Kitabı oku: «Setenil 1484», sayfa 5

Yazı tipi:

—Para nada hace falta, pero si te empeñas, todos los regalos a los reyes y detalles con los suyos solo te pueden generar beneficios en el futuro. Más pronto que tarde, al-Ándalus pertenecerá a la Corona de Castilla y Aragón y es mejor estar en este lado del río.

Dejé a Hudhayfa en una de las viviendas para que pudiese comer y lavarse, despidiéndonos y quedando en volver a vernos cuanto antes. Dos días después, antes de partir la reina, envió al campamento tres carros con viandas, otro carruaje con bailarinas de los países al otro lado del Mediterráneo y músicos que amenizaron la jornada con sus bailes eróticos y sonidos agradables. Para mayor detalle con los reyes, obsequió a cada uno con un caballo blanco de raza árabe, preciosos ejemplares que causaron la admiración de la reina que se los llevó para Sevilla. Unos meses después fue recibido en audiencia por la reina, a quien volvió a llevar un regalo, esta vez un libro, y cayó tan bien a doña Isabel que lo incorporó como uno de los jefes de la nueva administración de comercio con el exterior.

Yo volví al campamento, necesitaba dormir y descansar. Al llegar a la cuesta de subida al Real crucé camino con mi amigo Lázaro, correo real y mensajero durante el sitio que colgó el morral de misivas para tomar una espada y escalar como el más valiente de los escaladores del marqués durante el asalto. Nos saludamos y terminamos junto al fuego de la entrada a mi tienda, allí me contó que llegaba de Ronda, que las noticias no eran muy buenas porque al parecer, los moros del sitio, tenían prisioneras a muchas familias cristianas y eso iba a complicar mucho el rendir la ciudadela. La guerra se alargaba y continuaba el camino, con cada paso un obstáculo, con cada piedra que se interponía en el camino hacia Granada, una fuerza que fuese capaz de destruirla, esa era la grandeza de los reyes, que no se detendrían ante nada ni nadie.

Hablamos sobre lo que esos días se rumoreó entre los corrillos de dimes y diretes, la llegada de un abad italiano que venía en busca de una reliquia al parecer que se encontraba en Setenil, una cajita pequeña que contenía arena con sangre de cristo y púas de la corona de juncos marinos con la que se coronó a Jesús a modo de sorna por los romanos, dijeron que fue traída hasta el lugar por un mester de clerecía que a su paso decidió dejar en la mezquita a modo de ofrenda, todo a modo de agradecimiento por la hospitalidad recibida o para evitar llevar encima el relicario. Así que el cadí se hizo con ella tras marchar el clérigo.

Como todas las historias, esta no llegó más que hasta comprobar que el susodicho cadí imaginaba en sus pensamientos, erráticos, para dar vida a una leyenda bien arropada y así poder asegurar un buen dinero por parte del cristiano que quisiese pagar por la reliquia tanto como le fuese posible creer que valdría. Maneras de sobornar como esa hubo a miles cada año y en cada lugar, cada religión es perseguida por sus creencias y sus vestigios. Cierto es que se vio al señor cardenal acompañado de un espigado señor de la curia romana, sin embargo, al averiguar sobre las anotaciones a modo de locura que el cadí guardaba celosamente en uno de sus libros, desistieron de la idea, o al menos eso percibimos nosotros pues nada más se habló del tema. Y es que Setenil está situado en esa línea fronteriza que separa a veces lo mundano de lo celestial sin dejar de ser irreal, quedó la duda, más por ganas que por verdad.

Al despedirme de Lázaro me di cuenta sobre la cantidad de adioses expresados desde que me levanté esa mañana, Setenil terminaba por convertirse en una pieza de tantas conquistadas, una iglesia más en el entramado de la cristianización y repoblación de al-Ándalus.

“¡Buen alcaide de Cañete, mal consejo habéis tomado

en correr a Setenil, hecho, se había, voluntario!

¡Harto hace el caballero que guarda lo encomendado!

Pensaste correr seguro, y celada os han armado.

Hernandarias Sayavedra vuestro padre os ha vengado;

ca acuerda correr a Ronda, y a los suyos va hablando:

El mi hijo Hernandarias muy mala cuenta me ha dado;

encomendéle a Cañete, él muerto fuera en el campo.

Nunca quiso mi consejo, siempre fue mozo liviano

que por alancear un moro perdiera cualquier estado.

Siempre esperé su muerte en verle tan voluntario.

Mas hoy los moros de Ronda conocerán que le amo.

A Gonzalo de Aguilar en celada le han dejado.

Viniendo a vista de Ronda los moros salen al campo.

Hernandarias dio una vuelta con ardid muy concertado,

y Gonzalo de Aguilar sale a ellos denodado,

blandeando la su lanza iba diciendo: ¡Santiago,

a ellos que no son nada, hoy venguemos a Fernando!

Murió allí Juan Delgadillo, con hartos buenos cristianos;

mas por las puertas de Ronda los moros iban entrando:

veinticinco traía presos, trescientos moros mataron;

mas el viejo Hernandarias no se tuvo por vengado”.

Romance de Fernandarias

TENENCIA DE SETENIL

Como no quedé del todo convencido sobre el tema de la reliquia, tuve a bien visitar al maestro Enrique, un personaje del pueblo que se enfrentó a todos con tal de conseguir llevar la enseñanza a aquellos que les era imposible acceder por su ubicación o posibles. Consiguió disponer juegos para que los más pequeños disfrutasen durante unos días. Cultivó la cultura como más necesaria que la comida, enseñó a los niños que el saber era tan importante como la espada, nunca pudo convencerlos aunque sí que entendieron que todo era posible si ayudaba a crecer militarmente, las referencias al capitán Ahmad le sirvió de ejemplo con ellos.

“Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado,

yendo en romería caeçí en un prado,

verde e bien sençido, de flores bien poblado,

logar cobdiçiaduero pora omne cansado”.

Gonzalo de Berceo

Al parecer, un mester de clerecía, cuyo oficio es visitar las aldeas y villas advirtiendo al pueblo sobre cultos y temas religiosos, pasó por Setenil meses antes. Una semana más o menos convivió entre nosotros, me dijo el maestro, estableció una buena amistad con el cadí, con quien debatía saludablemente sobre temas religiosos y gastronómicos. Antes de partir dejó en la mezquita una cajita de madera simple y sencilla, siempre se la vio en una mesita junto a la quibla, al lado del Corán. Quiso el buen clérigo dejar constancia de su paso con la donación, añadiendo que ningún lugar merecía más poseerlo que el mismo Setenil, le dijo al cadí que vendrían en su busca y que en sus manos recaía la responsabilidad de mantener bajo secreto su contenido. Luego, sin decir nada, desapareció de la noche a la mañana, entonces el cadí pasó días de tribulaciones y cálculos que lo llevaron a obsesionarse con la caja, hasta el punto en que hubo jornadas en las que permaneció encerrado en la mezquita sin salir. Me comentó el maestro que nada más podía decirme del tema pues ninguna atención le mereció, pues por esa fecha, se encontraba estudiando unos documentos que le regalaron unos amigos y fueron traídos de Italia, donde se ponían en entredicho algunas cuestiones de las que no se atrevía a hablarme hasta asegurar su veracidad.

El maestro era un gran aficionado a la astronomía, decía que estaba vinculado a las estrellas por amor, observándolas con dedicación desde Acinipo, lugar del que, curiosidades que depara el destino, se transportaron las piedras que luego acabarían con el invencible Setenil y dañarían su escuela. Esas mismas piedras que Enrique amaba, por tanto como compartieron, fueron convertidas en proyectiles disparados por las bombardas cristianas, la crueldad del destino, la satisfacción humana por la destrucción.

Hombre estudiado, amante de la soledad, la noche, los astros, la luna llena y la enseñanza. Enamorado de una curandera bruja, comentaban que lo acompañaba a observar esas noches estrelladas y ella ofrecía rituales paganos durante el solsticio de verano mientras bebía lascivamente. Las malas lenguas relataban que llegaron a verlos hacer el amor sobre la scaena del teatro romano, desnudos, acompañados del lobo de Arica, nombre de ella, que aullaba poseído por mil demonios. La Santa Hermandad informó a la Santa Inquisición de la existencia de una hechicera en Setenil que daba de amamantar a un lobo con sus propios pechos y que danzaba en noches de luna mora mientras sangraba su menstruo, entonces tomaron cartas en el asunto, manteniendo vigilancia hasta que consiguieron atraparla en una visita a la cristiana Olvera. La prendieron cerca de la bajada que va hasta la guarnición de Torre Alháquime y la llevaron a la hoguera a vista de todos, entre aplausos, injurias y humillaciones de esos mismos a los que sanó en tantas ocasiones. Desde que la quemaran, el lobo seguía a Enrique, nadie consiguió capturarlo pese a los esfuerzos de la Santa Hermandad por apresarlo. El maestro alegaba que no era suyo, sino que lo acompañaba en sus paseos y desaparecía cuando en gana le venía. Él sufrió mucho con lo sucedido, cambió su forma de ser y se volvió solitario, dedicado a sus niños y a los pocos amigos que él consideró como suyos, concordamos desde el primer momento, sabiendo más de mí de lo que yo en un principio imaginaba, y es que, en estas poblaciones tan pequeñas, por mucho que quieras aparentar, cada uno de los que en ella vive sabe de qué pie cojea el vecino y cuantos mocos se ha comido.

Me vinieron a recuerdo los versos de Shakîr Wa´el, con ellos me deleitó en memoria de su amada Arica mientras veníamos de Olvera camino de Setenil la primera vez que lo conocí.

“Me quieres cuando taño mi laúd

cuando te cuento historias fantásticas

o cuando observo en calma las estrellas.

Me pregunto: ¿me querrás cuando duerma?”.

El tañedor de laúd

“Te alejaste como el dulce canto

de una avecilla al atardecer.

El breve escalofrío de la hierba

sobre la piel del jardín abandonado

aún retiene tu húmedo contacto.

Las palomas heridas de tus manos

habrán volado ya muy lejos,

muy lejos de mis sueños”.

En el jardín

El maestro consiguió mantenerse a resguardo de la batalla, no me dijo dónde, y luego llegó hasta la escuela para recoger sus cosas e irse. Le dije que nada temiera y que podría quedarse y continuar con su labor de enseñanza, eso le alegró.

—Es importante para mí quedarme aquí, me conoces y sabes que parte de mi vida se la debo a este lugar. Todo lo he dado por Setenil y ahora no sé si tendrá cabida mi oficio.

—Lo sé, por eso y por nuestra amistad pediré al rey que te conceda esa oportunidad, además debes saber que durante un tiempo me quedaré como tenente de Setenil, hasta la llegada del elegido para tal menester, y necesitaré de tu ayuda para ello.

—Pero, eso es una gran noticia, Pedro, lástima que no podamos todos disfrutar del momento, a Zoraima le hubiese encantado saberlo.

—No lo hubiese aceptado, ¿quedarse aquí bajo dominio cristiano? Nunca, me hubiese empujado para irnos a Granada, ¿y sabes una cosa? Me hubiese ido con ella.

—Te creo, amigo, sé que lo hubieses hecho, y yo con vosotros.

Abandoné al maestro en su quehacer de restaurar la escuela tras conocer que me quedaba al frente de toda la recuperación de la villa, confiando en poder ayudarme. Para mí era muy necesario su apoyo por conocimientos y saber estar frente a los demás, ya lo nombraría con algún cargo por el que fuese respetado, ofreciéndole una casa para esa escuela que él merecía. Lo dejé apoyando sus teorías con tesis fundadas y esperanzas de tiempos parecidos a los vividos o deseándolos, de corazón, mejores.

En esos momentos comenzaba la partida de prisioneros en dirección a Ronda por el camino de El Quinto, cientos de almas que partieron desde las cuevas soleadas junto al río. Alrededor de cuatrocientos vecinos entre hombres, mujeres, mayores y jóvenes que resignaron su dignidad y comenzaron a andar heridos en su orgullo, rendidos al destino. Trescientos alabarderos de las Guardias Viejas de Castilla, los respectivos mandos y dos mil hombres a cargo del gran Tendilla, que se retiraba a sus dominios hasta nuevo aviso, se encargaron de su protección. Las familias por las que pedí clemencia también partieron, estas en dirección al cercano y antiguo asentamiento en el fértil valle, allí les esperaba una nueva vida, trabajando la mayoría de ellos en tierras de labor o con la ganadería de la zona. Huérfanos de corazón, condescendientes con lo elegido, pronto deberían volver para su bautismo.

El sol comenzaba a aparecer con fuerza tras los suaves aguaceros de la noche anterior, el mes no dejaba indiferente a nadie, los que querían sol lo tenían y a los que pedían agua les llovía. Es la naturaleza de estas tierras de al-Ándalus, todo lo que uno puede desear se encuentra aquí, la yanna para unos, el paraíso para otros.

Aproveché el alba para visitar el sitio donde se encontraban enterrados tanto mí amada Zoraima como su padre, mi amigo Salomón. A esas horas todo se encontraba en silencio y pude rezar por ellos, por su alma y descanso eterno, despidiéndome para siempre entre la más dura de las soledades, aquella que solo quien pierde a alguien querido puede comprender. Volvería mil veces al lugar, tantas que terminé pidiendo al rey la concesión de esos terrenos, ni dudar cabe que me los otorgó, eso fue mucho más tarde, terminada la guerra con Granada.

“Si alguien me hubiera dicho:

terminarás olvidando a quien amas,

lo hubiera negado mil veces

pero tu permanente indiferencia me ha llevado al olvido.

Te agradezco tu desdén

pues me ayuda a curarme.

Hoy me maravillo del olvido

cuando antes me fascinaba la constancia

y siento tu amor como brasas ardientes bajo las cenizas”.

Ibn Hazm. El olvido.

Mantuve una charla con el cardenal buscando asegurar los pasos a dar con respecto a la cristianización y bautismo de los que se quedasen en Setenil, también sobre el cambio eclesiástico que recibiría el lugar. Rápido y conciso tuvo a bien explicarme sobre la importancia de convertir la mezquita cuanto antes en iglesia y en bautizar a los moros que quedaron en tierras ya cristianas. Luego me habló de levantar la iglesia de san Sebastián como objetivo en prioridad, buscaría benefactores que necesitasen del favor de los reyes para que aportaran lo necesario para comenzar con las obras y terminar cuanto antes. La reina tenía intención de volver en navidad al lugar donde su hijo quedó enterrado, era mujer devota y no olvidaría visitar al infante en ningún momento de su vida. Un nuevo cura de su confianza se encontraba instalado ya en la nueva casa parroquial, pronto pasaría a presentarse y contar de primera mano de sus propósitos.

A pesar de no ser amigo del cardenal y no tener trato con él, mantuvimos cordialidad en nuestro diálogo, era sabedor de que no era ni devoto ni creyente, tampoco de asistir a misas, cada uno es como es. Respetaba la necesidad del pueblo en esa creencia que los mantenía con esperanza, esa misma que les aseguraba que sus rezos ayudarían para traer pan a casa y salud a la familia, respetaba a la Iglesia, nada más florecía en mí hacia ella.

Respecto a don Pedro viene a bien decir que representaba al alto clero en el Reino, cardenal y guerrero, arzobispo de Toledo y enamorado del arte renacentista italiano que lo llevó a un profundo cambio en la arquitectura castellana, hombre rico, muy rico. Así vivió su vida y agrandó su leyenda, entre espadazos y confabulaciones, convirtiéndose en mecenas de magnificas construcciones y recibiendo los halagos del pueblo que lo admiró. Ayudó a la reina contra la invasión portuguesa en la batalla de Toro y consiguió que el rey francés Luis XI se inclinase hacia los reyes en la guerra civil del Reino de Navarra. Constituyó un apoyo decisivo durante la Guerra de Sucesión Castellana para la causa isabelina contra los partidarios de Juana la Beltraneja. Tuvo dos hijos con la portuguesa Mencía de Lemos, que la reina legitimó en señal de agradecimiento por sus servicios, también era padre de Juan Hurtado de Mendoza, nacido en Valladolid e hijo de doña Inés de Tovar. Ahora luchaba por conseguir del papa la autorización sobre la legitimación de sus hijos y así poder testar a su favor.

Hombre válido que el tiempo me dio la oportunidad de conocer mejor y de comprender sus necesidades con el Reino y sus prisas con cada objeción y petición que presentaba, su herencia perdurará tanto como la de cualquier rey. Me honró con su amistad y a pesar de distintas disputas, siempre estuvo cuando requerí de sus favores y él de mi espada.

“Dama, mi muy gran querer

en tanto grado me toca,

que no me puedo valer:

mi bivir por se apoca.

Apócase mi bivir

por amar demasiado,

no me aprovecha el seruir

ni me aprovecha el cuidado;

vóyme del todo a perder.

La vida mía se apoca,

esto causa mi querer

que en tanto grado me toca”.

Cardenal Mendoza

DESIGNIOS

Un vaso de vino caliente y un pan untado con compota de membrillo repusieron mi maltrecho estómago en casa de Zadí Amou, ayudante del médico de Ronda en sus visitas al pueblo, a quien fui a visitar antes del alba para que tampoco abandonara el pueblo y quedara como parte del elenco de principales. Me estuvo contando que el cardenal y un hombre de Roma le preguntaron sobre una cajita que depositaron en la mezquita, les dijo que nada sabía, que bastante tenía encima con los heridos. Tras un breve sustento lo dejé preparando ungüentos y hojas para apósitos yéndome a conocer el estado del torreón y las murallas en la parte de El Lizón, los cañonazos apenas hicieron mella en ellas y era poca la labor que allí se llevaría a cabo en restauración de gravedad. Las labores en el pueblo comenzaban a mantenerme ocupado pues quería comenzar cuanto antes con los arreglos y nueva gestión, además, eso me mantendría ocupado y alejado de pensamientos evitables. El rey apremiaba con todo, pueblos arrasados, pueblos en pie de nuevo, sin pausa, un grupo de trabajadores en pos de un sinfín de trabajo y nada de descanso, en poco menos de dos meses todo debía estar casi terminado excepto las grandes obras. Así, en esas nos veíamos en quehaceres infinitos, en constantes reuniones y mandas de obligaciones.

El día anterior, con la visita de los enviados por parte de Hudhayfa, fue bastante agitado para todos, pero no se permitía tregua, hoy debía verme con unos agricultores de la zona y con varios ganaderos, querían saber sobre los nuevos impuestos y nuevas normas. Un torrente de peticiones para reuniones que me hizo llegar uno de los secretarios reales mientras desayunaba con Zadí, le dije que atendería a todos pero que era necesario mantener calma y espera durante esta semana, primero debía organizar la documentación para comenzar las aprobaciones y desestimaciones solicitadas. La cristiandad revolucionaba a su paso todo aquello que agregaba a sus dominios, no se permitían errores y por eso sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros, apenas acabábamos de conquistar el sitio y ya quedaba claro que la nueva ley estaba para cumplirla. Claro, tras nosotros llegaron los secretarios, escribientes, letrados, jueces y un no parar de personajes que no habían combatido, se mantenían a la espera de su momento, y ese era ahora, donde entraban en juego y querían su papel de importancia, yo solo quedaba al mando, pero con claro requerimiento por cada uno de ellos, debía atenderles y como buenamente me permitía el oficio, lo hacía.

Fui en busca de mi caballo a la plazoleta, al verme llegar se acercó un mozo de cuadras que se encargó del animal la noche anterior, esperaba junto al arco de entrada, di las gracias y premié con un cuarto de dirham al agradecido muchacho. Monté y comencé a bajar la calle del Príncipe, debía pasarme por el Real de San Sebastián y recoger el bastardelo que dejaron allí sellado y firmado los reyes. Luego debía dirigirme hasta Olvera, allí mantendría la reunión para tratar de explicar las nuevas leyes a los representantes del medio rural, don Fernando quería zanjar cuanto antes esa cuestión y no demorar porque luego los malentendidos solo acarreaban problemas y soluciones drásticas.

El coro tempranero de personas junto a la Torre Albarrana no auguraba nada bueno, soldados y curiosos conversaban entre aspavientos y gestos de desaprobación, entre ellos el nuevo cura que se quedaría en Setenil, don Jaime me dijo Zadí que se llamaba, por su atuendo y las veces que hizo la cruz con la mano lo reconocí. El bueno de Zadí, al verme llegar, se acercó levantando la mano y pidiendo que me bajase, su rostro reflejaba la inquietud y el despropósito de quien ninguna buena noticia trae consigo.

—Don Pedro, detenga su paso y desmonte antes de continuar, nada de lo que se encuentre será de su agrado.

—¿Qué es lo que ocurre, Zadí? ¿Qué ha sucedido?

—Es el maestro Enrique, señor.

No dudé un instante en desmontar y darme cuenta de lo que quería decir, las dudas me mecieron la mente dejándome aturdido al ver la imagen atroz que se mostraba ante todos. La cabeza del maestro clavada en una pica que a su vez estaba clavada en el suelo, su cuerpo completamente ensangrentado y decapitado. Junto a él, el lobo muerto apoyado sobre sus piernas inertes con la cabeza y su cuerpo queriendo proteger a Enrique de algún peligro, sin un rasguño, sin ninguna herida, sin alma, sin vida. Varios pasos más allá, despedazados a dentelladas y con los órganos esparcidos por el suelo sobre un charco de sangre que tiñó de rojo toda la entrada, se encontraban los cuerpos de dos soldados ajusticiados por el mismo demonio. Dentro de la torre sujetaban a tres soldados llevados por un ataque de espanto a los que no se podía dar calma desde muy de mañana, cuando sucedió todo. Zadí, que poco antes que yo llegó a la escena, me informó sobre lo sucedido esa mañana, entre el tiempo en que llegué a la villa y salí de ella, tal como le contaron los implicados de manera secundaria.

—Don Pedro, ¿cómo de violento y de injusto puede ser el destino? ¿Cómo de cobarde puede ser para permitir que suceda tal cosa? ¿Quién osa trastocar los designios de una buena persona para acabar en semejantes circunstancias? Tan… tan…

Nervioso, entre dudas y sin respuestas que ofrecer, el buen Zadí se derrumbó lanzando un grito al aire, poseído por impulsos apenados para luego abrazarme y terminar por llorar en mi hombro. Se sintió derrotado al ver que la muerte visitó a nuestro amigo inesperadamente para dejarlo decapitado a ojos de todos. Sujeto a un desconsuelo incalmable, sin ánimo que ofrecer ni recibir comenzó a relatar aquello que los soldados, dentro de su trastorno, pudieron contarle.

—Parece ser que esta mañana, en ese preciso instante durante el cual el hilo invisible se lleva la noche y trae la mañana temprana, el maestro hizo acto de presencia en la puerta de la Torre Albarrana —comenzó Zadí a contar desconsolado.

—Ayer hablé con él, me dijo que subiría a Acinipo, es más, le presté un caballo.

—Según me han contado los soldados, montaba un caballo de los hombres del Gran Capitán y eso llevó a sospechas sobre quién era. Ninguno de los guardias lo conocía.

—Claro, el caballo se lo presté yo como te he dicho.

—Esa es la explicación a todo, a todo menos a la embriaguez de uno de los guardias que lo acusó de ladrón.

—Pero, pasaría la noche en algún sitio y volvía para continuar con sus labores en la escuela, recogiendo y ordenando la casa. Sabemos su pasión con las estrellas y saldría de la villa con la intención de esperar la marcha del grueso del ejército.

—¡Acinipo!

—Exactamente, Zadí, allí iría, si ayer mismo quedó en ayudarme con la recuperación del nuevo Setenil e instalarse para continuar con su labor.

—Esta mañana —comentó Zadí recuperando el tono—, quedé en visitar el hospital junto a él, queríamos volver a ver a los amigos que resultaron heridos en la lucha. Íbamos a realizar la visita junto a un médico que doña Isabel trajo desde Lucena. Quedé con el maestro aquí junto a la Torre Albarrana, donde esperaríamos a don Juan, el médico.

—Sí, querido Zadí, pero… ¿cómo sucedió la matanza de la puerta? Toda esta sangre, esos soldados atrozmente descuartizados, el lobo muerto sobre su amo, ¿qué sabes?

—Los soldados le dieron el alto pidiendo se identificase, el maestro les dijo que venía de pasar la noche fuera y que había quedado aquí en la puerta de entrada. Al reconocer los soldados el caballo, dudaron de sus palabras y se percataron de su parecido con los moros apresados. Lo obligaron a desmontar según me han contado, el maestro se resistió un poco y uno de los guardias, que se encontraba borracho, clavó la pica a Enrique sin pudor alguno en el costado. El grito de dolor llamó la atención de otros soldados en la puerta que rápidamente salieron al encuentro, al sentir el pinchazo en el costado, cruzó la cara al soldado con la rienda, este agarró el correaje del caballo y clavó su daga en la pierna del maestro. Enrique cayó del caballo y quedó tendido en el suelo, doliéndose de la herida, sin embargo, en el calor del altercado, el soldado que se encontraba en estado de embriaguez, cortó la cabeza a Enrique con un hacha, así, sin más. Ninguno de los que llegaban al oír el grito lo esperaban, quedaron sorprendidos por la acción de su compañero, la locura primó por encima de la cordura.

—No logro entenderlo, ¿cómo que le cortó la cabeza? ¿Qué motivo tenía? —pregunté perplejo.

—Todo sucedió muy rápido, Justino de Navarra, el soldado borracho, le asestó el golpe ante la impotencia de los otros que se asomaron a la puerta al oír el alboroto, la locura se apoderó de él. Lo que en un principio pareció una comprobación de lo más corriente se tornó en locura, Justino perdió la razón, clavó primero la pica en el maestro, luego hundió su daga en el muslo tras azotar este su cara con la rienda, al caer quedó aturdido en el suelo y aprovechó el borracho para segar su cabeza con un hacha, tomó la cabeza cortada en su mano y la clavó en una pica, luego hundió la pica en el suelo.

—Sí, pero, no comprobaron nada, no pidieron explicaciones al maestro, ¿nada de nada? ¿No se cercioraron sobre si mentía o decía la verdad?

—No, mi señor, así sucedió o así me lo han contado.

—¿Y el lobo?

—El lobo dicen que era el demonio, que no era un animal, apareció de la nada abalanzándose sobre el tal Justino, le mordió la garganta en un santiamén y arrancó su tragadero de un mordisco. Dejó a este de rodillas, viendo la sangre en sus manos con los ojos abiertos implorando al cielo.

—La defensa del amigo abatido, pobre Enrique, pobre lobo, pobres soldados y maldito borracho inconsciente. —Me encontraba aturdido por los hechos que me comentaba Zadí, y por la pérdida de otro amigo más, la primera persona que conocí de Setenil.

—A los otros dos soldados, que salieron en intento de parar al lobo como fuese, no les alcanzó el valor para mucho. Al primero le saltó encima y al caer se desnucó contra una piedra, al segundo lo llevó el pánico en carrera hacia la puerta de la torre y no pudo ni llegar, el lobo lo sorprendió sobre sus pasos lanzándolo contra el suelo después de saltarle a las espaldas. Lo atacó con furia rabiosa, mordiéndole la cara varias veces con saña hasta destrozarla, terminó a bocados con su estómago sacando fuera todo su interior. Luego volvió por el que se desnucó con la piedra y lo mordió hasta casi despellejarlo. Algo endemoniado sí que les pareció el lobo —contó Zadí sobrecogido por el suceso.

—Lo único que estaba ese lobo era rabioso, como lo estoy yo ahora mismo, ¿quién merece morir así? Un hijo de puta como Justino sí, confundido quedó por unos vasos de vino, que el demonio lo recoja. A los otros no les culpo, hay situaciones que se vuelven irreversibles, sin embargo, mucha atención no prestaron mientras su compañero de guardia mató a un hombre. Solo digo que algo podrían haber evitado si llegan a estar atentos y no dejan a un hombre bebido a cargo de la vigilancia.

No encontraba palabras para exponer a Zadí cómo me sentía, no buscaba culpables, de eso se encargó el lobo. El buen ayudante del médico continuó contándome lo sucedido.

—El lobo, tras obtener su venganza, se tumbó en la posición que se encuentra, junto a Enrique, los soldados que quedaron con vida dicen que se durmió y ahí quedó, cuentan que intentaron contener al lobo tras su ataque contra los guardias pero a uno mordió en un brazo, a otro arrastró de una pierna y al último que intentó sujetarlo lo acorraló contra la pared con los hocicos ensangrentados y babeando espuma blanca con los ojos inyectados en sangre, terminó por erguirse sobre él, sosteniéndose a dos patas, mirándolo de cerca a los ojos y pidiendo explicaciones. Lo dejó petrificado, perdonando su vida, luego se fue gimiendo al lado de su amo, se murió sin nada que le hiciese daño, murió porque quiso morir, porque se fue el último amigo que le quedaba y decidió acompañarlo en el camino.

—Murió porque mataron lo que le quedaba en este Reino, murió de dolor y pena, ¡me cago en los muertos de Justino!

Zadí calló y nada dijo, se acercó al cura nuevo y ayudó en lo que mejor sabía, limpiar heridas y sanarlas, a los muertos que los entierren los soldados. Ordené que baldearan con agua la entrada a la villa, que recogieran los restos de los allí muertos y que enterrasen a todos, al maestro pedí que lo asearan y enterraran junto al lobo, creo que él lo hubiera deseado así.

“No hay más muerte que la que te llega vivo”.

J. García, maestre de campo en Flandes.

Los tres soldados que sufrieron el ataque del lobo sanaron con el tiempo, hoy son buenos vecinos junto a sus familias, tienen sus casas en tierras del Higuerón, Rodrigo Montero, Pedro del Barco y Francisco Quexada. Ninguna culpa tuvieron con nada de lo ocurrido aquella triste mañana en la Torre Albarrana, nada pudieron hacer para evitar la muerte de tres inocentes y un buen animal por culpa de un soldado borracho. Todos los años en el día de los muertos llevan flores hasta la tumba donde se encuentran enterrados los restos de Enrique y del lobo, igualmente a sus dos compañeros, a Justino lo quemaron ese maldito día por mala persona y peor compañero.

₺171,13

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
451 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788416848966
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre