Kitabı oku: «Setenil 1484», sayfa 4
Por último, el invierno, la previsión de una estación venidera con frío y posibles nevadas en la zona de la sierra, si así se daba se asumiría, aunque no sería bien acogida en el seno del ejército. La necesidad de conseguir cereal y alimentos para pasar el invierno se convertiría en una prioridad. Las cuentas del rey contaban para dos meses en la toma de Ronda, luego partir para la costa en busca del mejor clima y reponer fuerzas para continuar con la conquista.
La última previsión no se cumplió, Ronda tardó en caer cinco meses debido al gran número de prisioneros cristianos que se encontraban retenidos, eso conllevó más negociación que lucha. Además, el invierno se presentó dificultoso más por lluvias que por frío, ese hecho dificultó el movimiento del grueso del ejército. Los campamentos pudieron salir adelante pues la carne llegó en abundancia, gracias sobre todo a los señores de la zona que buscaron congraciarse con el rey enviando todo tipo de alimentos, reforzando con donativos su propia protección y la de los suyos. Muchos fueron los que ofrecieron cobijo al ejército en sus cortijos o, en muchos casos, habilitando graneros y almacenes para la ocasión. Este pormenor causó más reveses que derechos, la convivencia aletargada provocó revueltas y levantamientos que terminaron por desencadenar castigos y marchas forzadas bajo tiempo agreste buscando calmar los ánimos. Los días de espera se ocuparon en perseguir a bandidos y campamentos de moros en la sierra de Ronda, averiguando lugares donde se cobijaban algunos de los soldados moros que consiguieron escapar a los asedios de las fortificaciones. Varias emboscadas sufridas y acometidas sirvieron para mantener a la tropa distraída durante ese tiempo de espera.
Quedaba ver qué pasaría con los dos prisioneros para los que pedí protección, en un principio se les dio alojamiento en la villa hasta que los llamase el rey para consulta y decisión, allí quedarían, de momento, a la espera de sentencia por parte de don Fernando, nada malo les ocurrirá si colaboran y estoy seguro de que lo harán llegado el caso. Mi idea era que se les dejara volver a Granada, seguro que allí nos pueden valer en el futuro. El rey me repetiría que ningún prisionero nos valdrá en adelante, al que hoy dejemos libre, mañana intentará matarnos, pero él no los conoce como yo, no sabe lo que sufrieron al verse abandonados por los suyos.
[]La noche amenazaba una vez apartada la luz del día, noche de época estival que auguraba una madrugada en frescura. Desde esa terraza de olivos y encinas que forma el campamento se divisaba la oscuridad en la campiña, por donde el marqués de Cádiz llegó a Setenil con dos mil soldados a caballo, al pensarlo imaginé la terrible estampa que podía suponer para las gentes del lugar esa visión. Un pensamiento escabroso se apoderó de mí por un instante.
Me detuve cercano a una hoguera, los ruidos se apagaban y las llamas en la distancia comenzaban a morir, se agotaba la jornada, los cuerpos cansados, la vida en descanso, un campamento que latía exaltado y ahora era consumido por el sueño y los placeres terrenales que de las viñas se extraían. Aferré la empuñadura de la espada con mano firme, busqué con la mirada a los malditos ingleses y extraje la mitad del acero que brilló en la oscuridad, luego lo volví a su sitio con decisión contrariada y continué caminando.
“Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado”.
Deuteronomio 32:35
EL PARTO
Raissa pidió al médico don Juan Díaz que abandonara la habitación y que en caso de necesitarle ya lo llamarían. Ella tomó los paños calientes y los acercó a la cama donde se encontraba doña Isabel, luego le secó el sudor de la frente y la tranquilizó tomando su mano con suavidad y mostrando una tierna mueca de ternura.
—Pronto acabaremos, señora.
—¿Viene muerto, verdad?
—Así es, pero igualmente tenemos que sacarlo.
La reina cerró los ojos y una lágrima escapó entre los apretados párpados, Raissa le había dicho cuando escuchó su vientre que el niño llegaba sin vida. Acercando su oído a la barriga de la reina y con unos movimientos de manos a su alrededor, sentenció con la frase de su muerte al ser preguntada por doña Isabel.
Dos horas antes, y por consejo de Raissa, partera con métodos árabes pero cercana a los reyes desde hacía tiempo, propuso llevar a la reina hasta la misma villa de Setenil, aconsejando habilitar una habitación para el alumbramiento en la casa de Salomón, situada a la izquierda junto al arco de entrada a la plaza de la Mezquita. Sitio bien ventilado por su ubicación junto al arrabal de Los Cortinales y protegido por gran cantidad de soldados que rastreaban hasta el último rincón de la villa para mantener su seguridad. Tras debatir con el rey el asunto, se dispuso un carruaje y una escolta de cuarenta hombres que protegieron el camino para que nada sobresaltase los ánimos. La reina acató lo que decía la partera y se puso en sus experimentadas manos, el médico acompañó a doña Isabel en el camino y estuvo a su lado hasta que Raissa le pidió que abandonase la estancia, los alumbramientos eran llevados por la partera y una o dos ayudantes, ningún hombre estaba nunca presente salvo fuerza mayor de necesidad. La habilidad le venía por vocación familiar, la joven mantenía alerta la mirada sobre todo lo preciso, exigiendo en cada acto una puntualidad e higiene dignas de la reina. Su forma de vestir al estilo nazarí chocaba con el color de su piel siendo menos oscura que las mujeres árabes, sin embargo, esa indumentaria de moda pronto desaparecería. Ella fue criada en palacio a las faldas de su madre, jugando a correr hasta convertirse en la mujer que hoy era, a pesar de haber respetado las creencias de cada uno, ella decía no creer hasta que pudiese sentir de verdad cualquier señal que la moviera hacia la fe. Su excelente disposición con la reina le valió su simpatía y agrado, convirtiéndose en un gran apoyo en momentos delicados que con nadie trataba.
La habitación fue rápidamente aromatizada con unas hierbas que encendieron sobre un plato de bronce las doncellas de la reina. Ella se tumbó sobre la cama y una joven de unos doce años se encargó de ir pasando paños limpios por las piernas de doña Isabel con tacto suave y mucha calma. Raissa acercó varias veces el oído a la barriga de la reina y la masajeaba con sumo cuidado, untando aceites en su piel y recitando palabras de amor en voz muy baja. Cuando el baño con agua caliente estuvo preparado, la sirvienta llevó un caldo caliente que tomó la reina y luego fue bañada para purificar su cuerpo, volviendo a la cama nada más terminar de secarse.
Raissa se lavó con esmero sus manos y comprobó que las de su asistente, la niña de doce años, estuviesen también limpias y con las uñas cortadas, todo estaba en orden, no quería que ese detalle provocara una infección a la reina. La partera ya era sabedora de que algo fallaba en el transcurso natural del parto, no escuchaba latir al bebé y el vientre de la reina perdió presión, como cuando el embarazo va mal. Era su costumbre observar esos detalles para proceder con mayor cautela en caso de haber un problema y mantener cuidado para no provocar una hemorragia interna que podía llevar a la muerte a una madre.
Mantuvieron distintas sábanas a mano para la muda de cama tras el baño a la reina, la jofaina con agua caliente se mantenía cercana sobre un posadero de madera. Comprobó algunos artefactos de succión y los instrumentales de cierre de heridas profundas, punción, extracción, corte y costura, se desinfectaban con agua que hervía en una palangana de metal sobre un fuego candente. La joven partera mostraba tranquilidad, sabedora de sus dotes y de a qué se enfrentaba, fuese la preñada una reina o una criada, para ella era un nuevo parto que afrontar.
Una nodriza acompañó a la reina, ocupó la habitación de al lado para caso de ser necesaria su aportación por alguna urgencia o para dar descanso en la lactancia a la reina. Era una mujer de unos veinticuatro años que parió dos meses antes, de constitución sana y unos pechos no muy grandes pero sí firmes, quedó a la espera pues nadie requirió de sus servicios. Partiría de vuelta a su casa con la remuneración prometida y un buen cerón de comida en la mula prometida que le regalarían.
Los esfuerzos realizados por la reina y Raissa terminaron por traer al infante a este mundo, como se presagió, sin vida, sin más alma que la perdida. Cortaron el cordón umbilical y procedieron a asear a la reina que en el esfuerzo quedó abatida y dormida, ayudada en parte por un brebaje que le dio a tomar la partera nada más terminar la extracción. Recogieron y limpiaron todo, dejando descansar a doña Isabel, fuera esperaba don Fernando, que fue informado al instante sobre la muerte de su hijo, ahogado por el cordón umbilical en una mala postura que tomaría en el vientre. Nadie se tomó el parto como algo extraordinario, la mitad de ellos no terminaban bien y de los que llegaban a nacer con vida, uno de cada cuatro moría días o semanas después. Alcanzar la edad de catorce años se consideraba todo un hito para los jóvenes de esta época. Hay que tener en cuenta que cuando no te mata la deficiente higiene, lo hace el sarampión, la viruela o cualquier otra enfermedad, estaba igualmente la mala alimentación, el hambre que caminaba por estas tierras partidas en reinos y en donde el trabajo escaseaba y la pillería crecía.
Raissa, con el delantal manchado de sangre y ligeros síntomas de agotamiento, entregó un trozo del cordón umbilical al rey y este le sonrió agradeciendo su esfuerzo. Miró la gelatinosa cuerda pensando en si era ese conducto el que había ahogado a su hijo, no obtuvo respuestas, solo silencio y consejo.
—Debería pasar, señor, la reina se encuentra ahora agotada pero necesita del calor de los suyos, nunca es fácil digerir la pérdida de un hijo, acérquese hasta ella y agarre su mano, a pesar de encontrarse adormecida se lo agradecerá. Yo volveré pronto y ya quedaré con ella hasta que se restablezca definitivamente.
—Gracias, Raissa, te agradezco que hayas venido tan rápido. No esperábamos que se pusiese de parto, aún quedaba cuenta. Has hecho todo lo que has podido y más, sabré recompensarte.
—No es necesario señor, el cuerpo es sabio, puede que el bebé llevase muerto más de una semana, a pesar de lo que dice don Juan, no creo que el camino realizado haya tenido nada que ver. Son muchos recién nacidos o por nacer los que se pierden o mueren al dar a luz, y le aseguro que en muchas peores condiciones que las que ha tenido doña Isabel han nacido y han muerto, nada que ver con nada.
—Lo sé, ella es precavida con todo, aunque sigo pensando que le hubiese venido mejor el descanso. Y soy de los que piensa que se nace vivo o muerto sin tener en cuenta las condiciones, creencias o rezos que nos pueda ofrecer la vida.
La partera no dijo nada, bajó las escaleras de la casa y se dirigió al patio, sentándose bajo el limonero y cerrando los ojos, un día agotador, repleto de idas y venidas, con la muerte de un infante y una guerra infinita en medio de todo. Raissa, hija de padre moro y madre cristiana, se encontraba en Ronda cuando la avisaron, su madre, que con ella se hallaba visitando a unos familiares, había dado paso a la hija en estos menesteres por su buen hacer y por la edad de la madre, ya mayor. La joven, ayudaba con los heridos en campaña y ejercía de partera donde requerían de sus servicios, hoy aprovechaba el desplazamiento a Ronda para ver a los suyos y, de paso, conseguir vendas muy necesarias esos días. Su padre murió al poco de nacer ella, un enfrentamiento y una ballesta que le atravesó la garganta se lo llevaron. Muchacha de belleza sublime, con un fuerte carácter que la mantenía soltera y codiciada, aunque ella nada quería saber de nadie en esos momentos de guerras y viajes junto a su madre.
Al despertar, doña Isabel, recibió consejo de don Juan para reposar durante dos días, los aceptó de buena manera aunque no dejó de señalar que debía partir en esa fecha para seguir con lo previsto en su viaje. Era de vital importancia llegar a Sevilla para una reunión en la que se determinaría la situación que tomaría el Reino frente a cuestiones como la Santa Inquisición, la expulsión de los judíos y el valor de la Santa Hermandad en la lucha para el sometimiento de la nobleza, hasta ahora respaldada por una coalición interna de los nobles al no querer perder sus privilegios. Era transcendental para los reyes esa vista con distintos enviados de cada parte implicada, quería estar al frente para dejar clara la postura de la Corona y respaldarla con su presencia.
Esa noche, con el fresco viento que regalaba la ventana que daba a Los Cortinales, Raissa pasó a su lado todo el tiempo, leyendo para doña Isabel libros de aventuras sobre generales legendarios que tanto le gustaban, como Alejandro el Macedonio o los romanos que se convirtieron en emperadores, las batallas eran de su agrado y también le leyó textos que citaban algunas de ellas y otros donde algunos griegos dejaron escritos sobre leyendas increíbles.
Con la claridad de la mañana fue celebrado el bautizo del infante a pesar de su muerte, se le llamó con el nombre de Sebastián, estaba ya decidido y así lo querían los reyes en caso de nacer varón. El cardenal, en un acto privado y repleto de sentimentalismo, ofició de manera legítima el bautizo para así poder ser enterrado como católico, cuestión importante para todos, más estando en tierras que pertenecieron a los infieles.
“Vi que manaba agua del lado derecho del templo,
y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.
Lectura de la profecía de Ezequiel 36, 24-28.
Poco más tarde compareció, ataviado con hábito talar, don Pedro González de Mendoza, y pronunció la misa pro defunctis por el fallecido infante que se celebró en el Real donde se emplazó el campamento, quedando para el resto como Real de San Sebastián, donde se le dio cristiana sepultura. Los reyes asistieron vestidos de negro al réquiem, la reina, a pesar de su estado, quiso estar presente, mostrando un rostro juicioso que valoraba el respeto con el que la tropa acudió alrededor de todo el lugar. Soldados arrodillados con cabeza gacha durante el tiempo que la misa duró, abatidos por el dolor de su reina, tratando de recordar oraciones que se presentaban olvidadas al requerir sus letras a la memoria. Los presentes mantuvieron un silencio celestial, donde el trinar de los pájaros era el único sonido que acompañaba las palabras del cardenal mientras cada cual rezaba a su manera, entre olvido y disimulo hasta quien a bien expresaba sus buenas prácticas como cristiano. El púlpito desde dónde se dirigió a los presentes, fue traído para la ocasión desde la cercana Olvera, mostraba en su cara delantera la talla de una cruz cristiana sobre un monte, los laterales estaban cerrados con una barandilla de madera a cada lado para mayor seguridad. Como buen conocedor de la Iglesia católica, el cardenal oficiaba sin necesidad del libro litúrgico, de memoria, imponiendo su voz por encima de todas las cosas, el ritmo pausado y melancólico otorgaba al momento un aura suprema de respeto.
“Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.
“Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua”, con esa frase del introito terminó de oficiar el rito católico.
Tras media hora de misa se procedió a llevar al infante hasta el sepulcro, una pequeña caja de madera con la cruz de Nuestro Señor en la tapa superior y portada con las manos por cuatro capitanes, uno de cada compañía, que llevaron el féretro con solemnidad hasta el lugar elegido donde quedó para siempre su cuerpo. Una vez dada sepultura y acabados los pésames, la reina entregó al cardenal, para que se lo hiciese llegar a quien fuera menester, un escrito con la orden real del levantamiento de una iglesia en honor a San Sebastián sobre su sepulcro. Luego acabó todo, volviendo poco a poco el martillar del trabajo y el intensivo e imparable movimiento de un ejército en pos de un desalojo campal y una marcha triunfal.
Doña Isabel se retiró a la casa de la villa en su carruaje, era necesario que descansara para restablecerse con firmeza. El rey por su parte quedó en el Real de San Sebastián para atender a aquellos que requerimos su atención. A pesar de no ser lo más indicado en ese momento, comprendió que la velocidad con que se llevaban las acciones necesitaban de su presencia para enjuiciar distintas obligaciones. La tropa y algunos mandos continuaron con el desalojo y desmonte de todo lo allí establecido esos días, quedando la tienda del rey como última para desmonte, a la espera de su partida cuando se recuperara la reina. Los zapadores se quedarían una jornada más para la recogida de bártulos y armamento, incluidos los bolaños de las bombardas, piedras cinceladas de Acinipo, luego, en carros y mulas, los acarrearían hasta Ronda para volver al trabajo que allí esperaba.
Yo bajé a la villa en busca del capitán Ahmad y Räven, nos personamos ante el rey y hablamos de la nueva situación en que se encontraban. Ambos debían partir al terminar la audiencia con don Fernando hacia Granada. Provistos de un salvoconducto real que les permitiera atravesar tierras cristianas sin problema, una vez allí establecidos y tras contar la versión que bien vieran sobre lo sucedido, quedarían al servicio de la Corona para cualquier necesidad, todo quedó escrito bajo palabra y juramento. No fue fácil convencer al capitán, pero era aceptar lo propuesto o poner destino a galeras. El rey no los conocía como yo y no era sabedor de tanto como apoyaron la decisión de rendición y entrega durante las negociaciones, tratando de evitar la pérdida de tantas almas inocentes como se dieron al final de la contienda. Don Fernando, como todos, pensó más en los cristianos caídos que en los enemigos, además, el hecho de la muerte del infante y el estado de la reina, pesó en contra de los dos mandos de la fortaleza nazarí.
Intervine tratando de convencer a ambos recordando que los primeros traicionados fueron ellos mismos por Granada y su gente, algo que ya sabían mejor que nadie, los dejaron desamparados, expuestos ante un futuro incierto cuando más falta hizo su apoyo y todo tras una etapa de gloria y compromiso como siempre mostró Setenil en la frontera.
Finalmente aceptaron, sin embargo, reclamaron sus condiciones, tales como que no se enfrentarían jamás a los suyos y que cada información que le llegase a la Corona en su nombre sería cuando ellos lo decidiesen, sin poner en peligro su buen nombre ganado con muchas jornadas de frontera. El rey aceptó, pues era más un favor a mi persona que una necesidad en la lucha, pero como le dije, “es mejor tenerlos a nuestro lado que con el enemigo”.
Acompañé a Ahmad y Räven hasta las caballerías, donde les entregaron dos caballos de los que fueron requisados tras la toma de Setenil, yo personalmente ordené que recibieran los que a ellos pertenecían, sus caballos. El cariño a un animal va más allá de lo entendible, soy portador de ese amor en mí mismo y en su gesto de agradecimiento percibí que ellos igual. Antes de despedirme les deseé suerte en su camino y lo mejor por ese devenir que les esperaba, quedamos en volver a vernos pronto, antes de cinco meses les prometí, luego nos abrazamos y esperé hasta verlos partir ante la desaprobación de algunos y el gesto aprobatorio de la mayoría. Dos hombres, soldados a fin de cuentas como todos nosotros, que pelearon por lo suyo y defendieron con honor a su pueblo, merecen el mayor de los respetos por quienes en la batalla vivimos. Con el paso de los años comprobé la veracidad de la máxima que la guerra todo lo puede, es cruel hasta cuando solo pierdes con ello, inclusive cuando ganas un mundo y te alejas de un amigo, siempre nos dejamos algo en cada enfrentamiento.
Volví con don Fernando, quien nos expuso varios de los planes de futuro al marqués, al Gran Capitán y a mí. Decidió, junto a la reina, que el botín de Setenil ayudaría a financiar parte de la nueva ruta a las Indias, con la premisa de conquistar al-Ándalus dentro de lo calculado, ese es el principal objetivo y acuerdo alcanzado con Roma. Confiaban en el cardenal Mendoza, sobre todo doña Isabel, y veían el intento de buscar una nueva vía como algo obligatorio para el comercio venidero, era necesario encontrar soluciones para evitar al portugués.
Al marino Colón le quedaba solo esperar, ser paciente o comenzar con el dinero de los Mendoza. La exposición sobre la ruta y la navegación que hizo ante el rey, una vez terminó con Ahmad y Räven, convenció a don Fernando, aunque pospuso la decisión para otro momento en que la reina se encontrase en disposición de decidir, aplazando todo hasta el final de la guerra y la suerte en la conquista. Sin duda quedó que si era conforme, en unos años vería navegar su idea allá por los mares.
El marqués convendría el pacto con Boabdil, la forma de llevarlo a fin quedaría en sus manos con la ayuda de un servidor si fuese requerida, el ofrecimiento de un señorío en las Alpujarras y la seguridad de su familia sería nuestra primera y, posiblemente, única propuesta. Por mi parte quedé a cargo de Setenil hasta la llegada del yerno del marqués, don Francisco Enríquez, que en agradecimiento por este nombramiento donó grandes sumas para el comienzo de la conversión de la mezquita en iglesia, él fue el gran padrino de esta causa y por la cual ganó la simpatía de sus majestades los reyes.
El Gran Capitán, junto al resto de las Guardias Viejas de Castilla que quedaban en el Real, acompañarían al rey hasta Ronda, allí quedaría como máximo responsable tras ausentarse don Fernando al finalizar la conquista del sitio. Aunque primero que todo decidió ausentarse unos días y cabalgó hasta Lucena en busca de sosiego y recuperarse de las varias heridas sufridas.
Don Fernando mantenía su obsesión con el Reino Nazarí de Granada, un todo o nada, objetivo que compartía con la reina como idea común, fijando ambos la mirada en un porvenir prometedor para Castilla y Aragón, su idea de conjuntar a todos los reinos para formar un único país, una monarquía de herencia duradera en el tiempo y respetada en el mundo. Al terminar con nosotros recibió al recaudador real, don Fernando se preocupaba por cada cuestión sin dejar nada a un lado, era de vital importancia barajar gastos y entradas de caudal para asegurar los pagos establecidos. Decidió entregar nuevos cargos en el ejército, todos por merecimiento o por cercanía y amistad, a algunos destacados les premió con casas y tierras en Setenil para su repoblación e intervención en el nuevo camino que se presentaba. Hombre a la antigua este rey, como su padre, yo dirijo, yo mando y ustedes obedecéis.
“Cualquiera que con él hablase le amaba y le deseaba servir”.
Hernando del Pulgar sobre el rey don Fernando
Llegó la noche y volví nuevamente a la villa para recoger unos recuerdos que pertenecían a Zoraima pues era lo que me quedaba de ella, remembranzas, el peor de los sufrimientos que conlleva el amor perdido. Junto al telón de piedras que formaba el torreón, podía olerse el fuego apagado de algunas casas mientras el aire venteaba sentimientos ensangrentados y penas de muerte, es difícil arrinconar el dolor sufrido. Los disparos de las bombardas destrozaron gran parte de los hogares, sin embargo, se distinguía lo que horas atrás fue una calle fastuosa y de talante comercial. Gran parte de la vida en Setenil discurría entre la calle que llevaba a la mezquita y los arrabales que rodeaban la roca que defendía la villa. Mis pasos silenciosos avanzaban en la oscuridad bajo la luz en movimiento de las apasionadas antorchas, ofreciendo sombras irreales por rincones de ahogos y sentidas azoteas que lloran a los suyos junto a una mezquita que cambiaba de credo. Vislumbraba vidas fantasmales cerca de las murallas de piedra que gotean rojo sangre y muestran heridas que no cicatrizarán nunca, Setenil se enfrenta a una nueva historia por escribir, los años indicarán si mejor o peor que las conocidas.
Continué caminando, llevando de la rienda al caballo por la pequeña pendiente de entrada, allí la panadería quedaba a mi izquierda y con solo cerrar los ojos un momento podía oler el aroma a pan fermentado y recién horneado, jubz mujitamar, que se cocía en el horno circular de barro mientras hubo acopio, su olor impregnaba toda la calle y ahora me llegaba como recuerdo de un tiempo lejano. Cerca quedaba la casa de Salomón Ibn Nasir, donde guardaba reposo la reina, y Raissa velaba su sueño mientras le leía aventuras de conquistadores y oraciones en las que ella misma no creía. En esa casa viví tres meses en Setenil, donde me enamoré de Zoraima, hija de Salomón, y donde desgraciadamente murieron tanto ella como su padre a manos de unos mal nacidos, puedo sentir desgarrarse mi alma al pensarlo.
Salomón, el padre de Zoraima, era un judío que velaba por el bienestar de la villa, haciendo las veces de almotacén del zoco o como sanador en los baños, un hombre de cultura y sapiencia superior, quedaré agradecido toda la vida por tanto como en tan poco tiempo me ilustró. Al llegar a la puerta de la casa, los guardias se apartaron y al cruzar el umbral, la piel se me erizó al imaginar la presencia de ella. De mis ojos volvieron a brotar unas lágrimas imperceptibles, salí al patio y me senté en uno de los cojines durante un buen rato tomando aire para calmar el desasosiego perturbador, cuando logré calmar mi estado subí las escaleras que daban a la parte superior de la vivienda.
Ordenados en una estantería de argamasa y piedra se encontraban gran parte de los libros de Salomón, muchos de ellos los consiguió rescatar de un incendio en Córdoba, en casa de sus padres. El incendio lo empujó en busca de nuevos vientos y acabó en Setenil tras oír a un amigo que necesitaban un almotacén. La casa se encontraba como la dejé, aunque habían limpiado la sangre, seguro que por orden de don Alonso, en el rincón derecho había una pequeña mesa donde estaban depositados varios poemas en papiros y, a un lado de la pared, la narguileh, donde se quemaban para aspirar hierbas aromáticas que desconocía hasta llegar a Setenil. Las paredes adornadas con telas de colores vivos alegran la estancia y la ventana abierta daba a los campos de encinas y chaparros, mostrando esa profundidad que ofrece la noche en la villa, ocultando a los ojos el asombroso paisaje que rodea a la fortaleza. Los cojines situados alrededor de un brasero que prendían en frías noches de invierno, se utilizaban para acomodarnos para leer o contar historias. Recogí lo que fui a buscar y sin hacer ruido me dirigí hacia la entrada bajando las escaleras con un nudo en la garganta que no me permitía ni tragar aire.
Raissa había salido de la habitación llamada por el mínimo ruido que hice, se detuvo observándome desde arriba, apoyada en la barandilla de madera, vio mis dudosos pasos y el vistazo a la cocina, percibió mi dolor en esa ojeada que dio, nada dijo manteniéndose callada, tal vez ya le hubiesen contado lo ocurrido. Antes de salir miré arriba y la vi, no distinguí quién era, pero supuse que era la partera de la reina, según me dijo don Fernando, quedaría con ella hasta su recuperación. Detuve un instante mis pasos cruzando la mirada con ella, levanté la mano en señal de saludo.
—¿Se encuentra bien doña Isabel?
—Sí, mucho mejor, ahora duerme.
—Buenas noches, señora.
—Buenas noches.
Y salí a la calle dejando la vivienda en descanso, iluminada por el velamen encendido en los candelabros dormidos. El destino nos brindaría oportunidades de volver a cruzar nuestros caminos, tantas veces que terminaríamos uniéndolos, quién hubiera podido decirlo en aquellos momentos repletos de soledad y amargura, tan vacíos de cualquier felicidad.
Una vez afuera escuché voces y el inconfundible sonido de los aceros al chocar en el aire. Junto a la entrada al sahn, cuatro soldados rodeaban a un pobre hombre mientras este alzaba una espada que seguramente encontró en el suelo junto a algún cadáver. Ni siquiera contaba con fuerzas para blandir el arma y terminó por arrodillarse pidiendo clemencia por su vida a los soldados que lo encontraron en una de esas rebuscas para asegurar la casa donde se hallaba la reina. Me acerqué a curiosear, los guardias advirtieron mi presencia y se apartaron, entonces el hombre al verme se arrodilló a mis pies. Al mirarlo reconocí en su cara sucia por el barro la mirada de Hudhayfa Isalám, un comerciante que visitaba la villa varias veces en temporada para adquirir mercancías y ganado de la localidad, un amigo que para Salomón y Zoraima era mucho más que eso, casi un familiar, fue mi gran valedor a la llegada al pueblo. Solicitó mi compasión y clamó por su vida desde el suelo, agarrado a mis piernas como un chiquillo, le ayudé a levantarse y pedí a los soldados que se retirasen.
—Pero, Hudhayfa, ¿dónde te has metido? ¿Cómo has llegado a esta situación?
—Amigo, Pedro, es muy largo de contar. —Trató de no caerse mientras, desconfiado, prestaba atención a los guardias—. Al comenzar todo me escondí en los baños, me pilló de sorpresa toda esta vorágine de acontecimientos pero conseguí mantenerme a cobijo, sin embargo, al final me descubrieron, no quiero explicarte todo lo que llevo pasado.
—No me lo expliques, no hace falta, amigo. Te acompaño para que puedas darte un baño y comer algo en una de las casas de la villa, en ella quedarás tranquilo y con libertad para actuar, pero con la llegada de la mañana tendrás que abandonar el lugar, al menos hasta que pasen unos días.
—Gracias, Pedro, ni que decir tiene que me iré, y que volveré para compensarte, prometo que lo haré, sabes que lo puedo hacer y cumpliré con mi palabra —relataba nervioso.