Kitabı oku: «El garrochista», sayfa 5
Cuando comenzó la marcha se nos acercó Chacón, el del grito de “España Jerez”, con cara de preocupación.
—Señor —se dirigió a San Martín—, ¿sabe dónde se encuentra Pablo?
—No lo sé Chacón, pero me da que pronto lo sabremos.
La misteriosa respuesta me dejó confuso, al igual que al bueno de Chacón que dio media vuelta con su yegua para volver a incorporarse a la fila de lanceros.
—Hay algo que sabes y que los demás no tenemos ni idea. Supongo que en eso consiste ascender en el grado militar, en estar al tanto o percibir al instante lo que otro no puede captar con esa facilidad. ¿Es eso José?
—Llevamos semanas de guerra, son demasiados los sucesos que rodean a un ejército con gran cantidad de efectivos, hechos difíciles de percibir pero que te curten como militar. Somos alrededor de noventa los que cabalgamos juntos, aquí es más fácil dar un cuarto al pregonero para descubrir algo. Aun siendo joven, soy perro viejo Paco, puede que me equivoque pero… pronto sabremos dónde está Pablo.
No comprendía las razones de ese conocimiento del que presumía José de San Martín, sin embargo, tampoco conocía ningún motivo para dudar de su capacidad como mando. Confié en su deducción y continué camino a su lado sin preguntar nada sobre la cuestión en sí. Derivamos la conversación a lo que podría ser un enfrentamiento contra las tropas napoleónicas, un ejército al que en Europa se le conocía como invencible, hasta el momento nadie había logrado derrotarlo. Zerrojo miraba en dirección al Castillo de las Aguzaderas, buscando con la mirada otro jabalí para seguir jugando a perseguirlo, o tal vez desconfiado de las sombras que en la noche anterior me visitaron. Sigo pensando en ello, no comenté con José lo que me sucedió, quise guardarlo para mí. Extraje de mi bolsillo el pañuelo rojo acercándolo con parsimoniosa lentitud para aspirar su aroma, un dulce olor penetrante subió por los orificios de la nariz hasta llegar a mi cabeza, golpeando con fuerza mis sentidos. Al cerrar los ojos por la turbadora experiencia, la silueta de la mujer mirando con sus penetrantes ojos me apareció nuevamente.
Aun hoy, mientras escribo sentado en mi cómoda mecedora frente al pacífico, en mi humilde casa de Talcahuano, sigo acercándome el pañuelo para aspirar su aroma, vuelvo a cerrar los ojos y la mujer sigue mirándome con la misma fuerza que entonces. Son ya muchos los años que el olor de este pañuelo rojo me acompaña, muchas aventuras desde que lo encontré atado a mi garrocha en el Castillo de las Aguzaderas.
LAURA. LOS JOSEFINOS
Llegados al nacimiento del arroyo San Julián hicimos parada por mandato de José de San Martín. Por orden de llegada arrimamos los animales al abrevadero para colmar su sed infinita. Consideraba que iban a secar el nacimiento con su apasionada intención de beber sin descanso, el largo trecho a través de la campiña recorrida extinguió la valentía de los animales.
Sol, calor sofocante y ningún descanso con sombra, el agotador camino bajo la luz inmensa de Andalucía no parecía acabarse. Uno tras otro dejábamos atrás distintos páramos con siembras desiguales, la brisa no quiso presentarse ante la llamada desesperada de los lanceros, nada de viento corría en ninguna dirección, evadiendo cualquier trato con nosotros.
Al llegar los primeros, terminamos rápido de dar agua a los caballos. Zerrojo no quiso beber mucho, sabedor del trecho que quedaba, no era amigo de saciar en demasía la sed, siempre fue así, no iba a cambiar ahora por estar lejos de casa. Dejamos a los caballos en el patio del cortijo cercano, donde una familia nos acogió de buena manera y nos presentó una mesa de tablones montada en el mismo patio con distintas viandas para salvar el hambre.
—Señor, es lo mejor que os podemos ofrecer —nos dijo el dueño del cortijo.
—Es más de lo que necesitamos amigo, agradecido quedamos y en deuda con usted —contestó José.
—No corren buenos tiempos por estas zonas señor, ayer tuvimos visita pidiéndonos que cerráramos las puertas y atrancáramos el portón.
—Le estoy agradecido amigo, ya sé que por los alrededores no todos comparten la idea de defender su patria. No se preocupe, abandonaremos pronto el lugar y le evitaremos problemas.
—Gracias señor, muchas gracias.
Quedaron hablando José y el dueño del cortijo un largo rato, sentados sobre un banco a la puerta de los corrales. Yo me acerqué hasta las caballerizas buscando la sombra, allí sentado observaba cómo llegaban los hombres y con educadas formas iban dando cuenta de todo lo servido en la mesa. No tenía hambre, preferí cerrar los ojos una rato y descansar tras la mala noche y la mañana cansina entre el lanceo de los jabalíes y el fatigoso camino.
Me encontraba en brazos de un ligero sueño, meditando sobre mis palabras que debía dirigir al general Castaños cuando un ruido me devolvió al patio con el tejemaneje de los hombres.
—¿Quién anda ahí? —dije con firmeza.
Me aproximé hasta el fondo de la caballeriza, atravesando varias cuadras a derecha e izquierda, una puerta abierta daba salida a un pequeño corral donde una muchacha joven daba comida a una preciosa yegua torda. Mi llegada la asustó, cambiando su distraída postura relajada por una a la defensiva y tomando un estaco en sus manos.
—Mi nombre es Francisco Tudó señora, no quise importunarla, oí un ruido y quise curiosear, nada más… disculpe si la he sobresaltado —dije atrancándome un poco.
—¿Sabe lo que le pasó al gato con la curiosidad? —me preguntó mientras me señalaba con el estaco.
—Sí señora, lo sé y me disculpo como he dicho.
—Soy señorita, la hija del dueño de este cortijo.
—Perdone de nuevo señorita y… ¿tiene nombre?
Mi atrevimiento fue espontaneo, sin pensarlo, no quise decirlo pero me salió tal cual. La joven de pelo castaño y bellos ojos negros me embelesó con su belleza, con su sonrisa, con su melosa voz, con todo. Reconozco ahora mismo que no recibí una flecha de Cupido, yo creo que fueron varias las que atravesaron mi corazón. “Y yo a la guerra” pensé.
—¿Para qué quiere saber mi nombre? ¿Prefiere acaso que llame a mi padre y se lo diga él?
—No, por favor, lo siento de nuevo, mi atrevimiento me ha traicionado. No soy tan arrojado de carácter. Me voy, para nada quise ofenderla.
Me giré, caminando despacio como si mis pies pesaran como plomo me dirigí a la puerta para volver a entrar en las caballerizas. Sentía una punzada enorme en mi estómago y varios pájaros revoloteaban dentro, sintiendo un vacío nervioso que no lograba calmar.
—Laura.
No creo que exista nombre más bonito en el mundo. Resonaba en mi cabeza como un eco rodeado de aves en vuelo, lloviendo pétalos de rosas desde las nubes blancas que decoraban un cielo azul intenso. Mi abuelo siempre me dijo que el amor, cuando llega, te golpea tan fuerte que nada puede evitar que te tumbe.
—Un placer conocerla señorita, mantendré vivo su nombre dentro de mi triste corazón.
—¿Triste? ¿Por qué se siente apenado?
—Porque debo de abandonar tan bella imagen como la que ahora tengo ante mis ojos, nada logrará evitar que mis sentidos guarden este momento durante el resto de mi vida.
—Gracias, nunca he recibido cumplido tan bello.
—No es un cumplido, es la verdad. Si el destino quiere, tal vez a la vuelta me llegue para refrescar la imagen retenida por otra más reciente —dije sonriendo.
—Dios le permita hacerlo Francisco.
Continuamos hablando largo rato, sin prestar atención a nada que nos rodeara, ella sobre un tronco sentada y yo apoyado sobre una viga que sobresalía de la pared. Contaba entonces con diecisiete años, su padre no la obligó a casarse ni a buscar novio o marido, le dijo que “Dios no dejaría tanta hermosura sola en este mundo”, comenzó a reírse cuando terminó la frase que dijo imitando la ronca voz de su progenitor. Le conté mi historia, lo sucedido a mis padres, el deber familiar de representar a mi casa ante la Junta Suprema de Sevilla y ante el general Castaños. Y tras una hora de charla le prometí volver, lo dije con la boca pequeña y Laura lo notó, percibió ese momento triste que emití al hablar, sin confianza en mis palabras.
—Debemos irnos Francisco —la voz del segundo de los lanceros nos sorprendió.
—Enseguida voy —le dije.
—Debo irme Laura, ha sido un verdadero regalo el conocerte.
—Te esperaré Francisco, debemos terminar la conversación.
Todos estábamos preparados para salir, una columna formada por doce líneas de a cinco y algunos por parejas cerrando el orden, yo iba tras el Ayudante Primero y los dos banderines que nos acompañaban. Levantamos garrochas al aire en agradecimiento por la hospitalidad recibida y comenzó la marcha empezando por los gallardetes que precedían a la formación.
—¡Francisco!
Detuve a Zerrojo y vi como Laura se acercaba hasta donde me encontraba, sin decir nada me pidió que bajara del caballo ante los silbidos y jaleos de mis compañeros, yo lo hice sin oponer nada, deseoso de ello. Me tomó las manos y me besó con lágrimas en los ojos.
—No quiero quedarme sin tu beso, me acompañará para siempre mientras te espero. Ojalá esto no haya sido solo el comienzo de algo bonito. Cuídate Francisco.
Me abrazó y me entregó una muñequera de cuero con un enganche de hebilla “para que no me olvides” me dijo.
No dije nada, ella se volvió y se abrazó a su madre, que esperaba en la entrada del cortijo. Su padre, su hermano y sus dos hermanas pequeñas se abrazaron a ella consolándola por este amor perdido y de tan corta duración. La familia levantó la mano en señal de despedida, mirando cómo todos partíamos en busca de nuestro destino. Yo no volví la mirada, continué el paso y busqué a José que se encontraba ya delante de los banderines, hasta que me acerqué y me puse a su lado.
—El destino es cruel amigo, pero no siempre nos cierra las puertas. Ya tienes algo por lo que volver, seguro te estará esperando cuando toda esta guerra acabe.
—Si logramos volver te prometo que vendré en su busca —dije mientras ajustaba la muñequera.
“Dulce hermosura, de los cielos hija,
don que los dioses a la tierra hicieron,
oye benigna de mi tierno labio
cántico puro.
La grata risa de tu linda boca
es muy más dulce que la miel hiblea:
tu rostro tiñe con clavel y rosas
cándido lirio”.
JOSÉ MARÍA DE HEREDIA (Oda a la hermosura).
Llegados a la hacienda de Pajarejo nos topamos con la sorpresa que, José de San Martín, llevaba esperando desde que esa mañana salimos del Castillo de las Aguzaderas. El buen Pablo se personó ante nosotros acompañado de cinco hombres, en la distancia pudimos observar a unos treinta jinetes esperando alejados de donde nos encontrábamos.
—Nuestro amigo Pablo, lo dicho Francisco, nos llegan los josefinos. Han tardado mucho, los esperaba antes, no tan cerca de Utrera, tienen cojones de venir hasta aquí.
—¿Qué debemos hacer José? ¿Quieres que me retire?
—Ni se te ocurra, vamos a escuchar a ver qué nos dicen estos admiradores de las pelucas empolvadas. Tranquilo, no tendremos la suerte de que intenten algo.
Varios de los lanceros que nos acompañaban decidieron abrirse en abanico para proteger mejor la zona donde quedamos nosotros, la buena disposición de los jerezanos y el buen hacer de los oficiales que nos acompañaban, mostraron a los visitantes un estupendo e inesperado orden militar, como si de un experimentado regimiento de caballería se tratara.
Algunas voces se escucharon al reconocer a Pablo, compañero ayer y traidor hoy.
—¡Miserable!
—¡Traidor! ¡Josefino!
—¡Ojalá te pudras sinvergüenza!
José se giró y levanto la mano, pidiendo respeto y silencio dentro de la formación que a unos cincuenta metros quedó expectante. Pablo encabezaba la comitiva y al llegar a nuestra altura fue el primero en dirigirse a nosotros, con educación pero con sarcasmo.
—Buenas tardes señores, ¿mucho sol por esta campiña no creen?
—Razón de más para ser breves —contestó José.
—Veo que has ascendido rápido amigo Francisco.
El comentario lo hizo mirando mi posición al lado de San Martín, insinuando algo que nos era desconocido. Metió mano en un bolsillo extrayendo una carta sellada y haciendo ademan de entregarla a José de San Martín hablando antes de volverse y continuar camino;
—Lea atento lo que dice, no miente en nada.
“De camino a su destino se encuentra la colada de Piedra Hincada, espero sepan aceptar una visita para reponer fuerzas y departir durante un rato sobre nuestra proposición.
Puede hacerse acompañar de tres hombres, no más. Nada de armas.
Agradecido enormemente.
Mis hombres esperaran hasta que decida venir. En caso de no aceptar la invitación no quiero ser responsable de la decisión que estos sobre lo que deben hacer al respecto”.
Tras hablar con los hombres se decidió aceptar la invitación, de nada serviría enfrentarnos a los josefinos, las únicas consecuencias que podría acarrear un desafío contra ellos serían bajas inoportunas. San Martín eligió a dos soldados de su confianza y a mí para acercarnos hasta la colada de Piedra Hincada, queríamos saber cuál era esa proposición indicada en la carta, ningún nombre o reseña se destacaba en la hoja así que supusimos que no quería darse a conocer el anfitrión.
La faja de terreno se abría ante nosotros al alcanzar Piedra Hincada, unas ovejas transitaban de unos pastos a otros por el lugar, al fondo, junto a la arboleda, se encontraba una tienda montada y una mesa dispuesta en su exterior. Unos cuarenta hombres más, aparte de los que ya nos seguían, formaban armados junto a la vereda.
Los lanceros, acompañados de los dos oficiales que quedaron al mando, continuaron camino para quedar a la espera de nuestra vuelta en la próxima cañada. Tenían orden, al alcanzar el punto elegido, de desplazarse uno de los lanceros hasta Utrera y dar aviso al general Castaños sobre lo que sucedía y dónde nos encontrábamos exactamente.
—Bienvenidos y gracias por atender la invitación. Tomen asiento por favor, descansen de tan dura jornada. Sirvan vino a los invitados, ¡vamos!
Félix José Reinoso contaba con unos treinta y seis años, algo gordo estaba el cura, con cara de buena persona nos recibió con atención y con melosa armonía en su trato.
—Corren tiempos difíciles para todos, supongo que estarán al tanto de lo que sucede en esta España convulsa que vivimos estos días. Las decisiones que tomamos a veces, no corresponden con la realidad de los acontecimientos, decisiones que nos turban pues no son decisiones propias, están tomadas por quienes añoran un poder obsoleto y un régimen antiguo en decadencia que lo devorará al igual que está sucediendo en toda Europa.
De pie tras la butaca que presidía la mesa, nos hablaba confiado en sus palabras y en sus razones, quedaba mirando por momentos en la lejanía, conteniendo palabras y provocando silencios incomodos. Todo ello para volver con su exposición de entendimiento personal sobre el asunto que nos atenía.
—¿Son ustedes conscientes de las ordenes que reciben? ¿Saben que quebrantan una decisión tomada por el rey Carlos y su hijo?
José de San Martín permanecía en silencio, sin corregir, aprobar o desmentir cualquiera de las aseveraciones del cura. Yo me mantenía a su lado, en silencio igualmente, envenenado por la calma contagiosa de nuestro anfitrión con la cual buscaba hacernos ver cómo era mejor defender a un invasor que a nuestros hermanos. Los hombres armados se mantenían a distancia, alejados de la charla y vigilantes de los dos caminos de acceso a la sombría arboleda.
—Una monarquía fuerte puede realizar las reformas que este país necesita —continuó diciendo—, evitar una revolución del pueblo. ¡Esa monarquía no puede ser la que nos gobierna! —dijo alzando la voz—, ¡Fernando VII! ¡Ese inútil! ¿Acaso pueden decirme qué hemos conseguido con esta familia que ha destrozado un Reino? Convirtiendo un imperio en un país pobre que va la deriva, nunca mejor dicho tras las batallas perdidas en el mar, ¡la más gloriosa flota que los ojos han visto!
—La misma que dirigían oficiales de su amada Francia —replicó seguro San Martín.
El silencio incomodo se apodero entonces del cura, pausa eterna que finalizó con una acentuada mirada al Ayudante Primero del Cuerpo de Voluntarios. José no se amilanó y volvió a la carga con una defensa cerrada del patriotismo y sus razones.
—¿Acaso piensa usted, don Félix, que nosotros vamos camino de Utrera para defender un rey u otro? ¿O espera que tomemos partido de su cobarde trama? No espere que ni yo ni mis hombres pidamos perdón por ser patriotas, por querer defender nuestras familias y nuestra tierra.
—Pero no es eso de lo que le hablo señ…
—¡No! No es de eso —José cortó secamente al cura y siguió defendiendo nuestra causa—, ¿me habla acaso de las muertes de inocentes en Madrid? ¿Me habla del robo de iglesias y palacios? ¿Me habla de esas caravanas de carros cargados con nuestras riquezas camino de Francia? ¡Dígame por favor de que me habla! —gritó José levantándose, tocando mi brazo indicando el final de la conversación.
—Pero espere que termine de contarle —dijo con cara nerviosa el cura.
—¡Váyase a la mierda! Usted y todos estos mojigatos afrancesados que solo buscan lo mismo que lo que tenemos. ¡Vámonos! Si tienen cojones para pararnos no duden que lo estamos deseando, matarles aquí mismo solo supone una satisfacción para todos los hombres que queremos esta tierra y amamos este país.
Caminamos para llegar hasta los caballos, donde varios hombres partidarios de los afrancesados, diez, nos esperaban subidos a sus monturas mientras protegían las nuestras. Uno de ellos se dirigió entonces a San Martín.
—¿Podemos acompañarles señor? Creo que estábamos en el bando equivocado, si es posible rectificar en esas estamos.
—Claro que pueden, yo solo les llevaré como parte de los voluntarios hasta Utrera, una vez allí decidan si quieren defender a su gente o agredirla.
—En ese caso le seguimos a usted —dijo el hombre levantando la mano y pidiendo a los demás que nos siguieran.
Fuimos cuatro hombres y volvíamos catorce, José de San Martín me enseñó que callado a veces se consigue más que hablando, las palabras duelen cuando realmente son precisas de decir, una lección que me ayudó mucho en adelante. Dejamos atrás la incertidumbre de los hombres ante lo desconocido para dirigirnos en busca de la aventura y el patriotismo, tal vez llevados por el corazón y no por la cabeza. Nada puede detener el espíritu de un pueblo en defensa propia, verse atacado de una manera vil y cruel solo presenta las claves para luchar y defender lo que, por derecho propio, cada ciudadano cree que es suyo.
“...decididos a sacudir el yugo de la tiranía, ordenamos a todos los españoles que actúen como enemigos de Francia y le hagan todo el daño que esté en su mano...”.
VIRGEN DE CONSOLACIÓN, UTRERA
Al llegar al vano de ingreso al santuario me arrodillé ante el patrón San Isidoro de Sevilla, me persigné y entré para pedir la bendición de la Virgen de Consolación. El mutismo era dueño de la sala, donde varias mujeres lloraban desconsoladas, el alma de algún difunto recibía un último ruego, «concédele el descanso eterno, Señor, y que brille para ella la luz perpetua». La misa acabó y las plañideras elevaron su llanto hasta un estado insoportable. Los presentes pasaron uno a uno delante de los tres familiares, marido y dos hijas, mostrándoles sus condolencias ante su ausente estado. Me senté en un banco de la última fila del santuario en el ala izquierda, evitando la nave central donde se encontraban reunidos todos los acompañantes de la familia. Esperaba para admirar el artesonado de paños bajo la techumbre a dos aguas y la imagen de la Virgen de Consolación, sentado solo, paciente, mientras hacía tiempo rezando hasta que el sepelio abandonara en su totalidad la iglesia para ofrecer mi plegaria de manera íntima.
El cura que había oficiado la misa pasó por delante y me puso su mano en el hombro, lo que provocó que dejara de rezar con la cabeza inclinada, levantándola.
—Hijo pronto estaré de vuelta para atenderte, ella te escuchará mientras —me dijo señalando con la mirada el lugar donde se encontraba la imagen de la Virgen, en el altar principal frente a la entrada.
No dije nada, tan solo lo vi salir por la puerta siguiéndolo con la mirada, un hombre alto, dando pasos largos mientras portaba en su mano derecha un rosario que rodeaba toda su muñeca y palma de la mano, dejando a la vista una cruz de oro de tamaño considerable.
Me levanté para acercarme hasta la primera fila de bancos, donde ya nadie quedaba, supuse que todos iban al entierro de la señora que acababa de recibir la misa de difuntos. Me senté sin mirar al altar, frente a este, continué rezando un Ave María y fue entonces cuando un olor familiar me llegó, imperceptible, tomando mis sentidos y trasladándolos de lugar, invadiendo todo mi ser, apoderándose de mí tan lentamente que nada pude oponer a caer en su regazo. Levanté la mirada lentamente, absorto en la fragancia que me inundaba y allí estaba, mirándome a los ojos, con la misma dulzura que me miró en las Aguzaderas. Rodeada de un aura brillante como si el sol se hubiese posado en su cabeza, un niño que sonreía se aferraba a sus brazos y un barco, sobre su mano, surcaba el mar navegando en busca de un destino incierto. Me sonrió con los ojos cariñosos de una madre, como los de la mía, dentro de mi cabeza resonó la dulce voz que me aconsejaba.
—Cuídate de volver, el amor no entiende de guerras.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté a la mujer.
—Nada, hijo.
—¿Y quién eres?
—Soy quien te cuidará cuando me necesites.
Se alejó desapareciendo entre la niebla…
—Muchacho… despierte.
Abrí los ojos y al igual que en el Castillo de las Aguzaderas me encontré con la cara curiosa del cura, como me pasó en aquella ocasión.
—Perdone señor, he debido quedarme dormido.
—Hablabas en sueños. ¿Quién es Laura?
—La razón por la que debo volver de esta guerra. Una vida por delante.
—No todos tienen una razón tan poderosa —me dijo mientras acariciaba mi frente formando una cruz con su dedo—, acompáñeme amigo, dígame su nombre por favor.
—Soy Francisco Tudó y vengo desde Setenil, pueblo en la Sierra de Cádiz, pretendo ayudar en la lucha contra el invasor francés a las órdenes del general Castaños.
—Yo soy el Padre de esta humilde casa, la tuya, donde son bienvenidos todos los hijos del señor, cuéntame sobre tu sueño hijo.
Lo pensé durante un momento antes de responder, no era muy consciente si debía de contar mi sueño al Padre, miraba a la Virgen y veía reflejada en su cara la imagen de la mujer que días antes y hoy mismo me habló. No quería ser tomado por un loco, sabía que no era muy comprensible y nada extraño pretendía con ello, sin embargo ocultarlo en nada me ayudaría.
—La sinceridad evita el pensamiento viciado, solo la verdad es el camino para recibir ayuda —el Padre hablaba mientras se sentaba en un banco de una de las filas situadas en el ala derecha del santuario.
—Tal vez no sea el momento Padre, no creo estar preparado para lo que tengo que contarle.
—Prueba hijo, corren tiempos difíciles y el Señor procura guiarnos por el sendero iluminado, alejándonos de la oscuridad.
—Está bien, prométame que será una conversación entre usted y yo, nada saldrá de estas paredes.
—No dude de ello, pero acompáñeme hasta el confesionario, nos será mejor allí.
Una vez dentro del pequeño habitáculo de celosías de madera me sentí seguro y le comenté al Padre lo ocurrido en el Castillo de las Aguzaderas días atrás.
—Me desperté igual que hoy Padre, desorientado y confuso.
—Una aparición celestial no puede ser confundida con un sueño hijo, tal vez el cansancio de estos días te la jugase involuntariamente.
—No Padre, la mujer que me ha hablado es la misma persona que se encuentra en el altar, no le pido que me crea solo que respete mi argumento.
—Y así lo hago Francisco, pero luego hablaremos de eso… cuéntame sobre tus razones en esta decisión que te ha traído aquí a Utrera.
Le conté lo sucedido con mis padres en Madrid, la situación de mi abuelo y la necesidad interior que me empujó a esta aventura. Le hablé de “tragabuches” y su ofrecimiento para el estraperlo pero… al nombrarle a Juan Palomo se produjo un silencio profundo, se alargaba en el tiempo y nada escuchaba al otro lado de la celosía, de pronto la cortina de mi lado se abrió.
—Sal de ahí y acompáñame —dijo el Padre.
—Pero Padre… la confesión.
Recorrimos varios pasillos, le seguía llevado por la curiosidad, hasta llegar a una habitación en el lugar más oscuro de todos los que atravesamos. Nos detuvimos y el Padre golpeó tres veces la puerta, al otro lado no se oía nada, sin embargo, al instante el ruido de un cerrojo chirrió y la puerta se abrió.
—Pase Padre, la cosa empeora y es urgente movilizarlo. Un monje con capucha cubriendo su rostro fue quien habló.
—No podemos, eso sería su muerte segura.
—¿Y esto qué es?
Me acerqué a la cama que, rodeada de una tela blanca, encubría quien se encontraba en ella. Aparté a un lado uno de los visillos y me encontré con la muerte frente a mí. Agonizando y delirando como quien espera la expiración, sus ojos se clavaron en los míos, y una sonrisa apareció en su boca, triste y dolorida, con una mueca sincera.
—Francisco, amigo, ¿has venido a velar mi cuerpo? Porque el alma ya se va.
Lo miré con miedo, sus manos apretaban con fuerzan el estómago, las ropas manchadas de sangre indicaban una herida mortal, o al menos, casi fatídica.
—Necesitamos un médico urgente Francisco, si eres amigo suyo como veo, debes traer uno hasta aquí, como sea. No imagino cómo lo conseguirás pero es cuestión de vida o muerte.
Miré a Juan Palomo y acaricié su frente sudorosa, miré al Padre y al monje.
—¿Cuánto tiempo le queda? —pregunté.
—Poco —dijo el Padre.
—Ninguno —sentenció el monje.
La cara de Juan se desfiguraba en gestos de dolor, apretando los dientes entre temblores.
—Traeré un médico.
Abandoné el santuario cabalgando con prisas hasta el campamento cercano, una vez llegué, busqué al Ayudante Primero San Martín. Lo encontré hablando con Pacheco, el matarife del jabalí, apoyados sobre una blanca pared bebiendo de una bota, ambos reían observando los ejercicios de los lanceros entrenando. Estos perseguían con la garrocha a varios cerdos que soltaban y debían derribarlos, la habilidad de los animales provocaba muchos fallos en los lanceros llegando incluso a caerse alguno de su montura. Uno de los cerdos portaba sujeta al lomo una bandera francesa, los soldados presentes soltaban carcajadas al ver al guarro sorteando las garrochas que lo perseguían.
Las prácticas se realizaban diariamente, unas veces con animales, otras con sacos de arena y las más con vigas hincadas en la tierra, debíamos de derribarlas acertando de pleno con la lanza. Supervisados por el mismísimo general Castaños y por José Cheriff que nos animaban a todos, enseñándonos orden y disciplina para el campo de batalla. Días felices donde no faltaba comida ni bebida para todos los allí reunidos, pronto partiríamos camino de Bailén, donde nos encontraríamos con enemigos de verdad, “de carne y hueso” como recalcaba a cada momento el general con gritos sonoros para ser oído por todos.
—José, debo hablar contigo, necesito que me ayudes —le dije a San Martín.
—Lo que esté en mi mano Paco, ¿qué te ocurre?
—Necesito un médico, urgente, y no debe enterarse nadie de esto que te estoy pidiendo, necesito alguien de confianza, de boca cerrada y rápido olvido.
—No creo que nadie de los que se encuentran en el campamento sea médico, siquiera barbero, pero podemos ir hasta Utrera y preguntar —me dijo contrariado José.
—No hay tiempo, se agota la vida de un amigo, le queda poco tiempo, puede que cuando llegue si no me doy prisa se encuentre muerto.
—Yo puedo ayudarte —dijo firmemente Pacheco.
Miramos sorprendidos al jerezano, este hombre era una sorpresa tras otra, pero nos apremiaba el tiempo y necesitábamos ayudar a Juan Palomo.
—¿Tú? Pero un médico no es un matarife Pacheco —le comenté.
—Voy por mi estuche y maletín, volveré en mi caballo así que estén dispuestos para salir a donde quiera que tengamos que ir. Confía en mí, Paco, si tiene solución se la daremos.
—Voy por mi montura, no quiero perderme esto por nada —agregó José.
—Es preciso que nadie más sepa nada.
Miré a José con cara seria al terminar la frase, no quería equívocos con respecto a lo que solicitaba. Juan Palomo estaba buscado por la justicia en esos momentos y su captura tenía un precio apetitoso para los buscadores de recompensas.
—Yo soy tu amigo ante todo Paco, solo necesito que me lo pidas una vez, te he entendido a la primera.
—Sea pues entonces.
Al llegar Pacheco nos dirigimos al santuario, mis compañeros quedaron extrañados al ver dónde nos dirigimos, ningún comentario hicieron y marchamos entre la arboleda que nos flanqueaba la vereda hasta alcanzar la entrada principal. El Padre nos esperaba nervioso y con cara de preocupación.
—Son amigos de confianza Padre, no debe preocuparse. El Ayudante Primero José de San Martín y Francisco Pacheco que va a intentar ayudarnos con Juan.
El Padre estrechó la mano de ambos y les pidió comprensión con la situación, pero sobre todo les recalcó que guardaran absoluto secreto sobre ello.
Entramos al santuario en silencio, cautivados por el olor que impregnaba la sala y por la quietud permanente que se percibía, en la casa de Dios todos los milagros son posibles, las peticiones se convierten en realidades cercanas mientras que en el exterior, las circunstancias se cristianizan en súplicas al Señor. Mundos paralelos, los ruegos y demandas conviven frecuentemente entre nosotros, solo Dios y su balanza del bien y del mal mantienen la línea irreal que salvaguarda la vida en un lado o en otro.
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