Kitabı oku: «Al filo del dinero», sayfa 4

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– Me dijiste que el aparato no se veía, – le susurré inquieto.

– Para esconder algo mejor lo pones a la vista. – Con cara de aburrido, Zorro iba mirando los sillones.

Tuve que estar de acuerdo con él. Sin embargo, el color rojo de la cajita, simbolizaba para mí el infierno que tenía que atravesar. Detrás de él hay otra vida, extrema y riesgosa.

– ¿Ya está funcionando el blockout? – me puse nervioso.

– Le tiemblan las rodillas? Podemos volver al carro. —

– No…, pero… Hay dos cámaras: una en el techo y otra directamente en el cajero que graba la cara del que está ahí. Quiero estar seguro… —

– En lugar de a usted, Doctor, están viendo otra cara. Como usted lo pidió. —

Recordé la foto que había escogido en internet y me tranquilicé. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. La enfermedad me liberó de muchos convencionalismos. Ahora puedo hacer lo que considere necesario, vivir duro, sin esperar la vejez. ¡Vamos!

Volví al cajero automático y puse la tarjeta de acceso, la cual tomé por casualidad de la oficina y puse la clave. En la pantalla apareció el menú. Perfecto, no han bloqueado la tarjeta. Escogí la operación: Carga de efectivo. Sonó el gancho de apertura…, yo hale la pesada puerta y el cajero se abrió. Adentro había pacas de billetes de mil y cinco mil.

Por lo menos había millón y medio de rublos y procedí a sacarlos.

8

La mayoría de los empleados subordinados prefieren no caer bajo la mirada del jefe, pero Oleg Golikov era de la opinión contraria. Él estaba convencido de que para recibir un ascenso debía ser visto por las instancias superiores. Todavía mejor, debía ser útil al jefe no solo en el trabajo, sino en la vida diaria, ¡jalar mecate pues! Una vez, Oleg había ayudado, calculadoramente, al chofer de Radkevich, a configurar el nuevo teléfono inteligente, a conectarse á internet, y enseñarlo a utilizar las nuevas aplicaciones. El chofer le contó eso al jefe. Y resultó: cada vez que aparecía un problema técnico, llamaban a Golikov. Las novedades tecnológicas se vuelven ayudantes irremplazables cuando hay una persona que las domina.

Una semana atrás Oleg había sido testigo de una conversación curiosa. Él había configurado la conexión entre todos los aparatos electrónicos de Radkevich y esa vez, a la oficina del banquero entró una muchacha elegante con apariencia de modelo.

– Estoy que ardo, me sacaron de la portada, – ella dijo, con indignación. – Van a poner a otra muchacha. Me lo habían prometido y en el último momento me sacaron. ¡Cabrones! —

– Oksana, no te preocupes por esas tonterías, – Radkevich se adelantó para abrazar a la muchacha.

Ella despreció el abrazo:

– Para ti es una tontería, pero para mí, es la cima de mi carrera. Calcula tú, yo le conté a todas mis amigas y alguna perra me… —

– Discretamente, Golikov salió de la oficina, pero a través de la puerta semiabierta oyó la esencia de la pelea. A Oksana Broshina, quien trabajaba como modelo, le prometieron ponerla en la portada de «Elite Style», la revista de moda, pero a último momento, la cambiaron por otra chica. Oksana trató de utilizar las conexiones de Radkevich para resolver la situación. El banquero llamó a alguien, averiguó, pidió, pero en definitiva le propuso a la chica otra revista. La amante se ofendió y salió, disparada como un cohete de la oficina.

Boris Mikhailovich apareció en la puerta de la oficina, le hizo una seña a Oleg y le dijo:– Hacia dónde fue? Muéstrale la salida. —

Golikov alcanzó a Oksana, la acompañó a la calle y, casi a la fuerza, la sentó en un café cercano. Se sentía inflado con la compañía de esa belleza en un lugar público. Él no ahorró en cumplidos, mostró comprensión y estuvo de acuerdo en que, la advenediza que destruyó el sueño de Oksana era una alpargatuda en comparación con ella.

Oleg comprendió enseguida que le había caído una oportunidad que no debía desperdiciar. Se ganaría unos puntos con el jefe, si demostraba que podía resolver cuestiones delicadas como esa. Y Oksana estaba tan buena, que él trataría de servirle a cambio de un agradecimiento futuro. Oleg le juró que iba a pensar en algo para ayudarla si ella, después, le mostraba alguna gentileza. Con estas palabras, él la miró, lánguidamente, y le apretó la rodilla bajo la mesa. Oksana no le apartó la mano. Y así, quedaron. Un inspirado Golikov le aseguró a Radkevich que él resolvería el problema. El banquero se sorprendió y, vagamente, dijo: «Bueno, si lo haces…»

Y Golikov lo pensó.

Ahora estaba sentado en la oficina del presidente, sintiéndose vencedor. Un problema bancario sirvió de pretexto formal: alguien había vaciado un cajero automático. Pero la noticia importante él la diría al final de la conversación, ya que las últimas palabras son las que se recuerdan mejor. Ellas son las que dejan la mejor impresión del encuentro.

– Boris Mikhailovich, sucedió un incidente desagradable, – Golikov empezó, suavemente.

– Que pasó? —

– De uno de nuestros cajeros desapareció un dinero. Como casualmente, abrieron el que se llenó hoy de efectivo. —

– Los muérganos los siguieron. ¿Cuánto se llevaron? —

– Ahí viene lo extraño. En el cajero faltan 393300 rublos. – Golikov puso le hoja de papel con la cuenta sobre la mesa. – El resto del dinero no fue tocado, y eso es cerca de un millón. —

Radkevich, dudoso, agarró el papel con las cifras.

– No hay errores aquí? ¿Como se pueden llevar esa suma? Los billetes más pequeños son de quinientos rublos. —

– Es correcto. El ladrón dejó un vuelto. —

– Como? – Radkevich tiró el papel. – Me quieres decir que un tarado abrió el cajero, tomó menos de la mitad de lo que había y además ¿dejo vuelto? —

– No es tan tarado el tipo, – negó con la cabeza Golikov. – Además no hay señales de violencia. Y lo más extraño… —

– Que más? —

– Nosotros revisamos la cinta de video. No hay daño en los cables, ni en la cámara, pero en vez de la imagen corriente, durante lo sucedido era la foto de un caballo lo que salía. —

– Como que de un caballo? – Ya el banquero estaba al borde.

– Mire. —

Radkevich tomó la fotografía. En su mano tenía una fotografía en blanco y negro, parecida a las que tenía en las paredes de su oficina. En ella había un potro encabritado, sin brida y sin silla, lanzado a la libertad.

Radkevich adoraba los bellos caballos, en la vida real y en las fotografías, pero esta vez arrugó el rostro, como si viera algo indecente. Él recordó la última conversación con Yury Grisov. Cuando salió, arrancó uno de los cuadros y tiró en la mesa una hoja de papel donde había escrito el monto de su compensación. Boris Mikhailovich buscó en sus papeles la exigencia del empleado despedido. La suma en las dos hojas de papel coincidían.

El banquero apartó la explosión de ira y, hasta con respeto, dijo entre dientes:

– Se salió con la suya. Buen punto. – Arrugó los papeles y los lanzó a la papelera. – Como abrieron el cajero? —

– Lo más probable, con una tarjeta de acceso. La falsificaron o la robaron. Hay que investigar a los empleados que pueden tener esa tarjeta… —

– Todavía no te diste cuenta, quien lo hizo? ¡Tu antiguo jefe! —

– Grisov? – Una chispa de venganza brilló en los ojos de Golikov. – Llamemos a la policía. —

– Para que sospechen de ti también? —

– A usted, yo nunca… —

– Eso es poco. Tú tienes que estar adelante en el trabajo. Bloquear las tarjetas de acceso, preparar nuevas, cambiar los códigos y claves, lo que se necesita pues, para que no vuelva a suceder. —

– Sonó el celular, que estaba en el escritorio del banquero. Radkevich y Golikov vieron la fotografía de Oksana en la pantalla. Radkevich no quería responder, pero lo hizo, haciéndole señas a Golikov para que saliera y dijo:

– Te dije, gatita, que yo mismo llamaría… —

– La advenediza no apareció y me llamaron! – alegre, lo cortó Oksana Broshina. – voy a salir en la portada de «Elite Style»! ¡Gracias, gracias, gracias!

A Radkevich le cambió el humor:

– Pero claro, yo por ti, siempre… —

– Eres un amor. ¡Te beso, te abrazo y todo lo que quieras! —

– Paso esta noche por allá. – El banquero prometió, seductor.

– Pero no hoy, gatico. Hoy no puedo, me voy a preparar, mañana son las tomas. —

– Entonces… —

– Después, después, yo te llamo. ¡Un beso! —

Radkevich apagó el celular y, curioso, miró a Golikov, quien se había quedado en la puerta, arriesgándose, porque ya sabía la noticia que comunicaba Oksana. Esa era la impresión conclusiva con la cual Golikov contaba. Él no había tenido tiempo de comunicar, él mismo, la agradable noticia. Ahora, su mirada era expresiva: «Yo lo prometí, modestamente cumplí».

– Espérate. – Radkevich llamó a Oleg con el dedo índice y, bajando la voz, le preguntó: – Lo conseguiste. ¿Como? Yo escuché que la otra chica había desaparecido. —

– Lo importante es el resultado, ¿no? – arrogante, miró al jefe a los ojos.

Se miraron uno a otro, como si quisieran leerse los pensamientos. Entonces Radkevich levantó la bocina del teléfono de servicio y llamó a la oficina de personal:

– Cambien el aviso de búsqueda de un director del departamento de seguridad informática por uno de ingeniero especialista. Ya el director lo tenemos, es Oleg Golikov. Preparen la orden para su nombramiento y me la traen para firmarla.

Radkevich miró, interrogadoramente, al subordinado: – Es justo? – Este asintió en silencio y se retiró.

Cuando volvió a su puesto de trabajo, Oleg, inspirado por su victoria, marcó el teléfono de Oksana Broshina.

– Hola, bella. ¿Mi parte la cumplí, cuando nos vemos? —

– Que apuradito. – juguetona, respondió la modelo.

– Tú tampoco querías esperar al próximo número de la revista. —

– Ok. Nos vemos después de que yo me vea en la portada. —

9

Mi corazón se me salía del pecho. No debía correr, levantaría sospechas. Pero me apuré para llegar al carro de Zorro, colocado, inteligentemente, un poco lejos del cajero automático. Vaciar el cajero no resultó tan difícil. Lo importante era dominar los nervios, lo demás era asunto de técnica. Técnica moderna, en el sentido literal de la palabra. El «blockout» y la tarjeta de acceso con los códigos hicieron su trabajo.

Zorro y yo llegamos al «Subaru», simultáneamente, desde lados diferentes. Fedor se sentó frente al volante y puso la cajita roja en sus rodillas. Yo me senté al lado.

– Hay algo que no entiendo Doctor, ¿hoy es su día de actividad benéfica? – Fedor me juzgaba, moviendo los ojos. – Pudo haber tomado más!

– Yo agarré lo que me pertenece. —

– Ahí quedó un millón! —

– Vámonos de aquí. —

Zorro soltó una palabrota, aceleró y condujo callado algunos minutos. Después, de mala manera, preguntó:

– Ahora, ¿para dónde? —

– Detente, ya nos alejamos suficiente. – Yo conté la mitad del dinero y se la extendí a Zorro. – Esta es tu parte. —

– Gracias, benefactor. – Zorro puso el dinero en su bolsillo y guardó el blockout en la guantera. – Y el caballo en la foto? ¿Es su firma? ¿O es un amuleto? —

– Es un regalo para un conocedor de caballos. Espero que le haya gustado. —

– No se rajó usted? —

– No te decepcionaré. —

– Entonces vamos al próximo cajero, mientras no hayan bloqueado la tarjeta de acceso, – propuso Zorro.

– Por ahora es suficiente. —

– Y yo pensé que ahora éramos compañeros y decidiríamos en conjunto. —

– Estás pensando en la dirección correcta. ¿Estás preparado para gastar el dinero ganado en una sociedad? —

– Que sociedad del carajo? —

– Para comenzar, hay que alquilar un sótano con dos salidas. Comprar una máquina tipográfica para imprimir tarjetas de presentación y otras tarjetas. La lista te la envío ahorita por el correo. —

Un archivo que había preparado en la mañana en «McDonald́s» se lo envié desde mi teléfono. Zorro lo abrió en su teléfono inteligente, comenzó a leer y sin esconder su escepticismo:

– Computadora, impresora láser, papel, tintas… Usted se volvió loco Doctor. ¿Usted quiere gastar lo obtenido en imprimir tarjetas? —

– Y por qué no? – Hice una pausa y expliqué: – Si son tarjetas especiales referidas a símbolos de dinero. —

Zorro se apartó:

– Imprimir falsificaciones y metérselas a las viejitas en los mercados? En todos los negocios revisan los billetes. —

– Tienes razón. En los billetes actuales hay cerca de veinte marcas de protección. – Yo se lo demostré, volteando y doblando un billete de cinco mil rublos. – Lo más complicado es el papel especial. Cualquiera se da cuenta al tacto: es denso, crujiente, los dedos sienten el relieve. Ese papel lo hacen con algodón puro. Y hay marcas de agua, microimpresiones, banda magnética, tinta especial, que cambia de color con cambios de ángulos de visión. —

– No necesito esas lecciones, se sobreentiende que no haces un carajo con tratar de falsificarlos. —

– Hacerlos exactamente no se puede, – estuve de acuerdo.

– A eso me refiero. Sacamos uno o dos papeles y nos agarran. —

– No me escuchaste bien. Las marcas de protección son muchas, pero el cajero automático solo comprueba cuatro o cinco de ellas y los terminales de pago, menos. Y yo, por cierto, se cuáles. —

– Está bien, pero cinco marcas de protección no son pocas, de todas maneras. Y con nuestra imprenta, – Zorro frunció el ceño y mostró la lista de objetos en la pantalla de su teléfono. – sacamos un cuadrito bonito? —

– Otra vez no escuchaste. —

– Transmítalo, pues. —

– Tú tienes billetes verdaderos parcialmente quemados. Con marcas de protección que podemos utilizar. – Yo hablaba pausadamente para darle a mi interlocutor la posibilidad de comprender mi idea. – De cada uno se pueden hacer diez. Para el cajero automático basta una parte de la banda magnética. ¿Entiendes? —

– De un billete se pueden hacer cuantos? – Zorro comenzaba a agarrar la idea.

– Papel especial y tinta especial no se necesitan. Vamos a utilizar fragmentos de los billetes verdaderos. —

– La idea es interesante. Estoy listo para intentarlo. Solo que la ganancia de hoy no es suficiente para la compra del aparataje. —

– Hay que añadir unos rublos. Vamos. —

Le mostré el camino y le pedí que se detuviera frente a una agencia grande del «Sberbank».

– Este es el lugar? – Los ojos de Zorro estudiaron la situación. – Hay mucha gente, no se puede bloquear la cámara. Mejor nos vamos. —

– Vamos a comprobarlo. Espérate aquí. – Salí del carro.

– Y el blockout? – preocupado, gritó Zorro, pero yo no le puse atención y me dirigí al banco.

Yo estaba seguro de que, el próximo cuarto de hora, Fedor Volkov estaría sentado como sobre alfileres y pensando: «En que me metí? ¿No sería mejor irme?» Seguramente se le vendrían ideas como que, yo me arrepentí, que me sentiría intocable y que yo lo traicionaría. Cuando salí del banco vi el destartalado «Subaru» en el mismo sitio, entonces me sentí agradecido a Fedor. Los nervios del tipo son fuertes, se puede trabajar con él.

Zorro, incrédulo, miró mi rostro de hielo. Entré al carro y le extendí una paca de billetes:

– La cantidad que falta.

– Que? – Se le salían los ojos.

– Tengo una cuenta ahí. Saqué mi plata. —

– Pudo habérmelo dicho. – gruñó mi compañero. Zorro abrió la puerta y recogió el blockout que estaba delante de la rueda. – Ya lo iba a aplastar, por si acaso. —

Su cuidado y precaución también me gustaron. Esas son cualidades necesarias para mis planes. Entonces fui a lo concreto, como si lo hubiera pensado bien y decidido hace tiempo:

– Empezamos un negocio juntos. ¿Las ganancias?: cincuenta-cincuenta. Nuestro capital inicial se forma del dinero en efectivo y la propiedad intelectual. Yo pongo este dinero y tú, los billetes quemados. Yo, mis conocimientos sobre la parte técnica de los cajeros y los billetes. Tú, tu blockout. Y lo más importante. Nuestro negocio es secreto, por lo tanto, ningún contrato y nada de habladeras. – De acuerdo? —

– Un pacto de caballeros? Ok. —

Nos dimos las manos. Le entregué el dinero. El sopesó el paquete y preguntó:

– Cuando empezamos? —

– Ya lo escuchaste, estoy apurado por vivir. Busca el sótano y compra los aparatos. Empieza ahora mismo. —

– Yo pensé que hoy celebraríamos nuestro acuerdo. —

Lo miré de tal manera, que él levantó las manos en señal de sumisión, pero desconcertado por mi impaciencia.

– Yury Andreevich, que estaba haciendo usted hasta ahora? —

– Nadaba con la corriente, hasta que caí en el torbellino de agua. Ahora decidí montarme en la lancha rápida para ir adonde me de la gana. —

– Chévere. —

– Y, no se te olvide, Fedor, a partir de ahora, yo soy el Doctor y tú, Zorro. —

No pudo responder enseguida porque repicó su teléfono. Escuchó, asintió y pegándose el celular en el pecho, se dirigió a mí:

– Arreglaron su «Peugeot» y lo llevaron a McDonald́s. Quiere agradecer, personalmente, a los Apóstoles? —

– No es conveniente que me vean. Dales las gracias y que se vayan. —

– El agradecimiento, de parte de quien? —

– Del Doctor. —

Ya me estaba acostumbrando al apodo.

10

Tomé el tenedor, mi mano quedó suspendida un momento sobre el cuenco con la ensalada. Normalmente, Katya y yo comemos la ensalada del plato común, pero decidí no hacerlo más. Claro que yo leí el folleto sobre el vivir con VIH, donde afirman que el virus no se transmite por la comida, pero eso es en teoría. Se trata de la persona más cercana a mí, la mujer amada, la que lleva a mi hijo en su vientre. Ya nos habían dicho cual era el sexo del bebé y yo me culpaba solo por una cosa, que no habíamos pensado en aumentar la familia los diez años anteriores. Si yo contagio a Katya, no lo quiera dios, entonces al future bebé lo espera la misma suerte. No, lo que sea, pero no eso.

Yo acerqué la ensalada a mi plato. Si ella me preguntaba sobre eso, le diría que me había resfriado y que no quería contagiarla. Pero Katya no estaba pendiente de esos escrúpulos. Ella terminó de comer rapidamente y siguió, atareada, golpeando la tableta con las puntas de los dedos, buscando algo en internet.

– Es poco, – dijo, apartó la tableta y llevó los platos sucios al fregadero.

Empezó a correr el agua y a oírse el roce de la esponja dura sobre los platos. Yo le eché un vistazo a la pantalla de la tableta y vi ahí la calculadora.

– Que estás calculando? – Sentí curiosidad.

Katya respondió de buen ánimo. Se sentía que estaba, particularmente, interesada en eso.

– En la cuenta tenemos ahorrado para la remodelación del ático. —

– Por ahora no remodelaremos, – corté, apartando la vista. Ella todavía no sabe que la cuenta está vacía. Si le digo en que estoy planificando gastar el dinero, entrará en pánico.

– Yulia debe ir a tratarse a Alemania. En la cuenta no hay dinero suficiente, pero si vendemos el «Volvo»… Yo vi los datos del carro, está nuevo, tiene pocos kilómetros, podríamos ganar… —

– De que estás hablando? El auto está en garantía, el banco se quedaría con todo el dinero. —

Hizo una mueca de desconcierto, después me propuso:

– Y si engañamos al banco? —

Katya cerró la llave del agua y volvió a la mesa. Tenía puesto un mono deportivo que ya era muy viejo. Podría comprarse ropa especial para embarazadas. Me daba vergüenza que ella economizara en ropa por nuestras deudas. Tomé su mano.

– No podemos engañar al banco. Tenemos que tener su aprobación para vender el carro. —

– Y la casa? —

– Más aún. En la declaración de propiedad hay unos gravámenes incluídos. Nosotros soñamos con esta casa. —

– Trata de llegar a un acuerdo con el banco. —

– Yo no puedo estar pidiendo eternamente. —

Katya me miró como si yo me negara a la curación de nuestra hija. Se disgustó:

– Hay que hacer algo. No me encuentro, me retuerzo pensando como salvar a Yulia y tú… —

– Yo también me estoy rompiendo la cabeza. —

– Pide un adelanto de tu sueldo. O un crédito con un período de gracia. Katya cambió la ira por la dulzura, me abrazó desde atrás, pegando su mejilla a mi frente. – Tú trabajas en el banco hace mucho tiempo, ahí te aprecian, explícales la situación, te comprenderán. —

– Otro préstamo, – Me sonrojé sin saber que decir, – no me van a dar. Yo acordé con el banco un período de veinte años. —

– Pero se trata de nuestra hija. Yo puedo ir contigo, les suplicaré. ¿El Radkevich ese, no es un ser humano? —

Me salí del abrazo femenino y casi dije, como esta personita buenecita me botó del trabajo sin ningún beneficio. En el último momento me contuve, bajé la cabeza y prometí:

– Conseguiré el dinero, vas a ver. —

– Cuando? Yulia no puede esperar. —

– Actuaré rápido. —

Mi rostro no reflejaba optimismo y Katya no esperó para reprocharme:

– ¡Si, lo vas a conseguir! Por ahora solo gastas. Hoy reparaste el «Peugeot». —

– Me lo hicieron unos amigos, de gratis. – respondí, desafiante.

– Para cobrarte después. —

De repente realicé que, a partir de hoy, tengo un círculo de amigos completamente nuevo, en nada parecidos a los colegas anteriores. En esencia me metí en una aventura riesgosa con personajes que no conozco. No tienen nombre ni apellido, solo apodos: Zorro, Apóstoles. Y ahora no hay ningún Yury Andreevich Grisov, sino un abstracto Doctor.

Para apartar las ideas desagradables, me levanté de la mesa y prendí la tetera:

– Bebamos té. ¿Dónde está mi taza? —

– Agarra cualquiera. —

Yo siempre agarraba la primera que veía, pero ahora decidí insistir:

– Los Gromov me trajeron una para Navidad, ¿recuerdas? Me la trajeron de Egipto. —

– En alguna parte está. Después la busco. —

– La quiero ahorita. —

Mi esposa me miró como reprochándome: que quisquilloso.

– Yo creo que está en la caja de regalo todavía. —

La busqué, la encontré y bebí té ahí. Ahora voy a hacer así siempre. Esta es mi taza, no se puede confundir y, además, es muy grande para Katya. Me tranquilizó esa idea.

Antes de acostarme miré, con aprehensión, la sala de baño de nuestra habitación. Teníamos en común el inodoro, la ducha, el lavamanos y, al menos, teníamos toallas diferentes. Estiré mi mano hacia los cepillos dentales. Tres cepillos parecidos en un vaso, solo se distinguían por algún colorcito. ¡Eso era peligroso! El mío era azul oscuro, el de ella, azul claro, pero no me podía confiar. Las encías sangran a veces, y podría suceder lo irreparable.

Me eché agua fría en la cara. Debía poner otro vaso para mi cepillo, pero entonces no podría evitar las preguntas. ¡Cuanto había cambiado mi vida, ese virus maldito se metía hasta en los detalles!

Me cepillé los dientes y rompí el cepillo. Mañana voy a comprar uno nuevo, pero completamente diferente a los que quedan.

Yo tomé el laptop con la intención de acostarme tarde, de tal manera que Katya estuviera dormida. Pero no dormía, todavía preocupada. Ella puso su cabeza en mi hombro y me pegó su hinchado y tibio vientre. Yo la abracé y, entre los dos, latía el corazoncito del futuro bebé.

– Yury, seguro vas a conseguir el dinero? – me preguntó con mucha seriedad.

– Claro, – le dije, tratando de que mi voz sonara segura.

– No podemos perder tiempo. —

– Lo haré lo más rápido posible. —

– Para las operaciones de Yulia se necesita mucho dinero. —

– No te preocupes, para la casa, yo hallé el necesario. —

Agradecida, me besó en la mejilla.

– Si quieres…, si te hace falta… – Katya se volteó, dobló sus piernas y pegó sus nalgas de mi cuerpo. – Pero ten cuidado. —

Yo me separé. Sentí terror, pensé en las pesadillas que me recorrían internamente. Virus invisibles y perjudiciales recorren mi organismo y no estoy en condiciones de luchar contra ellos. Soy una bolsa caminante llena de virus. El peligro más inmediato para mi esposa y mi hijo. Que me joda yo, ya viví suficiente, pero el bebé que está por nacer no debe sufrir.

No, desde hoy, nada de sexo. Lo mejor sería dormir separado o, por lo menos, con diferentes cobijas. Pero tendría que decir que estoy infectado. ¿Con cuales palabras? ¿Como explicarle a Katya? ¿Qué va a pensar ella? ¿Como decirle eso en su condición? Sus nervios ya están en el límite por lo de la hija y si le hablo de la fea enfermedad…

Nooo! Eso la destrozaría. Mejor esperar. Hay que resolver un problema, al menos. Debo conseguir el dinero para la operación de Yulia. Y yo haré lo que sea para la curación de mi hija.

– Mejor durmamos. – le dije e, instintivamente, me separé de ella.

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15 nisan 2020
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ISBN:
9785449857088
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