Kitabı oku: «Al filo del dinero», sayfa 3
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«Las desgracias no vienen solas», recordé el infeliz dicho. Se sobreentendía que las desgracias vienen por pares, aunque en mi caso particular, la cuenta continúa. La tragedia con mi hija, mi propia enfermedad, la preocupación y ahora esto: el viejo «Peugeot» no quiere prender. Claro, esto es una tontería en comparación con lo demás, ¿pero es que acaso necesito más contratiempos?
Oye Dios, siquiera en las cosas pequeñitas, ¡ten piedad! Pero es obvio que el todopoderoso no me escuchaba.
Le di al arranque hasta que la batería se descargó completamente dejé el carro y me fui al metro. La caminata monótona se correspondía bien con el procedimiento del médico: Inhalar-exhalar, uno-dos, inhalar-exhalar… Solo así pude tranquilizar mis nervios destrozados. No estaba apurado, caminé varias estaciones, de vez en cuando me sentaba y descansaba y llegué tarde a casa.
En la entrada de nuestro townhouse, al lado del «Volvo» de mi esposa estaba estacionado un «Ford» policial. «Llegó Sasha2, pensé.
Mi hermanastro, Alexander Gromov, era capitán de la policía y prefería utilizar el automóvil de servicio. Mi mamá se casó primero con el profesor de Física, Grisov. De ahí nací yo. Después se casó con el oficial de policía Gromov. De ahí nació Sasha. Nuestros padres eran tan diferentes que Sasha y yo no nos parecíamos en nada. Yo era el mayor y a mí siempre me tuvieron como un alumno aplicado y tranquilo. Mi mamá se enorgullecía de mis éxitos en la escuela y siempre me ponía de ejemplo para mi hermano. Sasha era tres años menor y no mostraba mucho entusiasmo por la escuela, pero se destacaba por la seguridad en si mismo.
– Por fin apareciste! ¿Dónde estabas metido? Ni siquiera respondías el teléfono. – Desde el pórtico me regañó mi hermano. – Estábamos preocupados.
Alexander, su esposa Natasha y Katya se sentaron alrededor de la mesa en la cocina. Las mujeres se veían pálidas y deprimidas. Gromov, como siempre, estaba bullicioso y gesticulando demás. Él llenaba cualquier espacio, sobre todo si estaba bebiendo. Habíamos planificado celebrar nuestra nueva casa, pero la vida nos echó a perder los planes. El encuentro resultó triste.
– El carro se me accidentó, – me justifiqué.
– Siéntate, – Gromov golpeó la mesa a su lado y llenó dos copas de vodka. Se tocó el pecho con el puño y dijo: – Tengo un peso en el alma, hermano. Me imagino como estarás tú. Bebe, te hará bien. —
Él vació la copa de un golpe, con el rabo del ojo vio como Natasha acercaba su copa a los labios y, llevando un poco de choucrute a su boca, señaló con un dedo húmedo hacia la embarazada Katya:
– A ti, ni se te ocurra. —
Lentamente, vacié mi copa, pero no sentí ni sabor, ni bienestar. Me apretaba el pecho, como si me pusieran tornillos. No quería comer, ni beber.
– Te enteraste de algo? – le pregunté a mi hermano, cuando ya había tragado y alargó el brazo hacia la botella.
– Estamos trabajando en eso. Encuestas, interrogatorios…, todo como se debe. —
– Y entonces? – me empezaban a fastidiar esos pretextos.
– Por ahora sin suerte, como siempre en esas taguaras. Aunque el club «Hongkong» es pretencioso y caro, no tienen cámaras en el interior, para no molestar a los visitantes. Solo tienen una en la entrada. La vigilancia no controla lo que toman ni lo que huelen. Si se ponen exigentes, la gente se les va. —
– Revisaron el bar? —
– Alcohol puyado no hay, porque muchos se hubieran envenenado. Allá todo es simple y de más grados. – Gromov bebió y arrugó la cara, más por el disgusto que por el vodka.
– Cuéntame, – le exigí.
Sasha se inclinó hacia mí, para tratar de hablar en voz baja, pero su susurro fue más bien teatral y lo escuchó todo el mundo en la cocina.
– Encontramos una botellita de ácido acético bajo el sillón donde estaba Yulia. No tenía huellas digitales. Si hubiera sido ella misma…, habría tenido las de ella.
– Pero no pudo haber sido ella, – me disgusté. – Quien llevó el ácido? —
– Justamente, cualquiera puede comprar eso en un supermercado. Y en el club todos andan por todos lados. ¿Tú has estado en lugares así? —
– Hace un montón de años que no. —
– Eso es una penumbra, la música a todo volumen, la gente empujándose de un lado a otro, muchos drogados. Tú preguntas, y nadie vio nada, nadie sabe nada. ¿Como cayó Yulia allá? —
– Sabes… – Me callé.
Katya se puso a llorar y Natasha se apuró a llevársela. Gromov hizo una mueca y un gesto incomprensible con las manos: como diciendo, los nervios femeninos no son lo mío. Miró la botella de vodka vacía, la puso en el suelo y sacó una nueva de la nevera. Cuando se sentó de nuevo, golpeó con el pie la botella vacía y esta, con ruido, rodó por el piso. Nosotros no intentamos recogerla…, ¡que ruede lo que le dé la gana!
– ¿Y qué dice Yulia? – preguntó Gromov mientras abría la botella.
– No puede hablar. Tiene un tubo en la garganta. – respondí, apenas aguantando el disgusto.
– Que vaina, – Gromov asintió tranquilamente. Bebió, apretó el puño y lo movió, amenazando al espacio: – Encontraremos al bastardo y lo pondremos preso! Lo importante es que tú aguantes y Katya no haga tonterías. Bueno, tú sabes. —
Después de la siguiente copa, el tenedor recorrió el plato con el resto de la cena y, levantando la voz, el capitán de policía decidió cambiar el pesado tema. Puso una mano en mi hombro, a lo hermano:
– El «Peugeot» está jodiendo otra vez? Cambia esa carcacha. Cómprate uno bueno. —
Me sonreí y comencé el listado:
– Le compré un carro nuevo y seguro a Katya. A crédito. Ella lo necesita. Tenemos veinte años para pagar esta casa. Todavía hay que arreglarla, arriba no tiene divisiones, el niño pronto nacerá y serán más gastos. – Después de eso me sentí molesto, y quité la mano ajena de mi hombro. – No se trata de eso! Yulia está mal, hay que operarla en el exterior. Eso es mucha plata y tú me hablas de un carro nuevo. —
– Que vaina, – Gromov utilizó su expresión preferida. – Pero tú tienes un trabajo excelente y media vida por delante. Tú eres el jefe de tu sección. ¡Jefe! Y yo apenas soy capitán. A esta edad. Si yo fuera el jefe de sección… —
– Si, gran cosa, soy jefe. —
Quise decirle que me habían botado del trabajo, pero a último momento, me contuve. Mi hermano le contaría a su esposa y esta a Katya. Esto sería un golpe complementario para la embarazada y ella ya tenía los nervios de punta.
– Y tú sabes como se obtienen los ascensos en la policía? – Sasha ya estaba medio borracho. – Tienes que tener un padrino, o destacarte en un asunto. Como resolver algo grande, agarrar un malandro y que la prensa te hable de eso. —
– Bueno, ¡agárralo! – le espeté, teniendo en cuenta el intento de asesinato de mi hija.
– Estoy trabajando en eso, – Gromov asintió. – En nuestro cuadrante aparecieron unos delincuentes que están robando cajeros automáticos. Te imaginas como hacen: apagan las cámaras. ¿Como? No se sabe. Maltratos visibles, no hay. Los alambres están completos. La cámara no ha sido tapada. Si resuelvo ese asunto, puedo pasar a la dirección «C». «C», de ciberdelincuencia. Allá se gana más. —
– Yo te estoy hablando de Yulia, – me disgusté de verdad.
– Ahí hay un problema. Tampoco hay cintas de video. ¿Como se puede trabajar sin eso? —
– Con el cerebro, con los puños, con la fuerza. – Ya yo estaba arrecho, no solo con la policía, sino contra todo el mundo.
– A propósito de fuerza. Una vez se llevaron todo el cajero, otra, lo abrieron a mandarriazos. —
– Otra vez estás hablando de los ladrones. Para que abrirlos, es suficiente… – Metí la mano en mi bolsillo, toqué la tarjeta de acceso a los sistemas, la cual no me quitaron y se me salió: – Retrasados. —
– No, – Sasha no estuvo de acuerdo. – Cada vez piensan en algo nuevo. Para agarrar a esos tipos hay que actuar rápido, en caliente. A propósito, tú eres el especialista en esos cajeros automáticos, esas cosas electrónicas. Dime, como pueden… —
El repique del celular cortó la habladera de Gromov. Se puso el aparato al oído y, a medida que escuchaba, sus hombros se expandían, sus ojos se abrían irradiando emoción. Desde niño yo conocía ese brillo: hacia adelante, tumbando todo, sin pensar.
– Voy para allá! – exclamó hacia la bocina, saltando del lugar.
– Que pasó? – me preocupé.
– Quemaron un cajero automático, y apagaron la cámara otra vez. —
Con paso inseguro, Gromov se dirigió a la salida, tomó la chaqueta y sacó las llaves del carro. Traté de detenerlo:
– No puedes manejar, estás borracho. —
– Quien me va a parar? Yo estoy de servicio. —
– Estás loco. —
– Hay que perseguirlos en caliente, si no se van, – estaba inquieto el capitán de la policía.
– Mírate en un espejo. —
Lo empujé hacia el espejo de la puerta. De la respiración etílica se cubrió de vapor la superficie del espejo.
– Natasha me va a llevar. – dijo, con más sentido común.
– Vamos, te llevaré yo, – le propuse, ya que solo me había tomado una copa de vodka.
Yo no quería quedarme solo con Katya. Quizás se daría cuenta de mi ánimo abatido y empezaría a preguntarme y yo tendría que mentir y escabullirme. Mejor volver cuando ella estuviera durmiendo.
– Ok. ¡Vamos! – Sasha me palmoteó el hombro. – Como tú eres el técnico, verás las benditas cámaras y sabrás. Tú eres el experto. Las mujeres… Natasha se irá en taxi.
6
Durante los primeros minutos de manejo del «Ford» policial, sentí cierta rigidez en mi cuerpo. Me molestaban el radar, colocado sobre el panel de instrumentos, el radio portátil a mi derecha, el monitor extra en el centro y un montón de botones incomprensibles en la dirección.
Gromov, impaciente e inquieto en el puesto del pasajero, hacía comentarios:
– ¿Qué te pasa, acaso crees que llevas a tu esposa embarazada? Prende las luces del techo y dale gasolina. —
– Donde está? —
– Aquí! Y la sirena no está demás. —
El capitán pisó unos botones, sobre el techo del carro se prendieron unas luces roji-amarillas intermitentes y empezó a sonar la sirena. La música lumínica de la policía golpeaba los nervios, divertía el amor propio y ayudaba a ir a más velocidad ya que los otros carros se apartaban rápido. Sasha indicaba el camino e insistía en ignorar los semáforos. Yo sentía una rara sensación y por primera vez en mi vida, abiertamente, infringía la ley. Iba al volante como embriagado, subía la velocidad, me comía la luz roja, pero no sentía ningún reproche de conciencia. Al contrario, las adversidades que me abrumaban desde hacía dos días, pasaron a un segundo plano y yo me sentía un poquitico mejor.
Después que pasó el cosquilleo de los nervios por la carrera (lo digo por mí, mi hermano como si nada), llegamos a una calle ancha vacía, donde se construía una gran urbanización. El cajero automático que trataron de robar estaba en el vestíbulo de una agencia bancaria cerrada. Encontrar el lugar del crimen no fue dificultoso, ya ahí había una buena cantidad de carros de bomberos y policías.
Gromov saltó del carro apenas me detuve y, a grandes pasoso, se dirigió hacia el banco, haciéndole señas a un teniente que sobresalía.
– Petujov, reporta. —
El flaco teniente se acercó al capitán y empezó a hablar atropelladamente:
– Camarada capitán, durante el transcurso de las acciones operativas que … —
– ¡Resume, Petujov! —
– Los ladrones apagaron la cámara, inyectaron gas en el cajero, se escondieron tras la puerta y le pegaron candela. – El teniente señaló un cilindro vacío en el techo del banco.
– Se disparó hasta allá? —
– Lo hubiera visto! —
Me dio curiosidad y me acerqué. El lugar, con los vidrios rotos, olía quemado y el cajero se veía bastante dañado. Los pedazos de billetes quemados nadaban en un charco espumoso.
– Se llevaron el dinero, – Gromov sacudió la cabeza y, en voz alta, preguntó a Petujov. – Hay testigos? —
– Los vecinos vieron una furgoneta blanca alejándose, – puntualizó el teniente.
– En cual dirección? —
– Aquí hay un solo camino, – el teniente mostró con la mano. – Hacia el otro lado es calle ciega, por la construcción.
– Ya avisaron a los nuestros? —
– Ya hay varias patrullas en el caso. —
– Patrullas, – torció el gesto el capitán. – Te apuesto a que no encuentran nada. Voy a tratar de resolver aquí. —
Después de la carrera nerviosa sentí deseos de orinar y me dirigí hacia los arbustos. El seto recién plantado separaba una casa nueva del territorio de la construcción. Los arbustos estaban más abajo de la cintura y yo decidí ir más hacia la oscuridad, para que no me vieran desde el camino. Pasando por la entrada en el arbusto, con asombro vi un billete de mil pegado en las ramas. Lo tomé y vi que estaba quemado y olía a humo.
¿Como llegó aquí? ¿Lo lanzó la explosión? Dudoso, ya que hasta el banco hay cincuenta metros y no hay viento.
Busqué con la vista, y vi, no muy lejos en la tierra, otro billete de esos. Caminé un poco más y me petrifiqué. Bajo los arbustos estaba escondida una silueta oscura. Mi corazón me palpitó fuertemente y me quedé sin respiración. A tres pasos de mí yacía un tipo. No era un borracho, ni estaba muerto. Eso lo comprendí de inmediato porque la persona que yacía tensa, me miraba con atención y con simpatía. Hicimos contacto visual. Ambos callamos.
Este es uno de los ladrones, pensé con temor. No pudo escaparse antes de que llegara la policía y decidió esconderse aquí. ¿Qué hago?
– Yury, que estás haciendo por allá? – Gromov me llamó.
No me moví, pensando que el ladrón podría estar armado. Un brusco movimiento y ese me puede tomar de rehén. Estaba atrapado, no me atrevía a moverme: adelante estaba la construcción, detrás, la entrada entre los arbustos. El delincuente no me permitiría retroceder ya que podía exponerse.
El inquieto Gromov adivinó para que ya había ido a los arbustos y a él también le dieron ganas, entonces gritó:
– Te voy a acompañar. —
El ladrón se movió. ¿Irá a sacar el arma? Mis piernas casi se doblan, no me podía mover. Ahorita monta el percutor…
Pero, en lugar del sonido mecánico, escuché un suave susurro:
– Yury Andreevich. Está lista. —
Un frío me recorrió la espalda. El orden de las palabras y la entonación eran perfectamente conocidas por mí. La alarma se cambió por recuerdos. Diez años atrás yo enseñaba programación en la Casa de la Juventud para la creación científico-técnica. Los alumnos que terminaban la tarea primero se dirigían a mí con la expresión «está lista». Ellos se movían en su asiento y empezaban a explicar su éxito.
– Yury Andreevich. Está lista, – repitió el ladrón.
Me incliné para verle mejor los ojos al personaje acurrucado y lo recordé. Tras los arbustos se escondía uno de mis mejores alumnos. No recuerdo su apellido, pero la confianza en si mismo y su mirada atrevida se me grabaron en la memoria. El muchacho agarraba la teoría en vuelo, proponía soluciones originales, pero tenía problemas con la asistencia a clases.
Los pasos de mi hermano estaban cerca, ya estaba sobre la grama, acercándose a los arbustos. Ahora puedo no preocuparme por un ataque del ladrón, la policía está a dos pasos. Yo dudé. Una palabra mía y en mi ayuda, vendrían, además de mi hermano, los policías armados que están en el banco. El delincuente no podrá escaparse. Será curioso saber hasta donde llegó el talentoso muchacho. Ahora no me parece peligroso, sino indefenso.
Una palabra mía… Ahí están sus ojos suplicantes.
Apretujé los billetes quemados en la mano y los metí en mi bolsillo. Inesperadamente, para mí, salí de los arbustos y obstaculicé el camino a mi hermano.
– Yo puedo revisar como apagan las cámaras. —
– Ve a verlas, yo ya voy. —
– No entres ahí, hay sucio de perros, – detuve a mi hermano, y restregué, contra la grama, la suela de mis zapatos.
– En todas partes hay mierda. Bueno, vámonos a la división. – Gromov miró por encima de los arbustos, dudó un poco y agarró el celular. – Los ladrones pudieron escaparse por la construcción. Buscaremos a los perros olfateadores.
– Es una pérdida de tiempo. Mira la tierra está húmeda y ninguna huella.
– Es verdad. Tú eres inteligente, y los ladrones son retrasados mentales.
Gromov escupió y caminó rápido hacia el banco, lo alcancé. Me molestó la observación de mi hermano sobre las cualidades mentales de mi antiguo alumno.
– Por qué retrasados mentales? No cualquiera puede bloquear esas cámaras, – le pregunté.
– Exageraron con el gas, inyectaron más de lo necesario. Todos los billetes están quemados, tratan de utilizarlos y ahí los agarramos. No me extrañaría que hubieran salido heridos también y se dirijan a un primeros auxilios. —
En las manos del capitán sonó el celular. Era Petujov. Yo puse atención para oír al teniente:
– Encontramos la furgoneta blanca. Es una camioneta de servicio mecánico en las carreteras. En ella están dos hermanos gemelos de apellido Noskov, uno gordo y el otro flaco. —
– Petujov, estás escuchando lo que estás diciendo? Los morochos tienen que parecerse. —
– Pero estos son morochos y diferentes. —
– Los registraste? —
– No tienen dinero y, equipos gasíferos, tampoco. Solo parecen un par de pendejos. —
– Que dicen de que los vieron? —
– Pasaban por aquí y oyeron la explosión, se detuvieron un momento, pero entonces, decidieron irse. Vieron a un tipo en sudadera con capucha que iba corriendo. —
– Hacia dónde? ¿Hacia la construcción? —
– No, en sentido opuesto. Al llegar a las casas dobló a la derecha. —
– Había que empezar por ahí. ¿Descripción? —
– Contextura media, jeans oscuros, morral en la espalda. —
– Ya es algo. Escribe el reporte, yo organizaré la investigación. Después vas a revisar las enfermerías, el ladrón pudo haber salido herido por la explosión. ¿Me comprendiste? Estamos en contacto. —
Yo observé, con asombro y orgullo oculto como, después de las órdenes de Gromov, los policías salieron corriendo en dirección opuesta a donde se escondía mi exalumno, el ladrón. O sea, lo salvé. Yo continuaba a infringir la ley, la cual yo siempre había seguido. La persecución era inútil, yo había engañado a la policía y le di al delincuente la posibilidad de escaparse. ¡E hice todo eso sin pensar!
7
Profundas reflexiones sobre los complicados golpes del destino me mantuvieron despierto mucho tiempo en la noche. El joven vago consiguió escabullirse de una decena de policías con el dinero robado y por mi cabeza, respetuosa de la ley, pasa un infortunio tras otro. ¿Por qué el mundo es tan injusto? Yo no infringí la ley y él pasa a través de ella. Y, mi hermano, el servidor del orden público, dispuesto a manejar borracho por un beneficio personal. Para él no es tanto atrapar a los delincuentes como ascender en la policía. Cada quien piensa en si mismo, y no le importan ni la sociedad ni las leyes.
Me dormí al amanecer y cuando desperté, decidí que yo no estaba obligado a vivir por las reglas comunes. Mi vida pende de un hilo. Yo estoy condenado a muerte, inclusive sin salir de casa. ¿Cuánto dinero me queda? No estoy seguro de que llegue hasta el año que viene, entonces para que andar con cuidado y poco a poco. Los sueños normales: el año que viene me aumentan el sueldo y dentro de tres me ascienden a un cargo mejor, lo que traen son lágrimas de rabia y no una alegría oculta. ¿Para que planificar un futuro lejano si en cualquier momento puede caer la cortina negra? Bang! Ahora me ven, ahora no me ven. Terrible. Por eso, ahora, yo puedo arriesgarme, lo peor ya me sucedió.
Reconociendo mi triste situación, llegué a la conclusión de que yo debo actuar de otra manera.
Lo primero que hice fue hurgar entre las cajas de la mudanza recién desempacadas para buscar los CD computacionales. Todos esos disquitos tenían sus etiquetas con su nombre que ya había olvidado para que servía. Mientras desayunaba, yo iba colocando cada disco en el laptop para comprobar el contenido.
Katya se atareaba, alrededor de la estufa, con paquetes y envases. De repente todo quedó en silencio, sus brazos cayeron y mirando hacia el frente, desconcertada, dijo:
– Ella no puede comer nada, nada. Yulia… – Impotente, Katya cayó en la silla y se puso a llorar.
Miré la bolsa con los productos que se iban a llevar al hospital y sugerí:
– Quizás pueda beber jugo por el tubito. —
– No, ni siquiera jugo, – con aflicción, Katya lloró, agarrándose y sacudiendo la cabeza.
– Tranquila, piensa en el bebé. —
– Para ti es fácil dar consejos. —
– Yo también me preocupo. —
– ¡Si, ya veo! No te separas de la computadora, – inesperadamente, ella estaba iracunda. – Que te distrae? Y al trabajo vas a llegar tarde. —
– Voy contigo al hospital. —
– Puedo ir sola. Mejor vete al trabajo. Ayer llegaste tarde, hoy también. Te pueden botar. —
Bajé la vista, me tomé el té y salí de ahí, rápido. El reconocimiento honesto de mi despido ya me estaba alcanzando. En algún momento se lo diré, pero no hoy. Primero tengo que intentar realizar mi nueva idea. Coloqué el laptop en el maletín, también los CD y llamé al taxi.
En vez de al trabajo, fui al lugar donde el día anterior habían robado el cajero automático. Me acerqué al «McDonald́s» cercano. Ahí podría conectarme a internet y estar horas sentado, si quería. En uno de los discos encontré lo que estaba buscando, la base de datos de mis exalumnos de la Casa de la Juventud. Además del apellido, en el disco estaban sus direcciones electrónicas, teléfonos, fotografías y la lista de sus tareas hechas. En particular, la misma base de datos era un ejemplo de un trabajo exitoso hecho por los alumnos.
En una de las fotografías vi los mismos ojos negros del día anterior y enseguida lo reconocí: Fedor Volkov. Entonces tenía quince años, ahora tiene veinticinco y, en la mirada, la misma ambición juvenil y la auto convicción vulnerable.
Coloqué sobre la mesa el billete, medio quemado, de mil rublos que había hallado en los arbustos, lo fotografié y envié la imagen a la dirección electrónica de Volkov. Claro que el muchacho podía no haber utilizado ese correo hacía tiempo, pero el encuentro con el exprofesor lo haría recordar.
Y efectivamente, la respuesta llegó rápido.
«Gracias. Me salvó»
«Tenemos que vernos. Te espero», respondí yo.
«Donde está usted?»
«Adivina».
Esto era una prueba para la perspicacia general y el nivel de
comprensión computacional. En la fotografía del billete caía un borde de la bandeja del «McDonald’s» y por la dirección IP se podía saber en cual zona estaba.
No pasó una hora para que, a la mesa donde yo estaba, se sentara Fedor Volkov. Uno a otro nos estudiamos con atención. Fedor estaba cauteloso, su visión periférica trabajaba más de lo usual y sus manos las mantenía en los bolsillos de la chaqueta contra viento.
– Un poco ruidoso aquí, ah? – observó.
Le advertí:
– Con el rabo del oído escuché que la policía busca a un tipo en chaqueta gris contra viento. —
Volkov se quitó la chaqueta y se sentó sobre ella. Se quedó en franela. En su muñeca derecha tenía un tatuaje colorido.
«Quien se puya para divertirse, tiene VIH», pensé con tristeza. No me sorprendería que se fume su hierba y sea indiscriminado con las chicas. Si alguien preguntara: ¿quién de los dos tiene el virus?, todos apuntarían al chamo. Pero, desgraciadamente, una vida familiar juiciosa no es garantía contra una insidiosa enfermedad.
La mirada desconfiada de mi exalumno se suavizó un poco.
– Yo estoy muy agradecido con usted, Yury Andreevich. —
– Llámame Doctor. —
– Ah, ¿tenemos un plan? Entonces yo soy Zorro. —
– Pero tu apellido hace pensar otra cosa3. —
– Usted tampoco se parece a un doctor. —
Ambos sonreímos. Era mi primera sonrisa desde el momento de la llamada nocturna desde el hospital.
– Bueno, Zorro, cuéntame ¿Qué hiciste después de la escuela? – le pregunté.
– Usted, por casualidad, ¿no trabaja para la policía? El tipo de uniforme lo llamaba por su nombre. —
– Es mi hermano. El es policía. —
– Hermano? – Zorro se levantó. – Yo, como que me voy.
– Siéntate! – Lo detuve. – Entiende esto: a él yo no lo voy a ayudar. Ahora, yo solo trabajo para mí mismo. —
Zorro digirió rápidamente lo escuchado, se relajó y me tendió la mano:
– Colegas. – Después del apretón de mano, volteó su cabeza hacia el mostrador: – Ya que estamos aquí, voy a comer algo. —
Me acerqué a él y le advertí:
– Pero que no se te ocurra pagar con los billetes quemados. – los ojos de Zorro mostraron sorpresa. Le expliqué: – Todos los puntos comerciales están alertados. —
Zorro volvió a la mesa con un café y una hamburguesa. Comió un poco y comenzó a relatar:
– Yo ingresé en la universidad tecnológica en la especialidad de seguridad informática. Hice dos cursos, pero después me aburrí. Para que perder tiempo si el diploma lo puedes comprar. —
– Y lo compraste? —
– La impresión es perfecta, no puedes diferenciarlo de uno verdadero. Pero trabajar… – Zorro hizo una mueca. – Eso, de estar en una oficina desde la mañana hasta la tarde en una oficina, no es para mí. —
– Y ahora destripas cajeros automáticos? —
– Esa es la última diversión que tengo. —
– Y es provechosa? —
– Depende. Ayer agarré cuatro kilogramos. La explosión fue ruidosa y mientras recogía el dinero, los Apóstoles se pintaron. La policía llegó rápido y tuve que esconderme ahí cerca. —
– Los Apóstoles? – Recordé la conversación de Gromov por teléfono: – ¿Los gemelos Noskov en la furgoneta blanca, el flaco y el gordo? —
– Pedro y Pablo. En la escuela se burlaban de ellos, y a mí se me ocurrió ponerles los Apóstoles. Desde aquel tiempo somos amigos y me respetan. Ayer ellos arrastraron a la policía tras ellos. —
– Fue pensado así? —
– No, fue casualidad, pero afortunado. —
– Tú eres sortario. – Yo bajé la voz para que no nos escucharan: – Pero cuatro kilos de billetes quemados no te ayudarán. Caerás cuando los saques. —
– Los cambio de nuevo en cajeros. Y gracias otra vez. —
– No resulta. El cajero automático no acepta un billete dañado, el tamaño ya no coincide. —
En los ojos de Zorro apareció la sospecha de nuevo:
– ¿Doctor, para que me llamó? ¿No será para hacerme un tratamiento psicológico? —
– Para advertirte. Y proponerte algo. —
– Espero que no sea confesarme. —
– Los Apóstoles realmente trabajan en mecánica? —
– Trabajan en toda vaina. Son buenos en todo. —
– Mi carro no prende. —
– Su especialidad, – aseguró Zorro. – Donde está? —
Me gustó su disposición para actuar inmediatamente. Le indiqué la dirección del «Jupiterbank», donde se había quedado el «Peugeot» y le entregué las llaves.
Zorro se rio:
– Las llaves no son necesarias. Déjeme llamarlos para que vayan allá enseguida. Los llamó, les explicó todo y me preguntó: – Le traen el auto para acá? —
– No sería malo, – asentí. – Estás seguro de su experticia? —
– Son los Apóstoles, – dijo Zorro, con ironía. – Cuéntelo como nuestro agradecimiento, por lo de ayer. —
– Gracias, pero no era de eso de lo que yo quería hablar. – Miré hacia los lados como un conspirador y le hice la pregunta importante: – Como haces para bloquear las cámaras de video? —
– Que pasó? ¿La policía todavía no lo descubre? —
– Todavía están tratando de adivinar. —
Zorro se envaneció:
– Ese es un aparato que yo idee, yo lo llamo «blockout». Lo pongo a un metro de la cámara o del cable y desaparecen las imágenes. —
Recordé que Volkov, todavía jovencito, reparaba, fácilmente, cualquier computadora o juego electrónico. A él venían, incluso profesores, hasta que el muchacho empezó a cobrar por las reparaciones. Podía hacer maravillas.
Me interesó como trabajaba el aparato:
– Obstruyes la señal de video? —
– Ese es el nivel primitivo. Intercepto la señal y puedo poner ahí lo que yo quiera, hasta pornografía. —
– Me imagino la reacción de los vigilantes. Podrías hacerte famoso. —
– Por ahora déjeme bloquear las imágenes, como un tonto inútil. —
– Eso es inteligente, – asentí yo y reflexioné.
Zorro es inteligente, calculador, arrogante, pero actúa torpemente. Demasiado ruido para un resultado mínimo. Para el delito elegante le faltan conocimientos especiales acerca del funcionamiento de los cajeros automáticos. Y yo soy el especialista en ese asunto.
– Zorro, quiero comprobar tu «blockout» en vivo. —
Volkov, de la sospecha, frunció el ceño:
– ¿Que pasa Doctor? ¿Qué tiene en mente? —
– Una conexión real a un cajero automático concreto. —
– Ja! ¿Y después qué? —
– Tú me ayudas a restablecer la realidad. Yo me llevo lo mío. —
– Del cajero? – Zorro se rio. – Y como piensa usted abrirlo? —
– Ese no es problema. Pero esta vez, en lugar de bloquear la imagen, hay que poner una fotografía. —
– Doctor, estoy confundido. Me huele a servir de carnada. —
– Tu parte es bloquear la cámara. Del resto me encargo yo. —
Zorro se reclinó en su silla, de nuevo miró a su exprofesor considerando si debía confiar en él.
– Y cuando tiene la intención de hacer eso? – le preguntó.
– Tenemos tiempo mientras los Apóstoles me arreglan el carro. —
– Ahorita? – se extrañó Zorro.
– Desde hace un tiempito me estoy apurando para vivir, – me sinceré.
– El cobarde inventó los frenos, ¿es así? – Zorro guiñó un ojo. – Nunca hubiera pensado que usted… —
– Quiere decir que estás de acuerdo? —
Volkov levantó las cejas y empezó a razonar:
– El blockout lo tengo en el carro, pero se debe encontrar el cajero apropiado, donde se pueda montar sin problemas. —
– Ya te resuelvo eso. —
En el laptop abrí, en la página del «Jupiterbank», la ventana de las direcciones de los cajeros automáticos. Tuve que exprimirme la memoria para recordar la sucesión de la carga de efectivo en ellos: ¿cuáles son los cajeros automáticos que llenan hoy?
Yo escogí uno de ellos y volteé el laptop hacia Volkov:
– Mira este. Allá podemos llegar en quince minutos. —
– Usted cree eso? – dudó Volkov.
– Créeme, allá hay dinero para agarrar. —
Zorro me miró a los ojos, vio mi resolución y aprobó con la cabeza:
– Voy a tomar un café para llevar, en el camino resolvemos los detalles.
El carro de Zorro era un «Subaru» con volante a la derecha, con los guardafangos arrugados y las puertas raspadas. Con escepticismo ponderé el feo aspecto del auto:
– ¿Y para que tienes tus amigos mecánicos? —
– La dirección y el motor están bien, también sus cuatro cauchos y la aceleración, pero la carrocería… – Zorro se cortó un poco, – Pero no me preocupo si tengo que irme rápido. Tome asiento. —
El cajero automático que yo había escogido estaba a la entrada de una mueblería. Adentro, prácticamente, no había clientes. Cuando iba pasando, Zorro pegó a la pared una cajita roja, parecida a las que tienen el botón de alarma de incendio, y entró a la tienda. Decidí no abrir el cajero enseguida y lo alcancé en el interior.