablaban de ello. «Sé razonable, Constance. La vida no es fácil para ella», argumentó Delia. Hubiera ido aun sin el permiso de mi madre. Tenía diecisiete años y ella no podía impedírmelo.


Había un centro de Pérdida de Peso Baptista© cerca del restaurante, que tenía las ventanas cubiertas con cortinas blancas para que nadie pudiera ver lo que pasaba dentro. Tenía que pasar por delante de dos gimnasios y un par de clínicas de adelgazamiento para llegar allí, pero yo no estaba interesada en ninguno de ellos. El Plan Baptista era el adecuado para mí. El primer día de las vacaciones de verano, con el salario del primer mes metido en mi bolsillo, abrí la puerta de la clínica baptista y me encontré con un retrato a tamaño real de Eulayla Baptist sosteniendo sus famosos y enormes vaqueros. Dos campanas sonaron cuando entré, anunciando el comienzo de mi nueva vida.

Me llevaron a una habitación a oscuras junto a los otros nuevos miembros, donde nos pusieron un documental acerca de Eulayla llamado Renacida. Se veían imágenes de Eulayla como Miss Georgia 1966 y de ella compitiendo en el concurso de Miss América. Cuando se casó y tuvo una hija ganó un montón de peso, que después no pudo perder. Intentó todas las dietas posibles, incluso bordeó la anorexia, pero nada funcionaba a largo plazo. En el quinto cumpleaños de su hija, pesaba más que nunca. La antigua reina de la belleza se había convertido en una depresiva con tendencias suicidas y le suplicó a su marido que le pagara una operación de reducción de estómago, pero él se negó. Una vecina suya había muerto por hacerse esa misma cirugía, no dejaría que Eulayla arriesgara su vida.

Allen Baptist, fundador de un culto evangélico en las afueras de Atlanta (al que no le habían permitido llamar baptista por razones obvias), quería muchísimo a su esposa y estaba desesperado por poder ayudarla. Contrató a su prima para que se mudara a vivir con ellos, cocinara para Eulayla y se asegurara de que no comiera demasiado. Decidió que necesitaba apartarla completamente del mundo de la comida. Su prima preparaba todas las comidas de Eulayla, así que ella no tenía que ir a la compra ni meterse en la cocina. Allen Baptist incluso tomó la tajante determinación de ponerle un cerrojo a la nevera. No llevaba a Eulayla a cenar fuera, y ella dejó de quedar con amigos e incluso de ir a la iglesia. Los rumores de que Eulayla estaba muerta se extendieron por el vecindario.

Después de nueve meses de infierno, comiendo solo huevos cocidos, carne magra y queso blanco con melocotones de lata, Eulayla perdió los cincuenta y dos kilos que estaban arruinando su vida, y comparó su proceso con el nacer de nuevo. En ese momento sintió que su misión sería ayudar a otros a controlar su apetito y a aprovechar todo su potencial, igual que ella había hecho.(2)

Con el reacio apoyo de su marido, a Eulayla se le ocurrió la idea de empezar una clínica de control de peso que ofrecería a sus clientes batidos bajos en calorías, cenas congeladas y un plan de ejercicios especial. Los baptistas no cocinarían ni irían a hacer la compra, no tendrían ni que pensar en la comida, excepto cuando llegara la hora de beber o calentarse la siguiente. El primer centro de Pérdida de Peso Baptista© abrió las puertas en Atlanta en 1978. Para finales de los noventa, cuando yo me apunté, ya había más de mil centros en varios países.


Cuando el documental se acabó y encendieron las luces, empezó la orientación. Mientras tanto, los anuncios en los que rasgaban las fotos del «antes» se repetían en bucle.(3)

Solo había mujeres en el grupo de la presentación y muchas estaban bastante delgadas. No entendía por qué estaban allí, pero todas se mostraron agradables conmigo, comportándose como si tuviéramos algo en común.(4)

Gladys, la jefa de nuestro grupo, se presentó. Era una mujer negra con un moño muy cardado al estilo antiguo. Llevaba puestos unos tacones con los que hacía un chirrido al caminar. Sonreía sin cesar mientras nos ofrecía los archivadores, los cuadernos y las tarjetas plastificadas con el Juramento Baptista. Se suponía que las teníamos que llevar dentro de la cartera y colocar en el frigorífico:


Los baptistas deben tratar sus cuerpos como a templos. Los baptistas que quieran tener éxito deben seguir los Tres Mandamientos en su vida diaria. Primer Mandamiento: no contaminaré mi cuerpo con comida grasienta o poco saludable. Segundo Mandamiento: haré ejercicio de manera regular. Tercer Mandamiento: propagaré el mensaje baptista a los demás.

© Pérdida de Peso Baptista, S.A.


Recogí todas las tarjetas y panfletos y los metí en mi nuevo archivador, emocionada por ser parte de la familia. Así era como Eulayla nos llamaba: su familia.

Ya llevábamos con la orientación un buen rato cuando una mujer entró apresurada, disculpándose por llegar tarde y sentándose junto a mí en la fila de detrás. Janine era alta y robusta, con el pelo rubio platino, y su aspecto nos sorprendió igual que si hubiera ido desnuda. Llevaba un vestido muy llamativo, con estampado de flores, medias rosas y zapatones de tacón, similares a los de Minnie Mouse. Nadie más en el grupo de baptistas novatas llevaba colores vivos, solo las deprimentes tonalidades de un día nublado. Mirar a Janine era como mirar directamente al sol.

Deseé que no se hubiera sentado junto a mí, puesto que las dos juntas parecíamos dos huevos de Pascua. En la parte en la que se suponía que teníamos que charlar con nuestra compañera, Janine se comportó como si fuésemos iguales. Incluso me invitó a tomar un café después de la presentación, pero le dije que tenía cosas que hacer. Nunca había tenido una amiga gorda y no quería empezar ahora.

A lo largo de la orientación, Janine dijo unas cuantas cosas como: «Toda mi familia está gorda y piensan que las dietas son una pérdida de tiempo». Gladys se estremeció ante los términos de Janine y no hacía más que corregirla. Aprendimos a decir obesa o con sobrepeso, pero no gorda. Tampoco podíamos pronunciar dieta, sino usar otras palabras como el plan, el programa o comer saludablemente.

Al acabar el encuentro, Gladys nos dio un cuaderno en cuya portada ponía: CUANDO SEA DELGADA™. La imagen mostraba dos mujeres sonrientes con un montón de bolsas de diferentes tiendas. Gladys dijo que teníamos que escribir en nuestro diario todas las semanas. Dentro, en la primera página, se podía leer: CUANDO SEA DELGADA™, y después había cinco líneas en blanco con los temas sugeridos como romances, moda y trabajo. Gladys nos mandó que cerráramos los ojos y nos imagináramos a nosotras mismas, pero delgadas. Nos dijo que escribiéramos cinco cosas que nuestras «yo» delgadas podrían hacer mientras que nuestras «yo» con sobrepeso no podían.

Las otras mujeres y yo empezamos a apuntar cosas, pero Janine se quedó boquiabierta.

—¿Me estás tomando el pelo? —dijo—. Vine aquí para perder unos cuantos kilos porque me duele la espalda. ¿Qué clase de enfermo mental, que se odia a sí mismo, ha escrito esta mierda? —Hojeaba el diario con la cara enrojecida y sin aliento debido a la rabia que sentía.

—Cuida tu lenguaje —respondió Gladys—. Los baptistas no caen en la vulgaridad.

Janine miró a Gladys con los ojos encendidos de ira tras las gafas cat-eye con diamantes de imitación.

₺550,80

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
384 s. 8 illüstrasyon
ISBN:
9788494746086
Tercüman:
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre