Kitabı oku: «Setenil 1484», sayfa 6

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“Con el sigilo de la luna en el estanque

me sumergí en el silencio de tu amor.

No lo denunció el vigía de la noche

pero tú lo percibiste en la oscuridad”.

Shakîr Wa´el

Don Fernando en su llegada al sitio quedó abatido por lo ocurrido esa sangrienta mañana, como si fuese un espectador más del final de una tragedia griega escrita por Eurípides, esperando una zona tranquila y preservada de sangre y encontrándose al héroe anónimo víctima del destino, protagonista sin heroicidad como los del dramaturgo de Salamina. El rey reflejaba en su rostro el dolor y la rabia que contenía en su interior, no era ese el primer ejemplo que debían dar los suyos, menos aún asesinando a una persona querida y respetada en la zona. Zadí, que nos acompañaba en una habitación de la Torre Albarrana, miraba en silencio por la pequeña ventana que daba a la plaza bajo El Lizón, días antes nos disparaban por esa misma abertura, hoy ofrecía paz donde antes hubo guerra. Don Fernando inició una conversación apagada, triste, con tonos de amarga despedida.

—Pedro, deja todo este lugar en orden hasta la llegada de don Francisco Henríquez, luego reúnete en cuanto regrese la reina de Sevilla con nosotros.

—Así será, señor.

—Procura que los que aquí queden sean leales a la Corona, merecedores de su suerte y respetuosos con nuestras leyes. No cabe la duda en la ejecución, amigo, ante quien ose sublevarse le advertís con la espada del Reino.

—Se hará como ordenáis, don Fernando.

—Cuando terminemos de doblegar Ronda bajaremos en dirección a la costa para establecer al ejército y acometer Málaga llegado el momento. Si necesitas de rapidez en respuestas y no llegan con tiempo, encárgate por tu propia cuenta y saber, como te he dicho, actúa con firmeza. No obstante, cuídate, siento que este final sea tan cruel para ti que no mereces más desconsuelo, ya con el sufrido bastante llevas por dentro.

Con esas palabras se alejó el rey, nunca volvería por Setenil, nunca que yo supiese. Los rumores que rodeaban a los reyes eran muchos y uno de ellos era que el rey, hasta su muerte, visitó cada cierto tiempo la iglesia del Real de San Sebastián, siempre en secreto. No dudo que así fuera, pero tampoco doy certeza de ello, aunque se cuenta que sí existe una prueba que lo corrobora, una corona real tallada donde siempre se sentaba, en la esquina del banco de la última fila. Los reyes disponen a su antojo del tiempo y don Fernando pasó años por aquí cerca, puede que alguna vez visitara el sitio, es su hijo quien está enterrado bajo la iglesia, ¿quién puede poner en duda tal afirmación?

En la mañana del veintiocho de septiembre de mil cuatrocientos ochenta y cuatro, parte con destino a Ronda el ejército desplazado a Setenil. Pasarán ocho meses hasta la entrega del sitio al rey don Fernando. Sitiada y dominada, la resistencia se hace fuerte tras sus murallas, manteniendo cautivos a más de doscientos prisioneros cristianos, lo que prolonga el tiempo de conquista. Los reyes, ante la reciente batalla de Setenil, prefieren la espera a la sangría de un asalto por la fuerza, los aledaños de la muralla se convierten en próxima parada para el pueblo andante que sigue a la tropa, lugar donde ubicarán su nuevo lugar de faena.

“Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida

cómo se viene la muerte,

tan callando;

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado

fue mejor”.

Jorge Manrique

EL NUEVO PÁRROCO

La desgraciada noticia del maestro derrumbó todo lo previsto para ese día, nada quise, solo recordar las palabras habladas y los momentos vividos. Fueron muchas las tardes, las noches, las risas, los poemas y los caminos. ¿Quién mejor que un amigo nacido judío, criado entre cristianos y afincado en tierras moras puede explicarte Setenil? Él me mostró con paseos y miradas fascinadas la belleza de cada roca, de cada grieta en el tajo, de sus verdes huertos y azules horizontes, de religiones escépticas y amores de corazón, de amistades verdaderas y sentimientos arraigados. ¿Quién puede explicarte el amor a una tierra mejor que alguien que lo aprendió? El maestro Enrique, el amante de Arica la bruja, manteniendo el silencio como palabra y la atención como respuesta, cuanta gloria le acompañe como paz nos deja, en mi alma prendera siempre la llama de su amistad.

Pospuse la visita a Olvera y quedé esa tarde con don Jaime, el nuevo párroco. Tras dar entierro seglar al maestro y su lobo, y una ceremonia cristiana a los soldados, volví a la villa para tomar algunas decisiones sobre la forma en que enfrentaríamos las restauraciones que se pretendían para Setenil. Quedé con don Jaime en casa para comer algo y conocerlo más profundamente, necesitaba saber qué tipo de hombre dejaba el cardenal Mendoza a cargo de cristianizar la zona. Supuse que sería un lacayo del cardenal, uno más, otro engreído con la palabra de Dios en la boca y no en el corazón, supuse mal.

“Mira que estoy a la puerta y llamo.

Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”.

Apocalipsis 3:20

El buen hacer de la cocinera aderezó la situación, Atina, que así se llamaba, era una mujer de unos cuarenta años que preparaba los higadillos de los pollos de manera que era difícil decir que no, ese día, además, acompañó lo cocinado con un dulce de membrillo y un almodrote. La mesa dispuesta en el interior de la vivienda, no en su patio exterior, para dos comensales, con los cubiertos de plata y los platos de barro que contradecían mucho sobre la mesa, una servilleta para cada uno, pan y una jarra de vino en el centro. Carima, la otra señora que ayudaba en la casa, callada y muy trabajadora, trajo unas uvas pequeñas y blancas, era nieta de musulmanes, su padre en cambio era castellano, afamado escribiente de la villa y amigo de Salomón.

Conversaba Carima en la entrada de la casa con el señor párroco cuando llegó con las uvas del huerto. Rápidamente llamó la señora Atina para sentarnos a la mesa, yo me aseaba un poco y cambiaba de ropa, una túnica árabe de color blanco sirvió para la ocasión. Al bajar saludé a don Jaime y pasamos al comedor ofreciendo asiento a mi huésped. La tarde era agradable cuando comenzamos a charlar de lo sucedido esa mañana, primer día en el pueblo y eso se encontraba, comentaba el cura. Bajo la luz de varios candeleros, y el olor a albahaca de las plantas de las rinconeras, comenzamos a cenar charlando sobre el futuro que se nos presentaba en Setenil.

—Don Jaime, ¿quiere bendecir la mesa?

El cura, bajando la cabeza, pronunció unas palabras que no pude oír para seguidamente continuar con una bendición muy particular.

—Bendícenos señor, y bendice estos alimentos que vamos a tomar, bendice a quienes los han preparado y da pan a quienes no tienen. Igualmente bendice a aquellos que estos días se encuentran sin hogar, alejados de los suyos, sin nada con que alimentarse. Bendice a todos aquellos que por nuestra culpa están sufriendo. Por Jesucristo, nuestro Señor, amén.

—Amén.

—Estimado don Pedro, antes que nada quiero agradecerle la invitación, es un placer que en tiempos de guerra queden buenas personas como usted que prefieran quedarse a remontar un pueblo a volver al combate.

—No es así, don Jaime, yo soy un mandado y como encargo tengo quedarme hasta que vuelva la reina para acompañarla en su viaje de encuentro con el rey.

—Tal vez sea así, pero según me han comentado tiene lazos importantes en este lugar.

—Lazos de muerte, y de amistad, pero sobre todo de personas perdidas.

—Según me han dicho no es muy cercano a la Iglesia, pero es respetuoso con su dogma.

—No soy cercano a ningún dios, mi camino no se encuentra en la adoración de quienes no veo, sí en aquellos que me acompañan y me hacen feliz o me ayudan a serlo.

—Mi Iglesia no cierra puertas a nadie.

—No, no las cierra, pero para entrar tienes que ser afín a su fe.

—¿Si no crees, qué motivo tiene entrar? Debemos adaptarnos a nuestros reyes y a la Santa Madre Iglesia que nos cobija. Yo soy hombre de caminos y no de techos, he convivido con judíos y con moros, le digo que conozco sus creencias y la menos seguida es la nuestra salvo que tengamos un problema, ahí es donde somos fuertes, en pedir soluciones.

Sonreí con lo expuesto, llevaba razón en parte, la mayoría del cristianismo recurre a la fe y los rezos en momentos de angustia y desesperación.

—Parece que los tiempos cambian y ahora estará casi que obligado ir a misa.

—No somos en la Iglesia de llamar a quien no quiere asistir, eso lo he visto en otras religiones pero no en la cristiana.

—Dígaselo a la Santa Inquisición.

—Es una rama de un árbol gigante.

—Hablemos de Setenil, padre, dejemos estas disquisiciones para el cardenal y los suyos.

El cura se levantó de la silla con lentitud, con la sotana sin botones y con los cuellos de la camisa por fuera como era la costumbre ahora. Un cinturón de cuero con hebilla grande rodeaba su menudo cuerpo dando un semblante de carácter fuerte a su imagen. Era, o había sido, un cura de caminos como decía, de los que recorren muchas distancias impartiendo la palabra de Dios, unos botines negros y desgastados asomaban por debajo de la sotana y un rosario colgaba de su cuello corroborando aquella intuición. Volvió a sentarse y retomó la palabra, como quien consulta con alguien para volver al sitio tras el acuerdo alcanzado.

—He comenzado mal, don Pedro, no le conozco y no soy quién para juzgarle, le ruego acepte mis disculpas y comencemos de nuevo la conversación si lo deseáis. Como le he dicho, sus referencias no pueden ser mejores, pero el hecho de no comulgar con la palabra de Dios Nuestro Señor, me hizo dudar de usted.

—Bonum vinum laetificat cor hominis —le dije ofreciéndole la copa de vino-, el buen vino alegra el corazón del hombre. No debéis disculparos, las formas preceden a los hechos, y vos no parecéis de los que pierdan las formas, no soy dado a debates teológicos, culpo a los hombres y mujeres de lo bueno y malo que nos suceda, pero creo en quien tiene fe y esperanza, las dos son buenas armas para seguir adelante.

—Creer, esa es nuestra fuerza, y ahora cuénteme qué ideas tiene para llevar a cabo la cristianización del lugar, la reforma de las normas que aquí son tan distintas a las que conocemos habitualmente en nuestros pueblos de Castilla.

—Mi idea es estar aquí unos meses como tenente para luego volver acompañando a la reina doña Isabel hasta que acabe la contienda. Tengo un plan que le expongo si lo desea, si quiere participar comprenderá que es muy positivo para ambos.

—A todo esto debo reconocer que los higadillos están muy ricos, nunca los había probado, será mejor llevarse bien con usted si quiero volver a probarlos —dijo el cura rompiendo en conversación amistosa.

Reí ante la ocurrencia del cura, este igualmente sonrió, pero moderadamente, con un atisbo de desconfianza propia para quien se encuentra en casa ajena. Continuamos con la cena, dentro de un marco más ameno, contó don Jaime que venía recién llegado a estas tierras desde la zona de Guadalajara, recomendado por el señor cardenal al que profesaba un gran afecto. Me dijo mismamente que era un gran señor, que no entendía ni llegaba a comprender de nuestra poca estima entre ambos. Razón no le faltaba, como ya he dicho, con el tiempo conocí mejor al cardenal y comprobé de su valía dentro del Reino, un gran apoyo para los reyes, por los que luchó trabajando enormemente.

—No sé cómo debemos oficiar el tema de la religión, en ese aspecto seré lo más benevolente posible, usted se encargará de esa parcela. Yo no me inmiscuiré en nada salvo que alguien se queje, he visto casos donde la Iglesia ha destruido familias por locuras incomprensibles, por imaginarias situaciones que nunca sucedieron, con un solo fin, hacer prevalecer la palabra del Señor a cualquier precio. No aceptaré esa forma de enseñanza mientras esté al mando del sitio, no permitiré que Setenil vuelva a sufrir de nuevo por nuestra causa, respetaremos las creencias de la gente en su intimidad, al menos mientras nos sea posible. Luego debemos ser firmes en el cumplimiento de las leyes que se establezcan desde el punto de vista eclesiástico, no me refiero a que sigan con su religión a escondidas, eso está prohibido, lo único que pido es que se les conceda un plazo y un modelo suave de cambio. —Bebí un poco de vino y respiré profundo para continuar—: Espero que si esta situación sabemos llevarla no entraremos en conflicto con nadie. Desde la tenencia respaldaremos todas sus acciones mientras se limiten al espacio que le he marcado como camino a seguir, sus formas o maneras de llevar a cabo esta idea del repoblamiento y cristianizar el lugar no me importan, respete a los habitantes y sus maneras serán respetadas. No contará con la protección del ejército si equivoca el sentido de las normas. Le pongo en aviso que no podrá huir y ordenaré que lo persigan, lo encuentren y que lo cuelguen. Tenga en cuenta, además de todo esto, que no contamos con mucho tiempo, la reina volverá pronto y celebraremos una misa en su honor en la nueva iglesia.

El padre Jaime musitaba todo lo que acababa de oír, cocinaba en su mente si era una buena idea aceptar aquello o si por el contrario le quedaba alguna opción de réplica. Mientras analizaba lo dicho en esa comida, continuaba degustando unas uvas con un vaso de vino dulce, se levantó, se sentó y volvió a levantarse para dirigirse a la puerta que daba al patio, mirando distraído a través de ella aspiró aire y fijó su mira por unos santiamenes en la oscura sombra, quedando inmóvil. Tras ese momento de reflexión, giró y se acercó hasta la mesa, estudiando mi cara mientras pensaba, tendió su mano para que la estrechara llegando a un acuerdo. Le ofrecí la mía igualmente, sin reconcomio.

—Así sea, don Pedro.

—Así pues, don Jaime.

“El hierro se pule con el hierro, y el hombre se pule en el trato con su prójimo”.

Proverbios 27:17

El último día en el Real de San Sebastián recogí distintas ordenanzas allí dejadas por los reyes y mantuve reunión con los que quedarían con nosotros en la peña como guardia de socorro. Me despedí de muchos a los que más tarde me volvería a encontrar en el camino a Granada, atrás quedaba el asedio y la toma, con muchos árboles talados y mucha escasez de víveres que dejaba el grueso del ejército. En el campamento apenas si quedaba rastro de todo lo que allí se congregó días atrás, un ciento de soldados vagueaban por él sin ánimo de trabajo y sin ganas de partir. Los noveles de la tropa siempre eran los últimos en partir y se prestaban voluntarios para acompañar a los que se quedaban hasta última hora, aprovechaban ese camino para liberar lo mantenido y hacer tratos con las mujeres que vendían su cuerpo y quedaban extenuadas tras el trabajo realizado. Ellos aprovechaban ese trayecto para cambiar por desahogo llevarlas durante el camino en carros, y ellas accedían encantadas pues los jóvenes eran más atractivos que los babosos veteranos, mucho más alegres y mejores amantes.

Los peones se encargaban de la limpieza del campamento, recogiendo los últimos enseres y demás precisos del ejército, los soldados vigilaban el lugar bajo la supervisión de algún mando joven, en este caso don Alonso de Cárdenas. Todo comenzaba a desvanecerse, la vorágine primordial del cerco a Setenil desaparecía. La tarde amenazaba con irse, la hora de vísperas pasó y pronto acabaría otra jornada.

Tras dejar mi montura en la Torre Albarrana, me dirigí caminando hacia la casa de Salomón, donde malparió la reina, pendiente arriba, con la triste imagen de casas quemadas y derrumbadas por la acción penetrante de las bombardas y morteros. A un lado y a otro se observaba la devastación realizada por el fuego de artillería, aunque, al menos, el aire ya venteaba sano tras el putrefacto olor de esos cadáveres ya desaparecidos que días atrás se encontraban esparcidos por toda la plazoleta de la villa, por todas sus calles, colgados de azoteas o en las ventanas. Imágenes que recordaban la feroz atrocidad con la que se acometió el lugar y con la que sus vecinos lo defendieron, una lucha de sangre. Recordé entonces mi llegada, un tiempo diferente, tiempo donde la felicidad de un pueblo se sostenía con una convivencia en paz entre gentes de distintas creencias, de diferentes culturas, cada uno de padre y madre distintos pero hermanados por un bien común, o al menos eso parecía.

—¿Qué será de todo ahora? —me pregunté.

Imaginariamente intentaba buscar una respuesta dentro de mí, como queriendo solventar de pronto todo lo que en días habíamos destruido, aunque, por supuesto, esa era la nueva meta a cumplimentar. La panadería seguiría su habitual curso con una nueva hornada a cargo de nuevos inquilinos, ya don Jaime pasaría para purificar el horno, cuánta facundia éramos capaces de vender en nombre de Dios. Algunas familias se establecerían en el sitio, personas llegadas desde todo el Reino, pensaba en cómo ubicar a toda esa gente, los hombres seguirían el curso de la contienda y ellas, sus señoras, acompañadas de sus familias, se instalarían en Setenil. Quedarán las tierras a la espera de nuevos dueños que llegarán al finalizar la contienda, antes de su vuelta se comenzarán las obras para recuperar el lugar, todos ofreceremos colaboración dentro de las posibilidades de cada cual. El regreso de unos hombres que, ofreciendo su vida a cambio, requerían con anhelo lo que en otro tiempo perteneció a sus antepasados.

La guerra todo lo puede, lo que ayer era mío hoy es tuyo y mañana volverá a ser mío, así es y así será, a cambio, miles de vidas inocentes morirán como consecuencia de esa gloria buscada por el ser humano. Ya en la puerta de la casa pude observar cómo se quemaba todo lo que en su interior contenía la mezquita, sin ningún tipo de cuartel, a saco.

“Acaso tiemble abajo, poco o mucho,

más por mucho que el viento allá se esconda,

no sé cómo, aquí arriba nunca tiembla”.

La divina comedia

LA MESTA

El camino hasta llegar a Olvera se pasó rápido, debido entre otras cosas a los diferentes momentos en que mis pensamientos se evadieron en busca de respuestas. Intentaba centrarme en mis nuevas obligaciones a cargo de Setenil y la comarca, entre reflexiones firmes y a veces perdidas. Cuando vine a darme cuenta sobre la imposibilidad de evitar el destino, estaba entrando al sitio designado para mantener la reunión. Habían pasado dos meses desde la batalla en que se conquistó la frontera, el tiempo volaba y las tareas se acumulaban pero lográbamos sacarlas adelante.

Desde la distancia lograba distinguir la fortaleza y el pueblo creciente a sus pies, recordé el día que llegué y conocí a Enrique, ese camino que juntos anduvimos, Olvera es un bello lugar que también sufrió esta guerra años atrás. Varios integrantes de la Santa Hermandad esperaban junto a diez representantes que buscaban respuestas de futuro, mi presencia como corregidor de la zona no era de buen agrado para ellos, mucho más si se tiene en cuenta que de nada me conocían. Era la primera vez que nos veíamos tras una primera toma de contacto la semana que mataron al maestro, de esa vez nada surgió en claro por temprana, ahora esperaba verme con los interesados de verdad, los señores de la comarca, fui recibido con un silencio sepulcral, el jefe de los soldados se presentó ante mí y tras comunicar mi nombre a todos comenzaron las preguntas sin estipular orden.

—Hernán Martín, señor, espero se tenga en cuenta los años trabajando la tierra y el ganado que lleva mi familia.

—Señor corregidor, yo soy Juan del Toro Sánchez, nosotros estamos aquí desde mucho tiempo atrás y el ganado que poseemos ha sido conseguido a base de esfuerzo y mucho sacrificio.

—Santistevan, de Montejaque, muchos son los recursos con los que hemos ayudado al pueblo mismo, a sus gentes y a vecinos del sitio. Queremos solicitar, dentro de lo posible, que los impuestos sean consecuentes a la situación que vivimos ahora tras el paso de los ejércitos.

—Don Alonso de Antequera, hablo en nombre de aquella comarca, señor, desde mis tierras donde vivo y hasta llegar a Teba son muchas las familias que con nosotros trabajan, igualmente deseamos que todo sea por medio de acuerdo y nada tengamos que temer, a sabiendas claro está, que el miedo ya se ha ido gracias a su presencia.

—Pedro Escobar, de Zahara, nosotros exigimos una compensación por los daños causados por las tropas de su majestad la reina Isabel de Castilla.

—Nuno Mayor, corregidor, poseo tres vaquerizas y cuatro corrales para vellón y lana, también exigimos los pagos por el ganado que de manera severa se nos llevaron.

Así uno tras otro, presentando en principio unas solicitudes de comprensión, más tarde unas exigencias y luego unos abonos por ayudas a la Corona. Terminaron reclamando, a veces de mala manera, los representantes que hablaban en su nombre y en el de todos los de la comarca que ahora se debían a los reyes de Castilla Y Aragón.

—Bien señores, como corregidor de la comarca y la sierra y tenente de Setenil, os hago saber, antes de que os entreguen unos escritos con los acatamientos, pagos y exigencias, lo siguiente, en primer lugar que bajo ningún concepto la Corona dispone de ningún órgano compensativo para restablecer lo que por propia voluntad ejerce. Segundo, los aquí presentes están en su derecho de recoger sus pertenencias personales y trasladarse hasta donde crean oportuno si no están de acuerdo con la nueva ley de vigencia. Tercero, cualquier exigencia fuera de lugar o levantamiento por parte de los habitantes de las tierras que pertenecen al Reino, será tomada como represalia contra las leyes estipuladas, actuándose en consecuencia contra esa persona o grupo. Cuarto, ante una demanda clara y lógica, la primera consulta que debe hacerse será con la autoridad local designada para que se traslade, tal cual, a los responsables de atender dicha petición e igualmente actuar en consecuencia. Quinto y último, se les hace saber que el incumplimiento de las normas que le serán entregadas a continuación, será castigado con fuertes sanciones económicas, en caso de ser muy grave la falta, con la pena de muerte.

El silencio y las miradas entre los representantes se tornaron ejecutoras, miradas frías que desvelaban la disconformidad con lo dicho. Nadie dijo esta boca es mía, dedicándose a hablar en corrillo entre ellos hasta que al final uno de ellos, don Alonso de Antequera, se dirigió con buenas y reconciliadoras palabras.

—Estimado señor corregidor, ante esta nueva situación en la que nos encontramos, sabiendo su poco conocimiento del entorno en que se encuentra ahora mismo, quisiéramos saber si usted está de parte nuestra o de la Corona misma.

—Mi persona siempre se encontrará al lado de la razón señor Alonso, junto a ustedes o junto a la Corona.

—Entonces celebremos tener por corregidor a un hombre razonable —dijo Hernán.

De muchas reuniones como esa se fortaleció La Mesta, ayudando mucho al nuevo elenco de propietarios y trabajadores en las tierras conquistadas y repobladas. Los reyes quisieron dar a cada zona conquistada un trato diferente en el medio rural, a veces acertaron, caso de Aragón y Cataluña y a veces no atinaron bien como en al-Ándalus. Los grandes beneficiarios fueron los nobles señores, que aprovecharon la posibilidad de hacerse con grandes extensiones de tierras bajo la expropiación indebida en casi todos los casos. El requerimiento de un mínimo de ciento cincuenta cabezas de ganado conllevó que no se contara con los campesinos de menos posibilidades económicas, formaban parte de La Mesta pero no como miembros de voz y voto. Esta situación derivó en unas condiciones donde tomaban tierras de baldío y las trabajaban, pero igualmente eran usurpadas por sus vecinos más poderosos, acabando todos los pequeños y medianos ganaderos como trabajadores de los grandes terratenientes, bajo sus direcciones y leyes. Este sistema supuso un freno para el crecimiento de la agricultura y ganadería en la zona, lo que vino a dar con grandes extensiones y pocos propietarios, muchos trabajadores y un deprimente estado de pobreza entre los muchísimos que nada poseían.

En mil cuatrocientos y ochenta y seis se produjo la sentencia de Guadalupe, que abolía las servidumbres feudales a cambio de compensaciones y servicios, dando a los campesinos derechos de propiedad. Solo en Cataluña se llevó a la práctica, lo que vino a ser una gran ayuda para la futura agricultura, en Aragón se apoyó a los señores feudales y Castilla confirmó los derechos por los cuales se podría abandonar al señor correspondiente, sin embargo, todo terminó con el famoso dicho “con las leyes en mi mano, busco lugar en vano”. La Mesta se hizo fuerte en el sur contando con el sustento de los reyes y de los señores, si bien nunca gozó del apoyo del pueblo, viéndose este relegado a sufrir casi que una esclavitud.

“Callé por mucho temor;

temo por mucho callar,

que la vida perderé;

así con tan gran amor

no puedo, triste, pensar

qué remedio me daré.

Porque alguna vez hablé,

halléme de ello tan mal,

que, sin duda, más valiera

callar, mas también callé

y pené tan desigual,

que, más callando, muriera”.

Jorge Manrique

Así se presentaba el nuevo Reino, unificado y con ideas que comenzarían a plasmarse cuanto antes, quedaba terminar con la conquista, arremeter contra Granada con la ayuda de Boabdil, que acababa de venderse al cristiano por un señorío en las Alpujarras y la seguridad de su familia. Comenzó la estrategia política de los reyes y la guerra quedó marcada por el poderío militar cristiano y por las desavenencias internas en el Reino Nazarí de Granada. Ronda terminaba por entregarse y los firmes pasos del ejército de don Fernando continuaban su seguro camino con una meta fija en la mente, al-Ándalus.

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