Kitabı oku: «Al filo del dinero», sayfa 2
Yo ya había entendido, sin embargo, respondí:
– A mí me gustan más los caballos de fuerza bajo el capot. —
La mirada de Radkevich se congeló.
– Tú eres un buen especialista, Yury. Te valoro y te creo buenas condiciones. ¿No es así? —
Me sentí obligado a asentir. Fue él quien había autorizado mis créditos para la nueva casa y el auto. Y no era ofensivo con el salario.
Radkevich sonrió y me dio unas palmadas en el hombro.
– Te voy a dar un consejo. Dedícate a lo tuyo y no mires para los lados. Radkevich sacó de su bolsillo la página que yo había impreso con las tablas de las cantidades dudosas y, expresivamente, la rompió en pedacitos. – Nos estamos entendiendo? —
Otra vez asentí.
– Una cosa más. – Radkevich decidió regañarme. – Ponte una camisa limpia en la mañana. Eso mejora tu ánimo y el de los que te rodean.
Que fácil es dar consejos. Si esta receta funcionara me cambiaría la camisa cada hora.
3
Temprano en la noche llegué a mi casa y me sentía como un escolar culpable de haber sido reprobado en un examen y sin decirle a los padres. Me movía torpemente, evitaba la mirada directa de mi esposa y simulaba estar cansado. Después del desorden que había el día anterior en la casa, la sala y la cocina resplandecían del arreglo hecho. Katya trabajó excelentemente con las cajas y la envidié: tenía algo a que dedicarse.
– Por fin llegaste. ¿Por qué tardaste tanto? – me encontró en la cocina y estaba preocupada. Se secó las manos, apartó un mechón de cabellos de su frente y le bajó el volumen al televisor con el control remoto. – Y Yulia está críptica. La he llamado varias veces y ella me envía mensajes. —
– Que escribe? – pregunté y mi voz falsa me asustó.
Pero Katya no me oyó. Con una mano tomó el teléfono de la mesa y los dedos de la otra se movieron, negligentemente, hacia la estufa.
– Yo ya cené. Tú, sírvete lo que quieras. —
Ella marcó el número de teléfono de nuestra hija, se tensó por la espera y en su frente lisa apareció una arruga de preocupación. Inesperadamente, junto con los timbres de respuesta en su teléfono, ella oyó los repiques en el bolsillo de mis pantalones. Su ceja derecha se movió hacia arriba y su mirada interrogante se clavó en mi rostro avergonzado.
¡Mira que idiota! Como se me pudo olvidar quitarle el sonido. Ya no podía hacer nada, bajé la cabeza y puse el celular blanco en la mesa, el cual le habíamos regalado a Yulia hacía poco en su cumpleaños.
Hubo que confesar:
– Yulia no puede hablar. Fui yo quien te escribía. —
Después del trabajo fui de nuevo al hospital. Mi hija había recuperado la conciencia, estaba atiborrada de analgésicos y sus encantadores ojos, los cuales amaban los fotógrafos, habían envejecido diez años. Y lo peor era que en vez de una excitante languidez en ellos lo que había era una oscura desesperación.
– Quien te hizo eso? – Con un nudo en la garganta le pregunté.
Ella no podía hablar ni mover la cabeza. Impotente, lo único que pudo hacer fue batir los párpados: no sé. Y lloró. Le apreté la mano y tampoco pude aguantar las lágrimas. No sabía como consolarla, el temblor de mi voz y mi aspecto desolado solo la descompondrían.
– Aguanta. – le dije, pero enseguida le agradecí a la enfermera que me estaba sacando de la recámara.
Cuando vio el teléfono de la hija en mis manos, Katya, lentamente, se sentó. Su mirada concentrada me atravesó de tal manera que yo me sentí como una persona desconocida.
– ¿Qué pasa? – preguntó ella.
Dolorosamente, escogí las palabras:
– Todo está en orden. Casi. Lo peor ya pasó. Yulia está en el hospital, pero no te preocupes. —
– Que sucedió? —
Me costó mucho trabajo contarle todo y que Katya no se desmayara. Y después me costó más trabajo mantenerla en la casa y tranquilizarla.
– Ahorita no es el momento, no nos van a dejar entrar. Yulia está durmiendo. Esperemos hasta mañana. – Insistí. Katya lloraba en mi hombro.
Al día siguiente fuimos juntos al hospital. Katya se dirigió hacia nuestra hija enseguida. A mí me detuvo en el pasillo un preocupado David Guelashvili
– El cirujano habló en voz baja, pero sin admitir objeciones.
– Déjela que vaya sola. Usted y yo tenemos que hablar. —
– Yo la tranquilicé como pude. Tiene siete meses de embarazo y lloró toda la noche. ¿Puede ser que alguien la acompañe? – Traté de desprenderme.
– Por eso no se preocupe, tenemos personal experimentado. – El médico llamó a una enfermera, le dio instrucciones y a mí me condujo a su oficina. Puso un vaso con agua frente a mí, se sentó al otro lado del escritorio y cruzó las manos. – Le tengo dos noticias. —
– Una mala y una buena? Primero, la buena, – Me animé a decir, presintiendo algo negativo. – Una mala, usted sabe, después de lo de ayer… —
– Su hija está estabilizada y no está en peligro de muerte. Pero para el completo restablecimiento del organismo se necesitan donantes de tejido y operaciones muy costosas. Si quiere un consejo, eso es mejor hacerlo en Alemania. Aquí hay buenos cirujanos, no se crea, pero el aspecto jurídico con los donantes de órganos está un poco enredado y quizás haya que esperar mucho tiempo. —
– Entiendo, entiendo… ¿Y de cuánto dinero estamos hablando? —
– Yo voy a preparar los documentos médicos necesarios y los enviaré a la clínica alemana. Veremos que responden. —
– De todos modos. Usted debe tener las cifras. —
– Desgraciadamente, está lastimado todo el tracto gastrointestinal. Se necesitará más de una operación. Creo que la suma debe estar entre los ciento cincuenta y doscientos mil euros. – El cirujano calló. – En nuestro hospital existe una fundación benéfica. El fondo está limitado y hay muchos que están esperando por trasplantes. Yo, en su lugar, me apuraría. —
Comprensivo, yo asentí:
– Si, claro. Yo trabajo en un banco, pediré otro crédito. No veinte, sino treinta años trabajaré para el dueño. —
Guelashvili apretó los labios y me miró por encima de sus lentes, como si yo hubiera dicho una tontería.
– Hay otra cosa, – dijo.
– Una mala noticia? – Recordé el comienzo de la conversación y traté de bromear: – Si un cometa choca contra la tierra… —
Yo me corté ante la mirada no divertida de Guelashvili.
– Usted donó sangre ayer. Nosotros la examinamos y … – El médico abrió una carpeta para consultar el resultado del análisis, como si el diagnóstico pudiera cambiar. – A usted se le encontró el virus VIH. —
Se hizo una pausa larga. Yo no comprendí, inmediatamente, que se trataba de mí. Hasta ahora solo habíamos hablado de la situación de mi hija. Esta desgracia puede repercutir en mi esposa embarazada, pero yo… Yo soy un tipo, yo puedo aguantar. Canas y angustias mentales no molestarán. Lo único importante es que Yulia se recupere y el embarazo de Katya llegue a buen término. ¿De que estamos hablando? ¿Escuché mal?
– Usted dijo: VIH? —
– Virus de Inmunodeficiencia Humana, – claro y pausado, dijo el médico.
– Yo tengo ese VIH? —
– El virus fue captado en su sangre. Por supuesto, haremos un examen de comprobación, pero yo estaba obligado a advertirle desde ya. —
– No, no es posible. Yo no soy un drogadicto… Yo soy un padre de familia. – Mis ideas se revolvieron. Yo vine por un problema, ahora me desconciertan con otro, completamente diferente. – No entiendo, no entiendo nada. —
– Beba agua. —
Obedientemente vacié el vaso y miré al doctor. Yo no había escuchado mal, esto no era un sueño ni un chiste. Ante mí estaba el mismo médico, en la mesa el resultado del análisis donde estaba mi apellido. Ahí estaba escrito que yo estaba mortalmente enfermo. ¿Cuáles veinte, treinta años? Todos los planes se fueron pál carajo. No llego ni al año que viene. ¿Y cómo voy a vivir yo ahora? Me encogí, me sentía como un monstruo, a quien todos evitan.
El médico se inclinó hacia mí desde su lado de la mesa, me miró a los ojos y me dijo, suavemente:
– No entre en pánico, concéntrese en su respiración. Inhalar-exhalar, inhalar-exhalar. Y cuente: uno-dos, uno-dos… —
Poco a poco se me fue aclarando la mente. Pregunté:
– VIH, eso es SIDA? —
– No, no… – Guelashvili se recostó del espaldar de su asiento. Lo más desagradable ya lo había comunicado. A él volvió la convicción profesional. – El VIH es una infección crónica que se desarrolla lentamente. Por regla general, bajo tratamiento, se puede controlar por años. Todo depende del modo de vida y el seguimiento riguroso de los medicamentos. En ese período la persona infectada se siente bien, se ve saludable y, frecuentemente, ni siquiera adivinas su problema. ¿A propósito, cuando se hizo el examen de sangre la última vez? —
– No recuerdo. Hace tiempo. —
– El virus no aparece enseguida. A los tres meses, a veces hasta los seis meses después del contagio. —
– Y ¿cómo? ¿Como pude contagiarme? —
– El VIH pasa de persona a persona. Ante todo, por el tracto genital durante los contactos sexuales no protegidos. O a través de la sangre: aplicación de drogas intravenosas con una aguja infectada, inyecciones, transfusiones de sangre… —
– Espere. ¿Y mi sangre? ¿La transfirieron a mi hija? – Yo salté para correr adonde Yulia.
– No, como se le ocurre. Para eso existen las pruebas. Siéntese y tranquilícese. Ahora usted debe analizarse y recordar como pudo haberse contagiado. Y, por supuesto, cambiar de raíz su comportamiento, para no ser una fuente de propagación de la infección. —
– Katya. Mi esposa. – Reaccioné.
– Ella está embarazada. A todas las embarazadas se le hace prueba de VIH. Esperemos que no…, claro, hay un período escondido. Yo me encargo de hacerle las pruebas. —
– Pero coño! ¿Por qué yo? ¿Que hice? – Puse las dos manos en mi cabeza. – Sin tiempo para nada. ¿Cuánto me queda? —
– Usted no está enfermo todavía, solo tiene el virus en la sangre. —
– Pero el SIDA no se cura. —
– No entre en pánico. Usted no tiene SIDA. —
– No comprendo. Usted me estaba hablando del VIH. —
– Entienda una cosa sencilla. – El doctor se puso pedagogo. – A usted se le detectó un virus, el cual, su organismo todavía controla. El SIDA es el estado final del desarrollo de la infección VIH. Él no aparece rápido. Eso depende de muchos factores. Le voy a dar un folleto. Ahí está explicado de manera muy sencilla. —
Tomé el folleto y leí el título: «Con el VIH se puede vivir», pero ahí enseguida, lo doblé y lo guardé. A pesar del título tranquilizante, me asustó.
– Por ahora no me haré el análisis de sangre de comprobación y no le diga a Katya, por favor. —
– Por ley, esa información es estrictamente confidencial. No tengo derecho de comunicarle a nadie su status de VIH infectado: ni a su esposa, ni a sus familiares, ni a amigos, ni a colegas. Usted es quien tiene que actuar en ese sentido. —
Recordé las palabras de Guelashvili en el primer encuentro: un paso a un lado y te caes. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Yazgo en el abismo.
– Bueno… – De repente tenía al cirujano a mi lado. Me sacudió por los hombros e hizo detener el mareo que yo sentía. – Tómese este par de tabletas. —
– Que, ¿ya comenzamos? —
– Tómeselas tranquilo. – El médico lleno un vaso con agua y me dio las dos píldoras. – Este schock es normal. Usted todavía se está forzando. Tome un par de días libres en el trabajo. —
– Pero entonces, todos sabrán que me pasa algo. —
– Ok. Continúe a trabajar. Viva como si no pasara nada. Si siente sensación de pánico, respire como le dije. —
– Es todo? —
– Por ahora sí. Eso funciona. —
El médico se puso a hablar caminando por el corredor: de la batería de exámenes, de los análisis complementarios, de la escogencia de medicinas, mientras yo contaba las inhalaciones y exhalaciones: uno-dos, uno-dos… Algo no me permitía pasar de dos. Hasta mis queridos números me abandonaban.
4
La enfermera trajo a una decaída Katya a la oficina. Yo me apuré a abrazar a mi mujer que sollozaba, solo para que ella no notara el miedo en mis ojos. Pero Katya estaba extremadamente deprimida y solo pensaba en la hija. Con esperanza ella miraba al médico y este la tranquilizaba prometiéndole hacer todo lo posible. Guelashvili mencionó algo sobre la curación en Alemania y le dijo que ya había discutido los detalles conmigo. Con mi mejor rostro, yo asentí hacia Katya, mostrando con la mirada, que todo estaría en orden. Ella creyó, no en mis gestos infantiles, sino en su intuición maternal.
Yo llevé a Katya al auto y me puse al volante. Cuando íbamos al hospital, de antemano yo sabía que ella no podía conducir, pero yo no podía suponer que yo mismo estaba cerca de un schock.
– Pero que fue? ¿Por qué? – De vez en cuando Katya se decía a sí misma. – Como vamos a vivir ahora? —
Esas mismas preguntas me atormentaban, pero si mi esposa pensaba exclusivamente en su hija, yo me las dirigía a mí mismo.
– La van a curar, conseguiré el dinero, – murmuré, pero me di cuenta que poco convincentes sonaron mis palabras.
– Yo daría todo, con tal de que Yulia… – Katya se cortó y se puso a llorar.
A mí también se me salían las lágrimas, pero pude contenerme. Inhalar-exhalar. Uno-dos.
Dejé a mi esposa en casa y me fui al trabajo. Entrando al banco, me sentí encogido. Me pareció que todos me miraban de manera distinta y que, a propósito, se apartaban como de un leproso. ¿Será posible que ya tenga escrito en el rostro que estoy mortalmente enfermo?
– Grisov, te ves mal, – Oleg Golikov confirmó la sospecha. – Ayer llegaste primero que todos, hoy estás retrasado. ¿Alguna vez miras el reloj?
Sin esperar respuesta, ironizó:
– La gente feliz no mira el reloj. ¡Ataja! —
Oleg me lanzó la manzana cotidiana, pero yo, oprimido por esos pensamientos horrorosos, no reaccioné en absoluto. La manzana golpeó el teclado, hizo iluminarse el monitor y rodó por el suelo. Y cada golpe haría aparecer, a los dos días, una marca fea en la superficie del bello fruto, lo cual sería el comienzo del daño en la fruta. Eso trajo asociaciones horribles a mi mente y yo ya me veía con daños en mi organismo.
– Un asunto malo, – Golikov comentó sombríamente y clavó su mirada en el monitor. Viendo que yo continuaba postrado, involuntariamente murmuró: – Si, tenemos un problema. —
Yo no me movía, y entonces Golikov subió la voz:
– ¿Me estás escuchando, Yury Andreevich? —
– Que pasa? – reaccioné.
– Hay que chequear la interfase de los cajeros automáticos, temprano hubo una falla incomprensible, – respondió Oleg y volteándose no quiso explicar más.
Yo entré en la red interna del banco, leí los correos, vi los códigos de errores y traté de concentrarme en el trabajo. Sin embargo, mi mente estaba completamente llena de preguntas desagradables. ¿Cuándo me contagié? Y, ¿de quién? ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida? Y de repente me entró una esperanza: ¿y si otro examen daba negativo? Dios mío, que esté sano. Me pondría a rezar, aunque nunca lo he hecho.
Si ese estado de ánimo se ponía insoportable, me concentraba en la respiración. Este método me ayudaba a apartar la inquietud. A quitarme mis propios terrores, meterme en el trabajo. Mis dedos comenzaron a recorrer el teclado, conseguía cliquear en los comandos. Pero la frágil tranquilidad enseguida se rompía por la preocupación por la hija. Su curación va a ser larga, y se va a necesitar mucho dinero, el cual solo puedo conseguir yo. Y, si de repente, mi enfermedad se desarrolla rápidamente y me tumba el SIDA. ¿Qué pasará con Yulia, con Katya y con nuestro hijo no nacido todavía?
Inesperadamente alguien me tocó el hombro. Yo volteé y vi el rostro estupefacto de Oleg. Tocó con su dedo mi monitor en los sobrecitos rojos intermitentes de las comunicaciones urgentes.
– ¿Qué te pasa Grisov? ¿Tú no lees los correos internos? El flujo de quejas colapsó el servicio de atención al cliente. Se bloquearon todos nuestros cajeros automáticos. ¡Todos! —
– Justamente me estoy dando cuenta de eso. – Vi el programa abierto y me sorprendió. Yo había cambiado algunas instrucciones en el programa, las había corregido, pero no recordaba, exactamente, que era.
– Mira, ¡lee! Nuestros colectores no pueden recoger los recibos, las tarjetas de acceso no funcionan. —
– Las tarjetas de acceso, – repetí como un eco y abrí la gaveta del escritorio para buscar la tarjeta plástica especial con la cual se puede recoger y testear todos los sistemas de los cajeros automáticos.
– Déjame ver. – Golikov me separó del monitor y comenzó a cliquear el teclado. Aquí está el error. Tú sobrecargaste el programa y ahí empezaron los fallos. ¿Qué cambios le hiciste? —
– Yo? Creo que ninguno. —
Yo, inútil, le daba vueltas en mis manos a la tarjeta plástica.
– ¿Crees? ¡Mira! De tú computadora salió el cambio. —
– No me acuerdo. – Dije sinceramente.
– Pero lo sabes. – Oleg sacudió la cabeza en desaprobación.
En mi mesa repicaba el teléfono de servicio. El indicador mostraba el número «1» lo que quería decir que llamaba el propio dueño del banco. Sentí náuseas. Ya tenía varias horas poniéndole atención a mi organismo en busca de alguna reacción hipocondríaca y mi organismo respondió a la espera provocadora. De mi estómago venía el vómito y salí corriendo al baño.
Golikov me acompañó con la mirada asombrada y, cuidadosamente, levantó el auricular.
– ¿Que pasa Grisov? ¿Qué mierda están haciendo? – Nuestro presidente Radkevich no escatimaba las groserías.
– No es Grisov, es Golikov. —
– Donde está tu jefe? ¿Porque no me responde el teléfono? ¿Qué pasa ahí? Los cajeros automáticos no están funcionando. —
– Boris Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —
– ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —
– No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…
– Que estás queriendo decir? Habla claro. —
– Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —
– Por qué? ¿Fue un error? —
Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:
– Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —
– Ya lo hizo. ¿Puedes arreglar eso? —
– Puedo tratar. —
– Trata. Habla con otros empleados y le dices a Grisov que venga a hablar conmigo, inmediatamente.
Cuando volví del baño, en un estado horrible, encontré al colega en mi puesto de trabajo. Oleg, sin separarse del monitor, me informó:
– Radkevich te llama. Que vayas ya. —
– Justamente, yo también quería hablar con él, – murmuré yo, sumergido en mis problemas.
Tan pronto entré en la oficina del presidente, Radkevich me lanzó una mirada irritada y frunció el ceño con disgusto a la vista del pálido y desvencijado empleado.
– ¿En qué estás pensando, Grisov? —
– Quería hablar con usted. Necesito un préstamo. —
– Préstamo? —
– Doscientos mil euros. Mi hija… Aunque sean ciento cincuenta. —
– Que? – Radkevich saltó de su asiento. – Respóndeme una pregunta: ¿tú actualizaste hoy el programa de control de los cajeros automáticos? —
– Mire… – Yo me enredé.
– Que hay que mirar? A mí me dijeron que por tu culpa perdí plata. Y eres tan insolente que vienes a pedirme dinero. No, ¡no es una simple insolencia, es una burla! —
– Disculpe, a mí hoy… —
– A mí no importa que te pasó hoy! Ayer hablamos, aparentemente estuviste de acuerdo y entonces, hoy me saboteas. —
– No. —
– Eso no te lo acepto! —
– Trataré… —
Con desprecio, Radkevich me miró a la cara.
– Estás drogado? —
– Dos pastillitas nada más, tranquilizantes. – Respondí, pero me arrepentí de haberlo hecho.
– Pastillitas, o sea… – El banquero sacudió la cabeza y movió la mano como espantando algo. – No me toques más la computadora. Estás libre. Completamente libre. Estás despedido a partir de hoy, Grisov. —
– Pero como… – Ante mis ojos apareció mi hija enferma, y ante los de Radkevich la suma en el gráfico de las pérdidas.
– Vete! – Gritó.
Yo abandoné la oficina como en un sueño. ¿Será que mi enfermedad se ve en mi rostro? Apenas hoy me entero y ya es una pesadilla. ¿Y ahora que va a pasar?
En mi sitio de trabajo me recibió un cortés y disminuido Golikov.
– Mira viejo, me llamaron para decirme que no te permitiera acercarte a los computadores. Debes recoger tus cosas y… – La mirada de Oleg, elocuentemente, se dirigió hacia la puerta. – Disculpa, es orden de Radkevich.
Y solo en ese momento comprendí lo irreversible. Me están despidiendo. No voy a recibir ningún préstamo, y los préstamos viejos no voy a poder pagarlos. Nos quitan la casa, el carro, y todo eso, legalmente. Mi hija no tendrá la curación necesaria, mi esposa me odiará y seré un pobre y enfermo.
Una empleada de la oficina de personal trajo unos papeles para que yo los firmara.
– Yo tengo derecho a una compensación, – le recordé.
– Este no es el caso. – La mujer se sonrió levemente y recogió los documentos.
– Por qué no? En el caso de despido me deben… —
Pero la amable mujer ya había abandonado la oficina. Golikov había bloqueado el acceso a todos los computadores, excepto el suyo, y se enfrascó en su trabajo, como si yo no estuviera ahí. Me sentí impotente: soy un sobrante, están botándome. Y en ese momento sentí una gran indignación. ¡Ah, ¿sí?! No tengo nada que perder y pronto muero. Por eso puedo hacer lo que quiera. Por ejemplo, romperle la jeta al presidente.
Escribí en una hoja de papel el salario de tres meses, subí corriendo el piso y entré como una tromba a la oficina de Radkevich.
– Hicimos un convenio donde yo tengo una compensación de tres meses de sueldo. – Le puse la hoja de papel en el escritorio y me acerqué al director.
Éste respondió suavemente con una sonrisa torcida y sin esconder la burla:
– Métete ese convenio por el trasero. —
Le lancé el puñetazo por encima del escritorio, pero Radkevich, ágilmente, se cubrió con la lámpara de mesa. El golpe llegó a la pantalla de mesa y el vidrio se rompió, hiriéndome la mano. Cuando vi la sangre en mis nudillos me tranquilicé. Mi propia sangre me recordó el virus incurable que me consumía desde adentro.
– Vete pál carajo, ¡engendro! – gritó el banquero. – Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —
La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.
Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.
A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.
– No puedes llevártelo, – negó con la cabeza el vigilante.
– Si claro, yo me salí de la yunta y tú, golpeado con el fuete, recibes tu ración particular de avena. – Le tiré el poster y salí del edificio.
El vigilante, confundido, olvidó pedirme el pase de entrada.