Kitabı oku: «Bienvenidos a Dietland», sayfa 4

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—¿Me lo estás diciendo en serio? —. Lanzó su cuaderno CUANDO SEA DELGADA™ hacia Gladys, que estaba aterrorizada y levantó las dos manos para protegerse. Janine se fue dando un portazo. Se produjo un silencio en la habitación, forzándonos a todas a reflexionar sobre la salida de esa mujer pintoresca y cabreada, antipática y gorda, justo lo que ninguna de nosotras queríamos ser.

Cuando me tocó el turno de hablar con Gladys a solas, se disculpó varias veces por el «desafortunado incidente». «Lo que estamos haciendo, aquí en la clínica, es drástico pero muy motivacional», dijo, «estamos cuidando nuestros cuerpos. A gente como esa mujer le parece una amenaza. Es como si fuera una alcohólica o una drogadicta, negando que tenga un problema. Probablemente morirá joven». A Gladys pareció gustarle esa idea.

Me enseñó la sala de ejercicio, con pesas de color rosa por el suelo y en la que había una mujer con un maillot muy recatado guiando a un grupo que daba saltos al compás de la música. En la privacidad de su pequeño despacho, Gladys me sacó una foto con una Polaroid y me dijo que la metiera en el archivador y la llevara a las reuniones semanales en la clínica. Esa era mi foto del antes. Después me pesó, y utilizando un programa informático desarrollado por el hermano de Eulayla, calculó que yo necesitaba perder cuarenta y siete kilos, lo que me llevaría nueve meses con el Plan de Pérdida de Peso Baptista. «¡En nueve meses, estarás hecha un bombón!», me dijo mientras su brazalete de plata tintineaba sobre el teclado. Gladys hacía que todo pareciera tan fácil que quería abrazarla. En nueve meses, estaría delgada. La informática no miente. Me llevé mi primera semana de batidos y cenas congeladas en dos bolsas de la compra, envanecida por las palabras de ánimo de Gladys.

Ya en casa, mi madre me miró con frialdad mientras sacaba la comida de las bolsas. Los batidos y las bandejas de congelados color rosa llenaron la mayor parte de nuestra nevera y congelador. También tenía una caja de suplementos baptistas.

—¿Para qué necesitas esto? —Mi madre examinó las pastillas grisáceas.

—Gladys ha dicho que tenía que tomarme una al día. —Lo había remarcado mucho.(5)

Para desayunar y para comer, me tomaba un batido de melocotón en lata. Para cenar, calentaba en el microondas la comida designada, y después retiraba el plástico plateado para revelar un estofado de carne, los guisantes flotando en la salsa marrón y tibia; o una albóndiga de pavo, un solo planeta crujiente rodeado de anillos de pasta rojiza. Las porciones eran pequeñas, una cucharada o dos de comida, y parecían no tener conexión alguna con la comida de verdad. Pensé en la posibilidad de que estuviera hecha de otra cosa, como papel o plástico, pero no me importaba, siempre y cuando me condujera a la delgadez.(6)

Mi primera semana como baptista estuve llena de energía y motivación. Me habían enseñado a evitar a la gente que estuviera comiendo, esa gente indisciplinada armada con cuchillos y tenedores, pero dado que trabajaba en un restaurante, me fue imposible. No me importaba. Me estaba alejando del mundo grotesco de engullir y masticar. Ver a la gente comer me daba náuseas.

Antes de mi turno en el restaurante, pasaba por la clínica baptista a hacer aerobic. En el trabajo estaba más ágil que nunca. Una noche piqué veinticinco cebollas en tiempo récord, y Elsa, la chef, se maravilló ante mi velocidad. Los pimientos rojos, el apio y los ajos se acumulaban en coloridas pilas sobre las tablas de cortar. Cuando terminaba, me ponía a hacer otras cosas, como reorganizar los estantes y colocar las especias por orden alfabético.

Una noche, cuando volví a casa después del trabajo me encontré a un grupo de diez turistas italianos sentados en el patio, con velas encendidas y tocando la guitarra. Abrí las ventanas de mi habitación para escucharles cantar. Me saludaron y sonrieron, y no me importó que me estuvieran mirando. Nada podía enfriar mi ánimo. Era una chica encarcelada a la que pronto iban a liberar de cumplir una larga sentencia.

A finales de semana pesaba cinco kilos menos. Gladys y las otras mujeres me rodearon, admirando mi menguada figura.(7)

¡En nueve meses, estarás hecha un bombón!

Como todas las subidas, la mía no iba a durar. Cuando empecé la segunda semana, me estrellé. Si hubiera seguido teniendo clases, no hubiera podido asistir. Dejé de ir a aerobic y tenía que obligarme a mí misma a abandonar la casa para ir al restaurante y poder pagar el Plan Baptista. En la cocina de Elsa, me quedaba mirando al vacío sin parpadear. «¿Estás bien?», me preguntó. La semana anterior había sido un juguete al que le habían dado demasiada cuerda, y ahora me había apagado, silenciosa y quieta.

Llamé a Gladys.

—¿Qué me está pasando? —susurré al teléfono, demasiado débil incluso para hablar.

—Es el síndrome de abstinencia del azúcar. Eres una adicta, cariño. El veneno se está retirando de tu cuerpo.

—Pero tengo mucha hambre.

—Lo sé, cielo —contestó Gladys.

Azúcar. Droga. Veneno. Gladys no me estaba ayudando.

Seguí esperando a que esa sensación tan horrible desapareciera, pero no lo hizo. De noche soñaba con pasteles. Los calambres producidos por el hambre me despertaban, recorriendo mi cuerpo como el tañido de una campana. Me tapaba las orejas con las manos y me mecía a mí misma en la cama, esperando apagarlo.

Entre comidas, manejaba el hambre mojando hojas de lechuga en mostaza (consejo de Gladys), que tenían prácticamente cero calorías y eran tan efectivas como comer aire. Así tenía algo que masticar y tragar. Las otras sugerencias de Gladys incluían ponerme a saltar, aunque fuera en público, beber litros de agua y escribir en mi diario de comidas.

1. Después de comer, me siento: Muy satisfecha, satisfecha, con algo de hambre, o muerta de hambre: muerta de hambre

2. Mi estado de ánimo ahora mismo es: Positivo, neutral, desalentado o irritable: positivo

3. Pienso en comida: A la hora de comer, de vez en cuando o a todas horas: a todas horas

Siguiendo el Plan Baptista, estaba constantemente al borde de desmayarme de hambre. Una vez, estaba en la cocina picando un pimiento rojo, pero de repente vi dos pimientos en la tabla de cortar, y después tres. Se estaban multiplicando. Dejé el cuchillo y di un paso hacia atrás, tropezándome con el mango de una sartén y tirando el aceite hirviendo al suelo. Elsa me dijo que me fuera a casa, pero volví con los pimientos, intentando cortarlos mientras me seguían temblando las manos.(8)

Deseaba engullir toda la comida que me rodeaba en el restaurante, pero le supliqué a mi «yo» hambrienta que fuera sensata. La madre de Nicolette, que seguía en Waist Watchers y bordeaba lo anoréxico, tenía una pegatina en su coche que decía: NADA SABE TAN BIEN COMO ESTAR DELGADA. Yo no sabía cómo se sentía una estando delgada, pero si seguía con las bandejas rosas y los batidos y no comía nada más, lo sabría en solo nueve meses. El hecho de que mi desgracia tuviera una fecha para finalizar, una libertad bajo vigilancia, era lo que me mantenía con fuerzas. Una o dos veces pensé en saltar desde la azotea del restaurante, pero me callé y no se lo conté a nadie.

Cuando volvía a casa después del trabajo, cenaba rápidamente y me metía en la cama, porque estar despierta era una tortura. Por las mañanas trataba de tranquilizarme con una ducha caliente, pero dejó de funcionar cuando vi que se atascaba el sumidero con todo el pelo que se me caía.

En la clínica baptista, Gladys me decía: «¡Has sido muy buena esta semana!».(9)

Ella y todas las demás estaban muy interesadas en mi progreso, alzándome la camiseta para ver mejor mi tripa y mis caderas. Pesarme era lo mejor de la semana. Fui buena un mes entero y perdí trece kilos.

Cuando llegó julio, mi padre me mandó el billete de avión anual para ir a verle, de Los Ángeles a Boise, pero le dije que no podía ir de visita. No había manera de transportar mis comidas congeladas, y yo no podía comer nada que no fuera eso.

—¿No vienes a verme por una dieta?

—No puedo, papá. Te sentirás muy orgulloso de mí cuando acabe, te lo prometo.

Era su única hija. Se había vuelto a casar, pero su esposa no podía tener hijos, así que yo era su única esperanza de tener nietos. Si estaba gorda, nadie querría casarse conmigo. Quería decirle eso, explicarle que no solo era una dieta, que todo mi futuro y el suyo dependían de esto, pero no pude pronunciar las palabras.

Con el verano libre, aparte de mi trabajo en el restaurante, me pasaba la mayoría del tiempo sola en casa. Cuando salía, no tenía energías como para preocuparme de si alguien me sacaba fotos. Nicolette me invitaba a ir con ella al centro comercial y al cine, pero no podía estar rodeada de comida con grasas. Todas las tardes que pasaba en el restaurante me arriesgaba con comida no baptista, y eran las dos peores horas de mi día.

En nuestros encuentros semanales, Gladys expresó su preocupación por mi trabajo.

—Necesitas alejarte de la tentación, señorita Kettle.

—Si no trabajo en el restaurante, no me podré permitir ser una baptista.

—Bueno, eso sí que no lo queremos —contestó Gladys. Tenía un periódico en la mesa y empezó a mirar los anuncios clasificados para ayudarme a encontrar un trabajo que no tuviera que ver con comida—. Aquí se busca alguien para que pasee a perros.

—No tengo energías para caminar.

—¿Y de niñera?

Me imaginé a mí misma desmayada de hambre en el suelo de la cocina mientras un niño jugueteaba con el teléfono, intentando marcar el número de emergencias.

—No, mejor el restaurante. Puedo apañármelas.

Pero no podía. Una tarde tuve que preparar una olla muy grande de macarrones con queso, y servírsela en platos a treinta y cuatro niños celebrando un cumpleaños. Había muchísima pasta, reluciente con el brillo del queso. El aroma embriagador llenó mi boca y mi nariz, se metió en mi cerebro y rodeó cada pensamiento con sus tentáculos naranjas y amarillos. Nada sabe tan bien como estar delgada, eso es lo que me dije. Me pregunté cuántas calorías habría en la cazuela. ¿Cien mil? ¿Un millón? La sola idea era repulsiva.

Cuando los platos fueron devueltos a la cocina, unos cuantos estaban casi limpios, pero muchos otros todavía tenían restos de macarrones y queso. Algunos parecía que ni los hubieran tocado. Los platos se quedaron en la encimera, esperando que Luis los limpiara, pero él había salido a fumar.

Me paseé por delante de los platos, mirando alrededor para ver si alguien me observaba. Cogí un poco de pasta con los dedos y me la metí en la boca. Era la primera comida de verdad que había ingerido en más de un mes. La textura era diferente, como el cachemir, en vez de áspero poliéster.

Después del éxtasis inicial, la enormidad de lo que estaba haciendo comenzó a propagarse como si fuera una fiebre contagiosa. Corrí hacia el baño y escupí la comida en el retrete con los ojos llenos de lágrimas. Estúpida, estúpida, estúpida. Gladys me había dado folletos para cada ocasión: Hacer dieta después de la muerte de alguien querido y Los peligros de los carnavales, circos y ferias. Yo tenía montones de folletos, pero no habían sido suficientes para que me contuviera frente al canto de sirena de la pasta con queso. Contando con eso, decidí que no lo había hecho tan mal. Ni siquiera me lo había tragado.

Empecé a querer faltar al trabajo. Estaba enferma, o por lo menos así me sentía a cada momento del día, pero no podía admitirlo. Eso le hubiera dado la razón a mi madre. Si le decía cómo me sentía, me prohibiría volver a la clínica baptista. Comencé a preocuparme por lo que ocurriría cuando volviera a ir al instituto y si mis notas bajarían por ello, pero decidí no pensar a tan largo plazo.

En el trabajo seguí cogiendo las sobras de los platos, deleitándome en su sabor y después escupiendo la comida en el baño o en una servilleta de papel. Algunas veces, sin embargo, cuando Luis se había ido al callejón a fumar, me comía unas patatas fritas. Solo unas pocas, para acallar el dolor de cabeza.

Una noche reservaron el restaurante para una fiesta por jubilación, así que trabajé horas extras para ayudar a la chef Elsa a prepararlo todo. La mujer que hacía los postres para el restaurante había hecho los macarons por la mañana, y Elsa me pidió que los colocara en fuentes. Sola en la cocina, con las manos enfundadas en guantes de plástico, empecé a formar pirámides con los macarons. Seis semanas de hambre sistemática me habían debilitado. Por cada macaron que iba a la fuente, otro acababa en los bolsillos de mi delantal. Cuando acabé, Delia se llevó la fuente al comedor, sin fijarse en la escasez de la pirámide ni en los bultos de mis bolsillos.

Fui al baño, pero allí había dos camareras peinándose y retocándose el maquillaje, así que me dirigí al callejón y me senté en las escaleras de cemento al lado de los contenedores de basura. Cuando mis manos acariciaron los macarons de mi bolsillo, pude haberme detenido y recordar mi entrenamiento; podría haber escrito en mi diario de comidas o podría haberme puesto a saltar, pero no lo hice. Me metí un macaron en la boca, dos, y después todos los que cupieron. Me los comí tan rápidamente que al principio no disfruté de la crema de coco deshaciéndose en mi lengua. Engullí tres antes de pararme a respirar, y así saqué espacio para dos más. El rostro me ardía y empecé a llorar. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero no podía tragar lo suficientemente rápido. Una bola de coco se me quedó atrapada en la garganta. Me detuve para tragarla, y después continué con mi botín, limpiándome la nariz con la manga mientras masticaba. Todavía seguía llevando los guantes de plástico. Me sentía como una criminal.

Mientras me tragaba el último, con la cara cubierta de lágrimas y rímel, vi que Luis y Eduardo estaban en el callejón, fumando. No sabía cuánto tiempo llevaban allí. Me estaban mirando, me habían visto.

Después de todas esas semanas sin comida, mi estómago, encogido como una pasa, estaba sufriendo para absorber todas esas calorías. Sufrí un dolor muy intenso mientras me dirigía a casa. Pensé que iba a vomitar, pero una vez que se me pasó, me encontré mejor de lo que había estado en mucho tiempo. El dolor de cabeza desapareció. Me había acostumbrado tanto a tenerlo que me sentía extraña sin él; la sensación era de alivio, como si me hubieran quitado un cinturón que llevaba apretado en torno a mi cabeza. Por primera vez desde que me había convertido en baptista, dormí toda la noche del tirón.

Al día siguiente cuando me desperté, el hambre estaba allí otra vez. Me había despertado tarde y no había desayunado, así que me bebí dos batidos baptistas. No fueron suficientes para ese ansia bestial, y cuando no estaba satisfecha me mordisqueaba por dentro. No podía soportar estar atrapada en casa con mi apetito y decidí comerme la bandeja de la cena, a pesar de que solo era la una de la tarde. Después me comí una segunda y me bebí otro batido; más tarde calenté una pizza baptista, aunque solo eran lascas de queso de plástico en una base tan fina como el papel. La cocina estaba llena de bandejas rosas vacías, botellas y restos de plástico plateado, que se pegaban a la encimera. Recogí todas las pruebas y las saqué al cubo de basura para que nadie se diera cuenta. Mientras volvía a casa, vi a una mujer apuntándome con una cámara de fotos. Ella me había visto.

Después de mi atracón, no me sentí llena, ni contenta. Al comerme los macarons, había probado la comida real, y ahora quería más. Llamé a Nicolette.

—Pensé que estabas muerta —me dijo.

Eso también era lo que la gente había pensado acerca de Eulayla Baptist.

—No estoy muerta, solo me he alejado del mundo de la comida.

Fuimos al centro comercial, nos llevó la madre de Nicolette en su Mercedes dorado con la pegatina: NADA SABE TAN BIEN COMO ESTAR DELGADA. Nicolette podía comer lo que quisiera y nunca engordaba; por eso su madre la odiaba, me dijo. En el centro comercial, comimos perritos calientes con chili y nachos con extra de jalapeños y lo acompañamos todo con una limonada de cereza. Compramos pretzels y churros espolvoreados con azúcar y nos los comimos. Hicimos un esfuerzo por mirar zapatos y algo de música, pero en realidad habíamos ido allí por la comida.

Antes de irnos, compré media docena de dónuts para llevar, recubiertos de glaseado y virutas multicolores.

Después de comerme unos dónuts a las dos de la mañana, me siento: eufórica

En mi siguiente reunión con Gladys, llena de remordimientos, le confesé todo. Me cogió de la mano y me suplicó que encontrara la fuerza para resistirme a los impulsos del cuerpo. «A una baptista no le da miedo admitir que se ha equivocado», me dijo Gladys, «pero tampoco pierde la fe en sí misma». Mientras la escuchaba, me parecía casi posible. Me dio un folleto con Eulayla en la portada, titulado: No quiero estar delgada, ¡prefiero tener salud!(10)

Había capítulos acerca de la tensión alta, de la diabetes y de problemas cardiovasculares. Gladys dijo que me arriesgaba a que me pasara todo eso si abandonaba el Plan Baptista. «¿Quieres morirte antes de los cuarenta, nena?». Me habló de su hermana, que tenía la misma talla que yo y a la que habían diagnosticado infertilidad.

Lloré mientras Gladys me pesaba y yo descubría que había recuperado casi la mitad del peso que había llegado a perder. Todo el sufrimiento no había servido para nada y la nueva vida que me había imaginado se me estaba escurriendo entre los dedos, y todo porque había sido una cerda. Concluí hacerlo mejor y comportarme otra vez como una buena baptista. No iba a conseguir mi peso ideal en la fecha que me había autoimpuesto, pero Gladys me aseguró que esto era normal, que le ocurría a todo el mundo, incluida ella.(11)

El estilo de vida baptista me atrapó de nuevo. Me escondí en mi dormitorio, me resigné a sentirme mal, me alejé de mi amiga y en mi cabeza repetía la frase bandejas rosas, bandejas rosas, como un mantra, recordándome a mí misma que si solamente comía lo que me ofrecían las bandejas rosas y nada más, adelgazaría y no moriría antes de los cuarenta.

Todas las semanas, mientras abandonaba la clínica cargada de bandejas rosas y batidos, me prometía a mí misma que sería buena. Pero no importaba. No sería una baptista por mucho tiempo.

Llegué a la clínica una tarde y las mujeres estaban llorando. Una Gladys muy apenada me dijo que Eulayla Baptist y su marido habían muerto en un accidente de coche en Atlanta.

—Hubo una tormenta, —Gladys consiguió contarme— perdieron el control del vehículo. Se ha ido.

Miré al póster de Eulayla sujetando sus vaqueros de gorda.

—¿Ido? Pero… ¿para siempre? Eso es imposible. —Me sujeté a una silla para no caerme.

En cuestión de días, Gladys llamó para darme la mala noticia. «La hija de Eulayla va a liquidar todo», sollozó, «la empresa está cerrada. Todo se ha acabado».

Fui inmediatamente a la clínica con la intención de acumular comida, pero cuando llegué las puertas ya estaban clausuradas. No había señales de Gladys ni del resto del personal. «No», lloré golpeando las puertas. Otras mujeres andaban merodeando por la acera, demacradas y abatidas, probablemente a punto de sufrir un ataque de nervios, pero demasiado débiles como para montar una escena. «¿Por qué?», aulló una de las mujeres, poniendo las manos en mis hombros, «¿Por qué nos odia la hija de Eulayla?».

Cuando llegué a casa, mi madre estaba sentada en las escaleras de la entrada, pelando una naranja. Me senté junto a ella.

—¿Qué pasa?

—Ya no existe la clínica de Pérdida de Peso Baptista. La hija de Eulayla las ha cerrado todas.

—Bien por ella.

Observé a mi madre dejar caer la cáscara en el suelo, entre sus pies. Yo estaba de luto y ella solo podía mostrar su satisfacción. Saqué la foto del antes que me había hecho Gladys. Pesaba once kilos menos que entonces, pero todavía estaba gorda. El instituto iba a comenzar pronto, y sin la clínica baptista, los planes para el último año y para la universidad en Vermont estaban empezando a desmoronarse. Tuve miedo de quedarme en la fotografía del antes para siempre.

Un coche antiguo, pequeño y negro como un escarabajo, probablemente de los sesenta, se detuvo frente a la casa. Lo conducía un hombre y a su lado estaba sentada una chica adolescente, que salió del coche con una cámara en las manos. Se quedó de pie en la acera delante de mi madre y de mí y alzó la cámara. Siempre iban a estar mirándome. Ese era mi destino.

—Fuera —le grité, levantándome de las escaleras. La chica se volvió hacia el coche y se apresuró a abrir la puerta. Mientras se ponían en marcha, comencé a perseguirles. Agarré la tapa metálica de uno de nuestros cubos de basura mientras saltaba el bordillo, la lancé a la carretera y dejé escapar un rugido. Aterrizó con un redoble de platillos, resonando por todo el barrio. El coche desapareció por la esquina de la calle.

Cuando me di la vuelta, mi madre estaba de pie en la acera enfrente de la casa.

—¿Plum?

La miré desde la distancia, desde donde nos miraban los turistas, cambiando mi punto de vista por un momento. La casa no era nada especial por fuera, pero yo había vivido ahí gran parte de mi vida. Si juntáramos todas las fotos de los turistas y las pusiéramos en orden cronológico, podría haber visto cómo la niña sentada debajo del árbol se convertía en una joven, que cada vez se hacía más y más grande, dentro de la casa, detrás de la cortina, asomándose a medias. Después nada, solo una sombra.

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9788494746086
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